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Capítulo 4. Un ladrillo silencioso.

Capítulo 4. Un ladrillo silencioso.

Ella ya se había ido, todos se habían ido. El edificio quedó completamente vacío, lo que provocó en mi un gran sentimiento, algo infantil he de reconocer, de miedo y terror. Conforme el Sol iba ocultándose y la oscuridad se hacía presente yo solo podía pensar dónde podía pasar la noche. Podría volver a casa, pensé, pero esa idea fue rápidamente descartada. Caminé por el campus donde hacía tan solo un par de horas había estado junto a Aletia, observando sus ojos, que me recordaban a unos grandes girasoles marchitos, escuchando su dulce voz y acariciando su suave piel, como porcelana. Suspiré y me senté bajo el árbol negro, observando el cielo lleno de las estrellas que ella llamó cadáveres. Sonreí inconscientemente al reproducir aquella imagen en mi mente y, acostándome en la hierba fría, cerré los ojos tratando de dormir con ese maravilloso recuerdo.

Me desperté a los pocos minutos, ¿o siquiera había dormido realmente? Me levanté cansado y caminé a oscuras por el campus y los jardines, hasta que tomé la decisión de explorar más a fondo los edificios que me rodeaban, si ella tenía razón, aquel era la clave de todo. Pasé al principal y, casi completamente a oscuras y con el corazón algo acelerado, caminé entre las tinieblas. Es gracioso que precisamente yo le tema a la noche. Rei ante aquello y seguí mi camino. No había más ruido que el de mi respiración acelerada y, entre golpes y tropiezos di con una linterna que me permitía ver más allá de dos pasos.

Investigué cada rincón, cada aula, baño, mesa, todo lo que se me ocurría, menos las taquillas que no podían ser abiertas. Llegué hasta aquella clase donde la conocí, y me moví entre mesas y sillas, mirando cada cajonera y cada armario hasta que encontré lo que reconocí como mi teléfono móvil. ¿Cómo había podido olvidarlo? Supongo que tenía muchas cosas en la cabeza. Traté de encenderlo sin éxito, la batería estaría agotada. Recordé el aula de informática que había inspeccionado hacía poco en la segunda planta. Bajé con cuidado las escaleras, aunque eso no impidió que caiga rodando los últimos tramos de la misma. Mierda. Susurré ante el dolor en todo mi cuerpo. Seguro que algún moratón me sale. Gruñí. Me incorporé despacio, con la espalda adolorida y seguí mi camino. Llegando a mi destino, rebusqué en una gran caja de cables esperando encontrar algo que me sea de ayuda. Bingo, susurré agarrando el pequeño cargador y desenredándolo. Enchufé el móvil y la pantalla se iluminó, mostrando el icono de carga.

Dejé el dispositivo sobre la mesa y, guiado por la inmensa hambre, quise buscar algo para comer en la cafetería, la cual estaba en el segundo edificio. Con la linterna en la mano, salí del edificio principal, atravesé el suelo de ladrillo silencioso y entré. La sala estaba llena de mesas metálicas y un suelo blanquecino. Di con las máquinas expendedoras, la única fuente de alimento disponible pero no contaba ni siquiera con una moneda de un céntimo. Miré las golosinas con deseo, pero terminé desistiendo y decidiendo investigar cada rincón de este edificio también. Hacía unos momentos, por la desesperación de alimentarme, había ignorado el fuerte dolor que procedía de mi espalda, el cual volvió ferozmente al emprender nuevamente mi camino.

Fui al baño del primer piso y me quité toda la ropa, quedando únicamente en ropa interior, revelando a mi reflejo mis preciados tatuajes. Ella no los había visto, recordé. Inspeccioné mi cuerpo, un gran raspón se dejaba ver en la parte superior de mi espalda, estaba rojo y había pequeños rastros de piel, seguro se me hace una herida. Suspiré. Al menos no dañó el tatuaje del cuervo y el gato, pensé. Miré mis piernas, estaban rojas. ¿Tan fuerte había sido la caída? A la hora de buscar heridas o imperfecciones en mis brazos encontré un tatuaje. Uno que no recordaba haberme hecho: Sarah. Ese nombre estaba tatuado en tinta blanca, con letras separadas y todo en minúscula. ¿Por qué me tatuaría yo un nombre? Y, lo más importante, ¿quién era Sarah? Por mucho que lo intentaba, no podía recordar a ninguna persona tan importante en mi vida como para tatuarme su nombre. ¿Habría algo en el móvil? Como pude, me lavé la herida de la espalda y les eché algo de agua a las de las piernas y los brazos, el suelo del baño y parte de mi ropa terminaron mojados, pero no me importó demasiado. Me puse el pantalón y la camiseta verde de manga corta y recogí la de manga larga, la chaqueta y mis calcetines empapados en los brazos, mientras que en mi otra mano sostenía mis zapatos y la linterna.

Cuando llegué de vuelta al aula de informática, con mis tripas rugiendo y mi espalda ardiendo, el móvil ya tenía algo de carga como para poder encenderlo. Apreté el botón y esperé alrededor de un minuto hasta que me pidió el pin, por suerte, eso sí lo recordaba, 0320, mi cumpleaños. Después, me pedía la contraseña, esta no la recordaba y la huella solo funcionaba después de haberlo desbloqueado al menos una vez con la contraseña tras haber encendido el dispositivo. Podían ser letras y números. Probé con mi nombre, pero no era. Probé con 1999, el año que nací, pero tampoco. Entonces se me vino un nombre a la cabeza SARAH. El móvil se desbloqueó. ¿Quién eres? Le pregunté a un simple nombre.

En el móvil no había gran cosa, esperaba encontrar el número de esa chica entre mis contactos, pero no hubo éxito. No tenía mensajes, ni notificaciones. Nada fuera de lo común. Miré entre mis fotos, aunque tampoco había mucho más que algunas capturas de memes e imágenes de Pinterest, alguna que otra foto mía. Entre varias carpetas casi vacías hallé dos fotos que llamaron mi atención: en la primera, estábamos Onar y yo. Onar había sido mi único y mejor amigo, llamado así por sus padres porque decían que estaba destinado a cumplir todos sus sueños. Había muerto hacía un año. No recordaba esa foto, con la cual me invadió un gran sentimiento de nostalgia, que fue rápidamente sustituido por uno de confusión al ver la segunda foto, una foto de Aletia y yo bajo el mismo árbol negro, pero en la foto estaba vivo, lleno de hojas, como el primer día que nos sentamos junto a él. ¿Ya nos conocíamos? ¿Por qué no la recordaba a ella, pero sí la mayor parte de mi vida menos esas tres semanas? ¿Y por qué ella no recordaba casi nada? Muchas preguntas que hacían eco en mi cabeza fueron interrumpidas por el cantar tenue de los pájaros que sonaba a través de la ventana. Ya había amanecido.

-¿Tú tienes móvil?- Pareció sorprendida por mi repentina pregunta. Fue lo primero que dijimos en toda la mañana a demás del "hola" al encontrarnos.

-Sí. – Su mirada estaba puesta en el profesor calvo que caminaba de un lado a otro. – Pero no creo recordar la contraseña, por ello ni lo he intentado.

-¿Y tu hermana?

-No lo había pensado, luego le preguntaré. – Y me mostró su mágica sonrisa mientras el profesor regañaba a uno de los alumnos por tener mal un ejercicio. El timbre sonó, marcando la hora de comer.

Aletia y yo nos escabullimos hacia el mismo árbol de siempre, afirmó que no tenía hambre y no quería comer solo yo, por lo que nos sentamos mientras trataba que mi estomago no se quejara.

Había tomado la decisión de no mencionarle nada relacionado a la foto, algo en mi interior me decía que no era el momento de contárselo.

Como siempre, no hablábamos mucho, solo nos manteníamos en silencio disfrutando de la compañía del otro mientras nadábamos en las profundidades del enorme mar que era nuestra mente. De vez en cuando, alguno de los dos hacía un gesto dando a entender que tenía algo que decir, pero al final, nunca decíamos nada.

La observaba mientras mantenía su vista en las grises nubes. Había recogido su pelo en una delicada coleta y vestía una corta camiseta rosa con un conejito blanco, acompañada por una falda del mismo color y unos zapatos negros. Por mi parte, yo seguía con la misma ropa que los días anteriores, esperaba que no se fijara mucho en eso.

Esa tarde fue la primera vez que lo vimos. No sabíamos que era, ni qué significaba, pero sentíamos que era una palabra ya conocida para ambos. Estaba en el muro del edificio principal, en color plateado y brillante como la Luna misma: Verlorense

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