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Tercera Espina: Rosa sin amor


El pequeño Nicolás sonrió a la mancha borrosa que se inclinaba sobre él. Desde que había llegado a ese mundo, los rostros grandes le eran bastante desconocidos, extraños y apenas reconocibles hasta que se acercaban lo suficiente. Sus ojos todavía entrecerrados no estaban acostumbrados a esa luz ni sitio.

Aunque se le podía perdonar, con sus dos meses de vida. Su oído, sin embargo, era una cuestión completamente distinta. La música de la orquesta, las risas cercanas, las conversaciones y todos los sonidos entraban sin problema en sus pequeños oídos.

El rostro difuso no era el de un desconocido. Su tono tranquilo y entonación profunda, amable, la había escuchado numerosas veces, cuando aún se encontraba en el cómodo y húmedo lugar con el que soñaba cada noche. Era una de las melodías más efectivas para tranquilizarlo, junto al tarareo de su madre o la lista de reproducción de jazz favorita del hombre.

Su padre.

—Ugh, llévenlo a su habitación. Ya es hora de que lo cambien.

A través del tiempo, el pequeño niño conocería la crueldad escondidas tras esas palabras. Los desplantes irían creciendo, los alejamientos volviéndose más largos, hasta que, en esa fecha fatal, la rosa se secaría, desplantada por la falta de amor que le alimentaba. 

Era 22 de Junio, casi un año desde la última vez que Nicolás vio a su padre. A su madre, ni que decir, apenas frías cartas recibía de vez en cuando, con algo de dinero para golosinas o emergencias. Si deseaba afecto, más le valían los libros, porque en ese internado eran poco menos que conocidos todos y cada uno de sus compañeros.

Bueno, quizás estaba generalizando. Era consiente de que los otros niños tenían ventajas sobre él; simpáticos, serios, atléticos, intelectuales. Nicolás adolecía de envidiar a los que podrían haber sido sus amigos, si las exigencias familiares no hubieran estorbado su juicio ni su sentido del compañerismo.

Nicolás podría haber sido muy feliz.

Sin embargo, el quizás no era un factor que entrara en la mente del joven. Acostado en el suelo, con la libreta de notas llena de cuatros y tres, las lágrimas que brotaban del cielo eran las únicas expresiones de tristeza que el niño esperaba. En su soledad, no pudo ver el enorme espacio vacío que dejaría al saltar del último piso del edificio de los dormitorios. Para él, solo era una desgracia al nombre de sus padres.

Después de todo, ¿qué podría comprender él? Era solo un niño de siete años.

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