Onceava Espina: Euphorbia pulcherrima
El día de las madres siempre era soleado en Nueva Barcelona, un pequeño poblado en el Gran Ducado de Borginhugsun. Los grandes árboles brillaban verdosos en esas horas de amanecer, delicados destellos arrancados del sol por las gotas del rocío reciente, mientras que las casas aún yacían soñolientas por las tempranas horas del momento. Incluso en ese pequeño vecindario, llamado manzana roja por su hilera de casas rojas como la fruta, se mantenía el hechizo de los sueños.
Por supuesto, no por mucho tiempo.
Una mujer de ojos verdes, de esos que parecen atravesar a cuaqluier persona para aprender sus secretos, andaba ya despierta en la vivienda última de la calle. Esa justo al lado de la parada del transporte público, de preciosos jardínes bien cuidados, una entrada con un porche siempre abierto a conversaciones y un ambiente apeticible, casi seductor, que traía paz a quienes se animaban a caminar por ella. Si, una de las mujeres que habitaba la morada ya andaba iniciando el nuevo día. Las preparaciones del día de la madre siempre tomaban mucho tiempo.
Sin embargo, era su costumbre detenerse en el amplio pasillo azul de las habitaciones. Con prisas, sin urgencias, o tan solo por deseo, ella se detenía frente a las fotografías que colgaban. La graduación de cada una, fotos de sus padres, los recuerdos de viajes o con amigos, el matrimonio de ambas, así como los instantes eternos de su hijo. Por supuesto, miraba cada una con ternura y tranquilidad, siempre manteniendo un preciado tiempo para la última que, enmarcada en colores dorados, destacaba entre las demás.
Cuidando que no cayera la bandeja con el desayuno, deslizó una mano para tocar el vidrio protector de la imagen. Casi podía sentir la calidez de la criatura allí enmarcada, así como podía revivir el suceso tras ella. Recordaba bien el perfume que llevaba Gisselle ese día, la sensación del vestido de seda morada que se colocó, además de la penetrante risa del bebé, Leonardo, cuando movieron su patito predilecto y llamaron su atención. La mujer rió, sabiendo que fue la única forma de que el fotógrafo pudiera encontrar un buen ángulo del impaciente niño.
Suspirando contenta, volvió a tomar la bandeja con las dos manos y anduvo los pasos restantes a la habitación matrimonial. Leonardo se encontraba con sus abuelos, así que no había necesidad alguna de guardar el menor silencio. En ese cuarto azul maya solo había una persona de sueño ligero y era quien traía la comida.
—Gisselle, arriba.—La mujer penetró la puerta y se acercó a la amplia ventana. Con extremo cuidado, posó la bandeja sobre la cajonera que tenían bajo la ventana y apartó las cortinas. El intenso sol de mayo llenó el lugar con su dulzura, provocando que Gisselle, perdida entre sábanas y almohadas, se encogiera en la cama matrimonial. La larga cabellera rubia se volvió blanca mientras su esposa, Johanna, retiraba cada capa de tela hasta dejarla expuesta a la nueva jornada.
Gisselle se quejó, desnuda y todavía cansada. Bostezó, parpadeando unos segundos antes de girar el rostro a Johanna, quien había vuelto a tomar la bandeja y se la ofrecía. La bella no tan durmiente asintió, regalándole una sonrisa al sentarse para tomar el vaso con zumo de naranja. Al tomar una tostada, su iluminada piel blanca contrastó con el oscuro tono de Johanna.
—No diste a luz a Leonardo, Johann, pero te quiero dar tu regalo del día de las madres, mamacita. —La nombrada suspiró, negando al tiempo que señalaba su reloj de muñeca. Sin hacer caso al rostro contrariado de la rubia, le dejó terminar su desayuno en paz y se acercó a la puerta del baño.
Sus mejillas se colorearon al sentir el abrazo a su espalda, así como el ligero susurro.
—Debemos estar frescas para ver a tu madre. Se va a preocupar de otra forma. —A esa afirmación Johanna no se negó, dejándola obtener lo que quería una vez más.
El camino en coche pasó sin inconvenientes.
La alegría del momento las acompañaba en el camino sinuoso entre los árboles del gran bosque, límite del precioso pueblo. Ambas vestidas de frescos vestidos, conversaban entre risas sobre las ocurrencias de Leonardo. Sus anécdotas preferidas cruzaban sin parar, tan bien que las conocían, mezcladas con otras de los padres de Johanna y sus años mozos. El día de las madres siempre traía esos excelentes instantes a la memoria, ya que eran la familia que amaban y era digna de su propia felicidad.
—¿Recuerdas cuando lloró porque te cortaste el cabello? —preguntó Gisselle, acariciando el cabello castaño de la conductora, ahora más abajo de la cintura—. Tenía nueve meses y armó un escándalo porque ya no parecías su mami.
Las risas de Gisselle transportaron muy lejos a su esposa, a ese momento preciso. La carita roja del pequeño, sus cabellos tan rubios agitándose a cada movimiento en el suelo, la forma en la que tuvieron que cantar rancheras para que se calmara...En el momento no había sido muy gracioso, pero ahora no podía dejar de sonreír. Leonardo fue un bebé muy dramático y pasional. Era su característica más destacada, lo que lo hacía más tierno.
Tras una hora en el camino, bajaron la última colina que los separaba de un pequeño valle. Igual que ellas, muchas personas habían decidido pasar esa jornada especial con los seres amados. Aparcaron cerca de la entrada y bajaron en silencio. Gisselle llevaba en sus manos tres ramos diminutos, cuidadosamente envueltos, con preciosos lirios blancos y rojos del jardín. Se adentraron entre la ligera multitud, alcanzando las puertas enrejadas sin incidente alguno.
El silencio que envolvía sus pasos era casi sepulcral. Las palabras del cartel, de letras góticas, inspiraba respeto y cuidado, así como los dolientes y sus familias. Ambas sabían la dirección, así que ninguna se detuvo a ver el mapa o verficiar los carteles, tantos años habían recorrido ya el Cementerio Valle de Luna.
El laberinto de tumbas grises era un sencillo camino. Lejos de la caseta principal, entre las tumbas de dos familias, se encontraban aquellas de interés para las mujeres. En una de ellas se notaban los nombres de los padres de Johanna, muertos en un incendio seis años atrás, mientras que la otra, decorada con un pequeño oso de mármol, tenía una sencilla seña.
Leonardo Perda Wizuleben
2001
Gisselle suspiró y le entregó dos ramos a su esposa, antes de inclinarse frente a la pequeña tumba.
—Hola, mi amor, ¿tus abuelos te han cuidado bien?
Dejándole tranquila, Johanna se acercó a la tumba de sus padres. Sin apresurarse, fue contándole poco a poco los avances de ese año, los problemas que había tenido en su investigación, las mejoras de la casa, los sitios que habían visitado, las amistades perdidas y ganadas. Sin esperar una respuesta, su voz se fue volviendo cada vez más dulce mientras las lágrimas empezaban a deslizarse en su rostro. Los recuerdos volvían con una fuerza abrumadora, a veces quitándole el aliento. El agujero en su corazón lloraba intranquilo y deseoso.
A su lado, Gisselle estallaba en lágrimas. En su propio dolor, Johanna volteó a su esposa. Leonardo había sido un hijo deseado por ambas, querido por ambas, pero era la mujer rubia quien le había llevado durante ocho meses en el vientre. Había sentido sus patadas, sus movimientos. Ella era quién había sufrido el dolor del parto, los dolores de espalda, los mareos y los vómitos.
Además, había sido ella la persona que descubrió la peor pesadilla de cualquier padre. Una mañana fría de diciembre, donde los gritos de dolor eran amortiguados por la nieve, la pequeña cuna había quedado vacía porque el niño que dormía allí, sin explicación aparente, había dejado de respirar.
Nunca habían intentado tener otro hijo. Tras dieciocho años, no era difícil entender que el vacío dejado por Leonardo sería imposible de llenar. Habían sido una familia de tres durante casi un año. Para ambas ese pasado era más que suficiente, esa felicidad perfecta les permitía saborear con mayor atención los tiempos presentes. Al pasar un brazo sobre los hombros de Gisselle, podía sentir que todo lo que habían superado los había vuelto indestructibles.
Por supuesto, aún dolía.
Las lágrimas aún volvían a sus ojos al visitar esa diminuta tumba, solo un año marcado bajo el nombre del niño que amaban. El cuerpo de la mujer rubia aún temblaba entre sollozos ahogados, mientras que la respiración de ambas se cerraba a cada instante que intentaban contenerse. El tiempo no hacía el dolor más suave, pero sí más llevadero. Se veía lo bueno en lo malo, lo malo en lo bueno y no quedaba un deseo de más años juntos, sino solo una palpable añoranza por decir una vez más: "Te amo" y que la otra parte lo escuchara.
En ese lugar, esa fecha en específico, era la oportunidad perfecta. Casi podían sentir de nuevo el peso entre sus brazos, el aroma a pañales y leche, la respiración rápida, los deditos fuertes aferrados a cabellos o accesorios. Podían cerrar los ojos y hablar con él, decirles lo mucho que significaba que hubiera decidido compartir sus diez meses de vida con ellas. La forma en que lo amaban, lo felices que se encontraban en sus vidas y su lucha constante contra la inevitable pena.
Bajo ese brillante sol de mayo, en el día que nunca se mancha de lluvia, las madres de un ángel se sonreían de lado y se tomaban de la mano, rezando en silencio por todos aquellos en su igual posición. Esos padres de pequeño querubines venidos a la Tierra por unos años de felicidad y alegría.
Sin dejar su gesto decaer, giraron sus cuerpos para quedar frente a frente y se rodearon en un gran abrazo, susurrando al mismo tiempo.
—Feliz día de la madre.
Feliz día a todas esas mamacitas. Y a los papacitos que también hacen de ello.
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