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Mientras, la reina le preguntó al rey: –¿Cuál pajarillo te dijo que hay que fortalecer los lazos de confianza?
–Es un pajarillo con alas de libélula
– replicó el monarca, sonriendo pícaramente, dejando ver sus dientes, en especial el colmillo superior izquierdo, que salía de la línea del resto de la dentadura.
–Me dejas dos opciones, ¿está aquí ahora?
–No, está con Tornado. Todo esto de la fiesta es una sorpresita.
–Hmm, yo pensé que se trataba de Anémona, hace rato me estaba hablando de la fiesta que se hace en el bosque.
En eso intervino la aludida: –Oigan, yo sigo aquí y están hablando como si no los pudiera escuchar.
Los reyes se rieron, y Cressida dijo: –No te ofendas hermanita; sólo pensé que era mucha coincidencia que todos estuviéramos ocupados en la fiesta de primavera-verano.
–Bueno, pero ya no se refieran a mí con la pista de las alas de libélula.
–Si quieres, lo pongo en la ley para que no tengas problemas con eso de nuevo– bromeó Haakon.
Anémona se dio un golpecito en la frente con la mano y dijo: –Qué bueno que tengamos un rey con sentido del humor, pero no te pases.
Y ese asunto de las alas de libélula se los explicaré en un rato, porque en ese momento, ocurrió algo muy importante para el curso de la historia: Cressida distinguió un barco que se acercaba, y avisó a los demás que se aproximaba un navío desconocido. Al notar que era un barco de guerra, Cressida mandó a Olaf que avisara a la gente del reino que estuvieran prevenidos por si el barco transportaba tropas enemigas. El consejero corrió a cumplir este encargo, y rápidamente, todos los habitantes se alistaron para una eventual batalla. El rey Haakon se presentó en el puerto momentos después, montando su caballo, quien se llamaba Singular, y será un personaje importante en la historia. Junto con el rey, la reina Cressida también llegó a caballo. Anémona fue a pie, llevando la espada lista para desenvainar, y aquí he de apuntar que, si de algo pecaba, es que no podía controlar su espíritu combativo, y solía ir al frente cuando parecía avecinarse alguna batalla, aunque hasta ahora todas habían sido falsas alarmas.
De cualquier forma, los habitantes de este reino siempre estaban en guardia, y gran parte de la población arribó al puerto con unos segundos de diferencia a la llegada de los reyes. Olaf llegó jadeando detrás de ellos.
Unos minutos después, el navío tocó puerto. Haakon, Cressida, Anémona y Olaf se acercaron a él para verlo mejor. Cressida notó que la vela tenía el escudo del reino de Heland, (que, aclaro, no es el mismo que Holanda, así que no anden difundiendo fake news, pues no tienen nada que ver uno con otro), por lo que recomendó no bajar la guardia, pues recordaba muy bien que, según contaban los más antiguos pobladores, hacía tiempo había acontecido una guerra entre las dos naciones. Además, cuando sus papás le enseñaron a navegar, le advirtieron que nunca se acercara a ese reino, “puesto que el infortunio aguardaba en esas tierras”, y aunque no fueron muy específicos acerca de las razones, más valía temer que confiarse.
Entretanto, descendieron del barco algunas personas. El último, un apuesto joven rubio, de aspecto fuerte y algo arrogante, que vestía de forma muy elegante, (bueno, muy elegante con respecto a los demás viajeros), solicitó ver al gobernante de la isla. Haakon, quien se encontraba a un par de metros del sujeto, dijo: –Heme aquí. Soy el rey Haakon Arneson. ¿A quién debo dirigirme?.
El muchacho rápidamente le hizo una reverencia, y se presentó: –Soy el príncipe Erik Christiansen, de Heland. Vengo en representación de mi padre, el rey Christian Hanson, para solicitar un acuerdo comercial.
Haakon se sorprendió: –¿Un acuerdo comercial?, pero ¿por qué?.
Erik respondió: –Porque estamos prácticamente quebrados. Nuestras minas de oro eran nuestra mayor riqueza, pero se han agotado.
–Ya entiendo– replicó Haakon, –pero, si ya no tienen oro, ¿qué nos van a vender?.
–Pues, tenemos varias opciones, pero queremos venderles algo que necesiten– afirmó el príncipe.
El rey no creía que fuera necesario comprar nada desde otro reino. Pero tampoco quería despedir a los viajeros sin intentar ayudarles, así que dijo al príncipe: –Bien, voy a consultar con los ministros qué podríamos comprarles. Aunque, como primero debemos saber qué venden, nos veremos en el castillo en un par de horas.
–De acuerdo. Avisaré a la tripulación y nos veremos en dos horas– ratificó el príncipe. Hasta ese momento, todo en orden, pero, justo cuando dio vuelta para regresar al barco, la presencia de Anémona llamó la atención de Erik, quien preguntó: –¿Quién es esa joven?
–Es Anémona, la hermana menor de la reina Cressida– dijo el consejero, señalándola.
El príncipe la observó y aseguró: –Vaya. Sin duda es muy hermosa.
–Sí, y también es entendida. Como una sílfide– apuntó Cressida.
Erik frunció el ceño: –¿Cómo pueden comparar a esta doncella con una sílfide, que es la reencarnación de la vanidad?
Tal declaración heló a Cressida, y encendió a Anémona. Molesta por oír a este individuo hablando así de las sílfides, que eran sus amigas, y sin duda, no tenían la millonésima parte de la vanidad de este sujeto, la muchacha replicó: –¿Y acaso tú conoces a alguna? ¿o en qué basas tales declaraciones?
–No necesito conocerlas personalmente para despreciarlas. Igual que al resto de seres mágicos– afirmó Erik.
Antes de que Anémona pudiera responder, Cressida la rodeó con el brazo derecho y con la mano izquierda le tapó la boca, mientras decía al príncipe: –Bueno, alteza, ha hecho un largo viaje y no creo que deba cansarse más discutiendo por algo que no tiene importancia. Así que le ofrezco una disculpa y lo dejaremos descansar un poco. Hasta luego–, y enseguida se alejó, llevando a Anémona.
Cuando se hallaron a distancia suficiente del puerto, Cressida soltó a su hermana y la regañó: –¡¿Cómo se te ocurre discutir con el príncipe de Heland acerca de las sílfides?! Las haces correr más peligro del que ya había con la llegada de esas personas.
–¡Pero él fue el que empezó!– protestó Anémona.
–Lo sé, pero no debiste responder. Ahora, hay que evitar que se entere de que aquí viven seres mágicos– recalcó Cressida.
Anémona respiró y dijo: –Está bien, pero, ¿qué hacemos? Hay seres mágicos por toda la isla.
En ese momento, las muchachas vieron que se acercaba el rey en su caballo.
Haakon era inconfundible desde cualquier distancia: espigado, con actitud firme, su cabello negro y ojos café oscuro suavizaban mucho sus facciones fuertes.
Llegó junto a ellas, descendió del noble corcel, y dijo: –Chicas, tenemos que organizarnos. Ayudaremos al reino helanés, pero debemos proteger al nuestro. Y los seres mágicos están en riesgo.
–Justo de eso hablábamos– dijo Cressida.
–¿Por qué aceptaste ayudarlos si sabías que nos ponías en peligro?– cuestionó Anémona.
Haakon respondió: –Sospecho que, puede que tramen algo. Heland no se distingue por sus minas de oro, sino de caolín y granito. Así que es probable que en realidad estén intentando apoderarse de nuevos territorios o algo por el estilo, y en tal caso obviamente hay que impedírselos. Así que, en primera, debemos informar a los seres mágicos que no se acerquen al pueblo hasta nuevo aviso. En segundo, vamos a seguirles la corriente a los helaneses y descubriremos si realmente vienen por ayuda o son puras patrañas. Si están diciendo la verdad, los ayudaremos generosamente, si no, haremos lo necesario para detenerlos, lo cual puede ser desde hacerlos entrar en razón hasta combatirlos despiadadamente.
–Está bien– dijeron las hermanas.
–Bueno, pero para el paso #1, no puedo ir al bosque así nada más, y los seres mágicos necesitarán vigilancia, (sobre todo los duendes), por lo que alguien más tendrá que hacerlo. Por suerte, soy el rey, y tengo la autoridad para inventar nuevos cargos, así que, Anémona, te nombro ministra del medio ambiente y recursos naturales.
–¿Qué?
–Lo que oíste.
–Sí, pero ¿qué tiene que ver con los seres mágicos?
–Mucho, pero después te explicaré a detalle. Por ahora, sólo debes saber que tienes la tarea de proteger al bosque y sus habitantes, incluidos los seres mágicos.
–Pero, hace unos momentos por poco riego la sopa, ¿por qué me nombras a mí?– preguntó Anémona.
–Bueno, tú lo conoces mejor que cualquier otro súbdito mío. Y además, así repararás tu casi error– afirmó el rey Haakon.
Tras dudarlo unos momentos, la muchacha dijo: –Está bien, acepto esa misión, pero quiero autorización para permanecer en el bosque el mayor tiempo posible durante la estancia del príncipe en nuestro reino.
–Permiso concedido. Ahora, corre a informar a todos. Te voy a mandar un par de guardias para que te acompañen, por si tienes algún percance– respondió al instante el soberano. Anémona hizo una veloz reverencia, (innecesaria, dada su cercanía con Haakon, pero le pareció buena idea), y marchó en dirección al bosque, (y no esperó a los guardias porque pensó que los iba a mandar después).
Mientras se alejaba, Cressida dijo a Haakon: –Eres un gran rey, amor, pero creo que dejar entrar a los helaneses sin estar seguros de sus intenciones es una mala decisión.
–Tranquila, amor, soy el rey, tengo poder soberano y puedo mantener todo bajo control. Además, ¿por qué desconfías, no oíste mi plan de acción?– explicó el rey.
Cressida pensó unos momentos y replicó: –No desconfío de ti, sino de ellos. Con respecto al plan, tienes razón. Pero espero que la conserves.
Haakon dijo: –Amor, tú sabes que sólo pierdo la razón por ti.
Cressida sonrió contenta.
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