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Dicen que los aeropuertos son escenarios del comienzo de muchas historias.
Y aquí estoy yo, en el aeropuerto de Seattle, esperando a subirme a un avión y a quedarme sentado durante las siguientes doce horas. El resto de compañeros de la clase de Español de mi curso están emocionados y contentos por el viaje, al contrario que yo, que parezco desubicado y fuera de lugar porque llevo poco más de veinticuatro horas y hace solo unas cuantas me han informado de que tengo que asistir a este viaje.
Cuando nos subimos al avión, tras pasar por la facturación de maletas, el control de seguridad y las aduanas, veo que Mayda tiene un asiento asignado muy cerca del mío. Yo me siento en el de la ventanilla, en el asiento de mi lado derecho se sienta una chica de mi clase que se llama Alice Miller y justo en el asiento contiguo se sienta Mayda.
Me paso todo el tiempo haciendo cosas diversas: escuchando música, leyendo o durmiendo, mientras pasan azafatas que nos ofrecen cosas carísimas para comer pero que no tenemos otro remedio que comprar para no morirnos de hambre.
A su vez, la mayor parte del tiempo Alice Miller lo consume parloteando animadamente con Mayda, a lo que ella responde con secos y desganados «Sí», «No», «Ya» o «A mí también me gusta». A veces, siento cómo me mira de reojo. Cuando ambas se quedan dormidas durante un par de horas, me quedo mirando el rostro angelical de Mayda. Incluso durmiendo es preciosa. No puedo apartar mis ojos porque hay algo adictivo en ella.
Aterrizamos unas horas más tarde, cuando por fin podemos pisar tierra firme.
Son las ocho de la tarde aquí, en Barcelona, pero la profesora Méndez nos explica que vamos a desplazarnos a una ciudad costera situada a unas dos horas de aquí en autocar en la cual nos alojaremos durante la siguiente semana. Los alumnos hacen un gesto de desaprobación por la noticia de tener que estar metidos en un medio de transporte durante dos horas más después de un vuelo tan largo, pero, tras quejas por parte de los alumnos y amenazas de castigo por parte de los profesores, cogemos el equipaje y nos metemos en el autocar, que nos espera fuera del aeropuerto, rumbo a una pequeña ciudad.
Una potente luz solar proveniente del exterior me alegra el día nada más levantarme. Ethan Carter, un chico alto, delgado, con el pelo moreno y la piel pálida, con el cual comparto habitación, aún está sumido en un sueño profundo, por lo que procuro no hacer mucho ruido mientras me aseo y me visto en el baño.
Despierto a mi compañero (para que no llegue tarde) antes de bajar al comedor del hotel sencillo y barato en el que nos alojamos, que tiene vistas al mar debido a su cercanía a la costa.
La mayoría de los demás compañeros se encuentran allí, desayunando mientras charlan animadamente, pero mis ojos solo están ocupados en encontrar a una persona. Cuando lo hago, cuando localizo a Mayda, suspiro aliviado al comprobar que todo esto no es un sueño. Ella también me mira y, durante unos instantes, detecto que las comisuras de sus labios forman una débil sonrisa, pero esta desaparece con la misma fugacidad con la que se ha creado y Mayda vuelve a centrar toda su atención en la charla realmente «emocionante» de Alice Miller, que se sienta en frente de ella.
La observo durante todo el desayuno y sus expresiones dejan muy claro que Mayda solo está presente en cuerpo, no en alma, porque sus ojos y su rostro permanecen inexpresivos durante la mayor parte del tiempo en el que Alice le está contando su vida, como el otro día en clase o ayer en el avión.
El resto del día lo consumimos paseando por el pueblo y yendo de compras, en especial a tiendas de gafas de sol, cremas de protección solar y bañadores. Yo voy acompañado por Ethan a lo largo de toda la jornada y descubro que es un chico muy agradable, simpático y, sobre todo, inocente. También tiene un talento muy útil en este viaje: se le da de maravilla hablar en español, así que aprovecho esa ventaja para poder aprender y, al mismo tiempo, pasar el tiempo con alguien.
—Tengo familia en España —explica Ethan a la hora de comer mientras engulle un bocadillo que hemos comprado en un restaurante de la zona— y cada verano vengo a este país. Por eso, y porque voy a clases extraescolares de español, se me da tan bien este idioma. —Se encoge de hombros.
—A mí los idiomas nunca se me han dado bien —comento mirando el mar—, solo he aprendido un poco de ucraniano porque mi padre lo habla en casa a veces.
—Ah —asiente como si de repente hubiera encajado todas las piezas de un rompecabezas muy difícil—, de ahí tu apellido, ¿verdad? Tus padres son ucranianos.
—Bueno, mi madre no lo es, solo mi padre —le corrijo—. Se conocieron cuando mi padre fue a un viaje de negocios a Los Ángeles y ambos coincidieron.
A partir de ese momento, y durante toda la tarde, nos dedicamos a parlotear sobre nuestras aburridas vidas mientras caminamos por el paseo marítimo. Obviamente, yo no menciono nada sobre los Guardianes, pero en más de una ocasión he tenido la tentación de hacerlo.
Regresamos al hotel sobre las ocho y media de la tarde y, al parecer, todos los demás compañeros han llegado antes que nosotros. Ethan y yo nos dirigimos a nuestra habitación y yo me pido el primer turno para ducharme.
—Voy a salir —informo a mi compañero cuando acabo de ducharme.
—Vale —contesta Ethan tumbado en su cama y mirando la pantalla de su móvil sin mucho detenimiento a la vez que bosteza—. Yo me voy a dar una ducha y después voy a dormir. Estoy reventado de tanto caminar. ¿Cómo te quedan fuerzas?
—No tengo ni idea. —Me encojo de hombros.
En realidad sí que hay un motivo: Mayda.
Estoy dispuesto a hacer un intento de hablar con ella si la encuentro, porque no la he visto en todo el día a excepción de por la mañana, ya que Alice la había arrastrado a una tienda de productos veraniegos y yo me había ido con Ethan a dar un largo paseo. Pero, sinceramente, no sé si todo acabará como lo estoy planeando en mi cabeza, porque jamás he logrado decirle lo que realmente quería. Aunque, dadas las circunstancias, después de todo lo que ha pasado, supongo que la idea de perderla otra vez me impulsará a hacerlo en esta ocasión.
Bajo las escaleras con la intención de ir al comedor para ver si está cenando e intentar decirle algo. Rezo porque Alice Miller no esté con ella con todas mis fuerzas, porque quiero evitar una situación incómoda dando por hecho que esa chica montará un escándalo solo por insinuar que quiero hablar con su amiga, sabiendo cómo es ella.
Antes de llegar al comedor del hotel, escucho una música acompañada de una voz que provienen del interior de una sala situada frente al último tramo de escaleras. Por ello, me desvío y voy en busca de esa voz melodiosa. Parece ser que todo el mundo está cenando en el comedor, motivo por el cual los corredores del hotel están totalmente desiertos. La puerta de la que proviene la música está entreabierta y me apoyo en el marco para ver el interior.
Con la simple luz de la puesta de sol penetrando por las ventanas está iluminada la estancia. Reconozco a Mayda sola en el interior, que está tocando el piano y cantando de espaldas a mí. La canción habla de soledad, crecimiento y muerte, y la expresa con tanta emoción que me conmueve completamente. Es una de las imágenes más hermosas que jamás he visto y solo tengo unas increíbles ganas de abrazarla y decirle que todo irá bien.
Por eso, cuando acaba de cantar la canción, cruzo la estancia hasta llegar a ella y lo hago. La abrazo con fuerza, dejando atrás todo lo demás. Solo me importa ella.
Mayda se sobresalta durante unos instantes, pero cuando me reconoce se deja abrazar y arrima su cabeza en mi hombro.
—No pasa nada —le susurro—. Yo también me he sentido así.
La sala queda vagamente iluminada, tan solo quedan algunos rayos de luz solar. No obstante, sus ojos relucen cuando se alzan para mirarme.
—Es todo muy raro, Noah. —Escuchar mi nombre pronunciado por ella me parece una de las cosas más fascinantes que he oído—. Solo recuerdo algunas cosas, como que odiaba el instituto y algo relacionado contigo... Luego me vienen a la mente cosas como el lago Washington y mucha agua —se cubre la cara con las manos como si de verdad estuviera sintiendo el agua—. Y después solo hay... —traga saliva— solo encuentro oscuridad.
Bajo la cabeza para mirarla.
Ella me mira como si me estuviera pidiendo una explicación. Y yo quiero dársela, claro que quiero, porque la tengo, pero no quiero hacerlo de forma brusca.
Se instala un silencio muy profundo en el que resuenan las últimas palabras cantadas por Mayda hace unos instantes.
—Te lo voy a contar todo —concluyo tras unos segundos—, pero, para ello, salgamos de aquí.
Nos levantamos los dos y salimos del hotel.
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