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La luz filtrándose por las cortinas me alumbra la vista cuando abro los ojos. Estoy cubierto por un edredón y no hay nadie a mi lado. Mis pies descalzos se quejan por el contacto con el frío suelo de mármol cuando me pongo en pie. Me estiro y me dirijo al baño.

—Buenos días, dormilón —dice Sophia desde la sala de estar—. A esto le llamo yo desaprovechar el día.

Voy hacia allí y veo que está utilizando un ordenador portátil y un cachivache extraño que no logro identificar.

—¿Qué hora es? —pregunto entre bostezos.

—Las doce del mediodía. —Levanta la vista de la pantalla y me sonríe—. Anda, aséate, tienes que enseñarme la ciudad y no hay tiempo que perder.

Hago un ademán de ir hacia el baño de nuevo, pero antes cuestiono:

—¿Qué es eso? —Señalo la máquina rara que está junto al ordenador.

—El kit de emergencia de los Guardianes —explica—. Con esto puedo gestionar algunos recuerdos de mi hermana humana. Es muchísimo más limitado e inseguro que todos los aparatos que hay en las cabinas de las salas de inserción, pero para salir del paso en un corto periodo de tiempo es útil, ligero y cómodo. —Lo alza para que pueda observarlo mejor. Me viene a la cabeza la imagen de Kyle—. Quiero remarcar lo de «algunos recuerdos» porque, obviamente, los demás están en su cilindro y solo puedo utilizar y manipular los últimos recuerdos que ha ido generando desde que lo he puesto en marcha.

—Vaya, qué curioso —comento sorprendido.

Me ducho, me cambio de ropa (cojo uno de los dos conjuntos que he puesto en mi mochila) y me reúno con Sophia de nuevo, que ya está lista para salir.

El día resulta ser un poco nublado y húmedo, algo bastante típico de Seattle, pero ha salido el sol y se respira un ambiente agradable y agitado. Los turistas, tanto extranjeros como nacionales, han empezado a llegar, abarrotando centros comerciales, establecimientos y fotografiando cada paso que dan. No experimentaba esa sensación desde lo que me ha parecido una eternidad, hecho que provoca que esté más contento de lo que ya estaba nada más abrir los ojos.

Compramos cafés y brownies para llevar en una cafetería de la Cuarta Avenida y nos encaminamos a la torre Columbia por capricho de Sophia, ya que quiere subir a la azotea para ver toda la ciudad y desea poder afirmar que ha estado en edificio más alto del estado de Washington.

Sophia también parece haber sido contagiada por el optimismo que aporta el espíritu de una gran ciudad, del movimiento y del rumor de la multitud y los vehículos desplazándose de un lado a otro, porque una gran sonrisa se le ha instalado en el rostro.

Giramos la esquina de la University Street y nos metemos en la Quinta Avenida. Las manos de Sophia se enlazan con las mías y su contacto se me hace extraño al principio. Dirijo mi vista hacia abajo para mirarla, pero me encuentro con los oscuros cristales de unas gafas de sol como obstáculo. Le lanzo una mirada entre divertida, curiosa e interrogativa.

—¿Qué? —replica cuando la advierte.

—¿De dónde las has sacado?

—Las he comprado en una tienda mientras tú estabas comprando el desayuno —indica—. Lo he hecho por dos razones: la primera, porque en las sedes no hay luz solar y nunca he tenido la necesidad (ni la utilidad ni la oportunidad) de usarlas; y la segunda, para evitar que los Guardianes que me ven a través de los humanos me identifiquen con rapidez.

Niego con la cabeza y le sonrío.

—Siempre tienes respuestas y motivos para todo —comento—, incluso para unas simples gafas.

No estoy seguro, pero creo que enarca una ceja.

—¿Y eso es algo bueno?

Me encojo de hombros exageradamente.

—Bueno... a mí me gusta.

Sonríe radiantemente, sus mejillas se le iluminan y aprieta su mano contra la mía con más fuerza.

Llegamos a la puerta de la torre Columbia minutos después. Sophia mira hacia arriba boquiabierta e impresionada por su inmensa altura.

—Una cosa es verlo en fotos y mapas —explica asombrada—, pero esto es completamente distinto; es mil veces mejor de lo que me imaginaba.

—Pues no esperes para ver lo mejor —la animo. Tomo su mano y tiro de ella para hacerla entrar.

Compramos los pases para acceder al mirador de una de las plantas más altas: la planta 73. En realidad el edificio tiene 76 pisos, pero los tres más altos son para los socios del club privado.

Sophia hace un gesto de dirigirse a uno de los lujosos ascensores. Hago que se detenga, frenándola haciendo que mi mano no la siga.

—¿Qué ocurre? —replica.

—Vamos a subir hasta la planta 73 de una forma que jamás se te olvidará. —Le tiendo la mano de nuevo. Ella pone los ojos en blanco, frunce los labios y acepta mi mano.

En cuanto lo hace, arranco a correr.

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