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CAPÍTULO 50

Un ruido molesto fue el que me despegó de aquel profundo sueño, del que parecía imposible escapar.

Aun, con los párpados pesados, abrí los ojos, inclusive, con la dificultad que ello conllevaba.

El ruido molesto era nada más y menos que una canción ochentera que conocía de memoria, pues, yo mismo la había puesto de tono de celular, y ahora mismo no dejaba de sonar.

— ¡Dios!, ¡qué molesto! Hace horas que no deja de sonar este celular.

Otro ruido familiar, la voz de aquella mujer, la que me había traicionado, así lo sentía. Ya no creía ser capaz de llamarla mi amiga.

Me senté con dificultad y le arrebaté mi móvil de sus manos. Ella no había podido desbloquearlo, cosa que me alivió. No sabía de qué cosa problemática más era capaz de hacer si tenía acceso a él.

Pasé saliva dolorosamente al percatarme del número de llamadas perdidas. Y los remitentes eran más de uno, pero ninguno de ellos era de Diana. ¿Qué diablos estaba pasando?, Jeremy, Helen, e incluso Nicholas me habían estado llamando durante horas. Una llamada de Nicholas, era la primera vez que él había marcado mi número, eso sólo podían significar malas noticias.

Iba a devolverle la llamada a Helen, pero antes de que mi pulgar diera con el botón correcto, en ese momento preciso, entró una llamada de ella. Atendí sin perder un segundo de tiempo.

— ¿Dónde estuviste todas estas horas? ¡Te he llamado miles de veces! — Helen sonaba demasiado seria. No, aun peor, su voz tenía un tinte quebrado y nervioso, como si no supiera como actuar.

— Lo siento... — fue lo primero que dije, no sabía que más decir.

— ¡¿Dónde estás?! — Helen no perdía tiempo en interrogarme, ni siquiera para regañarme un rato más.

— En la calle, voy en dirección a mi casa — mentí. ¿Qué debía decirle? ¡¿La verdad?!, imposible. Era un error estar allí en la misma habitación del hotel con Juno. Era algo que no querría contarle a nadie y, mucho menos, recordar a futuro.

— Tienes que venir al hospital, ¡de inmediato!

Volví a pasar saliva. Por un momento sentí que mis ojos perdían la visión, pero supe suponerme a mi propio miedo y formulé una pregunta que me aterraba.

— ¿Qué sucede? ¡¿Cómo está Diana?! — pregunté por ella, no quería creerlo, pero sabía, muy en mi interior, que se trataba de ella, y me aterraba, como si las sombras fueran a apoderarse de mí, que su vida y la de nuestra bebé peligrara. Era lo que más temía en todo el mundo. Si algo les sucedía a ellas dos, yo... yo... no sé cómo podría seguir viviendo. Ya nada sería como antes.

— Ella está grave.

Me sostuve del respaldar de la cama, al escuchar aquellas palabras, creí que perdería todas mis fuerzas.

— ¿Qué sucedió?

— El embarazo... — esta vez la voz de Helen falló, sus palabras fueron interrumpidas de súbito por un gemido lloroso, la escuché respirar hondo y luego continuó para decir lo que más temía — está en peligro.

Mi corazón dejó de latir un segundo. Aquella noticia lo mató un poco.

— Marcus, ¡tienes que venir de inmediato!, Diana no me cuenta nada de lo que sucedió.

— Iré ahora mismo — le dije y luego corté la llamada, no quería seguir perdiendo tiempo en el teléfono. Me giré para mirar a Juno, también deseaba salir de aquí, no tenía nada que hacer junto a esta mujer, pero antes, sabría que había hecho.

Juno apretaba su celular contra su pecho, como si intentara protegerlo, o escondiera algo que no debía ser visto.

Me acerqué a Juno furioso. Juno supo mi intención y cerró los dedos contra el celular con más fuerza, pero a mí no me importó forcejear con ella. Le arrebaté el celular a la fuerza. Después de todo lo que había hecho, me importaba poco y nada causarle algún daño.

— No, espera... deja que te explique — dijo intentando recuperar el celular, pero yo la empujé para alejarla. Juno cayó sentada en la cama.

La chica me miró. Sus ojos temblaron de miedo y segundos después se inundaron de lágrimas.

—Marcus, por favor, no lo veas.

— ¿Por qué? ¿Qué ocultas?

— Por favor, escúchame primero — Juno se levantó de la cama y tiró de mi brazo, intentando recuperar su teléfono. Pero yo no le di la oportunidad de obtenerlo, antes ingresé a este y busqué el último chat.

Lo que vi... lo que vi me hizo hervir la sangre. Nunca en la vida había sentido el deseo de golpear a una mujer, pero en ese momento me hubiera gustado voltearle la cara de una bofetada.

Juno estaba loca.

Me giré y la encaré. Sentí furia, ira. Por mis venas corría veneno. Juno debió percatarse que ya no era el mismo Marcus de siempre con ella, ya no merecía mi amabilidad ni mi cariño.

Acerqué mi rostro peligrosamente al de ella. Juno cerró los ojos con miedo. Mi cercanía era todo menos cálida.

— Reza para que Diana y mi hija estén bien, porque si algo les sucede, no sé de lo que sería capaz de hacer.

Juno abrió los ojos levemente. Apenas podía mirarme.

Me separé de ella. Busqué mi camisa por la habitación, cuando la encontré, no tardé en ponérmela. Caminé hacia la puerta de manera veloz. Mis pies parecían correr. Si sería capaz me teletransportaría al hospital ahora mismo. Odiaba la distancia que me separaba de Diana. Quería estar con ella en ese preciso instante. Me necesitaba, y yo la necesitaba a ella. Además, había algo que tenía que aclararle.

Abrí la puerta de la habitación, y antes de salir, sin siquiera voltear para verla por última vez, dije — Vuelve a España — y salí de ese hotel.

El camino al hospital se me hizo eterno. Le pagué a un taxi para que me acercara, pero, incluso sobre un automóvil, sentía que todo marchaba a cámara lenta, pero en contraste, mi corazón latía desbocado.

Apreté mis manos en puños para intentar detener los temblores, pero esa fue una tarea imposible.

Volqué mi cabeza hacia atrás. Intenté respirar hondo para serenarme. Pero el aire entraba a trompicones, sólo acelerando la demencia en mí.

Cuando el taxi arribó al hospital, le alcancé al conductor varios billetes, no esperé el cambio, salí del auto y me dirigí al interior del edificio sin perder más tiempo.

Corrí hasta la recepción, donde encontré una mujer con delantal blanco escribiendo en una planilla.

— Disculpe, Diana... Diana Bonho — tuve que repetir su nombre, ya que al correr me había agitado — ¿En qué habitación la encuentro?

La mujer revisó las planillas con toda la paciencia del mundo. Deseaba gritarle que se apurara, pero me contuve. No quería que me echaran del hospital antes de poder verla.

— D-i-a-n-a — la enfermera buscaba su nombre por la planilla mientras lo deletreaba como una estudiante de primero de primaria —. Ah, está en el pabellón de emergencias. Habitación trece.

— Gracias — le dije mientras volvía a correr, pero esta vez en dirección al pabellón indicado.

Me detuve, menos de un segundo, para ver el mapa del hospital, memoricé el camino y continué mi carrera por los pasillos.

No necesité mirar los números en las puertas, identifiqué la habitación de inmediato al avistar a mis amigos sentados sobre un banco, junto al portal de una de las habitaciones. Sus rostros denotaban suma preocupación. Incluso había algunos ojos rojos, señal evidente de lágrimas derramadas.

Helen, Jeremy y Nicholas, se levantaron del asiento al verme llegar.

— ¡¿Dónde diablos estuviste todo este tiempo?! — Nicholas fue el primero en regañarme. Parecía que quisiera golpearme.

— No hay tiempo para eso, Diana está dentro — me indicó Helen la puerta y yo le agradecí con un asentimiento de cabeza.

Ni siquiera me molesté en llamar a la puerta, giré el picaporte y me precipité al interior de esta.

Un nudo se formó en mi garganta al presenciar aquella escena.

Diana estaba recostada sobre la camilla. Se la veía débil, pálida, de un blanco que me aterró. Su barriga permanecía hinchada, pero oculta debajo de las sábanas de la camilla. Sus brazos estaban entubados.

Me acerqué a ella de manera lenta y cuidadosa.

Diana no me miró. No. Eso fue doloroso. Tenía los ojos puestos en la pared junto a su costado. Evidentemente me estaba ignorando. Estaba tratando de decirme, sin palabras, que mi presencia allí no era bienvenida. Eso dolió, que ella estuviera enojada conmigo. Pero sólo debía explicarle... debía aclarar el malentendido.

— Diana...

— Vete — su voz había sonado de manera suave, imperceptible. Pero en un tono cargado de desilusión, tristeza e ira.

— Déjame explicarte — intenté razonar con ella. Busqué su mano, la cual descansaba inerte sobre la blanca sábana. Pero al sentir mi roce, retiró su mano entubada con violencia, y volteó a mirarme... con odio.

Esa mirada de desprecio en sus ojos, de ira contenida, era lo más doloroso y real que había vivido de su parte. Y era algo que me rompía por dentro, que me desarmaba el alma.

— No quiero escucharte.

— Pero...

— ¡Cállate! — me sorprendí cuando gritó de repente. Su mirada me decía que ya no podía contener más la cordura. No podía, o simplemente, no quería, tratarme con tranquilidad. Sólo de algo estaba seguro, no me quería allí, y no importaba cuanto insistiera, tampoco querría escucharme — ¡Te odio!

No... no, no. Creí que ese sentimiento había desaparecido en ella. Que había podido superarlo, borrarlo de su corazón, pero ahora, por mi estupidez, lo había vuelto a despertar y de manera mucho más intensa.

Quería estar en su corazón, pero no así, no para que me odiara.

— No, por favor, Diana... no digas eso.

Mi voz se quebró, las lágrimas hicieron estragos en ella. No podía, no podía soportar ser odiado por ella de vuelta, no después de todo lo que habíamos avanzado juntos.

— ¡Te odio! ¡Vete!

— Para...

— ¡No quiero escucharte! ¡Esto... todo esto es tu culpa!

— Diana por favor, tienes que escucharme... — intentaba mantenerme sereno, hablar en vez de gritar, pero Diana estaba tan alterada, que era difícil mantener la compostura.

Una enfermera se acercó a mí, y su expresión seria me dijo todo.

— Lo siento, pero tendrás que salir. La paciente está muy delicada y no debe pasar por más estrés. Si ella no te quiere aquí, no podemos hacer nada.

Miré a Diana, ella había vuelto la mirada a la pared una vez más. Estaba ignorándome.

Asentí a las palabras de la enfermera. Lo mejor era hacerle caso. En este momento, Diana no parecía estar en sus cabales. No había manera de hacer que me escuchara. Tendría que esperar, primero, a que se calmara.

Salí al patio, Nicholas, Jeremy y Helen me miraron con interés. Seguramente esperaban recabar de mí algo de información sobre el estado de Diana. Pero no tenía nada que informarles, pues, no sabía nada.

— ¿Cómo está Diana? — Jeremy fue el primero en preguntar, y escuchar su nombre en alto fue suficiente para que toda mi fuerza se derrumbara.

Mis ojos fueron los primeros en traicionarme. Las lágrimas cayeron de ellos como si no hubiera fin. Me derrumbé sobre el espacio vacío que quedaba en el asiento y no hice más que ocultar mi rostro entre mis manos. Mi cabeza se sintió pesada. Todavía persistían algunos síntomas del ansiolítico que me habían hecho tomar a traición.

Sentí la mano de Jeremy en mi espalda, en un intento de consolarme.

— Todo saldrá bien — me dijo. Pero no era así, podía asegurarlo porque no conocía ni la mitad de la historia. Todo se había terminado. El embarazo y mi relación, las dos cosas más importantes para mí corrían peligro.

— ¿Qué sucedió allí dentro? — interrogó Helen sin importarle que estuviera destruido, allí en medio de aquel estéril pasillo. Pero, no pude contestarle, sólo llorar. No podía, la respuesta me hacía sentir vergüenza, por ser tan estúpido y caer en el engaño de esas arpías.

Era un idiota. El más idiota.

Pasó un buen rato hasta que pude contener el llanto, pero fue tarea difícil, sentía que, a la menor cosa, podría volver a quebrarme.

— Ah, eres tú... el padre de la bebé — levanté la vista al escuchar aquella vos —. Ya era hora que llegaras. Si continúas así serás un irresponsable toda tu vida.

Era el doctor Angaraes y le importaba un comino que yo me encontrara frente a él destruido, en la resaca del llanto.

— Doctor... — ignoré sus comentarios hirientes, ahora mismo sólo había una cosa que podría importarme, bueno, dos cosas — ¿cómo está ella?, no quiso hablarme.

— Y no es para menos — dijo el doctor —, han intentado comunicarse contigo desde hace más de cuatro horas. Por un momento pensé que habías huido y abandonado a tu prometida con hijo y todo.

— ¡No!, nunca haría eso.

El doctor Angaraes me miró de manera aburrida, talvez esperaba una respuesta mucho más interesante. ¡Por Dios! ¡Esta no es la telenovela de las siete! ¡Estamos hablando de la vida de Diana y de mi hija!

Si no fuera el doctor que se ocuparía de Diana, posiblemente ya le hubiera partido la cara por impertinente.

— Por favor, necesito saber que están bien — insistí, procurando ser lo más respetuoso posible.

El doctor esta vez me miró con algo de compasión.

— Pues, no lo están... no están bien — el doctor se colocó la carpeta que llevaba debajo de la axila y me miró fijamente por menos de lo que dura un milisegundo —. Le estamos aplicando una dosis de corticoesteroides.

Lo miré sin comprender a que iba. Por la expresión de Helen, la única de nosotros que estudió algo orientado en la medicina, supe que esas no eran buenas noticias.

— ¿Qué quiere decir eso, doctor?

— Estos medicamentos ayudan a acelerar el desarrollo de los pulmones y otros órganos en el bebé... — por mi mirada, entendió que quería que fuera directo, necesitaba que me dijera qué diablos estaba sucediendo, no quería más vueltas en el asunto —. La estamos preparando para proceder con una cesárea de emergencia.

— ¿Q-qué? — había comenzado a temblar, las palabras del doctor sonaban horribles a mis oídos.

— Ha habido un desprendimiento grave de la placenta, que nos obliga a acelerar el parto o sino... — el doctor no terminó su frase, pero supe por su expresión, que no eran buenas noticias. El estado de Diana era grave, y no sólo apeligraba la vida de nuestra hija, sino, también la de ella.

— No... — bajé la mirada, sin poder creer lo que estaba sucediendo. Me sentía prisionero de una pesadilla, de la cual no podía despertar. Pero, mi corazón se contrajo en una punzada de dolor, esta era la realidad, no era ningún sueño del cual pudiera escapar.

Pedí que me dejaran estar presente en el procedimiento, pero el doctor se opuso a mi petición — Ella no te quiere dentro — dijo antes de ingresar a la habitación —, no hagas las cosas más difíciles.

Tuve que esperar fuera. Jeremy, Nicholas y Helen me acompañaban, pero no podía entender nada de lo que me decían. Estaba seguro que intentaban animarme, pero sus voces se oían lejanas. Mis pensamientos estaban sólo en ellas, en Diana y en mi hija.

Recé internamente todo el tiempo que duró la cesárea. Recé por ambas, por sus vidas, que todo saliera bien.

— Dios, no quiero perderlas. Las necesito conmigo.

Mi oración fue interrumpida cuando la puerta de la habitación número trece volvió a abrirse después de un buen tiempo.

— Hemos terminado — anunció el doctor.

Me levanté del asiento como si fuera impulsado por los diablos. Intenté mirar dentro de la habitación, pero me fue imposible ver algo.

— ¿Cómo están? ¡Por favor, dígame que todo salió bien! ¡Por favor! — el doctor me miró. Y los segundos que tardó en contestar, fueron un infierno eterno.

Necesitaba que estuvieran bien, si no era así, yo moriría detrás de ellas. Mi vida ya no tendría sentido si me faltaban, pues, ellas eran mi mundo entero y todo lo que necesitaba en él.        

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