CAPÍTULO 16
Esta no era la primera vez que visitábamos la casa de la abuela de Helen. Habíamos ido todo el grupo, sí, incluyendo Marcus, cuando teníamos doce años, esa vez que fuimos había pasado medio año desde que la madre de Helen la había abandonado, por lo tanto iba bastante seguido a visitar a su abuela, ya que hallaba en ella el amor familiar que no encontraba en su casa.
Su abuela era una anciana simpática, nos horneaba galletas, facturas y tortas todos los días de nuestra estadía. A la mañana, bien temprano, mientras todos todavía dormíamos, salía a dar un paseo con Corbata, su perro mestizo, de pelaje negro y patas cortas. Llevaba ese nombre porque tenía una mancha blanca en forma de moño en el pecho. Era un canino simpático y un buen compañero, siempre nos acompañaba al lago, y se metía en el agua a jugar con nosotros.
A pesar de que la anciana era bastante permisiva, había una sola cosa que teníamos prohibido, y era ir al bosque que se encontraba cerca del lago. La abuela había dicho que era un bosque muy grande y que habitaban osos, aunque sabíamos que era una mentira para asustarnos, la obedecíamos, pero hubo un día que desobedecí esa regla, y dicho día nunca lo podré olvidar.
Ese día no habíamos ido al lago a nadar. Era la tarde y corría un viento frío y veloz, que fue precedido por una violenta lluvia. Benjamín estaba con nosotros, había venido desde su casa a pasar el rato. La abuela nos había preparado varias docenas de sándwich de miga y un jugo de manzana para pasar la tarde lluviosa.
Benjamín había traído una pelota inflable de su casa, y ahora se encontraba jugando con Helen. Se pasaban la pelota de un lado a otro, por todo el living, mientras el resto elegía una película para ver. Cuando la pelota fue a dar contra un jarrón, y gracias a que cayó sobre un almohadón del sillón y se impidió que todo su cuerpo de porcelana quedara desperdigado por el suelo, esa fue razón suficiente para recibir una reprimenda por parte de la abuela y acabar con el juego. Helen y Benjamín se sentaron en el sillón algo divertidos, mientras intentaban ocultar sus risas de la enojada abuela. A pesar de ser Helen una persona sociable, con millones de amistades por todos lados, siempre se llevó con Benjamín de una manera especial.
— Yo quiero ver esta — decía Marcus, sosteniendo el VHS en alto — esa historia es para niñitas — decía mientras miraba con desprecio la película que yo había elegido.
— Pues, yo soy una niña y quiero ver la Bella Durmiente — dije mostrando mi elección en alto.
La abuela tenía una colección bastante numerosa de películas en VHS, y cada vez que queríamos ver una película era el inicio de una nueva batalla.
— Pero yo soy un niño, y quiero ver acción y violencia.
— Eres un tonto.
— Tú eres la tonta.
—... NO, tú.
— ¡Qué no!, si yo digo que vamos a ver Robocop, y ¡Vamos a ver Robocop!.
— No le grites a Diana — dijo Nicholas que hasta el momento sólo miraba la escena callado.
— ¿Qué, tú también quieres ver una de princesas?, ¡Eso es de niñas tontas!
— No, no quiero ver la de la princesa, pero tampoco quiero la de Robocop — Nicholas se cruzó de brazos ofendido. Yo sabía bien que en verdad si quería ver la de Robocop, pero su orgullo era muy fuerte como para reconocer que compartía los mismos gustos en películas que Marcus.
— No seas egoísta Marcus — intervino la abuela, se sentó junto a nosotros y fingiendo una cara seria nos dijo: — Afuera está lloviendo, y posiblemente llueva toda la noche, tenemos todo el tiempo del mundo para ver ambas películas, así que no se peleen.
Los tres asentimos satisfechos, porque por un lado todos salíamos ganando, pero todavía algo ofendidos, sin podernos deshacer de la sensación que dejo la discusión. Esta era un batalla que la misión principal no era ganar, sino hacerle perder al otro. No me importaba ver la Bella y la Bestia, lo que quería era que Marcus no viera la película que había elegido. Pero no fue así, en vez de sentirme satisfecha con la decisión de la abuela, me sentía derrotada. En cambio Marcus sonreía feliz, él verdaderamente le interesaba más la película que nuestra discusión.
— Benjamín, ¿Le avisaste a tu mamá que te quedarás a dormir?
— Sí, abuela — le respondió el niño mostrando su dentadura en una sonrisa amplia. Definitivamente la abuela no lo iba a dejar marchar con esa tormenta que se movía furiosa por afuera.
Al final, hicimos como la abuela dijo, vimos las dos películas, incluso vimos una tercera. Era un ambiente agradable, la sala estaba inundada por el aroma suave de los panes de miga y la esencia ácida, pero dulce, de la naranja exprimida, mientras desde la ventana percibíamos la melodía que tocaba la lluvia al chocar contra la ventana.
Cuando los créditos finales de la última película se hicieron presentes en la pantalla, me estiré para desperezarme. Iba a hacer algún comentario sobre la película, pero mis palabras se acallaron en mi boca al notar que todos estaban dormidos, incluso el enérgico de Benjamín.
Helen y Benjamín estaban durmiendo abrazados sobre el sillón. Si en ese entonces tuviera un celular, seguramente hubiera inmortalizado el inocente momento, pero lamentablemente en mi infancia todavía no se conocían. Así que los miré con una sonrisa avergonzada. Me avergoncé por ellos mismos, porque pensé que si me pasara a mí, seguramente moriría de una cobardía vergonzosa. Y luego lo descubrí a Nicholas, quien dormía recostado sobre el segundo sillón. Me acerqué sigilosamente hasta sentarme a su lado en el suelo. Lo miré de cerca. Se lo veía tan tranquilo durmiendo, tan plácido e indefenso. Sí, sobre todo indefenso. Tan indefenso que despertaba en mí un sentimiento extraño. No dejaba de imaginarme todo lo que podía hacerle sin que él se enterara, y una de esas cosas era besarlo.
Me incliné aún más hacía él, me apoyé sobre el respaldar con una mano y del apoyabrazos del sillón con la otra, con fuerza, haciendo equilibrio de no caerme sobre Nicholas, porque por nada del mundo quería despertarlo. ¿Cómo explicaría lo que estaba haciendo?, ¡No había manera de explicarlo sin que suene feo!, ¿Qué le diría?, ¿Qué lo estaba atacando porque lo vi indefenso y que posiblemente esa fuera mi última oportunidad en el mundo de probar un beso de su boca?, no, definitivamente no podía decir eso, así que, aunque sabía bien que estaba mal y que seguramente después tendría cargo de conciencia, igualmente decidí "atacarlo". Quemé la distancia que me separaba de mi chico, la quemé lentamente, como una vela que se consume en el prorrogo tiempo de una larga noche, bajé hasta sus labios y de ellos robé el beso más efímero que alguna vez pude tener. Pero que para mí, su sabor aún persistente en la piel de mis labios, dejó aquella sensación perenne y dulce.
Me separé de Nicholas cuando lo sentí moverse, con el corazón a mil salté hacía atrás, y lo observé asustada, para mi suerte sólo se removía entre sueños mientras balbuceaba una frase sin sentido.
Sentí un fiero alivió al darme cuenta que no había sido descubierta por Nicholas. Llevé los dedos hasta mis labios, y los palpé de manera superficial. Era una criminal, merecía pudrirme en una cárcel por asaltar los labios del chico que me gustaba, pero si no había testigos quedaba totalmente impune. Y creyendo que había cometido el crimen perfecto, me giré, como si estuviera escapando de la escena de mi perpetuación, sin dejar pista ni huella de lo sucedido. Hice el amagué de levantarme del suelo, y fue allí cuando me percaté que yo no era la única despierta en esta noche tormentosa.
Un rayó cortó el cielo, e iluminó desde la ventana la sala oscura. Su reflejo de luz se estrelló contra los rasgos de Marcus, quien me miraba con los ojos bien abiertos, con una expresión seria en el entrecejo, y algo melancólica en la comisura de sus labios. Me congelé en el momento. Era una criminal, y Marcus, mi peor enemigo lo sabía, sabía lo que había hecho. Estaba perdida. ¿Qué pasaría conmigo ahora?
— ¿Diana? — Marcus dejó escabullir mi nombre en una interrogación, una interrogación que se filtró de sus labios entreabiertos, con un tono suave, casi inaudible.
Abrí mi boca para responder, pero las palabras no salían, ninguna escusa se venía a mi mente.
No lo soporté, me levanté del suelo a la misma velocidad del rayo que caía del otro lado de la ventana. Y corrí, me escapé. Marcus se levantó después de mí, me persiguió, pero yo fui más rápida y salí por la puerta principal, dejándolo atrás. Corrí, sin saber a dónde iba. La lluvia se me pegaba en el rostro, se infiltraba por mi nariz, ahogándome y obligándome a respirar por la boca. Sentía la ropa mojada volviéndola más pesada, y los pies descalzos fríos al contacto con la tierra.
— ¡Diana!
Escuchaba mi nombre sobre la lluvia, pero no quería responder a él. No le daría a Marcus la satisfacción de burlarse de mí, como siempre lo hacía, no sería su víctima una vez más. Todo estaba perdido, si Marcus contaba lo que vio, todos me juzgarían, y peor aún, Nicholas me odiaría.
El lago se acercaba a mis ojos, y a su lado se levantó imponente aquel bosque prohibido. No tenía escapatoria, quería perderme, ocultarme de la realidad. Corrí hacía los árboles, mientras me hundía en el lodo, pero no desistí. Cobré fuerza de donde no tenía y me infiltré en la alta y tupida arboleda.
— ¡Es peligroso!, ¡Vuelve, Diana! — todavía podía escuchar a Marcus, pero corrí varios minutos más hasta que su voz ya no se oyó.
Esquivé las ramas, y rodeé los troncos, incluso salté las rocas que se interponían en mí camino. La noche era de las más oscuras, las copas de los árboles tapaban la tenue luz de la luna, y la torrencial lluvia dificultaba aun más la visión. Un latigazo a mi pantorrilla, secundado de un punzante dolor, me obligó a detenerme en mi huida. Me había chocado con una rama, y por la velocidad en la que corrían mis pies, terminé con una herida, no podía saber el tamaño de la misma, porque la sangre se escurría a montones, y se la llevaba la lluvia a la tierra. Jadeando y caminando con dificultad, subí una pendiente, en su cima me encontré con una cueva formada de la corteza de un árbol que se aferraba con sus ramas sobre una pila de rocas. Me oculté en su interior, escapando de la lluvia, pero cuando me senté, el dolor se agudizó doblemente. Mi cuerpo estaba perdiendo calor, me sentía cansada y adolorida.
¿Qué era esto?, una película con todos los clichés de una comedía romántica, si era así no me decepcionaría para nada, ya que en cualquier momento haría su aparición el príncipe Nicholas y me salvaría de mi agonía, y por supuesto nos casaríamos y viviríamos felices para siempre. ¿Suena bien verdad?
Mis ojos se cerraban involuntariamente, y cuando creí que por fin me dormiría, alguien me despertó, me tomó por los hombros y me agitó mientras llamaba a mi nombre.
— ¡Diana!, Diana, no te duermas — era Marcus, quien tembló con miedo al ver en mi pierna la herida que despedía sangre sin detenerse.
Marcus se sacó el cinturón del pantalón y lo ajustó con fuerza alrededor de mi pierna herida.
— ¿Qué haces? — le pregunté intentando alejarlo de mí.
— Detener el sangrado, ¿A caso sólo ves películas de princesas?
Quise responderle algo irónico, pero me sentía suficiente agotada como para pensar en una respuesta ingeniosa, así que simplemente ignoré su pregunta.
— Esto es una mierda — dije de repente.
— ¿Qué cosa? — me preguntó sentándose a mi lado — ¿La pierna herida o que nos perdimos?
— ¿Estamos perdidos? — pregunté mirándolo preocupada — ¿Acaso no memorizaste por donde venías?
— No, ¿Y tú?
— Yo tampoco — respondí preocupándome de repente, ¡Estábamos perdidos!
— No te preocupes, cuando pase la lluvia podremos volver...
— Y eso no era a lo que me refería cuando dije que es una mierda.
— ¿Entonces?
— Es una mierda, no solo que me puedes chantajear por lo que viste en la casa de la abuela de Helen, sino que ahora te debo la vida por salvarme con tus técnicas aprendidas en las películas.
— Sí — sonrió Marcus de lado — ya veré en que te lo cobro.
— Estaba esperando que me rescatara un príncipe y al final me rescató un mafioso, ¿Acaso no te apiadas ni de una herida de muerte?
— No estás herida de muerte, como mucho te darán uno o dos puntos.
— ¿Acaso eres doctor?, ¿Cuándo recibiste el título de cirujano que no me enteré?
— ¿Te vengo a ayudar y así me lo pagas?
— Yo no dije que vengas, ¡Si quieres puedes irte! — grité enfadada.
Marcus me miró molesto, frunció el ceño y se levantó de mi lado. Cuando me percaté que realmente se iría y me dejaría sola me aferré a la manga de su chomba con fuerza. Realmente sentí miedo, no quería estar sola, ¿Y si moría?, nunca en la vida creí que Marcus podría ser importante para mí de este modo.
Marcus se detuvo al sentir que mis dedos se ciñeron en la tela de su ropa, giró el rostro y me miró sorprendido, seguramente no esperaba esa reacción de mi parte. Como vi que no se movía, tomé su ropa con más fuerza y lo jalé en mi dirección. Marcus, trastabilló un poco y volvió a sentarse donde estaba antes, no dijo nada, se quedó en silencio, mirando al frente, como la lluvia caía sin detenerse, cada tanto miraba en mi dirección por el rabillo del ojo, pero continuaba sin decir nada. Incluso una vez me pareció ver que sonreía levemente, pero no estoy segura si fue mi imaginación, después de todo tuve algo de fiebre durante la noche.
Recuerdo que esa noche lloré mientras me aferraba a la chomba que Marcus llevaba puesta, él no dijo nada, pero me dejó desahogarme en su pecho. No estaba muy segura porque lloraba en realidad, si por mi pie adolorido, o porque Marcus me había descubierto besando a Nicholas, de lo cual no había dicho ningún comentario al respecto, pero eso no hacía que mi vergüenza fuera menor.
Ambos nos dormimos acurrucados en esa cueva fría y húmeda, ya que me negaba a soltarle la remera por si intentaba abandonarme de vuelta. A la mañana siguiente nos despertó el canto de algún ave.
— Ven, sube — me dijo Marcus mostrándome su espalda.
Yo no podía caminar, tenía el pie inflamado, así que sin quejarme me subí a la espalda de Marcus y me dejé llevar por él. Marcus anduvo por el bosque, si bien no recordábamos el camino de vuelta, por momentos nos sentíamos orientados, y recordábamos a ver visto cierta piedra o cierto arbusto la noche anterior, aunque no estábamos muy seguros.
Al final nos encontramos con la abuela y con el padre de Benjamín que habían salido a buscarnos. La abuela nos abrazó llorando cuando nos encontró, y yo me sentí culpable por haberla preocupado cuando ella era tan buena con nosotros, así que le pedí perdón como cien veces.
— Ya llamé a tu madre. Ella está muy preocupada — me dijo la abuela mientras volvíamos a su casa. ¡Oh, no!, me esperaba la peor reprimenda de mi vida.
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