4
El alcohol que pasaba por sus heridas lo hacía retorcerse en un silencio sepulcral, detrás de la puerta de su habitación con nada más que la luz de aquella menguante luna con la clara intención de poner fin a las aberturas en sus brazos y en su pálido rostro, limpiar la sangre que había brotado de esas heridas y que ahora solo eran manchas rojas que manchaban la nívea piel de Shura; el fin de aquella tortura y el comienzo de una larga noche, una como todas las demás, sin nada importante que le dijera que todo iba a estar bien, nada podía estar bien y menos bajo aquel techo.
Todo era igual, pero después de algún tiempo las personas se acostumbran a ello y aquel español no era la excepción, su deseo por ser libre de por vida aún tenía un inconveniente y no podía evitarlo por más que lo intentara, la única opción que tenía era quedarse ahí y posiblemente ir muriendo de a poco sin que nadie lo notara, sin que nadie se preocupara y eventualmente sin que nadie le extrañara.
Los días se hicieron largos y las noches cortas,los castigos más brutales y el trabajo más ligero, su pasión se había vuelto mucho más amplia y en un momento consideró la propuesta que le había hecho el italiano pero como las veces anteriores la rechazaría.
Caminaba con dirección a las afueras de su ciudad, con pasos lentos y llenos de melancolía, con la mirada triste y un nudo en la garganta, con el labio destrozado y algunas marcas en sus brazos, aquella puerta que lo separaba del recinto de sus pasiones hizo un rechinido cuando Shura la empujo para abrirse paso, una vez más estaba ahí, detrás de la cortina acomodando su ropa y su máscara, siendo observado por Ángelo.
— ¿Listo?
—Como siempre. — respondió el español con una voz calmada.
Subió al escenario, observando a todos los presentes antes de comenzar, enfocando su mirada en un par de hombres en primera fila, uno de ellos pelirrojo y el otro rubio, los recordó en ese mismo instante, hace apenas algunos días eran nuevos en aquel lugar y ahora iban a diario solo para verlo.
Las notas ascendían en un tono alegre y sus pasos se fundían en ese instante tan efímero como la vida misma, tan hermoso como un alba o un ocaso, ocultando una realidad desgarradora recordando a la primavera ocultándose tras el invierno; un vaivén de caderas que parecía eternamente finito, movimientos tan imperfectamente puros, su respiración y su corazón acelerados en una sinfonía inefable, daban el tan ansiado espectáculo.
La quietud del final se desbordo en una orquesta de aplausos, esta vez no se ocultó tras la cortina, se quedó un poco más arriba del escenario, sentado en el borde de este, en dirección a los antes espectadores de su persona quienes sonreían con inocencia.
Sus piernas se movieron solas, bajaron de donde estaba sentado y se acercó hasta donde Milo y Camus se encontraban charlando con Ángelo, en cuanto estuvo detrás del italiano puso una de sus manos en su hombro para después retirarse lentamente aquella máscara, cuando hubo terminado alzo la cara lo suficiente para poder observar a los tres hombres que se encontraban junto a él, en ese preciso momento su mundo se derrumbó de nuevo, sintió como era atravesado por un puñado de sentimientos, su corazón latía de manera nerviosa, no, eso no podía estar pasando, ¿Cómo era posible que no le hubiese reconocido? Si su memoria no le fallaba aquel que estaba ahí era nada más y nada menos que uno de los miembros de la familia Sadachbia.
Los oscuros ojos de Shura se posaron en aquel hombre que tenía enfrente, recorrieron cada facción de ese pálido rostro, deteniéndose en el contorno de una fina nariz y de unos labios delgados y rosados; volvió un poco arriba hasta encontrarse con esa mirada seria y finalmente frenar en el rojo cabello de aquel que lleva por nombre Camus, el miedo lo volvió a hacer su prisionero, el terror lo ató al suelo para que no pudiese moverse y aquello a lo que tanto temor le tenía se encontraba ahí, frente a él.
— ¡Tu! — dijo Shura y le apunto con su dedo índice.
Los ojos claros de Camus se encontraron con aquel que lo llamaba, se quedó sin aire y sintió que su alma iba y venía de un viaje a la velocidad de la luz al tártaro, no podía estar pasando esa clase de cosas, no, ni en un millón de años, pero se encontraba ahí, viendo al único hijo de su amigo, frente a él con el rostro aún más pálido que el mármol, con el labio inferior rasgado y unas tremendas ojeras debajo de sus oscuros ojos.
—Shura Alshat, ¿qué es lo que estás haciendo aquí?
Esa pregunta le erizo la piel, se puso aún más blanco cuando se percató de que aquel sujeto pelirrojo se levantaba lentamente de su silla y caminaba con la misma lentitud en su dirección, comenzó a retroceder de la misma manera en la que Camus caminaba, lento, como si el tiempo en aquel preciso instante se detuviera solo para ellos dos; ni Milo ni Ángelo sabían que rayos estaba pasando así, ¿Dónde se conocían?, ¿Por qué Shura había empalidecido cuando le vio?
La tensión se podía sentir en el ambiente, el olor a cerveza se mezclaba con las gotas de miedo que bajaban por el rostro del español, aquella escena estaba llena de horror y sorpresa; los pasos de Camus se volvieron un poco más apresurados, si dejaba que Shura llegara a la puerta sus dudas no podrían ser resueltas pero le daba lastima verlo de esa manera, los hematomas en su tez y esa mirada vacía y carente de felicidad, esos ojos que solo reflejaban pánico solo indicaban una cosa...
La mano del pelirrojo se movió tan rápido que Shura no tuvo tiempo de reaccionar, aquella extremidad ahora estaba aprisionando el brazo del español impidiéndole moverse, por más que lo intentaba no pudo librarse de aquel agarre, sus oscuros ojos se llenaron de lágrimas, su ritmo cardíaco indicaba lo mal que estaba en ese momento, no, no podía permitir que alguien más contribuyera con la propiciación de su castigo; Milo y Ángelo se quedaron a una distancia considerable sin intervenir en el asunto de aquellos dos aunque al italiano ganas no le faltaban por tomar a Camus de la camisa y propinarle un buen puñetazo.
La otra mano de Camus se alzó en el aire, los orbes negros de Shura se abrieron como platos, apretó la mandíbula esperando que aquella pálida palma se estampara en su mejilla como tantas veces había sucedido, ¡que alguien le ayude!, ¡dioses, id en su auxilio!, ¡Tened piedad de él!
Dan R
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro