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Llovía. Hacía frío. Era mi primer día de clase en un instituto en una ciudad desconocida, estaba hasta los cojones de las estúpidas que se habían sentado enfrente de mí y además de eso no tenía un paraguas. Traté de calmarme; tampoco era para tanto. No pasaba nada si llegaba al apartamento con una pulmonía y treinta y nueve grados fiebre. Miré el lado bueno: así no tendría que ir a clase. Pero, si me calaba con la lluvia, pasaría más frío del que ya tenía. Y odiaba el frío.

Miré hacia los lados.

El resto de alumnos salía del instituto con sus respectivos amigos y amigas. La verdad, no me daban envidia, a pesar de que les mirara como si sí la tuviera. Lo único que necesitaba era un paraguas, pero tenía un grave problema: no conocía a nadie de allí. Y no tenía mucha intención en acercarme a alguno de esos tipos o tipas. Parecían tan falsos a la par que... iguales. No sé. Tenía la sensación de que estaban allí por obligación, por querer trabajar en una jodida oficina durante el resto de su vida dado que no aspiraban a más. Resoplé. Miré hacia mi derecha.

Vi a una de las repelentes que se sentaba enfrente de mi pupitre. Se llamaba Park So...So-algo. Presumía de piernas torneadas y blanquecinas, de cuerpo atlético, de melena sedosa y de pestañas largas, pero no tenía demasiada inteligencia. Ni personalidad. Durante toda la mañana y parte de la tarde se limitó a reírse de todo lo que yo decía intentando fallidamente que me cayera bien. Lo único que conseguía era parecerme todavía más infantil y estúpida. Tenía pinta de ser una de esas tías a las que se les puede lavar el cerebro con dos palabras bonitas. Decidí acercarme a ella despacio, aprovechando que estaba ocupada abriendo su paraguas.

— Hey, hola. — saludé.

¿Estaba mal aprovecharse de alguien? Sí, pero no me sentía culpable. La tal So-algo era alguien con la misma personalidad de una ameba y no me importaba demasiado su bienestar.

—Hola. — respondió, echando su cabello negro hacia atrás con un movimiento rápido de cabeza y sonriendo como si quisiera encandilarme.

Le devolví la sonrisa. — No he traído paraguas y...

—¡Toma, toma, toma! ¡Te dejo el mío!

Me tendió el paraguas negro con una ligera reverencia. Era el primer día de clase y ya me idolatraba. Acepté el paraguas, algo incrédulo. Había sido relativamente fácil. De hecho, esperaba que ella me dijera algo de caminar a su lado hasta que llegara a su casa o algo así, pero simplemente me dio su paraguas como si fuera un asunto de vida o muerte. Sí, era bastante tonta. Volví a sonreír. Seguro que So-algo creyó que le había sonreído a ella cuando en realidad sólo lo hice porque me sentí demasiado inteligente a su lado.

Caminé hacia la salida, abrí el paraguas y protesté al notar el frío colarse por los agujerillos de la chaqueta de punto roja del uniforme. Enseguida oí el sonido de las gotas de agua rebotando contra el paraguas. Me lo tomé como el pistoletazo de salida para comenzar a andar hacia la verja del instituto e irme de allí cuanto antes.

No me resultó demasiado complicado recordar el camino de vuelta al apartamento, aunque, en el fondo, sí tenía miedo de perderme en una ciudad tan grande como aquella. Me imaginé a mí mismo dando vueltas por Seúl y acabando, de repente, en una de las playas de Busan. O peor, en China.

Saqué los auriculares del bolsillo de mi pantalón, conecté la clavija al teléfono y deslicé el dedo por la pantalla del móvil hasta encontrar alguna canción en concreto. Al final no me decidí por ninguna, así que puse el modo aleatorio y dejé que las canciones pasaran solas.

Debería haber cogido el metro. Seúl era mucho más grande que Daegu, y por tanto, las distancias eran más largas. Y además llovía.

No había muchas personas por la calle, pero sí muchos coches. Me sorprendió la cantidad de automóviles que se podían ver por las carreteras urbanas en un día otoñal de lluvia. Era como si estuviera lloviendo ácido y la gente se apresurara a ir de un lado a otro en coche para que las gotas no empaparan su pobre piel. ¡Que viva la polución!

También me di cuenta de que los semáforos tardaban más en ponerse en verde para los peatones. Resoplé. Estaba quedándome helado y empezaba a hartarme de esperar a que los coches pararan de circular. Estuve a punto de lanzarme a la carretera a pesar del riesgo que corría de ser atropellado. Puntos buenos de sufrir un atropello: no tendría que ir a clase y estaría cómodamente dormido en la cama de un hospital. Sonaba tan fácil a la par que estúpido...

Vi de reojo una figura a mi lado. Más bien, vi una mancha rosa chillón a mis pies. Reconocí aquellas zapatillas casi al instante. Como para no reconocerlas. Eran terriblemente llamativas. Poco a poco, me atreví a mirar a la chica que estaba esperando a mi lado. Había venido por el otro lado de la calle, así que supuse que había tomado un camino distinto al mío. Era la chica que había llegado a tarde, la sarcástica que se sentaba a mi lado. Se llamaba Aerin. Su nombre se grabó en mi cabeza nada más escucharlo de su boca; era original y... llamativo. Poco común. Era la única que tenía un apellido diferente al resto de la clase. Había, al menos, diez personas que se apellidaban Park, unos cuantos Lee, otros tantos se apellidaban Kim. Y luego estaba ella, que se llamaba Im Aerin. Ah, sí, y también parecía ser la única que sabía maquillarse de todo el maldito curso.

También llevaba los auriculares puestos y caminaba al refugio de un paraguas.

— Hola. — me dijo, sin más.

— Hola. — respondí.

No dijo nada más. El semáforo se puso en verde y ella me tomó la delantera. Poco más y echaba a correr. No me quedó más remedio que ir casi pisándole los talones. Iba en la misma dirección que yo. Volví a tener que pararme frente a un paso de peatones, y volví a coincidir a su lado. Nos miramos, pero no dijimos nada.

Para qué negarlo. No veía la necesidad de malgastar saliva en una conversación a pesar de que ella había resultado la única capaz de hablar conmigo sin que me dieran ganas de pegarle un puñetazo en la boca. Dejó de mirarme cuando el semáforo cambió a verde, pero no caminó como la última vez.

— ¿Vas hacia allá? — me preguntó. Señaló con desgana hacia delante. Asentí. — Ah, entonces... te acompaño.

Cruzamos el paso de peatones juntos y caminamos por el resto de la avenida, manteniendo las distancias. De todas formas, no quería que se acercara mucho a mí. Más aún cuando estornudó y estuvo a punto de lanzar el paraguas hacia el infinito.

—¡Ugh, odio la lluvia! — protestó. — Será una de las primeras veces que ves llover, ¿no? En África Central no puede llover mucho.

Me reí. — ¿Todavía sigues con eso?

—Me ha hecho gracia. — ella también rio, algo avergonzada. — Normalmente la gente no hace chistes de ese tipo y no consigo tragar su humor absurdo y barato.

Alcé las cejas momentáneamente. Era bastante directa. Recordé lo que le dijo a la otra tía de gafas en clase, eso de que no le importaba su opinión. Me dejó a cuadros. Era la primera vez que conocía a alguien así, a alguien que no tenía filtros y que llevaba un calzado tan horrible. Aerin me miró un segundo. Me di cuenta de que apenas se atrevía a mirarme. Las pocas veces que se dirigió a mí durante las clases ni siquiera me miró. También me di cuenta de que, cuando ''hacía contacto visual'' con alguna de sus compañeras, no les miraba a los ojos. Les miraba al entrecejo o a la nariz, nunca a los ojos. Lo supe porque yo también utilizaba ese truco de vez en cuando.

— ¿Qué escuchas?

— Música.

— ¡Oh, gracias, señor Obvio! — exclamó, cargada de ironía. — ¡Yo también escucho música! Es una gran coincidencia, ¿no crees que deberíamos casarnos?

Hice una mueca, resoplé aparentando estar molesto y negué con la cabeza. — Dios, no. No me gustan este tipo de relaciones, ¿no crees que vas muy rápido? ¿Dónde está mi anillo primero? ¿Y mis flores?

—Qué materialista. Las relaciones no deberían asentarse en el valor de las cosas que uno regala al otro, si no en el amor que se siente. — soltó con una actitud completamente distinta, con determinación. —¿Qué simboliza un anillo? Realmente nada. No-

Observé a Aerin como si fuera un bicho raro. Ella se calló al instante, se retiró algunos mechones de pelo de la cara con un movimiento seco y brusco del cuello y mantuvo la cabeza bien alta. Tan digna. Chasqueé la lengua. Pensé que sería callada y que sabría callarse cuando veía que era necesario, pero no pareció captar que yo estaba escuchando a Jay Z y que me importaba una mierda lo que estaba diciendo. Sacó el teléfono del bolsillo de su chaqueta y vi cómo subía el volumen de su música. Tenía curiosidad por saber qué tipo de música escuchaba. Aún así, no le pregunté. Por sus zapatillas rosas, su maquillaje discreto pero brillante y por sus gafas enormes y redondas, supuse que escuchaba algún grupo prefabricado de idols.

Me paré en seco antes de seguir por una pasarela elevada que cruzaba las vías del tren.

— Yo me voy por aquí. — le dije.

—Vale. Hasta mañana. — me contestó. Se despidió de mí con la mano y se dio la vuelta, pero se giró antes de echar a andar. — ¡Eh! — me llamó. — ¿En serio no vas a decirme qué estás escuchando? ¿Te avergüenza escuchar a Girls Generation o algo así...? — preguntó, juguetona.

— Pues sí. Me has descubierto.

—¿En serio...?

Gee, gee, gee, gee, baby... — canturreé. Di la espalda a Aerin y anduve por la pasarela elevada hasta cruzarla.

*****

— ¿Qué tal en clases, cielo?

— Mamá, por Dios, deja que me quite las zapatillas al menos, ¿vale? — alejé con cuidado y delicadeza a mi madre. A veces se pegaba demasiado a mí. — Y respeta el espacio vital de tu hija. ¡Me agobias!

Me agaché para deshacer la lazada de los cordones de mis fosforitas zapatillas. Las dejé junto al resto de mis zapatos, en el suelo, alineados frente a los otros pares de mis padres. Mi fila doblaba en número a la suya.

También me quité la mochila. No pesaba mucho al ser el primer día de clase, pero estaba segura de que el resto de días iba a pesar como si llevara una vaca muerta ahí dentro. Después, me quité la chaqueta de punto granate y la lancé a un perchero que se encontraba al final del pasillo.

Entré a la sala de estar y me dejé en el enorme sofá azul marino, donde mi padre, absorto con su iPad, estaba sentado.

— Hola, papá. — le saludé. Me miró por encima de la montura de sus gafas, hizo una seña con la cabeza para devolverme el saludo y volvió a concentrarse a lo que quisiera que estuviera jugando. Era un fanático de los juegos en los que había que hacer una fila o columna de tres para hacer que las figuritas desaparecieran. A veces no se atrevía a aparcar el coche entre otros del mismo color porque temía se volatilizara.

— ¿Qué tal en clase hoy? — me preguntó.

— Tu hija acaba de empezar el curso y ya está alterada. — resopló mi madre. Se sentó a mi lado.

— Bien, supongo. Me ha vuelto a tocar con el profesor Choi en historia, pero no es un gran problema. Sé que me tiene enchufe. Ah, y la tutora es la señora Chanhyo. Me dio física y química el año pasado.

—Entonces, ¿has tenido suerte? — mi madre, como siempre, estaba preocupada por el bienestar en clase y las notas de su hija. — Espero que sean profesores buenos.

— Sí. El resto parecen majos.

— ¿Y qué compañeras tienes este año?

— Hay algunos chicos del año pasado. Ah, y también está Haneul y su amiguita Soyoung. — suspiré.

—Es muchacha es como una maruja. Siempre está cotilleando.

Me resultó irónico que mi madre dijera eso cuando ella era el ejemplo máximo del chismorreo. Su foto salía en el diccionario cuando buscabas ''cotillear'' y sinónimos, pero tenía razón con lo de Park. Era una maldita cerda a la que le gustaban los chismes, fueran ciertos o no.

— ¿Y te sientas con ella en clase? — preguntó mi padre.

— ¿¡Pero quién te crees que soy!? ¿¡Una hipócrita!? — aparenté estar ofendida. — No me sentaría con ella ni aunque me diera permiso para meter su cara en agua con jabón y poder desmaquillarla. Y ahogarla, quizá...

—¡Aerin! ¡No se le desea la muerte a nadie! — me regañó mi madre.

— No estoy deseando su muerte. Sólo la estoy planificando. Es distinto, ¿no?

Mi madre resopló y puso los ojos en blanco. — Entonces, ¿con quién estás sentada?

— Con un chico nuevo.

En cuanto mencioné la palabra ''chico'', mi padre desvió la mirada de la pantalla del iPad y me observó, impasible como de costumbre, intentando encontrar alguna sonrisa o el sonrojo de mis mejillas. Yo me reí.

— ¡Oh, un chico! — exclamé — ¡Cuidado, será un depredador sexual y un machista! ¡Oooh, alejémoslo de Aerin!

Mi madre me golpeó para regañarme. Comentarios de ese tipo estaban catalogados como innecesarios dentro de mi casa, de aquel régimen de clasicistas que no pillaban mi sarcasmo.

— Venga ya, no es más que un chico. Además, tiene cara de niña y pinta de ser gay.

— Pero-

— Papá, ¿qué vas a decir? ¿qué tienes en contra de los gays, eh? — le miré amenazadoramente y le señalé, acusándole con mi índice.

— Nada, nada.

— Pues sí, es un chico y se llama Yoongi. Es de África Central.







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