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"El Cisma global"

El aire en el Palacio Apostólico era espeso, casi opresivo, como si la vieja piedra que lo conformaba estuviera absorbiendo cada palabra de la conversación. Los muros, testigos de siglos de tradición y poder, ahora se veían al borde de una fractura irreversible. Matteo, de pie frente a Clemente, temblaba de rabia, sus ojos brillando con una furia contenida que se hacía cada vez más palpable.

Con cada palabra, su voz se volvía más aguda, cortante, como un cuchillo dispuesto a cortar los lazos que lo unían al hombre que había sido su mentor, su confidente, su amante. Un amante que ahora lo miraba con una mezcla de incredulidad y desdén, como si no pudiera comprender lo que había desencadenado.

—¡Basta, Clemente! —gritó Matteo, sus manos moviéndose de un lado a otro, como si intentaran atrapar en el aire la ira que lo invadía—. ¡Estoy harto de ser tu secreto, de ser tu sombra! ¿Qué soy para ti? ¿Un simple juguete, un capricho con el que te entretienes cuando te conviene? ¡No soy eso! ¡No soy eso!

Clemente, que se encontraba sentado en su sillón, se levantó con brusquedad. Su rostro, normalmente sereno, ahora mostraba una expresión que oscilaba entre la sorpresa y el enojo. Pero, sobre todo, había una chispa de impotencia en sus ojos, como si las palabras de Matteo lo hubieran golpeado con fuerza.

—¡No hables de mí de esa manera! —replicó Clemente, su voz cargada de furia mientras se adelantaba hacia él. Empujó la mesa con tal fuerza que los papeles volaron por los aires y uno de los documentos cayó al suelo, desordenado, como el vínculo que se estaba quebrando entre ambos.

Matteo no se movió, su mirada fija en Clemente, que se aproximaba a él con el rostro teñido de un enojo tan visceral que parecía querer devorarlo. Matteo, sin embargo, no retrocedió. En su interior había algo mucho más grande que la rabia: era el odio, la desilusión, la necesidad de destruir lo que alguna vez fue un refugio que ahora solo le traía amargura.

—¡Más que una tentación! —dijo Matteo, casi entre dientes, y con un movimiento brusco, tomó el jarrón que descansaba sobre la mesa de madera. Sin pensarlo, lo lanzó contra la pared. El impacto resonó con fuerza, y el sonido del cristal rompiéndose llenó la habitación, como un eco del final que se avecinaba.

Clemente se detuvo en seco. Sus ojos se abrieron como si intentara procesar lo que acababa de suceder. Pero no pudo. No podía entender por qué Matteo, el hombre que había sido su compañero, su amante, lo odiaba con tal intensidad.

—¡No hables de mí de esa manera! —gritó Clemente de nuevo, con el rostro retorcido por la ira. Su voz había perdido su calma, y el dolor que sentía comenzó a reflejarse en cada palabra—. ¡Tú me dejaste creer que éramos algo más que esto, Matteo! ¡Pensé que éramos más que una simple tentación! ¿Todo ha sido una mentira? ¿Todo ha sido solo una fachada?

Matteo lo observó en silencio por un momento, como si estuviera evaluando sus palabras. Su respiración era profunda, casi animalesca, y en su pecho se agitaba un odio tan grande que sentía como si el aire mismo lo quemara. El tiempo parecía detenerse en ese instante, cada segundo se alargaba hasta volverse insoportable.

—¡Sé lo que significa todo esto! —respondió, su voz baja, venenosamente calmada. En sus ojos brillaba una furia tan feroz como un incendio—. Sé lo que significa ser la mentira, ser el secreto vergonzoso que se esconde detrás de puertas cerradas. Sé lo que es vivir bajo el peso de la hipocresía, de las promesas rotas. Pero no más, Clemente. Ya no seré tu sombra. No seré el que guarda tus secretos mientras el mundo te adora. El mundo sabrá quién eres realmente. Y voy a destruirte.

El silencio que siguió a esas palabras fue tan denso que parecía imposible de romper. Clemente dio un paso atrás, atónito, como si hubiera recibido un golpe directo al alma. En sus ojos había algo que nunca antes había mostrado: el miedo. El miedo a perder todo lo que había construido, el miedo a que el hombre que había sido su confidente, su amante, se hubiera convertido en su enemigo más temible.

—Este es el final, Clemente. El final de todo lo que conoces. Lo que ha comenzado no tiene marcha atrás —dijo Matteo, con una voz más fría que nunca.

Clemente no podía responder. Solo podía mirarlo, como si intentara entender el abismo que se había abierto entre ellos. No era solo la traición de un amante, era algo mucho más grande, mucho más devastador. Y en ese momento, Clemente comprendió que, tal vez, ya no había nada que hacer.

El Palacio Apostólico, que había sido el escenario de su gloria, ahora se veía como una prisión de la que no podía escapar. Y lo peor de todo, pensó, es que no sabía si quería escapar.

Matteo salió enfurecido de la oficina del Papa, con los ojos llenos de furia y el corazón herido. Su discusión con Clemente había sido definitiva. Ya no era solo un desacuerdo sobre la dirección de la Iglesia; su relación personal, una que había sido profundamente íntima y secreta, se había convertido en un arma que ahora los separaba.

—No tienes derecho a hablarme así, Clemente —dijo Matteo, antes de dar un portazo.

El Papa, aún de pie tras su escritorio volcado sobre el suelo, dejó caer las manos sobre sus piernas. Sabía que había perdido más que un aliado; había perdido al hombre que alguna vez le había dado fuerzas.

Además, lo que Clemente desconocía era la verdadera naturaleza de Matteo Rinaldi. Matteo no era simplemente un sacerdote brillante y carismático; era el Anticristo, el portador de una oscuridad que, hasta ahora, había permanecido oculta incluso para él mismo. Pero esa pelea había desatado algo. Su dolor, su furia y su rechazo por Clemente lo empujaron a abrazar su verdadero destino.

Matteo comenzó a realizar milagros de formas que la Iglesia jamás había visto. Sanaba a los enfermos, exorcizaba demonios con facilidad y hasta devolvía la vida a los moribundos. Sus actos, lejos de ser motivo de asombro dentro del Vaticano, comenzaron a levantar sospechas.

—¿Has oído lo que hizo Matteo? —comentó el cardenal Ouellet a un sacerdote de Roma.

—Dicen que curó a una mujer ciega con solo mirarla, ¿Por qué no está en Roma?

—Porque está construyendo su propio imperio.—enunció el Padre.

De esta manera, mientras Matteo ganaba seguidores, Clemente decidió actuar. Durante una audiencia pública, el secretario del Papa, Esteban Monterrey, hizo una declaración que estremeció al mundo.

— El Santo Padre ha pedido que por medio de esta audiencia se comuniquen sus palabras al mundo entero; "Declaro excomulgado a Matteo Rinaldi. Su doctrina es falsa, y su camino lleva a la perdición".

Matteo, lejos de amedrentarse, aprovechó la situación. Y en un sermón ante miles de fieles, respondió al mensaje emitido por todas las emisoras del mundo.

—¿Quién es Clemente para juzgarme? —preguntó, con la voz cargada de pasión—. Este hombre, que me amó en secreto, ahora me condena, ¡No soy yo el falso profeta, sino él, que predica una fe sin verdad ni amor!

La declaración sacudió los cimientos del Vaticano. Se filtraron rumores de que la relación entre Matteo y Clemente había sido más que espiritual. Las redes sociales y los medios se llenaron de debates sobre la orientación sexual del Papa y del excomulgado sacerdote. Algunos defendían a Clemente, mientras que otros acusaban a ambos de hipocresía.

Asimismo, a pesar del escándalo, Matteo continuó acumulando seguidores. Cada milagro que realizaba era una prueba más de que él, y no Clemente, tenía el favor de Dios. Sin embargo, aquellos más cercanos a Matteo comenzaron a notar algo inquietante.

—Padre Matteo, ¿No sientes que esto va demasiado lejos? —le preguntó una monja, visiblemente perturbada.
—Dios me ha dado este poder para guiar a los que han sido abandonados por la Iglesia —respondió él, con una sonrisa que parecía más fría que antes.

Pero en privado, Matteo comenzaba a aceptar lo que realmente era, cada milagro lo acercaba más a su verdadera esencia, una fuerza oscura que no necesitaba ni deseaba la aprobación de ningún Dios.

Tras el anuncio público de Matteo Rinaldi y la necesidad de una publicación de un comunicado oficial, la tensión en el Vaticano seguía creciendo. Los titulares internacionales hablaban de traiciones, secretos y un Pontífice acorralado. Pero lo que nadie sabía era que la verdadera tormenta se libraba dentro de los muros del despacho papal.

Clemente había convocado a Esteban Monterrey, la hermana Inés y el Cardenal Ouellet a una reunión privada. El ambiente era tenso, la hermana Inés y Esteban estaban claramente incómodos, mientras Ouellet, sabiendo lo que estaba por venir, permanecía en silencio, con el ceño fruncido.

Clemente se aclaró la garganta antes de hablar.—Hermanos, debo ser completamente sincero con ustedes. Lo que estoy a punto de decirles no es fácil de admitir, pero es necesario.

Esteban lo miró con preocupación.
—Santo Padre, estamos aquí para apoyarlo en lo que sea necesario.

—Gracias, Esteban. Pero temo que lo que van a escuchar pondrá a prueba su fe en mí y en esta institución. —El Papa hizo una pausa, bajando la mirada. Luego, con un suspiro profundo, continuó—: Matteo Rinaldi no mintió del todo.

La confesión cayó como un martillo. La hermana Inés abrió los ojos con sorpresa y Esteban dio un paso hacia atrás, incrédulo.

—¿Está diciendo que...? —comenzó Esteban, pero su voz se apagó.

—Sí —afirmó Clemente, con una voz apenas audible—. Matteo y yo tuvimos una relación. Fue un error, uno que nació de la soledad y la debilidad. Nunca quise que algo así sucediera, pero sucedió.

La hermana Inés se persignó y miró al suelo, mientras Esteban se llevaba una mano a la frente, claramente afectado.

—Esto... esto lo cambia todo —dijo Esteban, tratando de procesar lo que había escuchado—. Santo Padre, ¿Por qué no nos lo dijo antes?

—Porque era mi cruz, Esteban —respondió Clemente—. No quería que mi error se convirtiera en una carga para la Iglesia. Solo Ouellet sabía la verdad, y fue por necesidad.

El Cardenal, que había permanecido en silencio hasta ese momento, habló con calma—Clemente me lo confesó hace un tiempo en un momento de desesperación. Yo le aconsejé que cortara todo vínculo con Matteo, pero ahora veo que ese pasado no ha desaparecido.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó la hermana Inés, levantando la mirada con ojos llenos de preocupación—. Esto no es solo un problema personal; es un ataque directo a la fe de millones de personas.

Clemente asintió,  miemtras su rostro reflejaba el peso de la culpa.
—Lo sé, hermana. Por eso he decidido hablar con los líderes mundiales, con los presidentes y jefes de Estado que aún confían en la Iglesia. Ellos deben conocer la verdad antes de que Matteo la use para destruir todo lo que representamos.

Esteban lo miró fijamente, aún incrédulo.—¿Va a admitir esto ante los presidentes?, Santo Padre, podría ser devastador.

—Es necesario, Esteban. Ya no podemos luchar con secretos. Matteo ha usado la verdad para manipular a los fieles, pero si somos nosotros quienes la ponemos sobre la mesa, podremos enfrentar sus mentiras con dignidad.

El Papa hizo una pausa y añadió.—Lo único que les pido es su apoyo. Sé que no merezco su confianza, pero les prometo que no permitiré que este escándalo destruya la Iglesia.

La sala quedó en silencio por un momento. Finalmente, la hermana Inés dio un paso adelante y habló con voz temblorosa pero firme.—Santo Padre, la Iglesia no se trata de la perfección de los hombres, sino de la fe en Dios. Si usted está dispuesto a enfrentar esto con valentía, yo estaré a su lado.

Esteban suspiró profundamente y asintió.—Es un camino peligroso, pero creo que tiene razón. La verdad es nuestra mejor arma.

Ouellet simplemente inclinó la cabeza, aprobando en silencio.

Clemente sonrió débilmente, sintiendo por primera vez en días un rayo de esperanza.

—Gracias. Ahora, preparémonos para lo que viene. Matteo es más peligroso de lo que imaginamos, pero no enfrentaremos esta batalla solos, tenemos a Dios de nuestro lado.

Ahora bien, el mundo observaba con una mezcla de asombro e incredulidad en cómo la Iglesia Católica, una de las instituciones más antiguas y poderosas del planeta, enfrentaba su crisis más devastadora. El Cisma y los supuestos milagros de Matteo Rinaldi habían polarizado a los fieles, y su proclamación como un nuevo líder espiritual desafiaba los cimientos de la autoridad papal.

El comunicado oficial emitido desde el Vaticano fue un gesto audaz y desesperado. En él, el papado reconocía, aunque con reservas, que las acusaciones de Rinaldi contenían algo de verdad. Clemente admitía que la relación con Matteo había sido "un momento de debilidad" y que ese error personal debía haberse abordado mucho tiempo antes. En un intento de reparar los daños, el Papa anunció una medida sin precedentes; la evaluación de la apertura de los seminarios a candidatos homosexuales, con el objetivo de evitar futuros escándalos y transformar la relación de la Iglesia con las comunidades LGBTQ+.

El mensaje causó un terremoto mediático. Mientras algunos lo aplaudían como un avance histórico hacia la inclusión, otros lo veían como una traición a las tradiciones de la Iglesia. Los índices de apoyo se desplomaron. Más del 50% de los fieles declararon haber abandonado la Iglesia para unirse al movimiento de Matteo Rinaldi, ahora considerado por muchos como un nuevo Mesías.

La tarde siguiente, durante el rezo del Ángelus, el Papa Clemente salió al balcón papal. El ambiente estaba cargado de tensión y la penumbra del anochecer añadía un aire sombrío al momento. Pero lo que vio al mirar hacia la Plaza de San Pedro lo dejó sin palabras: ondeaban numerosos carteles y banderas de la comunidad LGBTQ+, mostrando apoyo hacia él. Era un gesto inesperado, una respuesta solidaria de aquellos que, históricamente, habían sido marginados por la misma institución.

Sin embargo, este acto de respaldo no ocultaba la cruda realidad, la Iglesia se tambaleaba. Los fieles se dividían y el clero se enfrentaba a un vacío de poder alarmante. Clemente respiró hondo, consciente de que el orbe entero observaba. Su voz, amplificada por los altavoces, resonó en toda la plaza.

—Hermanos y presidentes del mundo, lamento profundamente los recientes sucesos. Todos somos humanos y, como humanos, cometemos errores, algunos más graves que otros. Lo único que puedo decirles es que pongan sus ojos en Dios y en su Santa Iglesia, porque Él es Santo, no nosotros, pobres pecadores siervos suyos.

Hizo una pausa, mirando al cielo, y continuó con voz temblorosa.

—Les pido que abramos nuestro corazón a este mundo que nos toca vivir. Que poco a poco podamos abrir las puertas de nuestro corazón a aquello que alguna vez rechazamos. Por ello, estamos evaluando la apertura de los seminarios a vocaciones de ingresantes homosexuales, con el fin de evitar que estos escándalos se repitan en nuestra Iglesia.

Un aplauso contenido surgió entre los presentes, pero no era suficiente para ocultar la división latente. A pesar de estas medidas, la Iglesia continuaba debilitándose. El clero  cónclaves no lograba reunir el cuerpo cardenalicio suficiente para liderar una defensa efectiva contra el cisma.

Cada vez más países adoptaban una postura de "Credo libre", declarando que sus gobiernos no tendrían más vínculos oficiales con la Iglesia Católica Romana. En sus comunicados, expresaban la necesidad de que cada ciudadano eligiera su fe de manera individual, sin influencia institucional.

Este abandono masivo marcó el fin de la hegemonía de la Iglesia en muchos rincones del mundo. Mientras tanto, Matteo Rinaldi, desde su creciente posición de poder, continuaba ganando adeptos, proclamando que su misión no era dividir, sino "restaurar la verdadera fe".

Clemente, encerrado en su oficina  tras el Ángelus, sabía que el final de una era estaba cerca. La Iglesia ya no era el refugio universal de millones; ahora era una institución fragmentada, luchando por sobrevivir en un mundo que ya no la veía como indispensable. Su mirada se perdió en las sombras de la habitación mientras murmuraba en soledad.

—Señor, si esto es tu juicio, concédeme la fuerza para aceptarlo. Y si aún hay esperanza, guíame hacia ella.

CONTINUARÁ...

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