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Ruinas

Caí de un abismo, sin chocarme, porque regresé a la consciencia que debí perder. La luz era intensa, sin comparación al dolor palpitante de mi cabeza. Con grandes esfuerzos logré abrir un ojo, el otro se abrió por puro espanto. El sol iluminaba perfectamente la escena: Chris estaba a mi lado, con los ojos cerrados y, tras él, lo que parecía media palmera astillada.
Me asusté sobremanera, grité y grité, sin voz. Creía estar sufriendo una pesadilla, pero mi mente no era tan cruel ni en mis peores noches.
Lo intenté de nuevo, con las voz más calmada que pude utilizar, consiguiendo así sacar un pequeño hilo de voz lo suficiente potente como para oírme a mi misma. Ya era un gran avance.

- Eh... -le llamé, en vano, así que tuve que pensar en moverme, sin embargo mi cuerpo no obedecía las órdenes de mi mente, como si estuviera dormido.

No podía rendirme, por una vez mi miedo me empujó a la fuerza, aunque sólo fuera por mi desesperación a socorrer a Chris, que tan apagado se veía. Las lágrimas que brotaron por mis ojos fueron mucho más rápidas que yo, pero por alguna razón aquello fue como un último chute de adrenalina, liberándome de mi inmovilidad con euforia.

- Eh... ¡Despierta! -rogué con el tono más algo que fui capaz de poner. Seguía sin inmutarse.

Valiéndome de mis brazos, me erguí hasta quedar de rodillas, posición que me mostró como la palmera había atrapado la pierna de mi única compañía allí. El pesimismo comenzó a darle una paliza a mi esperanza, debilitandome a cada golpe.

- Chris... -gemí con tristeza- esto no... Vamos...

Proseguí recurriendo a mis últimas reservas de fuerza, aquella palmera no me vencería. Con cuidado sobrepasé su cuerpo, posando el mínimo de peso que ya me resultó imposible de levantar, hasta llegar a la palmera. No tenía claro como iba a sacar su pierna de ahí, ni cómo de perjudicada podría estar. En las películas todo es mucho más sencillo. Por otra parte, en esas mismas películas siempre se daban prisa en este tipo de circunstancias, así que consideré que yo debía seguir el ejemplo.
Probé con lo más básico e inútil, intentar levantar, porque conseguirlo era físicamente imposible, aquel armatoste con forma de un tronco de palmera partido longitudinalmente por la mitad, y todo utilizando mis endebles brazos. Y, si levantar mi propio peso conllevaba la fuerza de Hércules, para apartar el tronco requería la de un titán; inoportunamente yo era una simple mortal. Era evidente que no sería capaz de levantar si quiera un centímetro, y así ocurrió. Sin embargo, mi esfuerzo no fue en vano, y aunque negativo, gané algo: varias heridas en las palmas de mis manos, poco sangrantes pero muy molestas.

La desesperación me azotó sin límite de brutalidad, enturbiando mis pensamientos. Todas mis opciones estaban agotadas, e inventar otra se me hacía un mundo, lo más cercano a una idea fue sopesar la idea de amputarle la pierna. Fue la caricia de una brisa la que encendió el interruptor de una bombilla en mi sobrecargada cabeza.

- ¡Gente! -exclamé toda contenta, esperanzada.

Me desplacé a tanta velocidad como me lo toleraron mis facultades físicas, valiéndome de la pared como apoyo de emergencia. Así logré llegar a la esquina de la casa, para toparme con un panorama repleto de devastación. Me desplomé sobre mis rodillas, ¿quién iba a poder ayudarme, si el pueblo estaba catastróficamente peor que la pequeña parcela en la que se encontraba el motel?

Horrorizada, caí en la perdición. Visualicé a Chris en mi mente, inconsciente, desvalido, desprotegido, vulnerable. No merecía aquello, y como siempre dicen "cuidado con lo que deseas" porque yo le había deseado lo peor, desde mi enrevesada mente alimentada por el odio irracional que tanto me provocó. Sin duda la realidad superó mi imaginación con creces, llenándome de arrepentimiento. Ya no saldría de allí, no podía salvarle. Mi cuerpo falló repentinamente, noté el bajón, mis glándulas suprarrenales no tenían razón de continuar segregando adrenalina, es más, era más probable que estuvieran agotadas todas las reservas.

Llevé mis manos a la cara, pero en lugar de un escondite templado recibí un golpe frío. Me fijé en qué narices le pasaba a mi mano, temiendo otra fatalidad a la larga lista. Sin embargo, encontré una barra de metal, tan gruesa como el límite que podía abarcar mi mano en garra y más larga que mi fémur por no demasiados centímetros. La tenía bien agarrada, seguramente por el entumecimiento que sufría después de los acontecimientos en los que me matenía involucrada. Ocurrió en ese pequeño momento, tuve una revelación, mis neuronas hicieron su trabajo y mi cuerpo volvió a autodrogarse con energía hormonal. Llegué a pasos atropellados a los pies de Chris. Sin demora busqué el mejor lugar donde posicionarme, encontrándolo entre sus piernas, aunque tuve que separar su izquierda para tener suficiente espacio y a su vez no causarle más daño. Me tranquilizó notar que seguía caliente, aunque su temperatura contrastaba con la mía, aunque mi calor se debía al sobreesfuerzo no podía olvidar la gravedad de una hipotermia por pequeña que fuera. No pensé más y metí la barra tras su rodilla, entre el suelo agrietado y la astillada madera, apoyando en el metal todo el peso de mi cuerpo.

El milagro sucedió, pero fue acompañado de un alarido de dolor. Miré rápidamente a Chris, seguía estático, así que entonces tuve que ser yo, porque no había nadie más allí. El alarido se repitió, cuando apoyé mi mano en el suelo para descansar. Debí herir mi muñeca derecha, lo que me faltaba siendo diestra. Pedir algo de clemencia a los dioses se me haría inútil después de tantas desgracias, si lo peor que podría pasarme sería la muerte, aunque bien visto sería una manera de terminar el suplicio.

Estaba agotada, el primer escalofrío recurrió mi espina dorsal, destempoamdome y el viento comenzaba a levantarse de nuevo, frío, colándose por la puerta. Agradecí que la pierna de Chris tuviera un aspecto casi normal, a excepción de la hinchazón notable que tenía y varios arañazos algo más profundos que los de mis manos. Podría quitarme la camiseta y ponérsela a él, pero me quedaría helada y no solucionaría su estado. Necesitaba ropa con urgencia, en comparación a lo que había hecho, por cansada que estuviera, debía ser capaz de ir hasta su habitación, cuya puerta era visible desde mi posición.

- Casi está Chris, aguanta un poco más... Es todo lo que te pido grandullón, sé fuerte -le rogué, y sin evitarlo besé sus labios, desprovistos del calor que tanto me gustaba de ellos. Fue mi intento de transmitirle algo de vida, tiempo, o lo que fuera, pero una razón de que no se apagase.

Caminé a cuatro patas, mejor dicho a tres pues tenía el brazo derecho pegado a mi costado, evitando más dolor en mi articulación. Destroce mis rodillas, pero todo lo valía por abrir aquella puerta y recoger algo de ropa. Me erguí sin levantarme en cuanto me postré ante la tabla que me separaba del último nivel, de ganar el juego. Giré el pomo y empujé.
Por supuesto el último nivel siempre es el más difícil, y la partida seguía en curso. Había sido una ingenua anticipándome a los acontecimientos y una torpe inútil, así que recibí mi castigo. Toda la habitación era un completo kaos, encharcada, con el suelo lleno de objetos y pocas cosas en pie. La ventana había estallado, como mis recuerdos, que me mostraron que anoche no entré en esa habitación, la pasé por alto, como si no hubiera existido, con la creencia de que Chris se había encargado. Así y todo debía seguir jugando, me quedaba una vida y por nada del mundo la perdería, aunque bajara el mismo Zeus a pelear conmigo, pese a que, si quiera, con un leve roce suyo iría directa al inframundo. Mi suerte era que no existía, aunque ya lo dudaba tras tanta desgracia.

Abrí el último cajón de la cómoda más cercana, encontrando unas cuantas sábanas. La felicidad casi se me escapó en lágrimas, de haber tenido. Las sujete con mi brazo derecho aprovechando que lo acoplaba a mi cuerpo y regresé con el allí inconsciente.
Puse una sábana bajo su cabeza a modo de almohada y le tape con el resto, sin desdoblarlas del todo para simular más capas de abrigo. Me junté al él, tapándome también, abrazándole para transmitirle el calor que me quedaba. Le acaricié el rostro, su torso, sus brazos y sus manos, incluso eché mi aliento sobre su piel, directo de mis cálidos pulmones. El problema fue la frescura del suelo, pero yo ya no podía hacer más. Me derrumbé allí, sobre su pecho, vencida y afligida. El tiempo se desvaneció, todo lo que me quedaba eran los latidos de su corazón que dejé de escuchar cuando me desfallecí por pura extenuación.

Desperté por segunda vez, alguien me estaba devolviendo al mundo terrenal, y lo hacía con insistencia. Pero yo no tenía suficiente fuerza, me costaba recuperar la consciencia. Aquella persona debió darse cuenta, e hizo algo en mi que me despabiló inmediatamente. Lo sentí como la mayor bendición del Olimpo, ya todo iría bien, lo sabía con certeza.

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