Normalidad.
Mientras Chris estaba fuera y se acercaba la hora de conocer a sus sobrinos y hermana mayor, me encerré en su habitación. No hice nada más que abrir el armario, porque sí, y mirarlo como una tonta. Era como cuando hacía una de mis múltiples visitas al frigorífico. Me asomaba y contemplaba su interior esperando que apareciera algo suculento o, simplemente, para relajarme. Cosa extraña, pero admirar comida refrigerada hacía mejor efecto que la meditación. En este caso, lo único observable era madera y ropa doblada, por lo que el efecto era mucho menos eficiente. Lo malo de esa falta de relajación mental fue comenzar a pensar en lo que no debía. Puede que realmente se tratase del único momento de lucidez en el que logré recapacitar sobre los acontecimientos recientes.
Todo bien. Genial. Estupendo. Con un pero: que no había peros. Me creía con derecho a ser reacia frente a la supuesta perfección. Más que eso, era la latente sensación de que faltaba algo, la que me había puesto la mosca detrás de la oreja. A lo mejor, no era más que una corazonada imaginaria. Esa era la explicación con la que preferí convencerme.
Tenía el ritmo completamente alterado, estaba en otro país y pronto lo dejaría atrás. Eché de menos al señor oso amoroso, antiguamente conocido como pichafloja y, de paso, le eché secretamente la culpa de todas las teorías conspirativas que se me pudieran ocurrir. Así pues, regresé a la planta baja, evitando, en la medida de lo posible, levantar cualquier tipo de sospecha; a pesar de que no había hecho nada malo en ningún momento.
Me topé con Lisa. Estaba bastante ocupada hablando por teléfono y dando paseos por toda la estancia. Respeté su conversación e intimidad ignorándola. De manera que, por no volver a sentarme y mirar a las musarañas, opté por asomarme al patio trasero que consistía en un jardín verde y amplio, delimitado por árboles y más campo tras ellos.
Me detuve brevemente pues el aburrimiento me empujó a buscar otro entretenimiento. No había rastro de la morena, con lo que podría decirse que pecar de curiosa no iba a tacharme de cotilla. Tras entretenerme con algunas de las fotos familiares, en las que destacaban los genes Evans, decidí que lo más sensato era encender la televisión. Me traía sin cuidado la programación, hasta que después de cambiar incontables veces de canal, tropecé con un informativo de prensa rosa. En este aparecían, nada más y nada menos que, unas fotos de Chris conmigo. Me habían ocultado el rostro, podría ser cualquiera para el resto del mundo, pero sería de chiste no reconocerme a mí misma.
Fue un reportaje efímero y, aunque había desatendido los comentarios, fue suficiente para entender las palabras de hacía ya unas horas. Quizás, lo de la corazonada era menos descabellado de lo que pensé en un principio.
Apagué rápidamente el electrodoméstico. Justo a tiempo, pues fue quedarse la pantalla en negro y entrar un pequeño gran alboroto en el salón. Literalmente, me llevaron por delante, como si fuera un juguete nuevo que estaban ansiosos por estrenar. Los tres pequeños tenían mucha fuerza y gran parte del encanto que caracterizaba a su tío, con lo que resistirse era imposible. Todas terminamos siendo partícipes de sus fechorías, tomando el relevo cuando nos coincidíamos en nuestro deseo de tener toda esa energía.
Al ver a esos pequeños, me permití imaginar cómo había sido Chris a esa edad, con sus hermanos. Seguramente sus sobrinos eran un buen calco de lo que sucedió en ese mismo salón veinte o treinta años atrás. Tanta felicidad era abrumadora, teniendo en cuenta que yo no la había vivido personalmente. Algo en mi tuvo envidia. Tener esa complicidad natural con otro ser humano era una fantasía, como un cuento. Sin embargo, para ellos era real. Irremediablemente pensé en mis padres y en mi infancia. Por fortuna, los pequeños me devolvieron al presente tan pronto como acababa de evadirme.
La ausencia de Chris se alargó hasta que los pequeños terminaron su cena. Casi se podría haber dicho que le atrajo el olor a comida. Llegó oportunamente para ver a sus sobrinos ya amansados, hipnotizados por Disney -debía de tratarse de algo genético. Aprovechando la estancia de sus tíos, las dos madres se quedaron hablando en la cocina, un poco de esto y un poco de lo otro. Por eso me uní al primer grupo.
—¿Ha ido todo bien? —pregunté a Chris, tocándole el brazo para asegurarme de que tendría algo de su atención.
—Muy bien, sí.
Me quedé mirando su cara de embobado, era mucho peor que que los infantes. Decidí probar con el segundo grupo, porque estaba claro que no iba a sacar nada del adicto a Disney.
—Funciona divinamente. Te pasaré unas fotos por si decides comprarlo —comentaba Lisa.
—¿A que parece que alguien les ha hecho un conjuro de inmovilidad?
—Ya te digo —contesté a la menor de las rubias, con una pequeña carcajada por la gracia.
—¿Querías algo, cielo?
—Nada realmente, supongo que... —intenté decir a mamá Evans, sin saber cómo continuar. Ni siquiera tenía nada que decir.
—Díselo —dijo Carly en un susurro nada disimulado.
—Ya he visto en la tele lo que ha pasado —me atrevo a adelantarme—. No sé cómo digerirlo.
—No tienes que preocuparte, no es culpa tuya después de todo.
¿No era mi culpa? En mi opinión un porcentaje de culpa sí que me correspondía. De todos modos, la situación me incómodaba y las familiares supieran verlo y cambiaron de tema.
—¿Te ha invitado ya a nuestro viaje anual a Orlando?
—Antes he de ganarme soberano honor —dije melodramáticamente, en tono humorístico.
—¡Christopher, hijo! Ven aquí ahora mismo.
Fue impresionante la eficacia de unas palabras rompiendo el empanamiento supino del hombretón que se nos acercaba.
—¿Sí, ma?
—Ya nos hemos enterado —empezó a regañarle su hermana—. Encima estarás contento.
—No me quejo —respondió, rodeando mi cintura con su brazo y sonriendo triunfante, ageno al verdadero tema de la conversación.
—No fue así como te eduqué, ¿por qué no has invitado a esta dulzura a nuestro viaje a Disney?
Chris se quedó pasmado unos instantes. Por la expresión que puso, creí que estaba teniendo un colapso mental. Habría temido por el correcto funcionamiento de sus neuronas, si lo hubiera tenido. Agradecí que no fuera el caso. Cuando se borró su cara de lelo contestó.
—Lo hice, ¿no te acuerdas? —me preguntó.
—No me consta ahora mismo, y de algo así me acordaría —lo dije con más seguridad de la que tenía.
—Menos mal que ahora hay testigos porque estás invitada.
Otra vez su dulzura y encanto pudieron conmigo, mermando la rigidez de mis piernas. Él lo notó, pues me agarró con más fuerza y, de paso, me besó en el moflete que tan rojo sabía que tendría.
El resto de la jornada siguió el ritmo, sin nada interesante que destacar hasta que estuvimos acostados.
—No es por nada, pero son imaginaciones mías o deberíamos prepararemos para hacer un viaje.
—¡Sabía que me estaba olvidando de algo! —exclamó en voz baja— me he desconcentrado al pensar en lo que estuvimos haciendo aquí anoche.
—Tan delicado como siempre, dí que sí, hijo.
—Ha sido un quebradero de cabeza. Empezando por ahí, te diré que ya están todos los cabos atados y que mañana no hace falta madrugar. Nos dará tiempo a todo.
—Oye, perdona. Pero yo no tengo ningún problema si es necesario madrugar, aunque no sea como tú que apenas duermes —espeté con mi habitual gracia, indignación fingida—. De hecho, creo que debería preocuparme porque es uno de los primeros indicios de ser un vampiro. Además tu pálida piel y lo poco que te gusta el ajo...
—Me reflejo en los cristales —concluyó, ganando el debate y haciendo un gesto de victoria para chincharme.
—Te estaré vigilando.
Nos abrazamos en silencio durante un rato. La conversación que habían interrumpido nuestras mofas resurgió con mayor seriedad.
—Prométeme que no vas a arrepentirte —dijo, mirándome con esos ojos azules que daba pena dañar.
—Te lo prometo.
—¿Cuál es el pero? —preguntó sin necesidad de leerme los pensamientos.
—Tú —dije rotunda, antes de explicarme—. A ver, voy a llegar sin avisar después de estar desaparecida un tiempo, con un maromo del brazo que resulta ser un actor famoso. No estamos hablando de tu madre. Imagínate cuál puede ser su reacción.
—Carol —me detuvo, impidiendo que mis nervios tomaran el control—. Son tus padres, da igual que me lleves a mí o a Godzilla. Con que estés tú y te vean bien, ya se van a alegrar.
Sabía que quería comvenverme de que mis padres no eran tan malos como me había permitido creer desde que me fugué, porque eso fue lo que hice. Y tenía razón, por lo menos en gran parte. Era suficiente para estar segura y sin pánico.
—Pase lo que pase, no saques los colmillos. Un vampiro es mucho peor que un lagarto gigante.
—¿Qué dices? Lo peor es una araña gigante.
—Sí, y ahora no voy a poder dormir pensando en ello.
—Yo tampoco.
—Chris, no ibas a dormir de todas formas. Eres un vampiro.
Se río. No obstante, me hizo gritar cuando "mordió" mi cuello, lo que también causó que la palma de mi mano y su nuca produjeran un armonioso sonido al acariciarse brevemente.
—Vale, me rindo —dijo Chris.
Las buenas noches nos las dimos con un beso. Después, la negrura y Morfeo hicieron su trabajo hasta que lo indicó la alarma del reloj. En ese momento supe que Chris no tenía ni idea de cuál era el significado de madrugar, que es despertarse fuera de tu voluntad a la hora que sea. Al final, fue una hora razonable y no dolió tanto. Lo peor de ello era saber lo que nos esperaba tras el viaje. Cuanto más cerca de casa, más cerca de sufrir un síncope estaba. Lo único positivo de eso era tener unos buenos brazos en los que consolarme y, de paso, adormilarme. Porque las tropecientas horas de viaje no nos las quitaba nadie. Y después de esas tropecientas horas, el momento se presentó a nosotros del mismo modo que nosotros ante la puerta de la casa de mis padres. El timbre sono, cual frío recordatorio de no retorno, recorriendo mi espina dorsal para inmovilizarme.
La puerta no se abrió. Dos, tres, ocho veces llegamos a llamar y nada. Comprobé la hora y me quedé pensando en lo que estaría pasando.
—Vámonos a esperar fuera, antes de que nos vea algún vecino —susurré a su oído, porque estábamos en un edificio de pisos y en el portal se escuchaba todo y cualquiera podría pasar.
—Podemos tomar un café e intentarlo de nuevo más tarde —sugirió ya en la calle, acompañando la frase con un bostezo a causa del Jet lag.
—Conozco un sitio.
Recorrimos media calle arriba para llegar a una cafetería en la que había estado tantas veces que ya tenía asiento reservado. Por si no fuera raro de por sí sentir nuevamente el aire de España, su olor, su temperatura y caminar por las conocidas y a la par extrañas calles en las que había crecido. Tenía que recordarme que no estaba soñado con un mundo paralelo o que de repente saldría una reina roja imperando cortarme la cabeza. Entre eso y el atontamiento del viaje, esperaba cualquier cosa. Cualquiera menos la que presencié.
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