Mojados
— Atenta —me dijo apoyado en la pared.
Su expresión facial me permitió averiguar el tema de sus planes, pero fue la canción que tarareó lo que descubrió todo. Se quitó la parte de arriba, moviéndose con toda la sensualidad de la que disponía estando cojo y maloliente. Para el toque de gracia, se le ocurrió lanzarme la camiseta, que me cayó encima, cubriendo mi cabeza y detonando mi mal humor.
— ¡QUÉ ASCO! —grité irritada, tanto que tiré la prenda por la ventana.
Chris abrió la boca sorprendido, pero no tardó en reírse como si se tratase de lo más desternillante que hubiera visto en su vida.
— Perdón... —acertó a decir mientras intentaba cesar sus carcajadas.
— Apañatelas tú solito, guasón.
El sonoro portazo que dejé a mis espaldas, le dio a entender que ya no iba a contar con mi ayuda. Después de todo, se complicó mi deseo de alejarme por si, al estar demasiado lejos, me resultase imposible atenderle rápidamente en caso de accidente. Ya que consideré quedarme en esa habitación, y no sólo para poder sobrevivir, abrí la ventana invitando al mal olor a ser libre como el niño al que le dan las vacaciones de verano. Puesto que su limpieza y deshacerse de toda la roña iría para largo, mientras tanto, decidí hacer la cama y ordenar los pocos estropicios que había.
Inocente de mi, con toda mi buena voluntad, me dispuse a recoger las botellas de agua, hasta que vi que una de ellas contenía cerveza. Por supuesto, no era cerveza. Sin embargo, me obligué a pensar que era eso, ya que me asqueaba también pero no hasta el punto de hacerme llorar, casi vomitar, y salir corriendo a bañarme en ácido puro aunque ni con los huesos derretidos me sintiera limpia. Saqué casi medio cuerpo por la ventana, reclamando paz interior. Conseguí estabilizarme tras escasos minutos siendo acariciada por la brisa marina del otoño. Para evitarme tantas malas pasadas seguidas, pegué mi oreja a la puerta, asegurándome de que Chris seguía vivo, pero escuchar únicamente el agua que expulsaba la alcachofa de la ducha, era inquietante.
— ¡¿Estás vivo?! —grité.
— ¡No! —respondió, con voz ahogada por los ruidos, obstáculos y distancia.
— ¡Me alegro mucho!
— ¡Mentirosa!
Me imaginé la cara que puso, aunque hubiera preferido verla en directo, apostaba a que era hilarante y no tuve más remedio que reírme. No por mucho tiempo porque le escuché gritar con dolor y del susto se me cortó la respiración . Ya me temía lo peor y todo por hablar. ¿Quién me mandaría abrir la maldita boca? No lo pensé dos veces. Entré a socorrerle, pero tanta prisa tuve que me faltó muy poco para atravesar la puerta, el tiempo justo; el mismo del que me habría gustado contar para taparme los ojos, y así no tener que vivir con tal espantosidad grabada en mis neuronas, hasta mi muerte que no parecía, ni la deseaba, tan lejana.
Pegué un chillido, eso creí porque de pronto me cubrió la distorsión. Todo se me prestentaba difuso, y no a causa de la concentración de vapor de agua en el pequeño habitáculo. Me apoyé en la pared a mis espaldas, doblando las rodillas hasta quedar de cuclillas. Sabía que no era un golpe de calor, ni cansancio, no era posible con la ventana abierta y la temperatura que contrastaba con mi sofocón. O podría serlo si se trataba de un golpe de calor interno. Estaba segura de que no me había pasado antes en ningún momento y, por supuesto, era demasiado temprano para los síntomas de la menopausia.
Me levanté, dándole la espalda a la ducha. Durante mi breve estancia allí dentro, él me había hablado, sin embargo no fue más que un murmullo de fondo ante mis oídos. Al menos, pese al castigo que acababa de sufrir por verle, pude comprobar al mismo tiempo que estaba a salvo.
— ¿Estás bien, Carol?
— Ya nunca lo estaré... —susurrando, traumatizada.
— No te he oído, llevo media hora preocupado —apresuró.
— Sí, sí, sí... —contesté.
— Estaba dispuesto a salir pero... Habría sido una idea pésima —se disculpó.
— Te lo agradezco, pero no vuelvas a meter un grito de soprano cuando no te pasa nada, ¿me oyes? —le amenacé.
— ¿Me romperás la pierna si lo hago? —preguntó burlón.
— No llames pierna a algo tan minúsculo.
— Menudo ataque... ¡Así no es justo! —se quejó— Estoy desprotegido.
— ¿Qué hay de mis ojos? Eso ya no lo podré reparar ni arrancándomelos y echándoselos a los cuervos.
— Menos exageración. Tú eres la exhibicionista y ahora la mirona —aclaró—. No me eches la culpa a mi.
— ¡Chris! —exclamé llena de rabia—. Mira, no me acuerdo de eso pero si tan desagradable fue podrías haber cerrado los ojos. Y la próxima vez que grites no voy a molestarme en comprobar que estés bien.
— ¿Qué te pasa? —preguntó más serio— ¿Sigues enfadada por lo de la enfermera?
— No, ya siento romper tus expectativas...
— Sea lo que sea, no la tomes conmigo. Un poco está bien, pero a veces te pasas y deja de ser divertido.
Me eché a llorar, atacada brevemente por la ansiedad. No comprendía qué podía suceder como para sufrir ese repentino desajuste emocional, en absoluto. Me desahogué brevemente en silencio, que permitió ser audible al ruido que produjo el metal del grifo al cerrarse.
— Estoy perfectamente. Si tú lo estás, no hay más que hablar... —concluí—¿No te ha pasado nada grave?
— No. El agua salía fría, se me fue la mano y me quemé, pero no es nada grave.
— Pues... Bien —giré un poco la cabeza, curiosa pero precavida, por lo que apunté la mirada al techo, otorgando el protagonismo a mi vista por reojo—. ¿Alcanzas tú solo?
— Es posible que... —dijo, casi sin aire, como si estuviera realizando algún esfuerzo—. Mierda. No tengo la elasticidad de Míster fantástico.
— ¿Se te han recalentado los sesos ahí dentro...? —planteé, no entendí un pijo de lo que habló, por otra parte, di por echo que necesitaba una mano.
Me acerqué caminado de espaldas, dirigiéndome cómo buenamente pude ya que pretendía evitar imágenes de infarto. Alargué la mano hacia la pared. Feliz de un logro no conseguido, no conté con el charco de agua que se había formado en el suelo, ni en lo resbaladizo del mismo bajo mis pies. Cayó otra maldición sobre mi, como caí yo sobre lo que me imaginé duro y mojado, pero que no era tan duro.
— Cuidado... Ha faltado un pelo. Podrías haberte roto la crisma —me advirtió, desvelando preocupación con su tono de voz.
No contesté. Los estímulos que su cuerpo envió a mi tacto me alteraron tanto que, por desgracia, me convertí en piedra. Por más que me empeñé, seguí inmóvil y, para colmo, estaba empezando a adivinar lo que notaba en mis posaderas reales. Empeorando las cosas, la humedad de su cuerpo atravesó mi vestimenta y la ropa mojada actuaba como intensificador del tacto, el cual se había convertido en el más sensible de mis sentidos.
Así que, con la retaguardia mancillada, nació algo en mi. Apreté mis recalentados muslos, cerrando las piernas con tal presión que podría formar diamantes si mis pantalones hubieran sido de carbono.
— ¿Puedes ponerte de pie tú sola? —su voz cercana grave y ronca retumbó en mi oído, empeorando mi estado.
Atiné a asentir con la cabeza. Estaba convencida de que me había llegado la hora. Su abrazo era la barrera que me salvaba y condenaba al mismo tiempo, a precipitarme por el abismo directo al reino de Hades. Podía sentir los fuegos del infierno, en cambio, por mis fosas nasales, en lugar de azufre, se coló el aroma del gel mezclado con un olor muy peculiar que me hipnotizaba al punto de nublarme el juicio. Cuanto más tiempo pasaba a su lado, más intenso y apetecible se volvía su olor. Sin embargo, en esta ocasión, fue más devastador que toda una serie de desastres naturales en una fábrica de porcelana.
Me agarré a sus fuertes brazos, incandescentes contra mi piel. Envíe estabilidad a mis rodillas y me erguí a la vez que me separaba de su imponente anatomía. Tenía la sensación de que cualquier movimiento en falso, desembocaría en la desmaterialización de mi ser. Así y todo, inconsciente del tiempo transcurrido, fui capaz de darle la toalla y acompañarle hasta la cama.
— Ahora vuelvo con tu ropa... —informé, aún abstraída de la realidad terrenal.
— Eres demasiado buena conmigo.
— Creía que me estaba pasando —dije al llegar al marco de la puerta, antes de desaparecer en el pasillo.
— Carol, espera. No te vayas...
Demostrado: me faltaba un tornillo.
Un tornillo, una tuerca, un taladro y el set completo de bricolaje, el señor que monta los muebles incluido. Y el otro señor que se encarga de las plantas, también. Por faltarme tanto, tenía de sobra hasta para derrochar. En definitiva, todo era una contradicción. Lo que pensaba versus lo que sentía. Por si no tuviera suficientes problemas mentales que, a este paso, estaba a un desliz de considerar graves, fuera bromas.
Sin embargo, mi cuerpo percibió que toda esa agonía era una minucia por lo que ayudó a la causa tornando a mi estómago en una fiera rugiente por comida.
Tenía mucha hambre.
— ¿Cuándo acabará esta horrenda pesadilla? —farfullé hacia mis adentros.
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