Cocina
Me despierto con las pilas totalmente recargadas, tanto, que cuando miro la hora veo que son las seis y media de la mañana. Aparto las azuladas y finas sábanas que me habían protegido por la noche, mientras dormía, para posar mis pies en el suelo, algo frío en esos momentos, e ir a mirar el paisaje tras la ventana. Froté mis ojos levemente legañosos, creyendo tener la vista borrosa. Sin embargo, la culpa era de la ventana que, lejos de estar impoluta, necesitaba un refregado.
Se me antojó volver a la playa, estaba enamorada del mar; a distancia, por supuesto. Después de la experiencia que he tenido en barcos y con algún que otro ser marino, lo máximo que acepto es darme un breve baño, siempre y cuando el calor sea insoportable. Con ese objetivo en mente, entré al baño para salir bien aseada para poder vestirme. Dado que llevé una pequeña maleta, cosa de la que me arrepentí nada más ver la escasa cantidad de prendas que contenía, elegí unos pantalones cortos vaqueros (cubrían mi pierna hasta algo menos de la mitad de mi muslo), una camiseta grisácea de tirantes anchos con el símbolo de Batman (no era fanática de los cómics pero me resultaba bonita), y unas sandalias marrones de estilo romano (irónico dado que estaba en Grecia).
Intentando ser lo más silenciosa posible, salí del pasillo para no despertar a ningún huésped. Claro que no pude evitar reirme cuando pasé por delante de la habitación del amor... Seguro que eran los que más dormidos estaban. Cerca de la recepción, en la zona de la cocina, escuché algún ruido que muy probablemente fue producido por los dueños o quien quiera que se encargara de la cocina. Sin más dilación, salí del hostal.
Inspiré. Olía a verano, a mar, a tranquilidad y... ¿a quemado?
Siguiendo el olor, me volteé para encontrarme con humo saliendo de alguna parte que no alcanzaba a visualizar desde donde me encontraba. Sin embargo, supuse que provenía de la cocina, por lo que entré de nuevo, directa a esa sala; como un impulso instintivo ya que, en otras circunstancias, yo no actuaba con tanta valentía.
A medida que me acercaba, los ruidos, las voces alteradas y, sobretodo, el olor a comida quemada eran más intensos. Frente a la puerta de madera clara, algo tímida, cerré mi puño derecho, que utilicé para dar tres toques en la puerta.
Mi mano golpeó en blando, más o menos.
- Oh... Lo siento mucho... Yo sólo iba a... Perdón -me disculpé avergonzada.
El fortachón, que tenía la cara roja de enfado, se irguió, relajando su expresión.
- No entre aquí señorita, todo está bajo control -sententenció, intentando apartarme con educación.
Sin embargo, su intento de evadirme de los problemas de la cocina resultó fallido. La mujer rubia llamó su atención al tiempoque se acercaban.
- ¡ARGUS! -exclamó agitada, justo detrás del fortachón; desvió su mirada a mi- Uh
- Ya me voy, disculpen, creí que necesitarían ayuda.
- Ahora que lo dices... -intervino la mujer.
- Mamá, no -la interrumpió Argus.
- Argus, sí -concluyó- Querida... Por un casual, ¿tienes alguna idea de cocinar?
Bingo a la pregunta más desconcertante que me han hecho aquí. ¿Acaso quiere que cocine? ¿Alguien me está pidiendo ayuda, a mi?
La emoción me embriagó.
- Tienen suerte, cocinar es mi pasión -confesé muy ilusionada.
- ¡Aleluya! Que los dioses te bendigan, querida -exclamó, tomándome por los hombros.
En tan sólo unos minutos me preparó, prestándome un delantal y gorro de cocinera. Y con algún minuto más, me explicó el funcionamiento de aquellos fogones y el menú que necesitaban que preparase.
Logré el orden, nada de olor a quemado y nada de suciedad ni cacharros desperdigados. Thyra, la señora rubia que así me pidió que la llamara, me explicó que el cocinero que trabajaba allí todos los días, no había llegado a su hora y que después les llamó diciendo que se despedía porque había encontrado otro trabajo donde les pagaban más. Así descubrí que apenas tenían clientes, al contrario de lo que pensaba hasta el momento, con lo que habían recortado su salario. Se mostraron desesperados, así que me ofrecí a sustituir ese puesto mientras encontraran a alguien más, esa misma semana. Yo estaba encantada, no sólo disfrutaría de moverme entre los fogones, preparando deliciosos platos, además tendría residencia gratis durante ese tiempo.
Mientras dejaba que se cocieran las verduras con la salsa de tomate que recién preparé; volví a la tabla de cortar, con cuchillo en mano y lista para picar el bacon. Tras trocear la mitad de lo que necesitaba, me giré para echarle un vistazo al cocido y que no se pasara, sin embargo me encontré con la figura de alguien que me miraba de una forma que me incomodó enormemente, casi sentía que podía ver a través de mi ropa.
- ¿Y tú eres...? -me preguntó, acercándose a mi y mirándome por encima del hombro.
Noté que el color rojo poseyó mis mejillas, aquel tipo había conseguido ponerme nerviosa, más de lo que mi naturaleza tímida hubiera logrado con cualquier otra persona. Para esconderme, me centré en la olla, como si, al no poder verle yo, él tampoco podría verme a mi.
- Soy la sustituta del cocinero, ¿buscas algo? -pregunté, dejando que mi voz mostrara mis nervios, en contra de mi.
- Vaya, pues no recuerdo haberte contratado -contestó, a judgar por su voz parecía sonreír con esos aires de supremacía que ya me había mostrado, lo cual me ponía más nerviosa.
- E-eso es porque Thyra... Espera... ¿Contratarme?
¿Acaso era el dueño? Thyra no me había comentado nada al respecto, creía que la jefa eran ella y su hijo. Si pretendía jugar, lo llevaba claro. Ya me habían tomado el pelo demasiadas veces y estaba harta, así que no se lo iba a permitir tan fácilmente.
- Así es, y espero que sepas complacerme -respondió, evidenciando doble sentido.
Listo, acababa de pasarse de la raya. Aquel comentario fuera de lugar me desencajó, ofendiéndome profundamente. Odiaba a los babosos así.
- Sólo ayudo. No he venido a complacer a nadie y si vas molestarme, dejo el puesto. No soy yo quien necesita un cocinero -sentencié, dejándome llevar por la irritación.
Carraspeó su garganta, alcancé a ver que una gota de sudor se deslizó por su frente. Ahora parecía él el nervioso. Seguí su mirada y, entonces, comprendí su reacción. Mi mano agarraba con fuerza el puntiagudo utensilio de cocina, con el cual le estaba apuntando. Rápidamente, solté el cuchillo sobre la encimera, junto a un resoplido liberador de todo mi estrés, cuyo causante era el supuesto dueño del hostal.
- Entonces te dejo hacer tu trabajo, lindura -sonrió, guiñándome el ojo.
Ese palurdo acababa de tomarla conmigo y no hacía más que provocarme, pero no pensaba darle esa satisfacción.
- No le veo salir -comenté con la intención de molestarle y que me dejara ya en paz.
- ¿Para qué? Puedes trabar perfectamente y quiero ver si sirves de ayuda -alegó.
Yo resoplé y él sonrió, acababa de darle esa maldita satisfacción. Era increíble la rapidez con la que amargó mi existencia. No solía odiar a la gente así por que sí, pero lo suyo fue odio a primera vista.
- Sí molesta, lo hago mejor sola.
- Estoy seguro de ello -concluyó, de nuevo con tono de doble sentido.
- ¿Se puede saber qué narices he hecho para que me trates con tan poco respeto? Que yo sepa no te he llamado prepotente, que es justo lo que eres.
En ese preciso instante su rostro se tornó rojizo, y no por vergüenza según mostraban sus expresiones faciales. Se acercó a mi, algo amenazante.
- Haz tu trabajo.
Tres palabras y al fin se largó. No me lo podía creer, qué fácil fue. Procuré olvidarlo y seguir con la comida. Me llevó un tiempo y mucho calor pero terminé, ya estaba todo listo. Justo a tiempo se acercó Argus.
- Parece que has acabado -dijo casi para sí mismo- Ya puedes retirarte.
Argus no era una persona muy extrovertida que se dijera, pero con creces era mucho mejor que... No sabía su nombre pero bien podría llamarle pichafloja.
Se me había truncado mi mañanero plan de visitar la playa, y mi camiseta estaba empapada en sudor por lo que ideé otro plan. Me alsité de nuevo y, así, aprovechando que pronto sería la hora de comer, visitaría algún restaurante en el que disfrutar de comida típica, lamentando no probar la mía propia pese a ya conocer su sabor pero, evidentemente, no era lo mismo.
Salí de allí con cuidado de no encontrarme con el pichafloja, que bastante amargura había tenido ya por hoy. Suerte era la mía de llegar con éxito al pueblo.
¡Paladar preparado!
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