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Capítulo 64 «Incendio»

Edward (Dos años después)

—¡Edward, ven aquí! —el grito de Jane logra que caiga de la silla y los dos libros que pensaba colocar en el estante golpeen mi cabeza.

El dolor en mi cabeza y cadera son instantáneos, pero la urgencia e insistencia de mi mujer me asusta. Salgo al pasillo con paso rápido y sigo su voz. Cuando llego a la puerta, trago en seco. Un nudo se forma en mi garganta y mi vista comienza a nublarse. La sonrisa de Jane se aumenta y su mirada gris también está llorosa. La alegría en ambos es notable.

Dos bracitos pequeños se balancean buscando el equilibrio en su camino a mí. Unos redondos ojos grises me miran y sonríe. La carcajada de Isabelle llena el ambiente y Jane la agarra antes que la pequeña bebé pierda el equilibrio por completo.

—No me lo puedo creer —musito, tomando a mi pequeña en los brazos.

—Casi se detiene mi corazón cuando la vi agarrar la pata de la mesa a impulsarse sola. Es increíble.

—Es nuestro pequeño milagro, Jane. Ya aprendió a caminar.

La bebé de diez meses ríe a carcajadas cuando su madre le hace cosquillas y se remenea en mis brazos. El dulce sonido es alegría a mis oídos. Cuando Jane quedó embarazada, el doctor fue directo con nosotros en que podía ser muy riesgoso debo al abuso continuo que ella sufrió unos años atrás cuando fue raptada. Tuvo un parto difícil. Me volvió loco cuando sus gritos de dolor atravesaban la puerta, pero todo cambió cuando escuchamos el llanto de nuestra hija. Sacó el color de mi cabello y los ojos hipnotizantes de su madre. Lexie puede pasar horas con su hermana y nunca aburrirse.

—Creo que esta hermosa necesita un baño —interviene Amelia—. Niko no se queda quieto a menos que vea a la pequeña Isabelle.

—No tienes que hacerlo, Amelia —musita Jane.

—Lo sé, pero quiero hacerlo.

—Exie, Exie —balbucea Isabelle cuando mi hija mayor aparece junto a Jonas, el menor de los Warner. Extiende los bracitos a su hermana y esta la agarra. Le da un beso en la mejilla y la bebé juega con el pulgar.

—Voy a ponerme celoso —protesto y todos me miran, confundidos—. Isabelle ha dicho mamá, y el nombre de Lexie a medias.

—¿Eso que escucho son celos, Su Excelencia? —Resoplo ante la ironía en la voz de Jane.

—Papá, no puedo creer que en serio tengas celos —recalca Lexie y se retira con su hermana, Amelia y Jonas de la habitación.

—Tranquilo, amor. Verás que ella dirá tu nombre... algún día. —Pongo los ojos en blanco y ella ríe.

Al llegar la noche, el llanto de Isabelle nos despierta. Jane intenta levantarse, pero se lo impido. La bebé cambió el día por la noche. Pasa gran parte de la mañana y tarde durmiendo. Cuando abre sus ojos está anocheciendo y es difícil hacerla dormir.

—Yo voy por ella —musito.

—¿Estás seguro? —susurra y asiento.

—Vuelve a dormir. Debes descansar. —Beso su mejilla y ella se acurruca entre las sábanas.

Tomo unos pantalones y una camisa. Dormir a la pequeña requiere estar levantado mucho tiempo y caminar mientras le arrullamos. Atravieso la puerta que une ambas habitaciones y paso la mano por mi rostro, intentando espabilarme. Al llegar a la cuna, Isabelle calla y parpadea al verme, como si le hubiera sorprendido verme a mí y no a su madre.

—Eres una sabandija y alborotadora como tu mamá, ¿sabías? —murmuro y ella ríe cuando la tomo en mis brazos.

Me siento en el sillón reclinable. Miro su rostro regordete y ella sonríe mientras juega con los botones de mi camisa semicerrada. Beso su frente y al intentar alejarme, toma mi rostro entre sus pequeñas manos. Sus ojos grises me miran. Siento como si fuera Jane, pero en versión más pequeña. Golpea mis mejillas dos veces y ambos reímos. Me encanta verla reír. Su carcajada es un sonido melodioso.

—Eres una traviesa, Isabelle

—Dah. —Frunzo el ceño—. Dah, dah, dah.

—No puedo creerlo —musito y mis ojos se llenan de lágrimas.

Cada vez que ella decía esa pequeña sílaba, pensaba que era buscando a Diamante, porque yo siempre estaba junto a la yegua.

—Dilo de nuevo, pequeña. Dilo de nuevo.

—Dah, dah, dah —repite y sonríe mientras se remenea en mis brazos.

Una lágrima recorre mi rostro y cae en el suyo. Su sonrisa se detiene y noto como frunce el ceño. Debo reír a carcajadas. Su expresión es idéntica a la de su madre.

—Oh, querida. Me vas a dar muchos problemas cuando crezcas.

Jugueteo con mis dedos sobre ella e Isabelle intenta alcanzarlos. Ambos reímos hasta que olfateo un olor extraño. Dejo a la bebé en la cuna y el relincho de los caballos llega hasta la casa. Al llegar a la ventana, mis ojos se abren. Tomo a la niña y corro a la habitación contigua para despertar a Jane con premura.

—¿Qué ocurre? —pregunta la institutriz, sentándose.

—Toma a Isabelle y Lexie.

—Edward, ¿qué está pasando?

—Los establos se están incendiando.

Jane se levanta con rapidez, deja a la niña en la cama y se cambia los más rápido que puede a pantalones y camisa. Toma a Isabella y va de camino al cuarto de Lexie cuando el sonido de la campana llega a mis oídos. Al salir de la casa, noto a las yeguas, Storm y Ford, saliendo de los establos, mientras los Cola Roja intentan apaciguar las llamas que llegaron a la cocina. Me desespero al no ver a Luna y entro. La yegua está atrapada detrás de una viga de madrea. Las llamas se acercan a ella con rapidez y se eleva en sus patas traseras.

Abro la puerta de ella y con ayuda de un trozo de madera, saco el que estorbaba su camino, pero mi hombro es golpeado con fuerza cuando uno cae sobre mí. El alarido de dolor no demora en llegar. Algo me arrastra por la camisa con fuerza fuera del establo. Por encima del hombro, noto que es la yegua que le regalé a Jane hace unos años atrás por su cumpleaños. Hasta su caballo cuida de mí. Mist me saca por completo antes que las caballerizas colapsen. Se me dificulta respirar. El humo se ha elevado a una altura inconcebible. Todos corren alarmados e intentan salvar lo más que pueden.

—¡Papá! —el grito desgarrado de Lexie no anuncia nada bueno. Corre hacia mí con su hermana en los brazos y cubro mi hombro para que no vea la herida.

—¿Dónde está Jane?

—Entró a la casa. Alana estaba atrapada en la... —Una explosión a mis espaldas interrumpen las palabras de mi hija.

—¡Jane! —grito de forma tal que mi garganta se escuece.

Intento entrar a la casa, pero James y Arthur me lo impiden. Sin importarme el dolor, intento zafarme de su agarre, pero no me suelta.

—¡Apaguen ese maldito fuego! ¡Ella sigue adentro!¡Jane!

Grito el nombre de mi mujer con desespero hasta que las lágrimas no me dejan ver la casa. El fuego lo ha consumido casi todo.

—No. No puede ser —musito con voz quebrada, cuando Tom me abraza—. No puedo haberla perdido de nuevo.

Un sonido estrepitoso y cristales rotos llegan a mis oídos.

—¡Edward!

—Jane —musito, y ambos me suelta—. ¡Dónde están!

Recorremos con corriendo por los alrededores de la casa hasta que veo una silla y cristales rotos a su alrededor.

—¡Edward! —grita de nuevo y tose. El intenso humo no me deja verla—. Estamos aquí.

—Jane, salta.

—Es demasiado... —Tose una vez más—. Es demasiado alto.

—Salta, muchacha —insiste Tom—. No importa cómo, salgan de ahí.

El miedo es palpable en los ojos de Chloe. Su única hija está encerrada en un tercer piso y sin salida.

—Alana va a saltar —explica la institutriz.

Con unos retazos de sábanas encontrados y mucha confianza en Dios, la niña cae y rueda. Habíamos colocado algunas pacas de heno debajo para apaciguar la caía. Chloe se la lleva de ahí.

—¿Dónde está Jane?

—Lexie, aléjate de aquí —ordeno, desesperado al escucharla cerca.

—Pero...

—Ve. Esto es peligroso para ti y tu hermana.

—Sálvala. —Más que una petición fue una orden de su parte. Beso su cabeza y se va con la pequeña en sus brazos que llora sin parar.

—Jane, es tu turno —espeto, pero no hay respuesta de ella—. ¿Jane? ¡Jane! ¡Maldita cabezota, no se te ocurra rendirte ahora y salta!

El terror me asalta cuando veo el reflejo del fuego dentro de la habitación. Ella puede haberse desmayado por inhalar tanto humo.

—Voy a entrar.

—¡Edward, no! Todas las entradas están...

—Mi mujer está ahí dentro, Tom. No me pidas que me detenga porque le juré cuidarla y es lo que haré. Búsquenme la escalera más alta que...

Un golpe seco sobre las sábanas me hace dar un salto.

—¿Qué rayos...? —Parpadeo perplejo al ver el cuadro de Alexia en el césped.

—¡Edward!

—Escúchame bien, Jane, salta ahora si no quieres que te mate yo mismo, cabezota.

—¡Yo también te amo! —espeta.

Nos colocamos en el mismo lugar donde había caído Alana, y segundos después la tela se resiente cuando el cuerpo de la institutriz cae.

—Voy a matarte —reclamo, cuando la ayudo a levantarla y nos alejamos todo lo que podemos de aquel desastre—. ¿Cómo rayos se te ocurre hacer algo como eso?

Su rostro está cenizo por el hollín y tose sin parar.

—Es el único que le queda a Lexie de su madre. No podía dejar que se quemara.

La atraigo a mi pecho, sin importarme manchar mi ropa. Mi corazón golpea mi pecho con fuerza. La sensación de perderla no se me quita de la mente. Abrazo a mi mujer y mis hijas y dejo escapar un largo suspiro cargado de dolor cuando veo todo aquello que construimos convirtiéndose en un lugar desolado y ennegrecido.

—¿Todos están bien? —pregunto a James.

—Gracias a Dios no tenemos bajas y los caballos están bien.

—Los hogares de los Cola Roja no sufrieron daños —anuncia Elijah.

—¿Qué vamos a hacer? —musita Lexie, al ver la casa de su infancia destruida por completo.

—De momento irán a mi casa a descansar —interviene una voz conocida.

—Condesa Victoria —habla Jane y tose una vez más.

—Se lo agradezco, pero...

—Edward, no te lo estoy pidiendo —insiste, con voz cargada de un sentimiento extraño—. Todos tus empleados son bienvenidos si lo desean. Ustedes dos, tenemos que hablar.

Mi esposa y yo nos miramos al unísono, contrariados. Nos alejamos un poco detrás de ella hasta que se detiene.

—Te dije que tuvieras cuidado, Jane. Te lo advertí.

—No entiendo —musita mi esposa, contrariada. La condesa nos entrega un sobre color crema y ambos leemos la nota—. "Van a pagar. Rose"

Jane estruja la hoja con sus manos. Las facciones de la institutriz comienzan a cambiar desde estupor a la rabia.

—Edward, ustedes no están a salvo. Vengan conmigo, y pasen unos días hasta que puedan resolver su crítica situación.

—Edward, ve con las niñas a la casa de la condesa.

—Jane...

—Me reuniré con ustedes en cuanto puedas.

—Jane es peligroso —insisto.

—Intentó matarte a ti y a mis hijas. Buscaré a esa mujer hasta debajo de las pierdas. Y cuando la encuentre va a morir de la forma más dolorosa posible. Peligrosa es una madre cuando tocan a su familia.

Trago en seco al ver como su mirada gris se torna fría, sin sentimientos.

—Jane, por favor...

—Dije que no —replica, y aprieta el mentón—. Se atrevió a tocar a mi familia. A ustedes nadie los toca, y el que se atreva no saldrá ileso. Un McHall siempre cumple sus promesas.

Una semana ha pasado desde el incendio en la mansión. Jane se va de la casa de la condesa antes de salir el sol y regresa bien entrada en la noche. Su humor no es el mejor de todos y cada día que pasa es mucho peor ya que no hay rastro de la pupila. Lo único que la tranquiliza es ver a nuestras hijas, pero en su mirada se nota lo mucho que le desestabilizó esta situación.

—No te vayas —ruego, agarrándola por la cintura cuando intenta levantarse y la atraigo a mi pecho.

—Debo ir, Edward.

—Solo has dormido tres horas.

—Me tomó un poco más de tiempo dormir a Isabelle. Nuestra pequeña resopla igual que el padre cuando me alejo. —Ambos reímos por lo bajo—. ¿Cómo está tu hombro?

—Aún adolorido. La sutura del doctor es bastante buena, pero creo que dejará marca. —Se gira hacia mí y me abraza—. Temí mucho perderte esa noche. Por favor, regresa a casa. Podemos ir a la fortaleza. Los Cola Roja podrán acampar alrededor y verificar cada entrada y salida oficial o por el bosque.

—Lo pensé, pero creí que no te gustaba la fortaleza.

—Lo que quiero es a mi mujer sana y salva conmigo, disfrutando de nuestras hijas.

—Mientras la pupila esté viva, no podremos disfrutar plenamente, Edward.

—Jane...

—Está bien. Si en una semana no la encuentro, nos mudamos a la fortaleza.

Acaricio su nariz con la mía mientras tomo su muslo y lo coloco sobre mí para atraerla más

—Debo partir —musita con voz seductora, cerca de mis labios mientras sube su mano por mi pecho desnudo.

Jane deja escapar un jadeo cuando mi mano pasa del muslo a bajarla con lentitud por su pecho hasta donde se unen nuestros cuerpos. Gime cuando desciendo un poco más y jugueteo con sus pliegues. Besa mi mandíbula con lentitud mientras se pega mucho más y comienza a mover sus caderas, pidiendo más. La pongo a horcajadas sobre mí, y ella sonríe con malicia.

—Pensé que no debías usar mucho el brazo izquierdo —susurra, inclinándose hasta casi chocar con mis labios, pero me da un corto beso.

—Nada en este mundo podrá evitar que le haga el amor a mi mujer.


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