Capítulo 57 «Sin importar las consecuencias»
Edward
Tomo una larga bocanada antes de salir del carruaje. Estiro las solapas de mi chaqueta oscura y remuevo la corbata con nerviosismo. Han pasado varias semanas desde la intervención en la boda. Aun con el aire frío del exterior, seco el sudor de mis manos en los pantalones. Espero que todo salga bien hoy
—Espero que esto funcione —murmuro para mí, intentando darme ánimo.
Subo las escaleras con confianza, pero esta se quiebra en el momento que un mozo detiene mis pasos para entrar.
—Buenas noches, señor. ¿Puedo ver su invitación?
Frunzo el ceño. No sabía nada de esto. Debí preverlo.
—La dejé en casa por equivocación.
—Lo siento mucho, pero sin invitación no puedo dejarle entrar —recalca, cuadrando sus hombros.
—Pero es que la dejé en casa. No puedo ir hasta el otro lado de la ciudad por una invitación —insisto.
—Le pido mil disculpas, pero las reglas en este tipo de fiesta son muy estrictas para los duques McHall. Si desea, dígame su nombre y título noble. De esa forma puedo ir a preguntarles.
«Ellos no pueden enterarse que estoy aquí. Se lo dirían a la institutriz y todo habrá sido en vano porque ella no quiere verme. Mi entrada será negada al instante que escuche mi nombre», analizo con dolor.
Muevo la punta de mi zapato con celeridad intentando buscar una solución.
—No se preocupe —musito—. Regreso en un instante con la invitación.
—Tenga una grata noche, señor.
Luego de un leve asentimiento, bajo las escaleras y me adentro en la oscuridad sin que los guardias alrededor de la mansión lo noten.
—De aquí no me muevo hasta que hable con ella —musito al silencio.
Comienzo a dar vueltas alrededor, rogándole al cielo una idea. A mis pies aterriza un poco de agua lanzado por una ventana y gruño por lo bajo al ver mis piernas completamente empapadas hasta la rodilla, pero fuera de ese mal momento, una idea, una muy alocada, cruza mi mente.
Ayudado por el ruido de los carruajes en la calle de al lado, arrastro varios contenedores de basura hasta el muro que rodea la casa de los McHall, colocándolos de forma tal que pueda escalar el muro. Debo aguantar las arcadas que quieren subir por mi garganta por el olor que proviene de ellos. El dolor punzante en el hombro me recuerda la herida de bala a cuidar. Una vez logrado mi objetivo, sonrío con una mueca de asco. Uno de ellos se me resbaló y terminé con olor a cerveza en la chaqueta
—Esto no es ningún impedimento con tal que me escuche de una vez. Nada puede ser peor que oler a cantina. ¿Verdad?
El último de los contenedores que logro subir con esfuerzo solo me deja llegar al borde del muro con un leve impulso de las manos. A esta altura puedo romperme el cuello con un pequeño desliz.
—Vamos, Edward. Esto te pasa por actuar sin pensar. Empezando por Rose y terminando en la boda haciendo el ridículo —me recrimino a mí mismo—. Sin importar las consecuencias, debes hacer esto por Jane.
Agarro el muro lo mejor que puedo y me impulso. Caigo al otro lado y escucho el retumbar de los contenedores, pero es opacado por la música que proviene de la fiesta en la mansión y el traqueteo en la calle. Para mi mala suerte, algo punzante atraviesa mis pantalones hasta llegar a mi piel y mi trasero. Muerdo mi lengua cuando las palmas de mis manos son heridas y el latigazo en mi hombro. He caído encima de un rosal seco por el otoño.
Con gemidos de dolor, llego al césped y camino de puntillas por el fuerte malestar que me recorre. Parezco una marioneta de madera siendo movida por hilos invisibles a medida que avanzo. Pero me resulta gracioso por el recuerdo que llega a mi mente ese día que intenté alcanzar el libro de la institutriz y terminé cayendo del alfeizar.
—Esta mujer, hasta con desastres irracionales me hace reír.
Me acerco a la casa y detengo mis pasos cuando escucho un gruñido a mis espaldas. Con mucha lentitud, me giro y trago en seco cuando veo a tres rottweilers en forma de ataque, gruñéndome con las fauces abiertas.
—¿Es en serio? —murmuro, y abro los ojos cuando uno de ellos ladra—. Esto es malo. Ven, perrito, perrito bonito. —Los otros dos ladran también y doy un salto en mi lugar—. Sólo me queda algo por hacer.
Correr es la única opción que veo posible, pero el dolor que tengo desde mis caderas hacia abajo no me hace el trabajo fácil. Zigzagueo con mucho cuidado. Resbalo por culpa de mis zapatos y uno de los perros rasga la parte baja de mis pantalones. Recorrer todo el jardín con aquellas tres bestias detrás de mis talones parece de novela. ¡Esto tiene que ser una broma de muy mal gusto!
Debo arquearme hacia adelante y tragarme la exclamación de alarma cuando veo que uno de ellos salta intentando morderme, pero alcanza mis pantalones y el aire recorre mis piernas al instante, dándome a entender que mi trasero está completamente al aire. ¿Es que esto puede ser peor?
Mi pecho sube y baja a la misma velocidad agitada que mi corazón. Mis adoloridas piernas por el anterior altercado con las espinas ahora comienzan a quemarme. A lo lejos escucho el sonido de alguien acercándose. Por el sonido metálico deben ser guardias.
Miro a todos lados y corro con más rapidez cuando vislumbro una puerta, pero todo se va al traste cuando remuevo el picaporte y noto que está cerrada. Me apoyo en ella de espalda y gimo por lo bajo cuando aquellos animales comienzan a caminar hacia mí en tono amenazador. El sudor recorre mi espalda y frente, y trago en seco cuando abren sus fauces hacia mí una vez más. Mi cuerpo se desploma cuando la puerta es abierta y mi trasero golpea el suelo de madera. Una chica aleja a los animales y me deja entrar.
Sacudo mis pantalones por el polvo y aprieto los labios al ver que estoy en la cocina de la mansión rodeado de mujeres que intentan socavar su carcajada. Una de ellas me mira de arriba abajo con cierto descaro y cubro mi trasero con las manos como mejor puedo. Todas ellas, al ver mi reacción, comienzan a reír a carcajadas.
—La puerta es por ahí, señor —anuncia la joven que me había salvado y camino hacia el lugar indicado con la espalda a la pared.
Antes de salir, una de ellas me entrega una bandeja rectangular y el rubor cubre mi rostro. Llegué a la puerta de este lugar trajeado y perfumado. ¿Ahora? Ahora debo usar algo para cubrir mi trasero y no ser el hazmerreír de este lugar.
—Muchas gracias por salvarme y por... esto —añado, levantando la bandeja de plata y salgo de ahí a un desolado pasillo—. Vamos, Edward, tú te lo buscaste, así que sigue adelante.
Al llegar al final del oscuro pasillo, el cuerpo ya no me duele y camino con más soltura. Los gemidos de una chica llega a mis oídos, y por sus protestas, creo que está en problemas. La indecisión me golpea. ¿Sigo adelante sin que nadie me vea o la ayudo con la probabilidad de ser expuesto? A mi mente llega Jane indefensa cuando fue raptada, así que sigo la voz a medida que se hace perceptibles hasta llegar a una habitación oscura con la puerta entreabierta
Un hombre me da la espalda y noto como el vestido de la joven se remueve, pero sus quejidos son opacados como si tuviera la boca cubierta. La tiene contra la pared sin posibilidad de escape, agarrando las manos de la chica por las muñecas en lo alto. Al estar tan alejado, debe pensar que nadie va a escucharlo. Su otra mano libre va subiendo el vestido de la joven y ella se remueve con violencia.
La cabeza del tipo se inclina levemente y logro visualizar a la joven. Una tela cubre su boca y sus ojos están bañados en lágrimas.
—Cállate, o será peor para ti —reclama él con rudeza.
La mano que tenía bajo su vestido ahora va a su espalda. Noto como la parte alta del vestido de la joven se afloja y cae hacia adelante mostrando su corsé.
Sus ojos chocan con los míos y le pido silencio mientras me adentro en la habitación con sigilo. La joven ahoga sus sollozos, pero no deja de removerse.
—Síguete moviendo, y mis deseos irán en aumento cuando te penetr... —Sus palabras son cortadas cuando golpeo su cabeza con la bandeja y deja a la joven libre—. ¿Pero qué...? —Intenta girarse, pero le pego una vez más por el lateral de la cabeza y cae al suelo.
—¿Estás bien? —pregunto a la muchacha y esta asiente. Frunzo el ceño cuando observo su rostro al quitarse la mordaza de la boca.
—Muchas gracias por salvarme, Duque Kellington —agradece con voz grave y abro mis ojos al reconocerla—. Yo lo ayudé hace una vez y ahora me devolvió el favor —añade arreglando su vestido—. Estamos a mano.
—Usted fue la joven que apartó a los guardias para que pudiera entrar a la boda de Jane.
—Un gusto en conocerle.
—El placer es todo mío. Ahora debo retirarme. —Asiento con mi cabeza y camino a la puerta, pero su carraspeo me detiene.
—¿Piensa salir a la fiesta oliendo como borracho de cantina y los pantalones rotos? No creo que el baile de máscaras por el cumpleaños de la duquesa Jena McHall tenga esa estética.
Trago en seco y siento como el calor sube a mi rostro una vez más.
«Tierra trágame y escúpeme en mi habitación», pienso por lo bajo.
—Lord Wrigth tiene la misma altura que usted. Imagino que pueda pasar desapercibido con un nuevo traje y máscara. Jena no lo notará.
—¿Cómo sabe que vine por ella?
—No se burle de mi inteligencia, Edward, eso no está bien. Interrumpió la boda y ahora entra a su fiesta de cumpleaños como un ladrón y sin invitación.
—Yo sí tengo invitación. —Enarca una ceja hacia mí cruzando los brazos en el pecho y resoplo—. No tengo invitación.
—No hable más y cámbiese con la ropa de este desgraciado. Si antes quería abusar de mí, ahora tendrá que salir de aquí como Dios lo trajo al mundo. Llorando, desnudo y esperemos que con un ápice de vergüenza.
—Señorita, no puedo hacer eso.
—O lo hace usted o lo hago yo. Decida, que no tengo mucho tiempo.
«Dios mío, es tan cabezota como la institutriz. Si fueran amigas se llevarían de maravilla»
—Muy bien. Como usted desee.
Una vez cambiado, me siento mejor. Ella finaliza el nudo de la corbata carmesí y da dos pequeños golpes en mi pecho.
—Se lo agradezco mucho —murmuro por lo bajo.
La joven asiente y termina por colocar la máscara roja en mi rostro que hace juego con el pañuelo en mi bolsillo. Me acerco a la puerta, pero antes de salir me giro hacia ella.
—Disculpe. ¿Cuál es su nombre?
—No pierda tiempo. Ya es casi la hora de comenzar el baile principal. Buena suerte. Va a necesitarla, Edward.
Asiento levemente y salgo pasillo. Lo recorro lo más rápido que puedo siguiendo el sonido de la música. Al llegar a la puerta, extiendo mi mano, pero no llego al picaporte.
—Tranquilo, Edward. Tienes una máscara. Ella no podrá reconocerte.
La incertidumbre me ataca. ¿Debería entrar? ¿No lo he intentado lo suficiente? A lo mejor ella solo quiere hacerme rogar por su perdón. ¿Me estuvo evitando todo este tiempo por mero orgullo? Pensamientos como este navegan en mi mente llenándome de dudas, pero sacudo mi cabeza.
El culpable que ella se alejara fui yo. Toda la culpa de su dolor y herirla de mil formas con palabras recae solo sobre mis hombros. Nada de lo que haga será suficiente para compensar todo aquello que ella dejó atrás y abandonó por tal de complacerme. Sus últimas palabras retumban en mi cabeza: "Ojalá ella sea mejor Alexia de lo que yo intenté ser".
La culpa me corroe por dentro. Con tal de quedarse a mi lado, decidió cambiar sus gustos y forma de ser por el hecho que yo seguía insistiendo en mantener a la antigua duquesa viva, aunque solo fuera a través de la institutriz.
¿Qué hice, Dios mío? ¿Cómo pude ser tan egoísta? Lo peor del caso es que ella lo aceptó sin protestar. ¿Me amaba tanto como para reprimir su lengua e instintos y ser perfecta para mí?
Recuesto mi espalda a la pared y respiro con profundidad. El nudo en mi garganta comienza a ahogarme y las lágrimas pugnan por salir, pero no puedo dejarlas. Alexia debe estar revolviéndose en su tumba por cada una de mis fallas, pero mis labios se curvan en una sonrisa amarga cuando recuerdo que Jane me dijo una vez: "Nuestras imperfecciones son las que nos hacen especiales".
Ella lo intentó. Limó sus asperezas intentando estar a mi altura, cuando en verdad, yo era el que no le llegaba ni a los talones. Muevo mis hombros para alejar la tensión en ellos y lleno mi pecho de aire.
—Sin importar las consecuencias —repito el mantra y me adentro en la alegre habitación donde muchos bailan al ritmo de la melodía mientras el resto habla de forma animosa.
Pero todo desaparece cuando la veo a ella en lo alto de la escalera hablando con los duques. La copa que había agarrado hace unos segundos cuando intentaba mezclarme entre la multitud casi se me escurre de las manos y debo agarrarla con fuerza, pero no lo suficiente como para romperla.
El vestido rojo burdeos le queda fantástico. El contraste con su piel pálida y cabello oscuro me deja obnubilado y trago en seco cuando se gira hacia todos los invitados. Un maquillaje sencillo no es capaz de disminuir la belleza y sensualidad que irradia cuando sonríe con amplitud.
Baja del brazo de su padre mientras Kate desciende los escalones de mármol blanco detrás de ellos. El vestido en corte de corazón está cubierto de pequeños cristales que brillan con la mínima luz que se refleje en ellos. Su cabello oscuro está peinado de forma tal que una larga trenza semi suelta cae sobre su hombro y aprieto los labios al ver la delicada joya que lleva en su cuello.
Los tres comienzan a saludar a los invitados y yo debo darles la espalda. Dejo la copa en un lugar seguro, cierro las manos en puños y tomo una larga bocanada de aire para recuperar fuerzas.
—¿Necesita ayuda? —murmuran a mi lado y tenso mis hombros—. Si sigue haciendo esto, ella se va a alejar y el baile va a comenzar.
—No puedo hacerlo.
—¿Por qué no? —insiste, en voz baja, la chica que salvé hace unos instantes.
—No puedo arruinarle de nuevo la vida, milady. Está feliz cerca de sus padres. Yo solo voy a estorbarla y no quiero hacerla llorar de nuevo. No lo soportaría.
—Edward, escúchame. Ella sonríe a todos, ¿pero en verdad has visto esa sonrisa? Mírala —ordena, y por encima de mi hombro, busco a la institutriz entre los invitados—. Ella sonríe, pero ¿qué hay de sus ojos? Su brillo está opacado.
—Es mi culpa.
—¿Quieres recuperarla? —insiste, apretando mi brazo con suavidad, y asiento.
—Tengo miedo —declaro finalmente.
—Cuando se trata de amor, la aurora a su alrededor va a estar llena de miedo e incertidumbres, duque. No puede evitarse, porque nadie dijo que el amor era un camino recto y con almohadones de plumas. Todo lo contrario. Van a encontrarse muchos hoyos, árboles caídos, tropezarán, deberán escalar montañas, e incluso luchar con la bestia dentro de ustedes y contra la pareja porque son dos personas diferentes. Pero lo más hermoso de todo eso, es saber que al final del camino, ustedes lo hicieron juntos. Darse por vencido no es una opción cuando la persona a tu lado te impulsa hacia arriba y para adelante.
—¿Qué pasa si la pierdo? Lo arruiné todo —me giro hacia ella y veo que tiene una máscara nueva.
—Si no haces nada, la pierdes para siempre. Es mejor luchar y perder sabiendo que lo intentaste, antes que no presentar batalla y quedarte con la incertidumbre de un posible quizás. Ahora te toca dar el paso, y lograr que te escuche. Sé que tus acciones y tus palabras la orillaron a esto, pero... —Deja sus palabras en el aire y cierra los labios como si se retractara de lo que iba a decir—. Síguelo intentando hasta el cansancio. A ella de nada le sirven las palabras si no ve acciones sinceras de por medio. Lo único que deseo es su felicidad, y en estos momentos, ella no lo es. Ahora, ve.
—Yo...
—Muy bien —me interrumpe y agarra mi brazo. La decisión en su mirada comienza a asustarme. Mis ojos se abren al ver las intenciones de ella—. Tú te lo buscaste. Hora de bailar.
«Padre y Dios eterno, ayúdame», suplico en mi fuero interno mientras la joven me acerca a rastras al centro de la estancia con el resto de los bailarines. La institutriz va a bailar también. La chica frente a mí sonríe y yo hago lo mismo. La diferencia radica en que la de ella es de casi burla y la mía de miedo.
La pieza comienza y mis temores también. Cuando me toca bailar con ella, la atraigo hacia mí por la cintura y agarro su mano para darle una pequeña vuelta. Sus ojos grises se abren. Me ha reconocido.
—Hola, Jane —digo con voz grave y la dejo ir con la siguiente pareja.
Ella me sigue con la mirada cada vez que cambia de pareja.
—¿Qué le dijiste? —pregunta la joven—. Se le va a romper el cuello con tal de ver dónde estás.
—Solo le dije hola —contesto, y luego de darle una vuelta, volvemos a cambiar de pareja.
Al bailar nuevamente juntos, noto como la institutriz tiene el ceño fruncido y los labios apretados en una línea fina.
—¿Qué hace aquí, Su Excelencia? —contesta con voz cortante.
—Vine por ti.
Nos separamos una vez más y saltamos hasta el final de la fila para atravesar el túnel de brazos.
—Está perdiendo su tiempo —insiste cuando nos volvemos a unir y bailamos juntos alrededor de las otras parejas.
—Si es a tu lado, no me interesa perderlo.
—¿A qué está jugando?
—Quiero que vuelvas —contesto con decisión.
—¿Disculpe?
Nos volvemos a separar y bailo de nuevo con la joven.
—La está haciendo enojar.
—¿Usted cómo lo sabe? —inquiero confundido.
—Años de amistad con esa terca mujer me sirvieron de algo. ¿Qué está esperando?
—Yo... —Nos volvemos a separar y bailo de nuevo con la institutriz—. No quiero, que regreses, Jane, necesito que lo hagas.
—Déjeme adivinar. No puede vivir sin mí.
—Si voy a ser sincero, pues no. No puedo vivir sin tu terquedad. Siento que me asfixio sabiendo que estás lejos y no podré sentir la calidez de tu abrazo. Mi alma se comprime cada vez que llueve porque creo que son tus lágrimas llorando por un imbécil como yo que no se lo merece.
—¿Por qué me haces esto? —inquiere con voz rota.
Dejamos de bailar y todo a mi alrededor se desvanece. Solo somos ella y yo. Tomo su rostro entre mis manos y acaricio sus mejillas con los pulgares. Gracias a Dios las máscaras no son impedimento para colocar mi frente con la suya. Cierro mis ojos y sigo hablando todo aquello que tengo dentro.
—Extraño tu rebeldía y las locuras que a veces me volvían loco. Eres una maldita cabezota, pero es una de las cosas que más amo de ti. Extraño la malicia en tus ojos grises y ese brillo embaucador que me convencía de leer un libro hasta bien entrada la madrugada. Escucha mi corazón, Jane. Solo late acelerado cuando escucha tu sonrisa o sabe que estás cerca. Quiero hacerte feliz pero solo consigo traerte dolor y eso me molesta como no te imaginas. Soy tonto, lo reconozco.
—Edward... —murmura mi nombre casi de forma imperceptible.
Abro mis ojos y me alejo un poco, pero estamos tan cerca que nuestras narices pueden tocarse con la punta.
—Lo siento mucho, Jane. Fui un tonto por no escucharte cuando me lo pediste. Debí leer en tus ojos que algo andaba mal contigo. Saber que fuiste hasta allá bajo el efecto de una fuerte droga con tal de darme un poco de paz y decirme la verdad solo me reafirma lo afortunado que era tenerte a mi lado y lo idiota que fui al no escucharte. Regresa conmigo, por favor. La tormenta que vino a mi vida tiene tu nombre, y fue imposible evitarla. Quería que te alejaras, pero nunca imaginé que disfrutaría tanto el desastre que hiciste en las paredes frías y desoladas de mi corazón.
Mis manos son alejadas de ella con violencia y mis brazos sacudidos. Son los guardias. Mi neblina se esfuma y veo que todos nos observan consternados. El hombre que había golpeado hace poco y robado su ropa, ahora me señala y me acusa de lo que hice, pero ya nada tiene sentido. Solo me importa ella.
—¡Te amo, institutriz! —espeto mientras soy sacado de allí arrastrando mis talones—. No quiero a una Alexia. ¡Te necesito a ti! —exclamo y me dejan fuera de la mansión soltándome con brusquedad cerca de la escalera.
—Es una lástima que no regresara con esa invitación, señor —habla el mozo de la puerta—. Se hubiera ahorrado tal humillación social.
—En estos momentos —Me levanto y sacudo el polvo de mis pantalones—, la humillación no me interesa. El corazón de esa mujer es lo más imprescindible, y creo que lo acabo de arruinar por completo. Tengan una buena noche, caballero.
—Buenas noches, señor.
Doy un leve asentimiento y bajo las escaleras con cierta torpeza. Mientras camino, intento pensar en algo más que pueda hacer, pero es que ya mi mente está vacía. Lo intenté todo. Mis hombros caen decaídos y doy una larga bocanada. Cuando creo que todo está perdido, lo recuerdo y una sonrisa adorna mis labios.
—Me acerqué a ella sin que lo supiera desde hace más de un mes y fui humillado de forma pública. —Elevo mis ojos hacia el estrellado cielo y suspiro—. Solo me queda una oportunidad más. Espero que ella la acepte. Si con esta última idea no consigo su perdón, voy a dar la batalla por perdida.
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