Capítulo 40 «Lazos rotos»
Edward
—¿Dónde está Jane? —pregunto al entrar en las caballerizas.
—El padre Charles la mandó a buscar —contesta Arthur, sin dejar de cepillar la crin de Zafiro—. Edward, ¿todo está bien? Desde hace algunos días noto que entre tú y ella ha habido ciertos desacuerdos. James me dijo que llegaste y ni siquiera le contestaste.
Recuesto mi cuerpo a la puerta del establo y cruzo los brazos en el pecho.
—¿Qué pasó ahora? —inquiere cuando se coloca a mi lado, pero en el área de la yegua.
—Es que... siento que me oculta algo, Arthur. Es más, me ocultaba algo.
—¿Le hablaste sobre esa incomodidad? —Niego con la cabeza—. Edward, las mujeres pueden leer el estado de una persona por la forma de hablar, e incluso comportarse, pero no son adivinas y mucho menos pueden leer la mente.
—Pero con Alexia no tenía ni que decir una palabra.
—Dime que no le dijiste eso. —Mi silencio fue su respuesta y niega con la cabeza—. Jamás, escúchame bien, jamás compares a la mujer que está contigo en estos momentos con otra.
—Pero Alexia....
—¡Ya déjala ir! —espeta, sorprendiéndome—. Entiéndelo. Es alegre, divertida y directa, así como la antigua duquesa, pero son dos mujeres completamente distintas que miran la vida de forma diferente, aunque no lo parezca. Comparando a Jane con tu antigua esposa lo único que haces es denigrarla y herir su autoestima como mujer porque cree que no será lo suficientemente buena para ti, o incluso para Lexie.
Desvío la mirada hacia el fondo de las caballerizas.
—No es verdad.
—Contrastarla con Alexia le demuestras lo contrario, querido —intercede una tercera voz al acercarse.
—¿Escuchaste todo? —pregunto, y bajo la cabeza ante la mirada inquisitiva de Chloe.
—Muchacho, Alexia ya no está. Si en verdad quieres un futuro con la alocada de la institutriz, no puedes seguir anclado a un pasado que no volverá. —Eleva mi mentón con el dedo índice y suspiro. Sus ojos me miran con ternura y una media sonrisa se posa sobre sus labios—. Cuando regrese, deben hablar.
—Edward, te buscan en la entrada —interviene Tom.
—¿Quién? —preguntamos los tres al unísono.
El mayordomo eleva el mentón, abanica su rostro, une sus labios en el centro de forma graciosa y pestañea con rapidez. Todos reímos a carcajadas al reconocer inmediatamente los gestos de la condesa Victoria.
—Puedes hacerlas pasar a la sala de estar, Tom.
—¿Hacerlas? La condesa vino sola.
—Gracias, Dios mío —murmuramos los tres con alivio.
Al entrar en la sala de estar, encuentro a la condesa mirando fijamente el cuadro que Jane hizo para Lexie el año pasado. Tiene su cabeza inclinada levemente a la derecha, y al acercarme, noto que tiene sus brazos cruzados en el pecho.
—Buenas tardes. —Beso el reverso de su mano con cortesía—. No la esperaba hoy.
—Lo sé, querido. Esto fue de última instancia —explica, mientras hace una leve reverencia—. Ambos se ven magníficos en ese cuadro.
—Fue un regalo por el cumpleaños de Lexie.
—¿Amas a tu institutriz? —suelta de repente y nuestras miradas coinciden.
A mi mente llega la conversación que tuve en el establo. Sonrío al pensar lo feliz que es mi hija cuando Jane está alrededor. ¿A quién miento? Si ella no hace alguna locura, me sentiría extraño. Tenerla cerca me hace sentir bien. Como si fuera... mi lugar seguro.
—Lo que siento por ella, queda más allá de lo que llamaríamos amor, condesa —digo finalmente—. Últimamente le he hecho daño, y no sé cómo remediarlo.
—Sé que la institutriz y tú han tenido sus desavenencias, pero en el camino del amor, siempre existirán problemas. En ese momento de dificultad solo tienes dos opciones. O te dejas tragar por las complicaciones que vienen en el camino o los solucionas junto a ella, agarrados de la mano.
Arquea sus labios en una sonrisa que parece sincera. Sus palabras me toman por sorpresa, pero traen tanta verdad que me hacen pensar todo aquello que he dicho y hecho a la institutriz en los últimos días. Una idea cruza mi mente cuando veo a Tom, Arthur y Chloe pasar por la puerta.
—¿Puede esperar un momento? —Asiente con lentitud. Salgo al pasillo y troto hasta ellos—. Necesito un favor.
—Claro, querido, lo que necesites —contesta la cocinera, sonriendo.
Arthur se encarga de traer la escalera y Tom algunas herramientas.
—¿Todo bien? —pregunta la condesa.
—Intentando demostrar que le quiero —contesto con una sonrisa en los labios.
Chloe se encarga de bajar las cortinas favoritas de Alexia para colocar las de color carmín que Jane eligió hace unos días atrás. Arthur y Tom toman algunos de los ornamentos escogidos por la antigua duquesa y los guardan en cofres para dejar en su lugar aquel reloj horrible.
Como último toque, con un suspiro de satisfacción, quito el cuadro con la figura de Alexia.
—¿Estás seguro de esto, Edward? —inquiere Tom cuando se lo entrego y comienzan a limpiarlo.
—Más seguro que nunca —respondo y los tres se retiran de la habitación.
—Tomaste la decisión correcta. Necesito que me acompañes. —La condesa toma mis manos y las palmea con las suyas avejentadas.
—¿Por qué no fue con Lady Rose? ¿Aún sigue fuera de la ciudad?
—Llega hoy en la noche de su viaje —explica con lentitud—. Su cumpleaños se está acercando y ya me llegó el aviso que estaba listo el regalo. Quiero tenerlo en casa antes que ella llegue.
—Será un placer acompañarle.
Una hora y media después nos adentramos en la ciudad. No intercambiamos palabras en todo el viaje hasta que el carruaje se detiene. Le ayudo a bajarse y entra a la tienda de la señora Darcy, famosa por sus vestidos de alta calidad.
Por un momento, me imaginé a Jane en un hermoso vestido de novia. Muchas flores pequeñas en el pecho que desciendan en cascada por el lado izquierdo hasta la falda larga cubierta con las mismas flores y perlas en el centro. Si sus hombros estuvieran desnudos, sería magnífico, así se nota más su piel tersa y mentón altanero.
Su cabello puede estar recogido en un elaborado peinado, pero conociéndole bien, querrá una corona de flores y el cabello suelto. ¿Y para qué miento? A mí me encantaría que su pelo castaño oscuro ondeara. El ramo puede ser grande de hermosas rosas rojas. Aunque me parece que sus favoritas son los príncipes negros que crecen en el jardín de casa.
El sonido de la campanilla me golpea con la realidad. ¿Qué hago pensando en un vestido de novia? Aunque en mi imaginación, se vería fantástica.
—Todo listo. ¿Quieres verlo? —Asiento, al ver alegría de la condesa.
Deja la caja en el carruaje y saca un pequeño sombrero.
—¿Te gusta? —pregunta, mientras lo atrae hacia a mí.
Mis labios se curvan en la sonrisa más forzada de mi vida. ¡Qué sombrero más horroroso! Es pequeño, casi de la palma de mi mano. Muchas plumas de varios colores sobresalen de forma exagerada sin ninguna combinación con el azul marino de la propia pieza. Esto podría provocarle un desmayo a cualquier. Posiblemente, Jane y su madre se estarían riendo de esto durante semanas.
—Rose tiene estilo un poco extravagante, así que espero haber acertado con este. —Coloca el sombrero en su cabeza, pero mis ojos se desvían a la figura en el edificio detrás de la condesa.
«¿Jane?», pienso extrañado.
Arthur me había dicho que ella estaba con el padre Charles. La condesa sigue la trayectoria de mi rostro y baja con lentitud el sombrero. Doy dos pasos, pero me retracto cuando veo la persona detrás de ella.
—No —murmuro—. No puede ser cierto.
La realidad me golpea con más fuerza al ver que ambos se besan y ella no hace nada para apartarlo. Mi alma se hace jirones cuando noto que la capa de ella cae y se separan. Jane se arquea levemente hacia atrás mientras el Regente besa su hombro y baja su manga. Rencor, rabia, frustración e impotencia son las primeras sensaciones que me golpean con fuerza porque es justamente con la persona que más odio. Y según ella, el Regente tampoco era de su agrado. ¿El peor de esos sentimientos que llegó como tormenta desequilibrando todo? La traición.
Viniendo de la persona que amas, el haber sido traicionado de una forma tan vil y cruel puede desequilibrar hasta al ser más fuerte o noble. Todo lo que me imaginé hace unos minutos ha desaparecido de un plumazo dejando rastros de dolor y un vacío dentro de mí. Cada una de las ilusiones se han quebrado como frágil cristal.
—No puede... —Abro y cierro las manos con rapidez, intentando canalizar las emociones que fluctúan dentro de mí—. No puede ser cierto.
—Lo siento mucho, Edward —murmura la condesa cerca de mí y respiro con fuerza.
Mi vista comienza a nublarse cuando ambos se separan de la ventana y veo como el regente se quita la camisa unos minutos después. Miles de navajas atraviesan mi pecho. El nudo en mi garganta aumenta con rapidez mientras la opresión en mi pecho hace su jugada. En mis oídos escucho los latidos de mi corazón disminuyendo su velocidad.
—Vamos a casa. —La condesa debe agarrarme con fuerza, porque casi llego al suelo al trastabillar.
El silencio cae sobre nosotros, pero esta vez con la angustia de compañera. Coloco mi mano en la boca para hacer presión, intentando contener las lágrimas que quieren salir. El carruaje se detiene y salgo para tomar un poco de aire. La intranquilidad que tengo me está ahogando.
—Mejor entremos y te relajas —insisten en tono casi maternal—. Después puedes regresar a tu casa cuando estés calmado.
Me duele el pecho con cada escalón que doy. El alma se me despedaza cuando los recuerdos de esos besos golpean mi mente. Besos que creí solo míos.
—¿Todo bien? ¿Qué le pasa? —inquiere Rose cuando me ve llegar, completamente destrozado y confundido.
—Ahora no, por favor. Después hablamos —contesta la condesa con voz cortante y me dejo caer en el sillón—. ¿Necesitas algo?
—Déjenme solo —murmuro con voz quebrada.
—Edward...
—¡Dije que me dejen solo! —espeto lanzando a la pared un vaso de cristal que tengo a mi lado.
Victoria y su pupila se miran entre sí y se alejan al ver mi estado de cólera cuando vuelco la mesa de cedro y rasgo las cortinas. Rompo todo lo que está a mi alcance, pero no es suficiente. Por mi mente solo pasa una pregunta una y otra y otra vez. ¿Cómo pudo? Mi garganta escuece de los gritos que la han atravesado y terminado arrodillado llorando como un niño. ¿Por qué me traicionó? ¿En verdad me amaba?
Coloco las palmas de mis manos en el suelo intentando respirar, pero el aire no llega a mis pulmones. La opresión es demasiado grande para contenerla. Lloro por lo ciego que fui.
—Edward...
—¡No me toques! —espeto con voz quebrada y me siento en el suelo—. No me toques, por favor. Aléjate.
—¿Cómo se te ocurre que voy a dejarte solo en el estado en que estás? —insiste Rose, intentando sonar con voz pasible—. Levántate del suelo.
Media hora después ya he bebido la mitad de la única botella de licor que encontré intacta.
—Edward, no deberías seguir bebiendo. No es...
—Condesa, —interrumpo, dejando a un lado un vaso con el borde levemente cortado y dejo caer mi cabeza en las manos—. Perdone este desastre. Se lo pagaré.
—Muchacho, nada en este mundo puede pagar el dolor que acabas de ver. ¿Necesitas algo más? —Se arrodilla delante de mí y palmea mi rodilla para darme aliento.
Niego con la cabeza sin levantarla.
—Solo —Tomo una bocanada de aire y añado con voz quebrada—, déjeme en paz.
—Como desees. Preparé la habitación de invitados para ti. Es muy tarde, y no creo conveniente que te vean llegar en esas condiciones.
—Gracias —susurro, y elevo la cabeza pasando las manos por mi cansado rostro.
Ella asiente, y antes de retirarse, besa mi cabeza. Lloro una vez más mientras tomo otro vaso de licor. Camino golpeando mis brazos contra las paredes con torpeza con el corazón en la mano. ¿De cuál corazón hablo, cuando dejé el mío frente a la casa del Regente?
Gruño bien bajo por culpa de los latigazos que golpean mi sien. Me remuevo en la cama y me acerco a algo cálido mientras lo rodeo con el brazo. Frunzo el ceño, confundido. No recuerdo que los almohadones fueran tan cálidos. Abro los ojos con lentitud intentando adaptarlos a la oscuridad.
«¿Dónde estoy?», me pregunto al mirar a mi alrededor, cuando me encuentro con dos iris grises al otro lado de la ventana. Deja caer su capa sobre los hombros y noto como aprieta el mentón. Abro mis ojos con asombro y miro hacia abajo.
«Oh, Dios mío. ¿Qué hice?», me reclamo al ver el cuerpo de Rose desnudo a mi lado.
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