Capítulo 33 «Inocente»
Jane
Dejo a Lexie en su habitación y paso las manos por la falda del vestido para alisarla un poco. El rostro de los Evans me causó cierta conmoción. Amelia me contó que siempre han sido una familia muy unida y arraigada a sus principios. Laurel, la hija mayor del vizconde, contrajo nupcias hace varios años. Siempre alegre y servicial. Leila, la nieta de los Evans, es más reservada. La he visto en las pocas fiestas que he asistido desde que llegué a Netherfield, y en todas ellas, siempre se ha mantenido callada.
Mis pensamientos son interrumpidos cuando llego al último escalón y camino hacia la sala de estar. Pego la oreja a la puerta, pero no escucho nada al otro lado. Trago en seco antes de dar dos toques a la puerta, y desde el interior escucho la voz de Edward invitándome a pasar.
El ambiente tenso me golpea con fuerza. Los vizcondes recaen su mirada en mí al igual que Edward, pero Leila mantiene su cabeza agachada y estruja sus dedos con nerviosismo.
—Puedes sentarte, jovencita —anuncia el vizconde con voz estruendosa y calmada, pero sus ojos indican todo lo contrario.
Me acomodo en el asiento al lado de Edward y frente a la chica.
—Oliver, necesito que me expliques —insiste el duque.
—Pensé mucho lo que comentaste en la tarde, Jane —explica el caballero, y asiento levemente—. Estuve conversando con algunos caballeros de la región y están de acuerdo en que Claire Pierce sea... ya saben. Están un poco reacios, pero si no quiere que sus empleados recorran otros pueblos y pierdan tiempo, accedieron a la solicitud del Duque.
—Es una excelente idea, Vizconde, pero no veo por qué tendría que decírmelo a mí. El duque de Netherfield está completamente cualificado para recibir estas noticias. Yo soy una simple institutriz.
—Ese es el problema, jovencita —interviene la Vizcondesa—. No eres una simple institutriz.
Edward y yo nos miramos son sorpresa.
—Que mis padres sean duques y amigos del rey, no significa que...
—Mi esposa no se refiere a eso, Jane.
—No entiendo nada —recalca Edward.
—Hace más de un año llegaste a Netherfield —relata Dorothea—. Y salvaste a los hijos de John Warner en el pueblo.
—Yo... —intento hablar, pero la vizcondesa levanta la mano y callo.
—Nuestra nieta te vio ese día —añade Oliver, y mis cejas se elevan hacia arriba—. Insistió en que quería ser como tú, y obviamente me negué. Una mujer que blande una espada es poco femenina a mi parecer y asustaría a los pretendientes. —Los sollozos de la joven llegan a mis oídos—. Sin embargo, te admira desde ese momento y siguió insistiendo.
—Mi esposo nos contó lo ocurrido a Amelia.
La chica rompe a llorar, desconsolada. Intento acercarme a ella y la abrazo. No entiendo nada de lo que está pasando. Ambos vizcondes toman una larga bocanada antes de él proseguir:
—Leila nos dijo que fue víctima de Josh y su padre.
—¡Cómo! —espetamos Edward y yo al unísono.
Paso la mano por la espalda de la joven intentando calmarla, pero ella no parar de llorar. La opresión en mi pecho aumenta con rapidez, así como la impotencia dentro de mí.
—Por esa razón, quería aprender a defenderse —comenta la señora con voz quebrada—. Que por eso evitaba bailar con los caballeros.
Oliver abraza a su esposa y ella también rompe a llorar. La mirada oscura del duque choca con la mía.
«No quiero ni imaginar si hay otras chicas en la ciudad que hayan pasado por el mismo terror», pienso, rechinando los dientes.
—¡Oh, Dios mío! —Edward se reclina a su asiento y yo tomo una larga bocanada.
—Pero... pero yo...
—¿Qué edad tenías? —indago, con temor.
—Dieci...diecisiete.
—Santo Dios —protesta Edward, enojado—. Hace tres años de eso.
—Eras solo una niña, Leila —insisto—. No podías haber hecho nada porque eras tú sola contra dos hombres. Debes entender que no tuviste la culpa.
Mis ojos recaen en los de Oliver. La culpa lo está golpeando con fuerza y los sollozos de dolor de su nieta le están matando lentamente.
—Yo debería haber notado algo —se culpa el vizconde y niego con la cabeza.
—No siempre ocurre así —añado, apretándola más hacia mí—. Hay quienes pueden sobrellevarlo e intentar seguir adelante. Sin embargo, hay otros que no pueden ni siquiera avanzar. Salir de la habitación o su propia casa puede parecerles un infierno por culpa del miedo que les acarrea. Las sensaciones de proximidad y temerle a tu propia sombra es solo el comienzo de algo mucho peor. Afrontarlo requiere de mucha fuera de voluntad, y tú, Leila, lo has hecho fantástico.
—¿De verdad? —inquiere aún entre lágrimas. Seco el rastro en sus mejillas y asiento.
—Yo pienso como Jane —intercede Dorothea, un poco más calmada—. Si tu abuelo nunca nos hubiera contado lo ocurrido con Amelia, jamás hubiéramos sabido lo ocurrido a ti, mi niña.
—Lo siento mucho, mi niña. Debería haberte prestado más atención.
—Abuelo, yo... yo...
—Eres valiente, Leila —intercede Edward esta vez, pero en sus ojos oscuros veo la batalla en su interior—. Intentaste seguir tu vida normal ocultando tu dolor al exterior. Pocos pueden hacer eso.
—Si me lo permite, Vizco...
—Por favor, llámame Oliver —interviene. Mis labios se curvan en una sonrisa sincera y asiento.
—Si me lo permite, Oliver, puedo enseñarle a su nieta cosas pequeñas para que se defienda en cualquier situación. Ni siquiera requerirá de un arma.
—¿Cómo el día que utilizaste un trozo de tela en tus manos? —inquiere la joven, y le observo sorprendida.
—Exactamente.
—Edward, estamos realmente preocupados. No sabemos si existen más chicas que atravesaron por algo similar.
—Yo me encargo de averiguar, Oliver —declaro, y ambos vizcondes fruncen el ceño hacia mí—. Soy nueva en la ciudad, pero tengo amistades. No se preocupen. Me encargaré personalmente de este asunto.
—Edward...
—Oliver, si la institutriz dice que puede hacerlo, creo en ella. Si fuera tú, lo dejaría en sus manos sin protestar.
Los tres visitantes se retiran y Edward cierra la puerta.
—Jane, ¿qué piensas hacer?
—Encargarme de borrar a los Barret de la faz del planeta.
—Que no dejen rastro alguno.
—Me sorprende tu apoyo en esto, Edward.
—No me gusta desearle el mal a nadie, pero los Barret no cooperan. —Besa mi mejilla—. No demores afuera.
—¿Cómo sabías que pensaba salir?
Baja la cabeza hasta mi altura y me da un casto beso en los labios.
—Conozco de lo que eres capaz. Y esos que están afuera en el bosque con una capa roja solo necesitan que digas la palabra y será hecho. —Sonrío de soslayo—. No te quedes mucho tiempo afuera por el sereno, ¿entendido? Buenas noches. —Nos fundimos en un lento y delicioso beso, antes que él se aparte y yo salga de la mansión en dirección al sauce de siempre.
El chasqueo de mis dedos rompe el silencio de la noche. Dos figuras emergen del bosque y se acercan con premura.
—¿Cuántos aulladoras tenemos dispersas?
—¿Te decidiste a utilizarlas?
—Elijah, sabes que no me gusta utilizar mujeres, pero en este caso es primordial.
—¿Qué deseas saber, Capitán? —inquiere Lazlo, quitándose la capucha de su cabeza al mismo tiempo que Elijah.
—Esta noche llegaron a nuestra puerta el Vizconde y la vizcondesa Evans.
—Vimos el carruaje de ellos. ¿Qué querían?
—Su nieta tuvo el mismo destino que Amelia por la misma persona—contesto y noto como Lazlo gruñe por lo bajo.
—¿Me estás hablando en serio?
—Eso no es lo peor, Elijah. Esa pobre niña solo tenía diecisiete años cuando Josh y su padre abusaron de ella.
—Malditos —murmuran los dos al unísono.
—Por eso necesito a las aulladoras. Deben acercarse con mucha sutileza y saber cuántas chicas fueron víctimas de los Barret en los últimos cinco años. Y aún así, siento que ese lapsus de tiempo no será suficiente. ¿Puedes ayudarme con eso, Lazlo?
—En dos días tendrás respuesta, Capitán. —El teniente se retira, dejándome a solas con Elijah.
—A ti te tengo una tarea especial. No salgas de la ciudad, pero envía a tus mejores hombres. Encuentren a esos desgraciados, tortúralos de la forma más cruel que se te ocurra y que la muerte sea muy lenta. Desaparézcanlos de este planeta sin dejar rastro ni para los gusanos.
—No se preocupe, Capitán. Me encargaré personalmente que nunca más le hagan daño a otra chica inocente en su vida. ¿Ya podemos volver a nuestra vieja rutina de cacería? —Una sonrisa se posa en mis labios—. Así será hecho.
—Muchas gracias.
—Por cierto. Víctor está preguntando por ti. —El alivio llega a mi cuerpo—. Despertó hoy en la mañana. Pero tengo muy malas noticias. No siente sus piernas. El doctor lo intentó todo.
Tomo una larga bocanada. El nudo en mi garganta crece al instante.
—Capitán, al menos sobrevivió. —Toma mi rostro entre sus manos—. Es lo importante. No puede hablar muy bien, pero quiere verte lo más pronto posible.
—Dile que iré a verlo en cuánto pueda. Ahora, tienes una misión. No me defraudes.
—¿Cuándo lo he hecho? —Sonríe con socarronería, me abraza y desaparece en la penumbra del bosque.
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