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Capítulo 32 «Cambios radicales»

Edward

Dejo escapar un suspiro de alivio cuando el veterinario nos da las buenas noticias.

—El potro va a sobrevivir, pero el cuidado debe ser minucioso. Al ser demasiado joven, pudo haber sido mucho peor. Gracias a Dios, Jane supo qué hacer.

—Lexie estará muy contenta con la noticia —añade la institutriz con emoción.

—Me lo puedo imaginar. Ese potro es tan fuerte como su madre y sus dueños —comenta el veterinario y me entrega una hoja—. Siguiendo estas instrucciones no debe existir ningún problema en su completa recuperación.

—Muchas gracias, Gave —insiste Jane.

—Nada que agradecer. Si ven algo fuera de lo normal, no demoren en avisarme.

Despedimos al veterinario y Arthur llega con varias cartas. Mis hombros caen al reconocer algunos de los sellos.

—¿Qué ocurre? —pregunta Jane, preocupada al ver mi gesto de agotamiento—. ¿Quejas de la ciudad otra vez?

Desde que Colin y su hijo Josh dejaron la ciudad, no he encontrado nadie que califique para esa labor. Los del pueblo llegan a mí con quejas a diario que deben moverse demasiado lejos para poder comprar panes y dulces. Pero la decisión está tomada. No pensaba dejar que personas como ellos siguieran rondando en los alrededores. ¿Quién sabe si le hicieron eso a otra chica y nunca se supo? O peor. Otra joven podría correr el riesgo de sufrir lo mismo que Amelia, y eso nunca me lo perdonaría.

El gesto de dolor de Jane desaparece todas mis preocupaciones. Arthur y yo nos acercamos a ella preocupados al verla tocar la parte baja de su vientre.

—¿Estás bien?

—Solo son dolores, amor. Vienen a las mujeres una vez al mes.

—Arthur, dile a Chloe que prepare paños tibios para Jane.

—Edward, no es necesario.

—¿Y aguantar tus rabietas y berrinches durante tres días? Ni hablar —rebato, y ella resopla. Arthur aprieta los labios al ver nuestra tonta escena—. ¿Cuándo comenzaron los dolores?

—Ayer en la tarde, pero... ¿Qué estás haciendo? —Patalea, cuando la elevo en mis brazos—. Edward, esto no es necesario. ¡Bájame!

—Arthur, has lo que digo. Lleven los paños calientes a la habitación de Jane.

Al dejarla en su cama con suavidad, me siento a su lado.

—No es necesario. Chloe puede hacerme un té de...

—El doctor ya estaba en eso desde la primera vez. Voy a la ciudad por unas píldoras que hizo para ti. —Ella parpadea perpleja—. Mi deber es cuidarte. Se lo prometí a Gregory.

—¿Entonces hiciste todo eso por una promesa y no porque me...? —Callo sus palabras con un corto beso—. ¡Edward!

—Sabes que te amo, Jane. No deben quedarte dudas.

Una vez que la cocinera sube con agua tibia y una taza de té humectante, beso el cabello de la institutriz y salgo para el pueblo. El doctor me recibe con los brazos abiertos y platicamos un poco. Me entrega el encargo para la institutriz y otras píldoras más. Frunzo el ceño confundido.

—Estas son para ti, muchacho —incita el doctor, entregándome un vaso con agua.

—Muchas gracias, pero no lo necesito.

—Tú no, pero el cuerpo sí. No has parado de mover a cabeza de un lado al otro y la tensión en tus hombros es notable hasta encima de tu chaqueta.

Sonrío de soslayo y presiona mi hombro con la mano. No pude evitar no hacer un gesto de dolor.

—Está bien —accedo finalmente, y unos minutos después me siento mejor—. No sé qué hacer. Esta situación está saliéndose de control. La pérdida de Colin y su hijo comienza a hacer estragos.

Me acerco a la ventana y recuesto mi hombro a ella. Desde la oficina de doctor, se ve gran parte de la ciudad.

—Tomaste la decisión correcta, Edward.

—Sé que es cierto, pero ¿cómo resuelvo esto? Ellos tienen razón.

—¿Por qué solo contratas a hombres? —Frunzo el ceño y él sonríe—. Sé que esto será complicado, pero al menos resolverá parte del problema. Si los lugareños piden pan, pues dáselos. Conozco a una mujer que hace uno casero fantástico. Su nombre es Claire Pierce.

—No estoy muy seguro.

—No lo sabrás si no lo intentas. Edward. —Presiona mi hombro con suavidad una vez más y dejo escapar un suspiro—. La presión proveniente de ellos comienza a afectarte.

—No van a aceptar que una mujer maneje el negocio.

—Pues creo que es tiempo de hacer cambios en la mentalidad, ¿no crees?

Relamo los labios pensando en lo bueno y lo malo de esta idea.

—Está bien. Pregúntale cuando puede comenzar. Lo que necesite, puede decírmelo sin temor alguno.

—Le diré a Clark.

—¿Para qué? —inquiero curioso.

—La ventana de la panadería ya fue rota una vez gracias a un ladrillo volador. ¿Qué te hace pensar que no lo harán muchos más cuando sepan sobre la nueva panadera de la ciudad?

—Clark va a tener mucho trabajo poniendo cristales —digo con cierta burla.

—Hasta que prueben lo que es un verdadero producto cargado de amor y gratitud. —Me entrega una caja blanca mediana. El fondo está un poco tibio—. Esto es para ustedes. Los hizo Claire. Son unos pastelillos recién horneados. Me los entregó unos minutos antes que llegaras. Pruébalos y dime que tal. Estoy seguro que la institutriz amará la idea. Sobre todo si se trata de una madre soltera intentado salir adelante por sus propios medios.

—Se lo haré llegar. Muchas gracias, doctor.

—El placer es mío.

Al regresar a la mansión, noto que la institutriz tiene mejor semblante y le cuento la idea. Su sonrisa se amplía al probar el regalo enviado.

—¡Oh, Dios mío! Es delicioso, Edward. ¿En verdad los hizo ella?

—Fue lo que dijo él. —Un gemido brota de mis labios cuando pruebo uno—. Vaya. El doctor tenía razón.

—Quién iba a saber que la viuda del herrero tenía estas habilidades —comenta, divertida, retirando el glaseado de la comisura de sus labios con la punta de la lengua—. La idea del doctor es fantástica. ¿Tú que crees?

—Es arriesgado, pero creo que puede funcionar.

Unos toques en la puerta interrumpen nuestra conversación. Tom se adentra en la estancia y su cara augura algo malo.

—El Vizconde Evans quiere hablar contigo.

Jane resopla por lo bajo. Oliver Evans es una de las personas que más ha insistido en el regreso de los Barret.

—Entendido. —Tom se retira y restriego mi rostro con irritación.

—¿Puedo hacer algo para ayudarte?

—¿Sonreír? Amo cuando veo tus labios curvados en una sonrisa. —mi respuesta le causa gracia, pero de todas formas lo hace y me abraza—. Muchas gracias, Jane.

—Lo que necesite, Su Excelencia. —Frunzo el ceño y me alejo de ella. Ríe a carcajadas y niego con la cabeza—. Avísame si los Cola Roja deben dejar algún regalito en la casa del Vizconde.

—No te atreverías —murmuro bien cerca de ella.

—No tientes al Capitán Sangriento, Su Excelencia. Eso sería un grave error —susurra, y me besa con suavidad.

Gimo cuando sus dientes muerden levemente mi labio inferior, así que reúno todas las fuerzas posibles y me separo. Algo entre mis piernas comienza a molestare y no quiero asustarla.

—Mejor voy con el Vizconde. —Beso la punta de su nariz y me retiro.

Tomo una larga bocanada fuera de su habitación, estiro las solapas de mi chaqueta y bajo las escaleras, rogándole a Dios que la casa de campaña en mis pantalones no reviente la bragueta.

—Muy buenas tardes, Vizconde.

—Por favor, Edward, nos conocemos desde hace años. Puedes llamarme Oliver.

Las arrugas cuando sonríe levemente y alrededor de los ojos demuestran los años que este hombre ha vivido. Su cabello canoso deja mucho que ver, sin embargo, está en buena forma para su avanzada edad. ¿El problema en todo esto? Oliver Evans es recio en lo referente a la sociedad y los cambios. Por esa razón, Alexia y él no podían respirar el mismo aire ni estar en la misma habitación. Siempre salían discutiendo.

—Muy bien. —Con la mano indico sentarnos en los asientos cercanos a la ventana, uno frente al otro—. ¿A qué le debo su grata visita?

—Muchacho, vengo en nombre del pueblo. —Mis labios se fruncen en una línea fina—. No es nada fácil recorrer 10 millas a caballo para conseguir unos bocadillos para el desayuno, la hora del té o alguna fiesta. Necesitamos resolver este problema.

—¿Tiene alguna idea?

—Los Barret deben regresar y seguir con el negocio. A menos que hayas encontrado a un hombre sustituto para dicha labor.

Analizo su mirada por unos minutos. Sus ojos verdes y gestos rudos me dicen que él ya tiene a alguien en mente, o al menos seguirá insistiendo en lo mismo. La conversación con el doctor llegó a mi mente, y considero la idea antes de compartirle mi criterio.

—Ya encontré a alguien cualificado para el trabajo. —Sus facciones se relajan, pero vuelven a su estado anterior cuando menciono el nombre de Claire.

—¿Me estás hablando de la viuda del antiguo herrero? Eso es inaceptable, Edward.

—¿Por qué es inaceptable? —reclama una voz desde la puerta. Relamo mis labios con la lengua. Ese tono de voz proveniente de la institutriz no indica nada nuevo—. Vizconde, dígame una sola razón para que esa pobre mujer no pueda comenzar el negocio. —El hombre va a hablar, pero ella levanta la mano para callarlo—. Por favor, una que sea convincente. Si su respuesta es por el hecho que sea mujer, mejor ni conteste.

Oliver me mira de soslayo. Intenta hablar, pero no lo consigue. La institutriz niega con la cabeza, y se adentra en la estancia. Deja una pequeña bandeja de plata en la mesita que hay entre los dos asientos. Dicha bandeja tiene unos pastelillos conocidos.

—Discúlpame, pero no es posible —insiste él, y ella se cruza de brazos—. Es una mujer.

—Entiendo. Eso significa que debe quedarse en su casa, intentado sacar adelante su vida y la de sus dos hijos por sí misma, sin ninguna ayuda. Esto puede ser un beneficio para todos, Vizconde. Piénselo.

—Los del pueblo no lo permitirían. Yo no lo permitiría.

—¿Qué edad tiene usted? —indaga ella, y frunzo el ceño.

—Casi cumplo los setenta años.

—Si su esposa se queda viuda, y que Dios no lo quiera, piense en ella. Tengo entendido que es una mujer de excelentes gustos en la moda. Lady Dorothea siempre nos ha iluminado con su jovialidad. Si usted le falta y ella puede avanzar junto a sus hijas y nietas de forma tal que pueda sustentarse a ella y el resto del pueblo, ¿por qué alguien se lo impediría por el hecho de ser mujer cuando puede ser un bien común y ayudar a otros?

—¿Qué me está queriendo decir, jovencita?

—¿La ama? —insiste la institutriz.

—Más que a mi propia vida.

—Si usted le llegara a falta, ¿en verdad soportaría verla en brazos del primo más cercano, para que no quede sola o sea alejada por la propia sociedad?

Un duelo de miradas entre ellos comienza a incomodarme. La mirada verde del Vizconde se oscurece, y la institutriz asiente. Al parecer, entendió que la posición de él no va a cambiar.

—Mejor me retiro. Lexie tiene clases de pintura. Un placer verle, Vizconde. —Luego de hacer un leve asentimiento, la institutriz se retira, dejándome en un momento muy incómodo.

—¿Desea un pastelillo? —ofrezco, con nerviosismo.

El caballero toma una servilleta y le da un leve mordisco. Cierra los ojos y disfruta del manjar.

—Esto es delicioso, Edward. ¿Dónde los conseguiste?

—¿Y si le digo que fue un regalo de Claire? —explico, y el Vizconde comienza a toser. Le brindo un poco de té. Él levanta la mano, y sigue tosiendo, aunque ahora un poco menos.

—¿Qué clase de infamia es esta, Duque? —Dejo caer mis hombros, abatido.

—Por favor, Oliver, piénsalo. Lo has probado tú mismo. Sabes de lo que es capaz. No puedo hacer que los Barret regresen a la ciudad.

—¿Por qué no?

—Porque Josh abusó de Amelia. —Sus ojos se abren en asombro y yo maldigo por lo bajo.

—Eso no es cierto.

—Conoces a Amelia desde que era pequeña. ¿Crees que sería capaz de inventarse tal atrocidad? —. La incertidumbre lo ataca—. Por favor, Oliver. Piensa si algo como eso le hubiera pasado a Laurel, tu única hija. No lo maté con mis propias manos, porque no merecía la pena, pero tampoco podía dejarlos caminar libres por la ciudad. Entiéndeme. Debía velar de su seguridad.

El Vizconde se levanta sin mediar palabra. Luego de una leve reverencia se retira y gruño. Amelia va a matarme por esto.

Al llegar la noche, un invitado inesperado nos visita. Jane se levanta de la mesa con asombro al mismo tiempo que yo y Lexie.

—Perdón esta visita imprevista, Edward, pero mi familia y yo necesitamos hablar en privado.

Sus ojos inyectados en sangre, así como los de su esposa y su nieta Leila, comienzan a preocuparme.

—Creo que mejor nos retiramos.

—Por favor, Jane —suplica la Vizcondesa—, necesitamos hablar también contigo.

Mi mirada choca con los iris grises de la institutriz. Ella asiente levemente y se lleva a Lexie a su habitación.

—Tendremos más privacidad en la sala de estar —indico y todos caminamos hacia la estancia en un extraño silencio.

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