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Capítulo 27 «Bailes y problemas»

Jane

—¿Podrías dejar de caminar? —protesta mamá y resoplo—. Vas a arruinar el vestido y tu peinado.

—¿Qué pasa si no le gusta? ¿Qué ocurre si algo sale mal?

—Cariño, es solo un evento en la casa de la condesa.

—Mamá, el último baile donde Edward y yo estuvimos fue hace más de dos años, y terminamos discutiendo como siempre.

—Cariño —Mamá me acerca a la cama y me obliga a sentarme—, que pase una vez, no significa que ocurra de nuevo. Hace dos años el duque no te conocía y tú a él tampoco. Deja de pensar en exceso. Además, claro que va a encantarle. Ese vestido se ve magnífico en ti.

—¿De verdad? —murmuro, con dudas, estrujando mis dedos.

—Claro que sí. Eres mi hija, y cualquiera adularía el oído, pero me gusta que sepas la verdad. El color lila te favorece mucho.

Unos toques en la puerta nos interrumpen y las bisagras suenan una vez que se abre. Lizzie parpadea perpleja hacia nosotras.

—¡Oh, Dios mío! Te ves hermosa.

—Tú también, Lizzie —añado.

—El carruaje nos espera. Solo vine a avisarte.

—Nos vemos abajo —digo y sonrío.

—¡Ay, qué emoción! Un baile después tanto tiempo. La música ya llega a mis oídos —comenta con alegría y sale de la habitación.

—Desearía que fueras con nosotros, mamá.

—No quiero opacar tu belleza —explica y río a carcajadas.

—Si es que la duquesa McHall es creída. —Ambas reímos y toma mis manos entre las suyas.

—Esa parte la sacaste de mí. Disfruten la velada. —Besa mi mejilla y salimos de la habitación.

Al llegar a las escaleras me detengo y trago en seco. Edward y Thiago hablan de forma animosa. Los ojos color café del esposo de Lizzie chocan con los míos y noto como me señala con el mentón. Aguanto la respiración cuando Edward se gira con lentitud y sus ojos oscuros me recorren, aumentando el fuego dentro de mí.

Thiago le da un leve empujón y el duque sacude su cabeza como si hubiera estado hipnotizado. Sus labios se amplían en una sonrisa y el brillo en sus ojos negros aumenta. Pasa la mano con nerviosismo por la nuca y su mirada va desde mi madre hasta a mí. Finalmente, cuadra sus hombros, estira las solapas de su chaqueta oscura y sube los escalones hasta llegar a nosotros.

—Te ves hermosa, Jane.

—Cuídala, Edward —añade mamá y él asiente.

Toma mi mano, besa mis nudillos y luego acaricia el lugar besado con el pulgar. Sin importar el guante de encaje, las sensaciones de los labios de Edward atraviesan la fina tela.

Me indica bajar las escaleras sin soltar mi mano.

—Esta noche va a ser problemática —anuncia Thiago cuando llegamos a su lado y afloja su corbata—. Dos señoritas hermosas que yo conozco van a ser la sensación. Una está casada, pero eso no evitará las miradas en mi mujer.

—Por el otro lado está Jane —recalca Edward y bajo la cabeza, pero él la eleva por el mentón—, una institutriz que cautivó mi corazón y luce espléndida esta noche.

—¿Llevas el revólver?

—¡Thiago! —reclama Lizzie uniéndose a nosotros. La luz de las velas se refleja en su vestido blanco con adornos dorados—. ¿Cómo se te ocurre decir eso?

—¿Y ahora qué dije? Si esta noche será complicado alejar las miradas de la institutriz, más complicado será para mí gracias a todos los varones, vizcondes y... Ay, no. Es más, ve a cambiarte. Chloe tiene un saco de papas en la cocina. Puedes usarlo en la velada.

Aprieto los labios por la carcajada que pugna por salir. Lizzie aprieta el puente de su nariz y descansa la otra mano en la cintura.

—Thiago, querido —interviene mamá—, sin importar lo que tu esposa luzca, muchos la mirarán porque su gracia y belleza no desaparecerá. Más les vale cuidarlas.

—Yo creo que tendremos que cuidarnos nosotros —añade Edward, divertido—. Las quejas y bebidas tanto en vestidos o trajes de corte van a quemar mis oídos. Jane no soporta ninguna gracia, y si Lizzie tiene el mismo espíritu indomable que su hermano, veré a más de uno con el rostro girado y su mano marcada en la mejilla.

—Dios mío, acaben de irse, o llegarán tarde —interviene mamá—. No se preocupen por ellas. Saben cuidarse solas.

El camino a la casa de la condesa Victoria es bastante rápido. Gracias a la conversación amena entre los cuatro, el tiempo pasó bien rápido.

Trago en seco cuando estoy delante de las escaleras. La última vez que pisé este lugar, todo terminó muy mal entre yo y Edward. Mi mano es apretada con suavidad y me gira hacia él.

—Tengo miedo —murmuro con voz quebrada, y apoya su frente en la mía.

—Yo estoy contigo. —Toma mi rostro entre sus manos y acaricia mis mejillas con los pulgares—. Nada debes temer.

—¿Qué hay de ti?

—Jane, escúchame, somos tú y yo. No me importa nada más. Vine por formalidad, pero prefiero estar en la biblioteca mientras lees un libro. Si eres feliz, ese es mi mayor disfrute.

Un carraspeo interrumpe, pero Edward no aleja sus manos de mi rostro.

—¿Entramos o no? —protesta Thiago—. No me gusta como el mozo de la puerta mira a Lizzie.

—Oh, amor mío, ya detente —recalca la aludida y besa a su esposo como si no hubiera nadie a su alrededor.

El calor sube a mi rostro cuando Thiago la atrae hacia él. Edward carraspea levemente, y ambos miramos hacia otro lado, con cierta incomodidad, pero terminamos riendo. Sabemos que todo acabo cuando Lizzie añade:

—Pueden ofrecerme los tesoros del rey o ser el hombre más guapo del planeta, solo tengo ojos para ti y nadie más. No seas tonto y disfrutemos esta noche.

—Thiago —le llama Edward y señala el carmín en la comisura de los labios de su amigo.

Una vez listos, subimos las escaleras. Edward entrega ambas invitaciones y pide que no seamos anunciados. Se lo agradecí. No quiero llamar la atención tan rápido. La decoración exuberante de la condesa no ha cambiado. Trajes ostentosos y comida en exceso es tan llamativo como la primera vez. La suave música llena el ambiente, pero lo suficientemente moderado para platicar de forma animosa sin necesidad de gritar.

Lizzie y yo bailamos sin parar, y como lo prometido es deuda, bailaba con Edward casi todas ellas de forma salteada. Estaba tan concentrado en mí que no se daba cuenta de las miradas juiciosas.

—Deja que hablen —comenta, cuando nos detenemos a tomar un poco de agua.

—Me preocupa que...

—Jane —Eleva mi mentón con el dedo y dejo escapar un suspiro—, no me importa que miren o hablen sobre mí. Si te sientes incómoda por eso, ahí si me preocupo. La puerta está cerca. Podemos partir cuando lo desees.

—No.

—¿Estás segura? —inquiere, preocupado, así que asiento y sonrío para tranquilizarle—. ¿Me concede otro baile, señorita rebelde?

—Oh, Dios mío, te he contagiado —opino con cierta burla.

—¿Quién puede desmentir que en el pasado yo no era de esta forma? —añade con coquetería y sonrío.

—Espera, por favor. Necesito un respiro.

—¿Deseas un poco más de agua? —Asiento y este besa mis nudillos antes de retirarse.

Coloco mis manos en el alfeizar del balcón y me dejo engullir por la oscuridad de la noche. Tomo una larga bocanada y miro al cielo despejado. Hoy las estrellas brillan más que nunca porque no hay nube que las oculte u opaque su intensidad. Elevo mi mano y la cierro, como si hubiera atrapado una de ellas. La atraigo a mi pecho el puño cerrado, y lo abro para masajear y disminuir la presión en él.

—Esto es inaceptable —dice una voz joven cerca de mí y utilizo la columna como escondite—. No puede creer que el duque Kellington se haya rebajado a semejante nivel.

—Tienes mucha razón —añade otra voz, esta un poco más avejentada que la anterior—. Bailar tanto con una simple institutriz acarreará muchos problemas al pobre Edward.

—Nada de pobre, condesa Berrington —insiste la primera—. Él sabe perfectamente lo que hace. Hace más de un año dejó a la pupila de la condesa Victoria en el altar. ¡Qué escándalo!

—Y eso no es nada —añade la tal condesa Berrington—. ¿Recuerdan los visitantes que están en la mansión? Se dice que son los padres de la tal Jane, la institutriz. Son duques y muy amigos de la corona.

Gruño por lo bajo al ver como hablan de Edward y mis padres a sus espaldas. Ellas no tienen ni un poco de respeto. Por eso odio estos tipos de bailes. Las habladurías e hipocresía recorren las habitaciones.

—Esa chica puede ser hija de nuestro rey, pero sus modales dejan mucho que desear, señorita Johnson —indica la primera señora que había hablado.

—Vizcondesa Morrison, es evidente que la chica no tiene muy buenos modales, pero es imposible que pase desapercibida. Su belleza hace competencia con la joven Elizabeth Warner.

—Oh, por Dios, Aurora, deja de defenderla —insiste la vizcondesa Morrison—. Edward había elegido perfectamente al principio. No sé qué le ha pasado con el tiempo.

—Ya fue suficiente —murmullo, molesta—. Estas viejas alcahuetas verán de lo que...

—Vizcondesa Morrison, con el tiempo aprendí que la belleza se va y los modales desaparecerán si nos vemos forzados a eso —una voz grave conocida detiene mis impulsos de salir del escondite, por lo que regreso al mismo lugar.

Paso saliva.

—Edward —murmura la aludida con voz temblorosa—, no sabía que estabas cerca.

Su sonrisa ronca llega a mis oídos.

—Y me alegro mucho que fuera así.

—Voy a ser sincera, jovencito —insiste la Vizcondesa y rechino los dientes—, te estás equivocando. Esa chica no tienes modales.

—Es cierto —contesta él, y parpadeo, perpleja.

—No se parece en nada a la antigua duquesa y nunca será como ella.

—También está en lo correcto —secunda Edward y la opresión en mi pecho aumenta tanto que no me deja respirar.

—Ella solo te da dolores de cabeza —insiste la vizcondesa—. Todos en el salón están hablando de ella. Gracias a Dios, tú estás libre de esos comentarios. Muchos en el pueblo desaprueban su forma de cuidar a Lexie. Tu imagen va a decadencia gracias a esa joven.

—Eso he escuchado. No tuvo la misma educación que la antigua duquesa y hasta yo veo casi imposible que sea hija de Murray y Kate McHall, personas tan estimadas por nuestro rey, y todo gracias a su comportamiento.

Cada palabra rasga mi corazón en finas tiras. Aprieto los labios para aguantar el sollozo que pugna por salir. Lágrimas recorren por mis mejillas y las dejo. No tiene sentido que las detenga.

«De nada sirvió palabras bonitas hace unos minutos si habla de esta forma cuando no estoy presente». Pero lo siguiente que dice Edward me rompe por completo:

—Ella nunca será como Alexia. De eso estoy seguro. —La seguridad de sus palabras me dejan sin aliento.

Miro el alfeizar, y sin que nadie lo note comienzo a descender. Mi vestido morado se rasga y las palmas de mis manos se raspan levemente. Camino de espaldas con la mirada fija en el balcón. O al menos lo intento, las lágrimas no me dejan ver con claridad.

La oscuridad me ayuda cuando corro dejando la casa de la condesa y la iluminación sumergiéndome en el bosque.


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