Capítulo 25 «Dañada y rota»
Jane
Camino en mi habitación de un lado para otro. Durante el trayecto de regreso del lago, intenté ocultar lo mejor que pude mis nervios. Gracias a Dios, Edward no se dio cuenta. Siento que la bilis quiere subir por mi garganta, pero la contengo lo mejor que puedo. Pocas veces se me ha hecho difícil respirar, y esta ha sido una de esas.
—¿Qué ocurrió? —inquiere Elijah, preocupado, cuando entra en mi habitación, acompañado por la oscuridad de la noche—. ¿Estás bien? ¿Te hizo daño?
—No, pero estoy asustada. Por primera vez, siento que estuve demasiado indefensa. Ni siquiera tenía el puñal cerca.
—Voy a matar a Lazlo. Le ordené que no se apartara de tu lado.
—No fue su...
—Capitán, él sabe lo peligroso que es el Regente. Que ese hombre entrara en esa tienda mientras te cambiabas el vestido empapado sin que nadie se diera cuenta solo crispa mi piel. ¿En verdad estás bien?
—Ya te dije que sí —insisto, pasando la mano por mi brazo—. Pensé que estaba fuera de la ciudad. Lleva demasiado tiempo rondando en Netherfield.
—Hasta ahora no ha pasado nada. Me preocupa que no ha cobrado los impuestos como siempre. Esta vez el número era el indicado. Si ese desgraciado...
—Lo único que hizo fue intentar asustarme.
—Estabas en una tienda solo de mujeres, ya eso es delicado y atrevido de su parte. No tenías nada con lo que defen... —detiene sus palabras y frunce el ceño. Toma mi brazo y lo analiza—. Ese maldito te tocó, ¿verdad?
—Yo...
—Contesta, Capitán.
—Lo intentó, pero no pasó nada —miento, soltándome de su agarre.
Mi cuerpo se sacude al recordarme atrapada en esa habitación, casi desnuda y el Regente al otro lado, oliendo mi vestido empapado sin dejar de mirarme.
La pieza cae al suelo con un sonido hueco y se acerca. Camino de espaldas hasta tocar la pared y me acorrala cerca de la esquina. Mis nervios me traicionaron. Por más que quería moverme, gritar o hacer algo para alertar a Amelia y la señora Darcy en la habitación contigua, simplemente no pude. El miedo me llenó por completo, y él lo sabía. Alejo mi cabeza cuando acerca su nariz a mi cuello. Cierro los ojos con repugnancia al sentir su mano en mi cintura y seguido, apretar uno de mis pezones.
—No te lo hago aquí mismo, porque pueden escucharnos. Y quiero tus gritos solo para mí —murmura el regente cerca de mi oído y succiona el lóbulo de mi oreja.
Me recriminé a mí misma por no ser capaz de hacerle frente como la primera vez que nos encontramos en la casa del duque. Pero ahora mismo, soy incapaz hasta de pensar con claridad por el terror que me embarga.
Hala mi cabello para que le mire y noto la lujuria en sus iris oscuros. Agarra mis brazos y pega mi cuerpo a la pared, sin posibilidad de escapar. Se restriega contra mí mientras besa cerca de mi oído y siento algo abultado entre mis piernas a través de la tela de su pantalón. El asco me hace cerrar los ojos, pero hala mi cabello húmedo una vez, para mirarle. Quiero luchar, pero mi cuerpo está prácticamente paralizado. Eleva mis brazos por encima de la cabeza y agarra mis muñecas en lo alto.
Pasa la lengua por mi cuello mientras la otra mano aprieta uno de mis pezones y sigue el camino al centro de mi cuerpo. Enreda sus dedos en mis rizos y los restriega contra la abertura de mi sexo sin dejar de besar el lugar entre el cuello y la clavícula. Ni siquiera sé de dónde saqué las fuerzas, pero logro apartarlo. Agarro un candelabro oxidado y pongo distancia entre los dos.
—Tan hermosa y salvaje como siempre.
—Aléjate, o voy a gritar.
—Lo hubieras hecho desde el principio —añade, con ironía, y rechino los dientes—. Nos vemos pronto, Jena. Y esa vez, estarás completamente a mi merced, así como la primera vez que te probé.
—Voy a matarlo —murmura Elijah, sacándome de los recuerdos.
—No pasó nada. Solo estén atentos a cada paso que dé. ¿Cómo está Víctor?
—Recuperándose —contesta, tajante—. Parece que va a sobrevivir. De la pupila no se sabe nada. Lazlo estuvo investigando y lo esparcimos entre los aulladores, pero no encontraron nada.
—¿Cómo es eso posible? —inquiero, intentando desviar la conversación.
—Seguiremos escarbando, Capitán. Serás la primera en saber si encontramos algo nuevo. De momento, no te alejes del Duque. Pondré dos hombres más para que te observen mientras...
—No.
—No fue una petición, Capitán, es una orden —recalca, y pongo las manos en mi cintura.
—¿Tan rápido quieres quitarme el puesto, Elijah?
—Si el jefe está de baja, alguien tiene que cuidar del resto del ganado, ¿no? —Sonríe de soslayo y niego con la cabeza—. Ten mucho cuidado. No sabemos lo que trama el Regente. Su regreso a la ciudad fue silencioso y nadie le vio.
—Lo tendré. Ahora vete, antes que alguien note tu presencia.
Sus brazos me rodean con calidez y pasa la mano por mi cabello.
—Descansa, Capitán —murmura, besa mi sien y escapa por la ventana.
Dejo caer mi cuerpo en la suave cama y suspiro. El miedo me embarga de solo pensar en lo que hubiera pasado esta tarde. Sentir sus manos y sus besos en mi cuerpo una vez más, rememoró lo que ocurrió esa noche en el castillo y cuando fui raptada por esos bandidos contratados.
Me hago un ovillo en la cama y lloro. Mi cuerpo convulsiona y mi garganta escuece por los sollozos que intento cubrir con la almohada. Mi corazón está acelerado y golpea mi adolorido pecho. Mis recuerdos me dejan sin aliento y eso solo aumenta mi propia vergüenza cuando recuerdo lo ultrajado que está mi cuerpo.
Toda el agua o el jabón no será capaz de borrar esas heridas invisibles, talladas debajo de nuestra piel y que sangran mucho más que las físicas. ¿Cómo es posible que exista gente tan abominable capaces de corromper con solo un toque?
En algún momento, me quedé dormida, pero lo peor está por venir. No puedo mover mi cuerpo y eso solo significa algo. Estoy recreando una vez más ese infernal día. Otra noche en la que no podré dormir por culpa de las pesadillas. Mi mente insiste en esto todos los días desde que fui raptada.
Todo mi entorno comienza a cambiar y siento como si mi cuerpo estuviera anclado a algo. No. Son manos. Muchas. Me aprisionan contra el suelo. Risas, carcajadas burlonas y rostros difuminados aparecen a mi alrededor.
La luna ilumina la punta del puñal que rasga la parte alta de mi vestido, mientras otras manos rasgan el resto con premura, dejándome expuesta y vulnerable. Mi cuerpo se remueve, pero no consigo nada.
Uno de ellos toma mi mentón y gira mi rostro para besar mi cuello mientras una boca muerde mi pezón con fuerza y una mano aprieta el otro con brusquedad. Mis rodillas son elevadas y abiertas, sin dejar de sostener mis tobillos sobre la tela de mi vestido. Grito hasta que mi garganta arde cuando siento que alguien se coloca entre mis piernas.
Su rostro surge de forma clara entre todos ellos y los bandidos desaparecen. El bosque que estaba a mi alrededor se desvanece y unas paredes conocidas para mí se elevan. El cielo oscuro se esfuma, mostrando el techo lujoso de la biblioteca en el palacio.
Con sonrisa amplia y mirada lujuriosa, el Regente pasa las manos por el interior de mis muslos. Intento removerme, pero mis muñecas están atadas al mueble anclado al suelo. Inmoviliza mis rodillas, succiona mis pezones y comienza un camino de húmedos besos hacia abajo. Quiero gritar, pero el pañuelo en mi boca no me lo permite y la tormenta que se ve a través de la ventana opaca mis intentos de pedir ayuda.
Las sensaciones son las mismas y el olor a ginebra de su bebida sigue fresco en mi nariz. El peso se aloja en mi estómago y comienzo a desesperarme.
El regente separa un poco mis piernas para restregar su miembro en la abertura de mi sexo. Sin importar las lágrimas que bañan mi rostro y mis súplicas, él no va a parar. Un dolor abrazador me recorre cuando me penetra con brusquedad y grito de dolor. Sus embestidas son precisas y aumentan de velocidad cuando eleva un poco mis muslos.
A lo lejos escucho una voz desesperada y sollozos sin consuelo. Mi cuerpo es sacudido con violencia. El regente, las paredes y la chimenea desaparecen. El rostro de Edward aparece en mi campo de visión. Mi mentón tiembla y sigo llorando. Me atrae a su pecho y pasa la mano por mi espalda bañada en sudor.
—Estoy aquí, Jane —musita, intentando tranquilizarme.
—No desaparecen, Edward —digo entre sollozos y me acerco más a él para impregnarme de su singular olor—. Ya no lo soporto más. ¡Quiero que se vayan!
—Estoy aquí, mi rebelde. Yo te voy a proteger. Nadie te hará daño otra vez.
«Ya estoy dañada, Edward. Herida y rota. No creo que alguien puede curar eso, cuando ni siquiera yo puedo afrontarlo», me digo a mí misma.
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