La fuga
Era temprano. Aún faltaba bastante para que el sol dejara ver su deslumbrante cabellera de fuego por encima del horizonte arbolado de la selva donde se asentaban las cabañas de los habitantes de la extensa y poblada ciudad de Yax Mutul.
Akbar, quien apenas si había conseguido dar unas pocas cabezadas en toda la noche, se incorporó en el lecho —una modesta plataforma baja de madera rellena con corteza de ceiba tejida— y despertó a su mujer, Zazil. Ella tampoco debía de haber pasado buena noche, a juzgar por las muchas vueltas que había dado en el lecho marital. Sin embargo, poco importaba ya si habían logrado descansar o no, pues aquella fecha era la elegida por ellos desde hacía más de un mes, y en ningún momento consideraron un eventual cambio de planes de última hora. Akbar le pidió a Zazil que despertara lo más rápido posible a sus dos hijos, Itzae y Dayami, y al instante se entregó a la tarea de terminar de empaquetar las pocas provisiones que aún quedaban a la vista. Aprestos que, sin lugar a dudas, necesitarían para el largo y peligroso viaje que los aguardaba. Respondió a las somnolientas protestas de ambos jóvenes instándoles a guardar silencio para, a continuación, encomendarles la tarea de ayudar a su madre en todo cuanto ella les pidiera.
Zazil y Akbar llevaban varios meses dudando qué hacer, hasta que al fin adoptaron una solución drástica ante toda aquella locura que los rodeaba. Aun así eran muy conscientes de que su decisión bordeaba la insensatez, y el fracaso de su plan sólo los conduciría a un triste y prematuro final: la muerte. Pero no una muerte cualquiera, sino una especialmente cruel y dolorosa —en la que poco importaba si se trataba de adultos o de niños— que estaba reservada para todos aquellos que se atrevían a desafiar la voluntad de los dioses en general y del gran rey en particular. Esa era la razón principal por la que habían mantenido su plan tan en secreto. Ni familiares ni amigos estaban enterados de sus intenciones y, por tanto, tampoco quedarían expuestos a peligrosas acusaciones cuando su marcha fuera descubierta.
Fuera de la cabaña familiar la noche los envolvió como una antigua amiga con su manto protector. Aunque, a esas alturas de la madrugada, tan sólo alguna que otra ave rapaz de hábitos nocturnos observó sin demasiado interés sus movimientos. Un cielo sin nubes y estrellado, al que se sumaba el discreto pero constante esfuerzo de una menguada luna, les aportaba la claridad imprescindible para poder moverse con seguridad. Akbar lideraba la marcha, cargando con la mayor parte de las cosas imprescindibles que iban a necesitar; tras el padre avanzaban sus hijos, asustados y confusos a partes iguales; Zazil cerraba la improvisada columna, lanzando de vez en cuando inquietas miradas a uno y otro lado. Temía que en cualquier momento alguno de los guerreros que hacían rondas nocturnas los descubriera y apresara. Y que todo acabara allí mismo, a las puertas de la casa donde había engendrado y parido a sus hijos, sin poder verlos ya crecer, emparejarse y formar sus propias familias. Sin embargo, nada de eso sucedió. Lograron dejar atrás el nutrido grupo de cabañas de la que la suya formaba parte en aquella zona de la selva, y se internaron en la espesura, evitando los sacbés. Aquellos caminos rectos y bien pavimentados constituían, sin duda, la forma más rápida de trasladarse entre de una ciudad a otra, pero, por esa misma razón no podían arriesgarse a transitar por ellos. No sólo estarían concurridos, sino que serían el medio que emplearían sus perseguidores para intentar atraparlos una vez fuera descubierta su ausencia. Desde un principio quedó claro que deberían moverse por senderos poco transitados, e incluso evitar por completo cualquier vereda si se veían obligados a ello.
El pequeño grupo avanzaba en silencio al ritmo que marcaba Akbar, buen conocedor de la zona que atravesaban. El modesto mercader local había escogido una ruta que los llevaría a cruzar los extensos límites de la ciudad por zonas agrestes y poco habitadas. Era un recorrido más seguro, pero también más difícil. Esto último, sumado a la falta de claridad, ralentizaba un tanto el avance de la familia. Unos inesperados sonidos, sordos y amortiguados, a la derecha de donde se encontraban, como de crujir de hojas caídas, los alertó al instante. Akbar se quedó inmóvil al tiempo que alzaba una mano para ordenar a los otros que siguieran su ejemplo. Así lo hicieron mientras aguantaban la respiración, temiendo la aparición de una partida de guerreros que acabara allí mismo con su desesperada huida. El tiempo pareció alargarse para los cuatro mientras las pisadas que los habían alertado parecían acercarse más y más. La falta de claridad y la espesura de la selva les impedían vislumbrar qué o quién se aproximaba. Zazil, desde su retrasada posición, observó cómo sus dos hijos se encogían más y más por momentos como resultado del miedo que se iba apoderando de ellos. Reprimió sus ganas de salvar la corta distancia que la separaba de ellos para abrazarlos y susurrarles unas palabras de ánimo. En su lugar observó la figura de Akbar y cómo este, que había depositado en el suelo las provisiones que llevaba, aferraba con las dos manos una sólida vara de caoba.
El sonido de las pisadas se hizo mucho más cercano, y cuatro pares de ojos se clavaron en un compacto grupo de matorrales que, de repente, se agitaron como si alguien los apartara por el otro lado. Una solitaria y corpulenta figura se dejó ver al borde del claro donde Akbar y su familia se habían detenido, pero, a pesar de que era evidente que los observaba, no abandonó su posición. El mercader apretó con fuerza su improvisada arma y dio un par de pasos en dirección a la amenazadora silueta, interponiéndose entre el extraño y su familia. Estaba dispuesto a sacrificarse en una pelea que no podía ganar con tal de darle a Zazil, Itzae y Dayami la oportunidad que necesitaban para escapar, y así quiso dejárselo claro a su perseguidor. Sólo esperaba que aquel hombre se encontrara solo y no formara parte de un grupo mayor, pues, en ese caso, ninguno de ellos conseguiría escapar. Se recriminó a sí mismo por no haber sabido elaborar un plan mejor, aunque en aquel momento no se le ocurría qué podía haber fallado. Dio unos pasos más en dirección al extraño, decidido a terminar con todo de una vez, pero el otro hombre siguió inmóvil. De hecho, ahora parecía dudar. A pesar de que las facciones de su rostro eran indistinguibles, había algo en su pose y en su actitud que no dejaba traslucir sus intenciones. Akbar se percató en ese momento de que no portaba arma alguna, sino un bulto de tela que bien podía ser un simple saco de fibras de ki. El mercader reunió valor y echó a andar hacia el desconocido, haciendo caso omiso de un suspiro de ansiedad que Zazil no pudo reprimir. Cuando apenas una decena de pasos lo separaban de aquel hombre, un divino benefactor rayo de luna iluminó su rostro. Akbar se detuvo a causa de la sorpresa.
—¡Kaknab! ¡Así que eres tú! Pero ¿cómo...? —Akbar no fue capaz de terminar la frase.
—Vais dejando demasiadas huellas —respondió tras esbozar una sonrisa triste—. Menos mal que soy yo quien os ha encontrado primero. Debéis saber que el rey ha ordenado que os capturen y os lleven ante él...
—Daba por supuesto que lo harían, pero... ¿tan pronto? ¿Cómo es posible? Ni siquiera ha amanecido aún.
—Alguien os vio alejaros y avisó a los guardias —Kaknab bajó la mirada, se mostraba visiblemente incómodo.
—¿Quién? ¿Quién nos ha delatado? —Su interlocutor se resistía a hablar, así que Akbar lo asió por los brazos y lo zarandeó con fuerza—. ¡Habla!
El recién llegado levantó la mirada y clavó sus ojos negros como la obsidiana en los del mercader.
—Xareni.
El comerciante soltó al recién llegado como si, de repente, su contacto le quemara las manos.
—¡Ella! ¡No! ¡Mi propia hermana! —Akbar se separó un par de pasos. El golpe era duro, su hermana mayor Xareni, la misma con la que jugaba de pequeño y a quien consideraba casi una segunda madre, buscaba su caída. Quizá se hubiera dejado arrastrar por el miedo o, tal vez, quisiera ganarse el favor de los gobernantes para utilizarlo en beneficio propio. Puede que, después de todo, no la conociera tan bien como creía. Un ruido de pisadas a su espalda lo sacaron de su estado de ensimismamiento con tal brusquedad que empezó a transpirar. Con la respiración agitada aún, miró atrás y, tras observar unos instantes a su familia, se giró de nuevo hacia Kaknab.
—No les digas nada de esto, no les ayudará en nada saber lo que me has revelado. Mi tarea no debe apartarse de conseguir escapar de aquí con vida.
—Sabes que te ayudaré en todo —respondió Kaknab mientras hacía un gesto de asentimiento.
No hubo tiempo para más. Zazil y los niños ya habían llegado a su altura. La mujer no salía de su asombro por el reencuentro con el que hasta apenas un par de días había sido su esclavo, y al que habían mantenido al margen de su plan para evitar que corriera el mismo destino que ellos en el no tan improbable caso de que fracasaran. Estaban convencidos de que Xareni y su esposo lo iban a tratar tan bien como ellos. No fue una decisión fácil, pues Kaknab se había ganado su confianza a lo largo de los años, y siempre se mostró muy protector con Itzae y Dayami. Pero lo consideraron necesario.
—¡Kaknab! —los niños se abalanzaron hacia el hombretón y lo abrazaron con fuerza a la altura del estómago. Este rió, los atusó el pelo y los abrazó a su vez.
—¡Qué bien que estés aquí! ¿Vas a venir con nosotros? —preguntó la pequeña Dayami. La ausencia de luz no evitó que Akbar y Zazil se dirigieran una mirada de remordimiento, pero la actitud de Kaknab era la de siempre, como si hubiera formado parte de todo desde un principio. Aun así el mercader se sentía responsable y preocupado por su seguridad, y así quería hacérselo saber.
—Vamos, niños, dejad tranquilo a Kaknab un rato —les dijo su padre con voz comprensiva, pero autoritaria. No podía bajar la guardia y dejar que pensaran que aquello no era más que una divertida excursión por la selva. Estaban huyendo por sus vidas, y aunque no quería exponérselo de una forma tan cruda, tampoco deseaba que vivieran engañados, ajenos a su situación real-. Id delante con vuestra madre y no os separéis, nosotros os seguiremos.
A regañadientes, los niños obedecieron, y Zazil le encomendó una sencilla pero "fundamental tarea de vigilancia". Les hizo recoger sendos palos y les instruyó para que los usaran a modo de bastones, como hacían muchos adultos, para apoyarlos delante de ellos mientras caminaban por la selva. De ese modo evitarían la mordedura de cualquier serpiente de cuya presencia, oculta entre la hojarasca, no se hubieran percatado.
—¿Por qué estás aquí, Kaknab? Esto es justo lo que Zazil y yo queríamos evitarte. Ahora corres tanto peligro como nosotros.
—Os considero mi familia —respondió el antiguo esclavo, que casi siempre hablaba claro y directo. Tras una breve pausa, añadió—. Además, dadas las actuales circunstancias, permanecer en Yax Mutul quizá no sea lo más seguro para un esclavo...
—Tienes razón, y te pido disculpas por haber tomado una decisión tan estúpida —Akbar no podía sino reconocer que el otro hombre llevaba razón. La difícil situación por la que la ciudad estaba pasando había llevado a sus gobernantes a establecer medidas muy duras. Como intermediario entre los dioses y sus súbditos, el rey había ordenado aumentar el número de sacrificios a fin de recuperar el favor perdido, y cuando no se contaba con suficientes presos de guerra se echaba mano de los esclavos. Y, por si aquello fuera poco, un esclavo cuyo dueño había huido cobardemente de la ciudad no contaría con muchas simpatías.
—Estabas en tu derecho —replicó el esclavo—. Pero la traición de Xirena fue como una señal de los dioses de que mi sitio no era aquel. Creo que, cuando me compraste, se estableció un vínculo entre ambos que ni siquiera un nahual sería capaz de romper.
—Mejor que no metamos a los brujos en esto —Akbar había torcido el gesto, como si creyera que la sola mención de uno de aquellos seres pudiera provocar su perdición—. Ya tenemos bastantes problemas por nuestra cuenta.
Una incipiente claridad anunciaba con timidez la llegada de un nuevo amanecer, y algunas aves ya habían comenzado a dar señales de actividad, recordándoles a su vez que debían reemprender el viaje con tanta rapidez como les fuera posible. La presencia de los niños añadía una dificultad extra, pero ya contaban con ello desde el principio. Continuaron la marcha permitiéndose breves pausas para descansar, hasta que el sol llegó a lo más alto. Fue entonces cuando hicieron un alto más prolongado para comer algo —tortas de maíz, un poco de carne de venado ahumada y fruta que habían recogido allí mismo— y recuperar fuerzas tumbados a la agradable sombra que les proporcionaba un ulli y un par de cacaoteros.
Zazil y los niños se quedaron traspuestos, y Kaknab aprovechó para levantarse y hacer ademán de echar a andar.
—Hablemos —Akbar se incorporó y se unió a él. El esclavo no se anduvo por las ramas—. ¿Cómo piensas eludir a las patrullas? Las calzadas estarán vigiladas, y gracias a ellas, allá donde lleguemos ya sabrán de nosotros. Sólo tendrán que abrir los brazos y caeremos en ellos como el pescado en la red.
Akbar sonrió ante la evocación marina de Kaknab. No en vano, "mar" era el significado del nombre que se le puso tras ser capturado en la orilla después de una gran tormenta que destruyó un grupo de canoas donde él y los suyos viajaban. El esclavo solía hacer honor a su origen empleando expresiones y comparaciones relacionadas con el gran mar.
—Eso mismo había pensado. Creo que nuestra única posibilidad pasa por adentrarnos en las escasamente pobladas zonas pantanosas. Aunque nos sigan, les resultará tan difícil avanzar como a nosotros, y tampoco podrán localizarnos con facilidad.
—Es muy arriesgado, pero es la mejor opción —coincidió el esclavo—. ¿Y luego?
—Alcanzar los terraplenes de defensa orientales y tratar de franquearlos como sea. Una vez al otro lado tomar, si nos resulta factible, el sacbé que conduce a Lamanai.
El rostro de Kaknab mostraba el ceño fruncido, como si calibrara las posibilidades de éxito de aquel arriesgado plan a través de selvas y pantanos, con dos niños y una mujer. Ni siquiera los guerreros más experimentados elaboraban sus campañas militares con planes como ese. Y precisamente quizá por eso tenía sentido llevarlo a cabo. Nadie en su sano juicio esperaría una huida como esa.
-¿Eres consciente de lo difícil de semejante empresa, dadas las circunstancias? -Kaknab terminó la frase con una mirada en dirección al lugar donde reposaban Zazil y los niños.
Akbar asintió.
—En ese caso no se hable más. Será mejor que reemprendamos la marcha si no queremos ponérselo fácil a nuestros perseguidores.
Así lo hicieron, y mantuvieron el ritmo hasta que la claridad empezó a menguar. La proximidad de los terrenos pantanosos se notaba en una mayor humedad en el aire, haciéndolos transpirar más de lo normal según el ritmo al que avanzaban. La buena noticia es que no habían visto ni rastro de guerreros en las proximidades. De vez en cuando Kaknab y Akbar se rezagaban para asegurarse de eso, así como para borrar las huellas más evidentes que pudieran haber dejado. Sabían que, pasado cierto tiempo desde que se adentraran en los pantanos, la selva cubriría muy rápido su rastro y a sus eventuales perseguidores les resultaría prácticamente imposible seguirlos.
Poco antes de la puesta del sol la familia se internó en la espesura neblinosa y húmeda, el aire se cargó aún más y sus fosas nasales se inundaron de nuevos -aunque no más agradables- aromas. De repente, un par de gritos desgarraron la relativa quietud de la selva, seguidos del desesperado aleteo de una bandada de aves, que había levantado con urgencia el vuelo para alejarse del amedrentador sonido. Akbar y Kaknab, temiendo lo peor, echaron a correr para reunirse con Zazil y los niños. Al llegar a su altura se frenaron en seco al percatarse del motivo del alboroto. Un enorme jaguar se plantaba frente a ellos con la cabeza agachada, las fauces abiertas y la mirada fija en sus potenciales presas. La llegada de los hombres hizo que soltara un fuerte rugido que sobrecogió el corazón de todo el grupo.
—Que Ixchel nos proteja —murmuró Zazil encomendándose al amparo de la diosa de la luna.
—Si no es más que un animal, no necesitaremos de su protección —afirmó Kaknab sin apartar la mirada del felino al tiempo que asía con fuerza la vara de ceiba que siempre portaba. Pero si es algo más... yo mismo me comprometo a acompañarte en peregrinación a Cuzamil, la isla de las golondrinas, si la diosa intercede por nosotros.
—No es un nahual —afirmó Akbar con una seguridad sorprendente viniendo de él.
—¿Cómo puedes saber eso? —Zazil, mucho más devota, no compartía la aparente incredulidad de su esposo.
—Anoche se me apareció la diosa en un sueño y me anunció que alcanzaríamos sanos y salvos la costa oriental.
—En ese caso... —susurró Kaknab mientras le dirigía a su amo una mirada de complicidad.
De repente, los dos hombres se lanzaron adelante gritando y gesticulando como fieras mientras agitaban sus varas en el aire. Fue demasiado para el jaguar. En dos grandes saltos desapareció entre la maleza, dejando atrás a una mujer y unos niños mudos por la sorpresa y a dos hombres riendo y gritando como adolescentes borrachos. El jolgorio no duró mucho. Poco después, cabizbajos —y conteniendo una sonrisa— afrontaban la dura reprimenda de Zazil por asustar a los niños y a ella misma. Como castigo deberían ocuparse de recolectar bayas y frutas para las siguientes dos cenas, tarea que hasta ahora siempre había recaído en los pequeños.
Las tres jornadas siguientes transcurrieron sin novedad, hasta el punto de que llegaron a pensar que sus perseguidores no habían descubierto su rastro a través de las zonas pantanosas. Una idea que, considerada desde un punto de vista racional, sonaba poco creíble... hasta que dejaron atrás los pantanos y se fueron acercando a zonas habitadas próximas a los terraplenes de defensa. O que lo habían estado hasta no hacía mucho. Las columnas humeantes y el inconfundible olor que dejaba tras de sí el fuego no les dejaron ninguna duda de lo que iban a encontrarse. Sin mejores opciones, avanzaron con la mayor cautela que les fue posible hacia los restos de lo que había sido un grupo de viviendas de agricultores. Akbar y Kaknab se adelantaron solo para descubrir los cadáveres de las familias que, quizá en algún momento llegaron a sentirse más seguras y protegidas por vivir cerca de la frontera. Un error que ahora se revelaba de la forma más trágica.
—¡Aquí! —llamó Akbar haciendo un gesto con la mano.
Todos confluyeron en esa dirección. Vieron al mercader arrodillado junto a uno de sus guerreros. Agonizaba.
—¿Quién ha hecho esto? ¿Quién os ha atacado? —preguntó Kaknab después de darle a beber un poco de agua, que el herido apenas pudo tragar.
El moribundo lo miró un momento antes de responder con un quedo susurro.
—Cala... Calakmuk.
Akbar, Kaknab y Zazil intercambiaron miradas de preocupación, pero no dijeron nada. No hacía falta. Luego, junto con Itzae y a Dayami, entonaron una plegaria a Itzamná, el señor de los cielos, de la noche y del día, para que acogiera el alma del guerrero, que expiró poco después. Sintieron no poder darle sepultura, al igual que al resto de víctimas, pero cuanto más tiempo permanecieran allí más peligro correrían. El ataque de los guerreros de la ciudad norteña rival lo mismo podía beneficiarles que acabar con sus planes. Por un lado, cuando la noticia llegara a Yax Mutul, toda la atención se centraría en rechazar a los guerreros infiltrados e intentar evitar que sabotearan sus recursos. No habría tiempo ni guerreros disponibles para perseguir a una familia que huía. De hecho, la llegada de los asaltantes provocaría eso mismo en otras muchas familias, aunque en ese caso casi todas intentarían concentrarse buscando protección. Sin embargo, también podían toparse con alguna partida de guerreros de Calakmuk, y en ese caso correrían la misma suerte que los habitantes de las destruidas cabañas que los rodeaban.
Ya no había vuelta atrás. Se desplazaron con decisión hacia el este sin dejarse atraer esta vez por las columnas de humo negro que veían aparecer a su alrededor por encima de las copas de los árboles. En una ocasión incluso se vieron obligados a dar un rodeo para evitar entrar en un grupo de cabañas que había resultado atacado.
Tras pasar una angustiosa noche en la que apenas pudieron dormir a causa de la preocupación, aprovecharon las primeras luces para encaminarse hacia los terraplenes defensivos, pero, cuando se encontraban a punto de llegar, se toparon con una partida de guerreros que marchaba a toda prisa hacia el sur. El jefe de los guerreros se dirigió de inmediato hacia ellos en tono imperativo.
—¿Qué hacéis vagando por la selva? ¿También vuestra aldea ha sido atacada?
—Así es —respondió Akbar mientras trataba de improvisar una historia—. Llegaron por la noche, como espíritus infernales; aún no comprendo cómo pudimos escapar. Hemos venido en esta dirección buscando la protección de los guerreros de los terraplenes...
—Los terraplenes ya no son seguros, debéis seguirnos al sur. Vamos en persecución de un nutrido grupo de guerreros de la maldita Calakmuk que logró atravesar la frontera y se dirige hacia la ciudad. No podemos frenar nuestro avance por esperaros, pero si nos seguís al menos gozareis de mayor protección que si vagáis al azar por la selva.
—De acuerdo, os seguiremos hacia el sur. Doy las gracias al dios del sol por haberos encontrado.
—Y que él guíe también nuestro brazo para acabar con el enemigo.
Dicho esto, el grupo de guerreros reemprendió la marcha al mismo ritmo que antes, y Akbar y el resto de su familia los siguieron a una velocidad menor, hasta que aquellos se perdieron en la espesura de la selva. El mercader ordenó detener la marcha, para a continuación volver a dirigirse hacia los terraplenes.
Cuando el sol estaba en lo más alto del cielo, el grupo alcanzó también la parte más alta del abandonado terraplén, desde el cual pudieron contemplar buena parte del terreno que los rodeaba. Enseguida localizaron lo que con tanto afán venían persiguiendo: el sacbé que conducía a Lamanai. El camino que ahora les abría la posibilidad de llevar una nueva vida.
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