El sacerdote de Nejen
El palacio real de la capital, Ity-tauy, era un hervidero de hombres, mujeres y niños desde la llegada de un mensajero con el anuncio de la aproximación de un poderoso ejército enemigo, el cual avanzaba hacia allí desde el norte de forma imparable. Sirvientes, guardias, funcionarios de toda condición y hasta los cortesanos, nada acostumbrados a tales sobresaltos, se movían de un lado a otro, la mayoría sin saber muy bien qué hacer. Por fortuna para ellos, el tyaty, acompañado del tesorero real y flanqueado por varios escribas, salió de los aposentos privados del rey, justo a tiempo para impartir instrucciones precisas sobre lo que hacer. La situación, no por inusual, era menos grave, y el magistrado más poderoso tras el soberano, «el que es la voluntad del amo, los oídos y los ojos del rey», ordenó tomar sólo lo imprescindible que pudiera ser cargado a mano y abandonar el palacio lo más rápido posible en dirección al puerto fluvial. En torno a ese único puerto ya empezaban a aglomerarse embarcaciones de toda clase de entre las que podían remontar la corriente, pues en aquellos momentos la única vía de evacuación posible era rumbo al sur. Si no hubiera sido por sus palabras, firmes pero alentadoras, la confusión y el desánimo se hubieran apoderado de todos los presentes. Impartidas las instrucciones necesarias, Resseneb, vestido con el shenep que lo identificaba, portando sobre el pecho la imagen de Maat y en su mano derecha el aba, seleccionó a un grupo de sirvientes y soldados, que se unieron a su grupo, y desapareció de las miradas ajenas al traspasar las doradas puertas que conducían a los aposentos privados del monarca.
Varios escribas exentos de servicio aprovecharon entonces para rodear al soldado que había traído la noticia, y le rogaron que les aportara más detalles sobre lo ocurrido en la región del Delta. Por él supieron que el ejército kemita se había desbandado no mucho después de entrar en combate en su honorable pero infructífero intento de impedir el avance de los aamu, debido a que, según el propio soldado había podido ver, estos empleaban un armamento y unas tácticas desconocidos, y contra los que los soldados autóctonos jamás habían combatido; les habló de armas de mayor resistencia, algunas de ellas con extrañas formas redondeadas y que, al entrechocar con las de los soldados kemitas, hacían que estas se quebraran; les describió un tipo diferente de arcos, unos cuyas flechas eran disparadas con mayor potencia y llegaban mucho más lejos; pero sobre todo les explicó, con ojos en los que se podía adivinar el terror revivido, cómo los asiáticos usaban caballos que tiraban de pesados carros que ocupaban varios soldados. Y cómo estos les arrojaban sin parar flechas y lanzas, mientras los conductores los dirigían a toda velocidad contra su formación, o bien optaban por situarlos más allá para atacar desde allí los flancos o la retaguardia. Su relato dejó claro que resultaba imposible resistir a un ejército tan bien equipado e instruido como aquel. Tras sembrar de inquietud el corazón de sus oyentes, el soldado masculló una disculpa, se abrió paso y abandonó el palacio para ir a cumplir las instrucciones del tyaty. En su caso, su tarea consistía en ponerse a disposición del comandante de la guarnición. Los escribas, aturdidos y preocupados por las desalentadoras palabras del mensajero, se dispersaron en busca de sus más preciados enseres y útiles de trabajo antes de abandonar, también ellos, el palacio real.
***
Lo que podía contemplarse desde la terraza del palacio real resultaba espectacular y, al mismo tiempo, desconcertante. Si Merneferra Ay dirigía la vista hacia el oeste, podía descansar su mirada en las siempre reconfortantes aguas de Hapy, fuente de toda la vida y prosperidad de Kemet. En cambio, si se daba la vuelta y sorteaba las distintas edificaciones de la ciudad para contemplar mucho más lejos, hacia el este, esas hermosas y placenteras imágenes desaparecían como por encanto, y otras muy diferentes, monótonas y perturbadoras, ocupaba su lugar: era desheret, el feudo de las privaciones, la infertilidad y la muerte. Y justo en aquellos tristes momentos hacía honor a tales atributos, pues tropas extranjeras atravesaban ya aquella tierra ocre y árida con la intención de arrebatarle todo cuanto poseía. De hecho, si forzaba un poco más la vista en el horizonte, casi creía poder reconocer las nubes de polvo levantadas por sus despreciables enemigos, los mismos que lo obligaban a escapar de su ciudad como un ladrón en la noche. Jamás les perdonaría aquella afrenta mientras viviera. Un sirviente se le acercó sosteniendo una bandeja de plata sobre la que reposaba una copa de cristal finamente elaborada, la cual contenía un líquido morado. La tomó con un elegante movimiento de su mano y el hombre se retiró al instante, con la mirada clavada en el suelo y sin darle la espalda. El rey, con toda la atención puesta aún en la contemplación del paisaje, apuró el contenido sin dar muestra del más leve deleite. Aquel agradable y característico sabor dulzón del shedeh apenas si consiguió paliar un poco la amargura que se había adueñado de su paladar -y de su espíritu- desde que le transmitieran las terribles noticias procedentes del norte. Escuchó pasos a su espalda, pero hizo caso omiso. Sabía lo que venía.
—Majestad, es la hora.
Merneferra Ay asintió sin volverse, como si de esos breves instantes dependiera el grabar o no para siempre en su mente unas imágenes que jamás volvería a contemplar de nuevo. En ese momento sintió, cual revelación sagrada, una experiencia de renuncia total a algo que, hasta entonces, siempre había considerado como propio.
Resseneb, pese a saber cuánto le costaba aceptar los hechos, insistió. Era su deber.
—El barco os espera, señor. Hemos de partir.
En ese momento el sol comenzó a brillar más y más, hasta tal punto que todos los presentes en la terraza, los escribas, el tesorero real y el propio tyaty, se vieron obligados a cubrirse los ojos para evitar el deslumbramiento. Todos menos el rey. Él sí podía mantener la vista fija en lo más alto, sin pestañear ni sentir incomodidad alguna. El tiempo parecía haberse detenido, y fue entonces cuando lo vio aparecer. Era un gran halcón, enorme, y empezó a describir amplios círculos, en torno a la ciudad primero, luego los fue estrechando más y más hasta circunscribirlos al palacio real. Finalmente, la gran rapaz se lanzó en picado hacia la terraza desde la que sólo el soberano, extasiado y atenazado a la vez, lo contemplaba. Y cuando parecía ya que el ave iba a clavar sus garras en el rostro del rey, extendió sus alas, efectuó un giro en el aire y se posó con suavidad sobre su hombro.
***
Merneferra Ay abrió los ojos y miró a su alrededor, confuso aún por aquel sueño tan nítido. Poco a poco su mente se fue despejando, y al final comprendió que tenía que deberse a los acontecimientos transcurridos hacía solo unos pocos meses. Sin embargo, el soberano no se sentía satisfecho con una explicación tan simple, y se convenció a sí mismo de que aquel sueño no había sido como otro cualquiera. Llamó enseguida a un sirviente y le ordenó que fuera en busca del sacerdote lector, pues él sabría encontrar el texto apropiado que le condujera a la verdad subyacente en aquellas sugerentes imágenes contra cuyo desvanecimiento de su mente se esforzaba en impedir. Mientras esperaba la llegada del sabio, se acercó a una mesita de ébano sostenida por un pie central en la que se había dispuesto gran variedad de alimentos, tanto frescos como hervidos y asados, así como diferentes bebidas. Tras realizar una somera inspección, tomó con una mano unos cuantos dátiles, que mordisqueó con desgana, y llenó una copa de plata con el dulce seremet, su cerveza favorita. Esta sí la saboreó con auténtico placer.
—¿En qué pueden serviros mis modestas dotes, majestad? —inquirió el sacerdote nada más llegar a presencia del rey.
Merneferra Ay le contó entonces su sueño con todo lujo de detalles, y le pidió que interpretara el significado, aunque se guardó para sí lo que él pensaba al respecto, pues no quería influir en nada de lo que el sabio le revelara. Sentía curiosidad por saber si ambas interpretaciones coincidirían o si, por el contrario, diferirían de manera significativa. El sacerdote, tras murmurar una disculpa casi inaudible, se alejó a otro punto de la amplia estancia para aislarse de cuanto pudiera distraerlo. Se sumió en sus propios pensamientos mientras desplegaba ante sí varios papiros repletos de jeroglíficos. De vez en cuando, cambiaba uno por otro y lo estudiaba con detenimiento. Por fin, tras lo que el soberano consideró casi una eternidad, aquel hombre se acercó despacio y le habló en tono solemne.
—¡Oh, gran rey! Sin duda el dios Hor, en estos tiempos de grandes dificultades para ti y para tu pueblo, ha querido comunicarse contigo para demostrarte que él sufre también con los padecimientos de sus devotos fieles—. Tras una estudiada pausa, agregó—: Pero Hor no se ha limitado a observar desde el cielo las adversidades que nos apenan, sino que te ha elegido a ti, Merneferra Ay, para pedirte un gesto inequívoco de confianza y de fidelidad por parte del pueblo de Kemet. Ese gesto, esa prueba, sellará para siempre un pacto indisoluble con Hor, y gracias a él se mantendrá firme a nuestro lado, sean cuales sean las calamidades que debamos afrontar.
El rey guardó silencio mientras su corazón se aceleraba y él mismo luchaba por controlar las emociones que intentaban dominarlo. No sabía si aquella reacción debía achacárselo a las impactantes palabras del sacerdote o al no menos impactante influjo del seremet. Fuera por lo que fuera, aquellas palabras eran las que él había estado deseando escuchar. El verlas avaladas por un sabio intérprete del templo no hizo sino confirmarle que había llegado el momento de actuar para ganarse el favor de los dioses. Pero, sobre todo, el favor del dios Hor.
Tras agradecerle al sacerdote sus servicios y despedirlo con sus mejores palabras, Merneferra Ay no perdió tiempo y convocó al tyaty. Este, como de costumbre, llegó acompañado de varios escribas, y el rey le hizo enseguida partícipe tanto de su reciente experiencia onírica como de su posterior consulta con el servidor del templo. Y, por supuesto, de la decisión que había tomado.
Después de considerar una numerosa lista de opciones, que fueron descartando una a una, el rey y su hombre de máxima confianza estuvieron de acuerdo en llevar a cabo un simbólico —aunque no por ello exento de riesgo— plan. Con él estaban convencidos de volver a recuperar el favor de Hor para los kemitas que habían buscado refugio en Uaset tras recibir, por parte de los despreciables asiáticos, una doble humillación: por un lado, la derrota y posterior expulsión del norte del país y, por el otro, el sometimiento a la exigencia del pago de tributo a los invasores so pena de verse reducidos a servidumbre.
***
El rostro de Horemjaef permaneció sereno mientras escuchaba, de boca de uno de sus sirvientes, la noticia de la llegada a la ciudad del tyaty. En cambio, frunció visiblemente el ceño cuando el hombre agregó a continuación que la comitiva que encabezaba la mano derecha del rey dirigía sus pasos hacia el templo. El inspector jefe de sacerdotes ordenó que, con la mayor celeridad posible, fuera preparada una recepción acorde al alto rango ostentado por tan insigne dignatario. Y, mientras a su alrededor el templo bullía de actividad, Horemjaef no dejaba de preguntarse cuál sería el motivo de tan inesperado honor.
—Supone para mí una gran distinción el poder recibir en la casa de Hor al enviado de su interlocutor en la tierra, tyaty Resseneb? —saludó cortésmente el sacerdote cuando su egregio visitante entró en la amplia estancia, después de haber sido anunciado su nombre.
—Me alegra saberlo, aunque mucho me temo que el de hoy no pueda considerarse un encuentro de cortesía —respondió el tyaty con semblante serio, si bien sus palabras sonaron amables—. Lo que me ha traído hasta la fiel Nejen es un relevante asunto de estado, y lo que aquí se acuerde, en caso de que así sea, quedará avalado por el rey. Creo que deberíamos ir a algún sitio donde podamos hablar a solas.
—Por supuesto, se hará conforme a vuestros deseos.
Sin mayor demora, ambos se desplazaron hasta los aposentos privados de Horemjaef, quien dejó claro a sus sirvientes que nadie debía molestarlos bajo ninguna circunstancia. Aun así, Resseneb situó a un par de soldados de su guardia personal junto a la puerta, asegurando de ese modo la confidencialidad de la reunión.
Una vez a solas, libres ya del riguroso protocolo kemita, los dos hombres se relajaron un poco, y el sacerdote le ofreció a su invitado algunos de los refrigerios preparados para la ocasión. A pesar de ello, el tyaty seguía siendo la viva imagen de la preocupación.
—¿De qué se trata, tyaty Resseneb?
El aludido suspiró, dejó la copa de vino, de la que apenas había probado un par de sorbos, y miró al sacerdote con fijeza a los ojos.
—Está bien, tratemos este asunto sin rodeos innecesarios. El rey me envía para encomendarte una misión.
—¿Una misión a mí? ¿Cómo es posible? Sin duda, debe de tratarse de alguna clase de malentendido.
—Me temo que no lo hay. El rey está convencido —y coincido con su criterio— de que tú eres la persona más indicada para llevarla a cabo. Aunque, por otro lado, también he de confesarte que esta empresa no está exenta de riesgos.
—Si es cierto lo que dices, sospecho que lo que te ha traído hasta aquí me llevará lejos de Nejen, ¿no es cierto?
—A Ity-tauy.
El sacerdote, incrédulo, abrió mucho los ojos, e inmediatamente después frunció el ceño.
—¿Ity-tauy? ¿La misma Ity-tauy de la que nos vimos obligados a escapar hace tan solo unos meses ante el avance imparable de los heqa jasut?
—Sabes muy bien que no hay otra ciudad con ese nombre.
A aquella respuesta le siguió un prolongado silencio, que Resseneb aprovechó para recuperar su copa y apurar el contenido de un solo trago. Sabía muy bien lo que debía estar pasando por la cabeza del sacerdote.
—¿Puedo negarme? —la pregunta fue lanzada al aire seco de la mañana como un murmullo; bajo, profundo y sin esperanza de llegar muy lejos.
—¿Pueden las aguas de Hapi viajar desde el Gran Verde hasta la meridional Tai-Seiti?
—Comprendo —la mirada de Horemjaef no se apartaba del suelo y su cuerpo seguía inmóvil en el centro de la estancia, pero numerosos pensamientos pasaban por su cabeza a toda velocidad—. Lo que no termino de adivinar es la razón por la que el rey cree que un sacerdote es la persona más indicada para adentrarse en territorio enemigo y llevar a cabo una misión secreta. ¿No deberían los soldados, o tal vez los espías, encargarse de tareas de esa naturaleza?
—Oh, y lo harán, lo harán, no te quepa la menor duda —respondió el tyaty con aplomo. Sin embargo, al ver la mirada de incertidumbre de su interlocutor, continuó—. Ellos harán de tus ojos y tus manos, pero el corazón y la cabeza serán tuyos: los de un sacerdote de la antigua, fuerte y fiel Nejen.
***
Horemjaef, de espaldas al resto del barco —ciego y sordo, de hecho, a todo cuanto en él ocurría desde que abandonaran el puerto fluvial—, contemplaba con una desconcertante mezcla de emociones cómo su ciudad natal, su amada Nejen, se iba haciendo más y más pequeña. Para cuando la cúspide del alto y ancho muro que conformaba la entrada al templo dedicado a Hor se escondió definitivamente a sus ojos, a estos ya pocas lágrimas les quedaban por derramar. Sólo por orgullo, permaneció durante un tiempo ahí de pie, junto a la elevada popa, hasta que su rostro consiguió recuperar el sereno y plácido semblante que todos cuantos lo conocían estaban acostumbrados a ver. Cuando se volvió, los remeros, que gracias a la fuerza de la corriente apenas necesitaban emplear la suya para mover el barco río abajo, no vieron nada más que un rostro afable y reflexivo, apenas afectado por una sombra de pesar. El sacerdote era consciente de que, como comandante de El Ojo de Hor, la nave que el rey había puesto bajo su mando -pese a que fuera un experto oficial de la marina real quien se responsabilizara de todas las tareas relacionadas con la navegación-, debía dar ejemplo a los que formaban parte de la expedición. Muchas miradas —demasiadas para su gusto— estarían pendientes de él en aquella insólita misión, que no había hecho más que empezar.
En poco más de tres días llegaron a la capital, Uaset, aunque allí sólo se detuvieron en uno de los muelles el tiempo necesario para reaprovisionarse y descansar un poco antes de reanudar la marcha hacia el norte. Una vez dejaron atrás la capital, Hemiunu, el sacerdote que había elegido a instancias del tyaty como hombre de confianza para que le ayudara en su misión, se acercó para comentarle su extrañeza por el hecho de que ningún funcionario de la casa del rey se hubiera acercado a hablar con ellos. El hombre se mostraba claramente ofendido por lo que consideraba una clara descortesía, pero Horemjaef trató de calmarlo, y entonces comprendió las serias advertencias que había recibido de Resseneb sobre la discreción con la que debía llevarse este asunto. Horemjaef aún no podía revelar a su ayudante la verdadera naturaleza de su misión, aunque se consoló pensando que ya no faltaba mucho hasta que, de acuerdo con las instrucciones recibidas, estuviera en condiciones de hacerlo. Y entonces esperaba por fin poder descargar su alma de muchas de sus preocupaciones, compartir con Hemiunu bastantes de sus recelos y, con suerte, recibir quizá algún que otro buen consejo.
—¿Cómo reaccionó tu esposa cuando le dijiste que te marchabas lejos? —le preguntó un día a Hemiunu mientras, acodados en la borda, disfrutaban de las verdes orillas del río y del ambiente húmedo y fresco proporcionado por el agua.
—No se lo tomó bien —contestó entre risas el joven—. Creo que piensa que la abandono por otra mujer, y nada de lo que le diga cambiará eso.
—Si quieres, puedo hablar con ella cuando regresemos —se ofreció Horemjaef, dolido al sentir una punzada de culpa por haber arrastrado a Hemiunu con él.
—No creo que sea necesario, aunque igualmente te lo agradezco. Merari estará enfadada un tiempo, pero luego se le pasará. Este no es el primer disgusto que le doy... aunque sospecho que va a ser el más duradero.
Ambos sacerdotes rieron al unísono. El viaje, en efecto, ya estaba resultando bastante largo para los dos hombres del templo de Hor, nada acostumbrados a desplazamientos que superaran los dos o tres días en barco. Poco después de haber sobrepasado la ciudad de Menat-Jufu —capital del sepat del Orix y famosa por las tumbas de sus gobernadores excavadas en la roca—, cuando Horemjaef decidió que había llegado el momento de comunicarle a Hemiunu el lugar al que se dirigían y la naturaleza de su misión. Abrió la boca para hablar, pero justo en ese momento oyó la advertencia del capitán desde su puesto en la popa, junto al doble timón.
—Comandante, hay dos barcos de los aamu en el río delante de nosotros.
En efecto, dos barcos de tamaño similar al de El Ojo de Hor acababan de aparecer nada más sobrepasar un recodo del río y, a juzgar por cómo los marinos movían sus velas rectangulares para aprovechar mejor la fuerza del viento, quedaba claro que también los habían divisado.
—Acercadnos a ellos —fue la escueta orden que dio Horemjaef, serio de repente. Sin previo aviso y sin tiempo para una meticulosa preparación, se presentaba ante él la primera prueba de la misión. También podía ser la última.
En realidad, aquel primer contratiempo formaba parte del plan y, como tal, ya había sido previsto desde el principio. Pero luego estaban las dudas fruto de la incertidumbre de no saber cómo fueran a transcurrir las cosas. El sacerdote respiró hondo y trató de calmarse antes de que el primer barco de los aamu llegara a su altura y un par de marinos lanzaran sendos cabos para mantener ambas embarcaciones juntas en paralelo. El otro barco se mantuvo a una cierta distancia, a la espera de acontecimientos. Realizada la maniobra, un oficial y dos soldados heqa jasut, adornados con cintas en la frente y con la puntiaguda barba bien rasurada, saltaron a El Ojo de Hor. Ignorando al resto, el oficial se dirigió directamente a Horemjaef.
—¿Quiénes sois y qué os trae hasta nosotros? —preguntó en el idioma de los kemitas, aunque con un destacado acento extranjero.
—Mi nombre es Horemjaef, inspector jefe de sacerdotes en la ciudad de Nejen, y mi viaje obedece a un doble propósito, aunque cada uno es importante por sí mismo —fue la preparada respuesta del hombre del sur—. Ante el silencio y la mirada interrogativa del asiático, que se limitó a arquear una ceja, continuó—: El primer motivo es estrictamente personal. Como sacerdote principal del templo de Hor me sentiría honrado y muy agradecido si pudiera presentar, como llevo haciendo cada año desde mi nombramiento, una ofrenda a la estatua del dios en Ity-tauy.
—¿Y la otra razón? —inquirió el oficial, poco preocupado por los motivos personales de un sacerdote de una nación derrotada. Horemjaef, conocedor de antemano de los principales intereses de los aamu, había reservado su mejor anzuelo para el final.
—Comerciar —dijo con tranquilidad, como si estuviera empleando un amuleto con el que sabía que podía rechazar cualquier amenaza. Tras una breve pausa, que dejó al otro pendiente de lo que tenía que decir, pasó a enumerar algunos de los excelentes artículos que albergaba la bodega de carga de El Ojo de Hor—. Transportamos kapet, un perfume de múltiples usos y contrastada calidad; ánforas de shedeh de la mejor cosecha, utilizable tanto para ofrendas religiosas como para los ritos de embalsamamiento que, aunque no formen parte de las costumbres de los aamu, sí lo son de los kemitas que aún viven en la región del delta; oro y marfil de las lejanas tierras del sur; y, por supuesto, cañas, sal y dulcísimos dátiles de los recónditos oasis del desierto occidental.
—Si cerrara los ojos y dejara de ver vuestras ropas de sacerdote pensaría que estoy tratando con un mercader, o tal vez con un shutiu.
—En cualquiera de ambos casos, profesiones honorables que contribuyen con su esfuerzo a la prosperidad de los pueblos, ¿no es cierto?
—Jamás lo pondría en duda. Aunque imagino que ya estaréis informados de que, si os proponéis mercadear en estas tierras, habéis de pagar tributo al soberano de Hutuaret.
—Por supuesto. Nada más lejos de mi voluntad que saltarme alguna de las normas de comercio establecidas. Pagaré lo que corresponde.
No faltaba mucho para que la barca solar de Ra empezara a ocultarse en el horizonte cuando los sureños consiguieron satisfacer por fin la codicia de los soldados asiáticos que vigilaban aquella parte del río. El capitán encontró poco después un recodo apropiado donde soltar el ancla y asegurar así el barco frente a la corriente.
Por fortuna para Horemjaef y sus hombres, el modo en que se produjo aquel primer encuentro con los heqa jasut no volvió a repetirse y, en las jornadas que siguieron, tampoco hubo incidentes de relevancia que hicieran peligrar la misión que les había llevado tan lejos de sus hogares. Aún tuvieron que pasar un sinfín de agotadoras singladuras antes de que los altos muros de algunos de los templos más importantes de Ity-tauy se dejaran ver, pero, gracias a los dioses, tan majestuoso panorama casi hacía olvidar cualquier penalidad sufrida durante la extenuante travesía.
***
El atraque en el puerto fluvial de la capital, pese a llevarse a cabo con la poca luz del menguante día, fue realizada con pericia por el capitán de la nave. Horemjaef trataba de no mostrarse impresionado por la cantidad de embarcaciones y personas de toda clase y condición que se apelotonaban en la zona de los muelles, los cuales, por momentos, parecían verse sobrepasados a la hora de acoger a tanta gente en un espacio limitado. La mezcla cacofónica de sonidos, voces y llamadas a gritos, expresados en distintos idiomas y tonalidades, creaba un bullicio casi insoportable para hombres acostumbrados al silencio propio de los templos. El capitán de El Ojo de Hor se movía como pez en el agua mientras repartía órdenes y tareas, pero Hemiunu se mostraba más bien incómodo.
—Maestro, ¿cómo se supone que vamos a continuar desde "aquí"? —Hemiunu apenas consiguió reprimir una mueca de asco cuando hizo alusión al lugar donde se encontraban, y Horemjaef esbozó su primera sonrisa en muchos días. La tensión y la responsabilidad lo habían llegado a atenazar como pocas veces en toda su vida, pero ahora que por fin casi habían alcanzado su destino, su verdadera personalidad comenzaba a aflorar a la superficie.
—No debes preocuparte por eso, Hemiunu —lo tranquilizó mientras posaba una mano en el hombro de su joven ayudante—. Todo eso ya ha sido previsto por gente más instruida en estos asuntos que dos simples sacerdotes.
En efecto, casi sin darse cuenta, poco después se vieron rodeados por tres hombres que, por actitud más que por aspecto, parecían desentonar con el ambiente general. Horemjaef se dejó llevar por su intuición y no hizo nada por evitarlo. Uno de los desconocidos se situó a su lado y le susurró "síguenos" para, a continuación, separarse de él, adentrarse en el remolino de personas sin dudar un instante y avanzar sin esfuerzo aparente hacia las edificaciones más próximas. Una vez allí, el hombre que le había hablado miró una sola vez hacia atrás a fin de comprobar que no se habían perdido. En ese punto los tres desconocidos intercambiaron unas palabras y, a continuación, dos de ellos se mezclaron con las gentes de los muelles. Su "contacto", en cambio, echó a caminar hacia unas callejuelas estrechas que se alejaban más y más del puerto, hacia el centro de la que, hasta no hacía mucho, había sido la capital de su país.
Horemjaef y Hemiunu había perdido la noción del tiempo, tan sólo preocupados por no perder de vista al desconocido en su persecución por diferentes calles y callejuelas de la ciudad. El tiempo se agotaba, cada vez quedaba menos luz y la respiración agitada de sus pechos delataba el esfuerzo realizado. Por fin, nada más doblar una esquina que no se diferenciaba de ninguna otra esquina, lo vieron. Por un instante, no pudieron sino contener el aliento. Ante ellos se elevaba el monumental frontispicio del templo de Hor, con sus enormes torres trapezoidales flanqueando la entrada principal cuales colosos guardianes de la casa del dios. Por el rabillo del ojo acertaron a ver a su "guía", que rodeaba ya el enorme edificio por uno de los laterales sin, al parecer, preocuparse de si continuaban tras él o no. Ambos sacerdotes apretaron el paso para tratar de no perderlo, pero con cuidado de no llamar la atención de posibles miradas poco amistosas. Lo encontraron apoyado con un pie en el muro, despreocupado, junto a una pequeña puerta de servicio del templo. Pero, cuando estaban a punto de llegar a su lado, se escabulló al interior. Los dos sacerdotes ni siquiera se habían percatado de que estuviera abierta. Se miraron mutuamente, se encogieron de hombros, y se colaron también. Se encontraron en un patio en el que la habitual penumbra estaba tan sólo a un paso de convertirse en oscuridad, pero aún podían distinguir el camino que conducía hacia la zona interior de la edificación. Hacia la zona más secreta y prohibida. Hacia el santuario del dios. Horemjaef abrió la marcha y Hemiunu lo siguió, no sin mirar antes hacia atrás para cerciorarse de que no se habían metido en una trampa. Pero apenas pudo distinguir nada más que sombras indefinidas que podían ser cualquier cosa. Más por intuición que por ver el camino elegido, creyeron llegar a la antesala del santuario. No había ni rastro del hombre que los había antecedido, pero Horemjaef, llegado a aquel punto, ya no podía volverse atrás. Decidió seguir adelante y aceptar las consecuencias de sus actos. Traspasó el umbral, pero en ese momento sintió que tiraban hacia atrás de una de las mangas de su túnica de lino. Giró la cabeza para ver de quién se trataba, pero la oscuridad se lo impedía. Volvió a mirar adelante e hizo ademán de avanzar, pero de nuevo sintió cómo una fuerza lo retenía y le impedía avanzar. Insistió, empleando esta vez todas sus fuerzas; había llegado muy lejos para fracasar en el último instante. Sin embargo, no consiguió moverse lo más mínimo. Recordó que Hemiunu se encontraba junto a él, y abrió la boca para pedirle ayuda, pero de ella no salió sonido alguno.
Se debatía sin parar, una y otra vez, pero no conseguía liberarse. Entonces, de repente, una voz muy lejana se abrió paso hasta él, y la oscuridad empezó también a sucumbir ante unos tenues destellos de claridad. La voz lo llamaba y fue tomando forma.
—¡Mi rey! ¡Mi rey! —decía una voz.
—¡Despertad, por los dioses! —se sumaba a la primera.
—¿Qué ocurre? —Merneferra Ay se incorporó lentamente, desorientado aún a causa de lo profundo del sueño en el que había caído.
—¡Oh, mi rey! ¡Ha llegado al palacio un mensajero del norte. Y dicen que no trae buenas noticias de la región del Delta.
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Glosario
+ Ity-tauy: capital de Egipto durante el Imperio Medio, aproximadamente entre 1965 y 1650 a.C. Fue residencia de los reyes de las dinastías XII y XIII.
+ tyaty: el más alto funcionario del Antiguo Egipto, el primer magistrado después del faraón. Su puesto se definía como «el que es la voluntad del amo, los oídos y los ojos del rey». El visir fue un cargo similar, aunque muy posterior, en la época musulmana.
+ shenep: vestidura larga que sustituía al shenti y que incluía una imagen de Maat sobre el pecho, lo que lo convertía en responsable máximo de la justicia y encargado de nombrar a los jueces.
+ shenti: era una especie de faldilla que se arrollaba a la cintura y se ceñía con un cinturón de cuero. Lo usaban los varones de toda condición social.
+ Maat: símbolo del orden universal.
+ aba: cetro que portaba el tyaty.
+ Hapi: el río Nilo.
+ kemet/kemita: literalmente, «la tierra negra». Era el nombre con el que los egipcios (kemitas) llamaban a su país. Haría referencia a la tierra fértil que dejaba el Nilo (Hapi) tras su crecida anual.
+ desheret: «la tierra roja». Designa el desierto y, por oposición a "kemet", también a los países extranjeros.
+ aamu: asiáticos, término con el que ciertos pueblos de lengua semita que dominaron durante un siglo la región del Delta se denominaban a sí mismos. Los egipcios los llamaban heqa jasut («soberanos de países extranjeros»), de donde derivó el término «hicsos».
+ Merneferra Ay: soberano de la dinastía XIII, que gobernó aproximadamente entre los años 1669 y 1656 a.C.
+ Horemjaef: antiguo funcionario egipcio que vivió durante el Segundo Período Intermedio. Poseía los títulos de "primer inspector de los sacerdotes de Horus de Nejen" y "supervisor de los campos". Según una estela hallada en su tumba, hizo un viaje a Ity-tauy, capital del Reino Medio, donde recibió una imagen de Horus y de su madre, Isis.
+ shedeh: bebida muy apreciada en el Antiguo Egipto, que se elaboraba de una manera similar al vino y, probablemente, utilizando zumo de granadas. Recientes investigaciones apuntan a que también podría haberse elaborado con uvas.
+ sacerdote lector: literalmente, "el que porta el libro del ritual". Se trataba de un tipo de sacerdote cuya mayor especialización era la lectura y recitación de textos religiosos, hechizos e himnos sagrados durante los rituales del templo y ceremonias oficiales. Por su función, eran los más prominentes practicantes de "magia".
+ seremet: un tipo de cerveza dulce muy apreciada y que era consumida en grandes cantidades en los templos y en el palacio real.
+ Hor: era el dios de la realeza en el cielo, de la guerra y de la caza. «Horus» es su nombre helenizado.
+ Ra: dios del cielo, del Sol y del origen de la vida en la mitología egipcia. Símbolo de la luz solar, dador de vida, y responsable del ciclo de la muerte y la resurrección.
+ Uaset: "la ciudad del cetro uas", más conocida por su nombre griego, Tebas. Fue capital de Egipto durante los Imperios Medio y Nuevo.
+ Nejen: "fortaleza", conocida por su nombre helenizado, Hieracómpolis. Fue capital del Alto Egipto en el periodo predinástico. Fue el centro del culto de Hor, dios tutelar de los monarcas de las primeras dinastías, el cual encarnaba la zona fértil del valle del Nilo.
+ sepat: designa la superficie cultivable de los territorios, y designa cada una de las subdivisiones territoriales del Antiguo Egipto. En griego. El término equivalente es "nomo".
+ kapet: se trata del perfume más conocido de los fabricados por los antiguos egipcios. Se empleaba tanto para sustituir al incienso como remedio médico. En griego, "Kyfi".
+ shutiu: especie de agentes comerciales que efectuaban acciones de compraventa al servicio de las grandes instituciones faraónicas, aunque también podían realizar transacciones comerciales al margen de las instituciones y en provecho propio.
+ Hutuaret: capital de las dinastías hicsas en el siglo XVII a.C., durante el Segundo Período Intermedio. Estaba situada al este del Delta del Nilo. Más conocida como Avaris.
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