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Capítulo 31. Estrellas, zafiros y oro.




«Estrellas, zafiros y oro»

Los siguientes días se volvieron confusos y borrosos. Al principio estuvieron llenos de dolor, tanto así que grité hasta agotar mis pulmones y perder la voz. No pude evitarlo.

—No morirás —me recordaba Morwan con crueldad—. Así sangres mares y las heridas se te infecten, la pócima no te dejará morir. ¿Te rindes?

Todos los días finalizaba con la misma pregunta. Y todos los días obtenía la misma respuesta.

—No.

Entonces, la tortura comenzaba de nuevo. Una que juraba ser eterna. Látigo tras látigo, golpe tras golpe, chasquido tras chasquido. Rugía con fuerza cuando el látigo se incrustaba una y otra vez en mi piel en carne viva, a esas alturas, mi espalda debía estar destrozada.

Cuando terminaban, ni siquiera se molestaban en moverme y normalmente el lugar en donde caía, agotado y adolorido, era el mismo en el que me encontraban al día siguiente. El hambre y la sed ya ni siquiera importaban.

Vagamente entendía lo inteligentes que habían sido al engañarme con esa pócima, porque era la clave de todo. Podían dañarme cuantas veces quisieran, sabiendo que no existía un final. Eso nunca acabaría. Yo hubiera estado dispuesto a morir con tal de no decirles nada y su tortura, tarde o temprano, me habría matado. Y ellas hubieran perdido.

De esta manera, las brujas no podían perder. Lo único que necesitaban eran volverse más creativas cada día con sus maneras de infringir dolor. Y yo no podía aspirar a que la muerte me alcanzara y me diera un poco de paz. Mentiría si dijera que no la deseaba. Solo quería que todo eso acabara. Pronto.

—¿Te rindes?

—No.

Látigo.

—¿Te rindes?

—No.

Tortura.

—¿Te rindes?

—No.

Descargas eléctricas.

—¿Te rindes?

—No.

Quemaduras.

—¿Te rindes?

—No.

Huesos rotos.

A veces me curaban con pociones, solo para seguir teniendo algo que torturar. A veces me dejaban así un tiempo, para que la agonía se alargara. No estaba seguro de si lo imaginé, pero la última vez que las brujas estuvieron aquí y les escupí un nuevo "no" en la cara, Morwan me miró con fascinación.

—¿Cuál es tu secreto? —inquirió—. ¿Por qué no te rompes?

No le contesté.

Y cuando se marcharon dejándome solo, medio desnudo y ensangrentado, la fría oscuridad me acogió casi con dulzura y cerré los ojos para concentrarme en mi secreto; imaginar el rostro de Ada.

No tenía idea de cuánto tiempo llevaba sin verla, pero ahí estaba ella detrás de mis párpados, con tanta nitidez que parecía que yo sostenía una fotografía en lugar de un recuerdo. Y cuando por fin tenía suficiente de su imagen, entonces los rostros de mis hijos la sustituían.

Ese día, mis pensamientos me transportaron hacia un recuerdo tan hermoso, que hasta sentí como mis labios partidos se estiraron, casi nada, pero era lo más cerca que había estado de una sonrisa desde que llegué ahí. Y sentirla, comprender que tras todo ese dolor yo aún era capaz de sonreír, fue un regalo maravilloso.

Ada y yo estábamos dentro de la bañera, yo sentado en contra del azulejo de cristal y ella entre mis piernas, con su espalda recargada en mi pecho. Por encima de su hombro alcanzaba a ver sus rodillas sobresaliendo del agua, junto con su pancita de embarazada. Por debajo de sus brazos acaricié el redondo y suave estómago, esperando que aquella caricia fuera tranquilizadora.

—¿Quieres que caliente más el agua? —pregunté en su oído, con un tono de voz bajo para que ella no se inquietara.

—Estoy bien —susurró, pero casi enseguida buscó mis manos y las apretó con una fuerza sorprendente—. Viene otra.

Sentí su cuerpo tensarse conforme la contracción la atravesaba. No hizo ningún sonido, solo aguantó la respiración y unos 20 segundos después la soltó de golpe, cuando el dolor pasó. Dejó caer su cabeza sobre mi hombro y alzó sus ojos lo suficiente para alcanzar a mirarme.

—¿Cuánto?

—10 minutos. Aún falta.

Ada inspiró profundamente y soltó mis manos para pasarlas por su estómago, en círculos conciliadores.

—Te estás tomando tu tiempo ¿eh? —le dijo al bebé.

—Me sorprende lo relajada que estás —me sinceré.

—Esta es la tercera vez que pasamos por esto. —Se encogió ligeramente de hombros—. No me siento tan nerviosa como la primera. Más bien, estoy ansiosa por tenerlo en mis brazos. Y, sinceramente, estoy cansada de estar gorda.

Reí solo porque sabía que ella estaba bromeando.

—Voy a extrañar verte así.

—Espero que lo hayas disfrutado, porque esta sí será la última vez.

Besé su sien para demostrarle que así fue.

—¿Aún te duele la espalda?

—Un poco.

Hice que se alzara para crear un espacio entre nuestros cuerpos y calenté mis manos con mi fuego —no mucho para no quemarla— antes de comenzar un masaje en las partes que ella me había dicho que le dolían. La escuché suspirar, agradecida.

—Tú también estás muy tranquilo —comentó.

—Tú lo has dicho, ya tenemos experiencia haciendo bebés.

Ella rió suavemente.

—¿Crees que Noah y Alen estén emocionados?

—Estoy seguro.

Ada ronroneó.

—Tus manos con mágicas, Ezra.

—Me lo han dicho —respondí satisfecho.

—Que no se te suba a la cabeza.

—Demasiado tarde.

Ella volvió a recargarse en mi pecho, esta vez su cabeza quedó en el arco de mi cuello y yo apoyé mi barbilla sobre ella.

—Fue buena idea sugerir este baño —admitió por fin.

—Te lo dije.

—¿Sabes? Hay quienes creen que tener sexo acelera el parto.

—Eso lo sacaste de un episodio de "Friends" —la acusé—. Y estoy seguro de que era antes de que iniciaran las contracciones.

—Le quitas la diversión a todo —bromeó, pero su voz se tensó antes de que terminara la frase.

—¿Otra? —adiviné.

Ella asintió en silencio y supe que esa fue mucho más fuerte cuando dejó escapar un gruñido prolongado. También duró como 5 segundos más y yo hice la nota mental de ese cambio.

—¿Tiempo? —exhaló

—Entre la última y esta, nueve minutos y medio.

Ada soltó una palabrota.

—Este será un largo día.

Lo fue.

Estrella nació a las 11 de la noche. Ada y yo ya teníamos el presentimiento de que sería una niña, la intuición nos lo decía, pero ver a nuestra bebita con nuestros propios ojos nos derritió por completo.

Era hermosísima y grabé ese momento —en el que mi hija me miró por primera vez desde los brazos de su madre— en mi corazón, junto a los otros dos que ya estaban guardados ahí.

Estrella: cabello rojo como el fuego. Mejillas sonrosadas como rosas. Ojos plateados como estrellas. Nació en la noche, cuando las figuras brillantes como su nombre ya estaban en el cielo y fueron testigos de su llegada.

Alen: rizos cenizos y luminosos. Piel crema y suave. Ojos azules como zafiros. Nació al atardecer, cuando el cielo se pintaba de naranja con una paz inigualable y el sol, tan taciturno como nuestro hijo, coloreaba las praderas.

Noah: cabello cenizo como la plata. Tez suavemente bronceada. Ojos miel como oro puro. Nació al amanecer, justo cuando iniciaba un nuevo día que anunciaba nuestra nueva vida, con rayos de sol tan dorados como su mirada.

Eran esos tres rostros los que me incitaban a decir "no" una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez. Porque si yo me rendía, entonces ellos estarían en peligro. Y yo prefería soportar esa tortura antes que perderlos.

De eso estaba seguro.

Abrí los ojos cuando sentí a alguien acercarse, aún era muy pronto para que ellas hubieran vuelto. Parpadeé varias veces hasta que pude identificar la silueta y el fuego plateado que flotaba sobre nuestras cabezas se reflejó en las profundidades de esos ojos hundidos en color caoba: Clío.

La evalué sin decir una sola palabra, notando que algo distinto se revelaba en su rostro. Ella no siempre estaba por ahí, aunque en algunas ocasiones las brujas la obligaban a quedarse para ser testigo de la tortura. Tal vez... para hacerle saber lo que sucedería con ella si las traicionaba de alguna manera.

Clío nunca había demostrado ninguna emoción que no fuera asco y yo, con el tiempo, simplemente dejé de verla. Era demasiado duro observar su palidez, sus oscuras ojeras y lo flaca que estaba, tanto que el cuerpo le nadaba en la ropa que llevaba. Todos esos solo eran signos de que se estaba consumiendo por dentro y eso también me torturaba, porque yo no podía hacer nada por ella.

No podía salvarla.

La hembra no habló durante largos segundos y me dije que tal vez me estaba engañando a mí mismo, que no había ningún cambio en ella y que yo simplemente lo deseaba, pero seguro solo estaba verificando que la pócima siguiera funcionando y yo me encontrara con vida.

Entonces, los labios le temblaron. Ignoré la mordida de dolor que recorrió mi cuerpo cuando alcé la cabeza para mirarla con más atención.

—¿Clío?

Ahí estaba, no eran fantasías mías, por primera vez había duda en su semblante. La misma expresión que Nia tuvo cuando luchaba contra su collar de polvo oscuro de hada.

Parecía esforzarse por hablar, pero las palabras no lograban salir, así que intentaba transmitirme todo con sus ojos; miedo, desesperación, rabia. ¿Después de tanto tiempo? ¿Cómo era posible?

Clío no se había rendido y tardé en comprender porque hasta ese momento dio señales de vida: fue por mí. De alguna manera mi tortura la terminó quebrando a ella, tan silenciosamente que nadie se dio cuenta, las grietas internas se cuartearon y Clío, atrapada dentro de sí misma, estaba asomando un ojo a través de ellas.

Su mano estaba fría, pero cuando la puso sobre la mía ni siquiera me importó. Lo único que pude sentir fue alivio, porque todavía existía esperanza para ella. Clío me dio un apretón débil.

—Lo sé —mi voz ronca era irreconocible.

Ella cerró sus ojos, como si el raspar de mi garganta también le hubiera dolido. Acunó sus manos frente a mí y agua cristalina nació de la nada entre ellas, llevando las puntas de sus dedos hasta mi boca.

En esa ocasión la olfateé en busca de cualquier rastro de magia, sospechando que aquello podría tratarse de otra trampa y una muy buena actuación. Al no encontrar nada, me permití abrir la boca para recibir ese acto de piedad.

El agua estaba fresca, deliciosa, y casi sollocé cuando me llenó la boca y apaciguó el dolor de mi garganta. Clío continuó utilizando su elemento agua para volver a llenar sus manos cada vez que yo me la terminaba, hasta que, más cansado que antes, me dejé caer de nuevo en el frío suelo. Sin fuerzas.

Pasé mi lengua por mis labios agrietados y aunque me ardieron, la sensación de humedad valió la pena.

—Gracias.

Sentí su mano acariciar mi cabello, como Ada lo hacía cada vez que buscaba tranquilizarme. Suspiré, disfrutando de la compañía después de lo que parecía una eterna soledad.

—Clío —me esforcé por llamarla y aunque mi energía no fue suficiente para alzar la cabeza de nuevo, esperaba que con mis palabras bastara—. Si lo logras... si logras, aunque sea por un segundo, recuperar el control... vete. No pierdas tu tiempo viniendo por mí. Solo vete. Corre. Vuelve a Féryco. Ada y Enid te ayudarán a quitarte el collar... ellas te cuidarán.

No hubo respuesta, pero la caricia de su mano se congeló mientras intentaba asimilar mis palabras y leía entre líneas la verdad: que yo no saldría de ahí con vida.

—Es una orden —finalicé, antes de que la inconsciencia me arrastrara de nuevo.

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