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Epílogo. Caelum Rey.




«Caelum Rey»

    —Hazlo.

    —Perdóname.

Aquellos ojos plateados, acuosos y atormentados fueron lo último que vi, la imagen que me acompañó en mi último latido. Después, todo se desvaneció.

Agua. Oscuridad. Estrellas. Vacío. Se sentía como volar, pero sin tener el control de mis alas y viajando hacia un destino desconocido. No sentí miedo, simplemente me dejé guiar por el camino invisible en el núcleo de un agujero negro infinito.

El tiempo era engañoso. Un segundo se sentía como una eternidad y una eternidad bien podría durar solo un segundo. Tal vez, aquí el tiempo ni siquiera existía. Tal vez, llevaba milenios perdido.

Entonces, la luz se lo tragó todo.

Perdóname.

Abrí los ojos lentamente, comprendiendo que aún tenía lo más parecido a un cuerpo. Me tomó algunos segundos acostumbrarme al silencio de mi corazón y la falta de latidos. A la noción de respirar sin llenar realmente mis pulmones. Era como estar hueco. Liviano. Eterno.

Cuando procesé esa extraña sensación, entonces me tomé el tiempo de examinar a mi alrededor: una ilusión del Edén. El otro lado realmente era mágico si podía recrear los lugares que el corazón anheló en vida.

Suspiré por pura costumbre, porque en realidad ni siquiera necesitaba respirar en ese lugar. Y entonces vino lo peor: una confusión de recuerdos que tuve que desenmarañar. Poco a poco, recordé algunos de mis últimos momentos antes de morir.

Y me odié a mí mismo.

Aquellos ojos plateados volvieron a mi mente: mi último recuerdo. Mi Estrella acabando con mi vida.

Nunca dejaría de admirar su fuerza y valentía, sobre todo después de recordar mi comportamiento como demonio y todo lo que le hice en el infierno.

Perdóname.

Maldita sea, era ella la que tenía que perdonarme a mí.

    —Sabes que te maté porque te amo, ¿verdad?

    —¿Estrella?

Miré como loco a mi alrededor. Esa había sido su voz, ¿no? Era inconfundible, pero ¿qué carajos hacía ella aquí? Por un momento temí lo peor, pero no encontré rastro de mi esposa por ningún lado.

    —Lo siento. Lo siento tanto...

El sonido de su llanto me guio hasta el río y caí de rodillas al encontrar su reflejo en el agua.

    —Estrella...

Fui arrastrado a otro lado al sumergir mi mano intentando alcanzarla. Antes de que pudiera entender lo que sucedía, ya me encontraba en un espacio nuevo, lleno de oscuridad y rodeado de miles estrellas. Flotando frente a un espejo de agua que se expandía hasta lo más recóndito.

La imagen de Estrella se reflejaba como una película sobre la pared de agua, mucho más nítida que en el río. Gracias a eso pude comprender que ella no se encontraba aquí. Reconocí el templo de Paradwyse y la vi, acurrucada en el altar, abrazando mi cuerpo sin vida. Llorando como nunca antes la había visto llorar.

    —Estrella —susurré a la nada, sabiendo que ella no podría escucharme.

Coloqué mis manos sobre el agua, dura como una pared de cristal, muy consciente de que nos encontrábamos muy lejos y tampoco podría alcanzarla. Consolarla.

Una corriente de aire me impulsó hacia atrás y traspasé un velo invisible que me dejó caer de nuevo en el Edén.

    —No... —supliqué—. ¡No!

Me arrastré hacia el río de nuevo, pero el reflejo de Estrella ya no se encontraba ahí. Solo mis ojos azules, mis ojos humanos, me devolvieron la mirada.

Permanecí sentado junto al río por lo que pudieron ser horas, días o más milenios, esperando que se me permitiera ver aunque fuera un atisbo de su cabello pelirrojo. Aún no entendía cómo funcionaba este lugar y ya había intentado de todo para evocarla de nuevo, sin éxito.

Así que solo restaba esperar.

Conforme más tiempo pasaba, más recuerdos llegaban a mi mente. Flashazos de mi pelea con Forcas. De mis alas quemándose. Del rostro de Estrella al verme por primera vez como demonio...

    —Ellos son Evan y Cielo. Hadas y ángeles. Míos y de Caelum.

Di un respingo y me avalancé hacia el río, siguiendo su voz. Apenas la palma de mi mano tocó el agua llegué de nuevo a ese vacío de oscuridad y estrellas. Esa vez, reconocí el estrado de Paradwyse y me pregunté si aquello estaría pasando en tiempo real o solo eran retazos de algo que aconteció hace mucho tiempo.

    —¿Qué está sucediendo? —murmuré en voz alta al encontrar a mi Estrella enfrentando a Seis de los dioses y al mismísimo Concejo de Paradwyse.

Mis hijos también se encontraban ahí, lo que me ayudó a atar los cabos sueltos.

    —Sabemos que fueron ellos quienes desactivaron nuestras guardas mágicas para abrir los portales del infierno y dejar entrar a su padre, junto con los príncipes infernales y sus ejércitos de demonios.

Mierda.

    —Ellos no sabían, sobre Caelum. Ellos solo querían a su papá de vuelta y él los engañó.

También dolió recordar eso, pero no permití que aquello me distrajera. Necesitaba poner atención a cada palabra para que no se me escapara nada.

    —Yo lo maté. Hicimos un trato y lo maté. Me juraron que Evan y Cielo estarían a salvo cuando cumpliera mi parte del trato.

Esto tenía que estar pasando justo ahora. De alguna manera estaba accediendo a una conexión con la tercera dimensión y presenciando la reunión que decidiría el futuro de mis hijos.

Y yo no estaba ahí para abogar por ellos o protegerlos.

    —Tú puedes, Estrella —susurré, colocando mi mano sobre su reflejo—. Confío en ti.

Me llenó de orgullo verla manejar la situación y enfrentar a Arawn, hasta que Rho dijo las palabras que nos sorprendieron a todos:

    —A partir de ahora, Evan y Cielo tienen la protección de los dioses.

    —¿Qué carajo...?

No estaba entendiendo nada y las cosas no mejoraron con la siguiente explicación; el secreto que los dioses guardaron ferozmente hasta ahora.

    —Evan y Cielo ahora son nuestra leyenda: los príncipes de Paradwyse.

    —No me jodas —murmuré para mí mismo.

Estrella lucía tan estupefacta como yo me sentía.

    —¿Quieren que Evan y Cielo gobiernen Paradwyse?

Esta era una situación que jamás vi venir, pero, incluso a través del tiempo y la distancia, distinguí el desafío en los ojos de mi esposa.

    —...No me quitarán a mis hijos, no se los quedarán solo para cumplir con su capricho de hacerlos reyes de un reino que no ha hecho más que lastimarme una y otra vez. Un reino que se convirtió en la cárcel de mi esposo...

    —¡Estrella!

Choqué contra la pared de cristal al intentar alcanzarla cuando fui testigo de la telekinesis de Arawn cayendo sobre ella con toda su fuerza. Recordé esa terrible magia, el crujido de los huesos y el hondo dolor que llegaba hasta la médula. El grito de Estrella me puso de rodillas, embargado de impotencia.

Ada y Ezra se movieron con fiereza, pero fueron Evan y Cielo quienes detuvieron todo con tan solo alzar sus manos y soltar una poderosa onda de magia que desestabilizó a Arawn.

El dios se estrelló contra el trono de cristal a su espalda, el cual se hizo añicos por el golpe y el estallido de magia. Hubo una chispa de sorpresa en el rostro de los demás dioses.

    —Nadie toca a mamá.

Sonreí lleno de orgullo, no pude evitarlo.

Evalué a Estrella con avidez cuando sus padres la ayudaron a ponerse de pie. No lucía herida, solo pálida e incrédula tras descubrir a nuestros hijos frente a ella, escudándola.

Protegiéndola.

Kaly intervino a tiempo, haciendo acopio de su bondad para anunciar que nadie separaría a Evan y Cielo de Estrella. Rhosand la apoyó con un ultimátum.

    —...Se quedarán con su madre hasta que cumplan la mayoría de edad. Mientras tanto, nosotros los entrenaremos para que aprendan a controlar su magia. Les ofreceremos la guía que necesiten. Y la protección de los seis. En su cumpleaños número dieciocho, volveremos a reunirnos para abordar el tema. ¿Es este un trato con el que todos pueden vivir los siguientes doce años?

Dejé de respirar esperando por la respuesta de Estrella. Una simple costumbre, porque en ese lugar ni siquiera necesitaba respirar.

    —Solo tengo una condición: Cassida nunca se acercará a ellos.

Gruñí en señal de aprobación, aunque nadie podía escucharme.

    —Cassida ha sido desterrada. No volveremos a verla en un largo tiempo.

Así que Forcas estaba muerto gracias a mí. Cassida desterrada gracias a Estrella. Y los mellizos ahora tenían la protección de los Dioses.

Un final que no planeamos, pero que resultó mejor que cualquier alternativa a nuestro alcance.

Sin embargo, todavía faltaba algo que resolver.

    —El rey del infierno ha muerto. Y tú eres su esposa.

Una mirada de horror y comprensión por parte de Estrella.

    —Soy la reina del infierno.

Me estremecí al escucharla decirlo en voz alta. No porque realmente sintiera algo físico, este cuerpo seguía hueco y adormecido, pero sí porque los recuerdos me pusieron a temblar...

Un trono de diamante negro. Una corona de oro negro. Un vestido de plumas negras.

Un ejército de demonios y seis príncipes infernales arrodillándose ante mí.

Solo ella hubiera sido capaz de detenerme. Y ahora, por su valentía y coraje, una corona que nunca pidió recaía sobre sus hombros. Una parte de mí estaba esperando el momento en el que Estrella se desmoronara y no pudiera soportar nada más.

Su sonrisa, despiadada y peligrosa, me demostró todo lo contrario. Miró a cada uno de los príncipes cuando los llevaron al estrado, con la mezcla perfecta de poder y desprecio como para declarar:

    —Si maté a mi esposo, no duden que tengo las agallas suficientes para acabar con cada uno de ustedes.

Otro recuerdo me asaltó, uno que me hizo desear quemar el infierno. El mismo odio irrefrenable que se apoderó de mí al recordar a Belial, en la cama, sobre el cuerpo indefenso de Estrella mientras ella lloraba y suplicaba.

Apenas recordaba los detalles por lo rápido y sanguinario que me moví, pero tras hundir un filoso vidrio en su cuello y sentir su sangre empapar mi mano, supe que aquello no sería suficiente.

Quería que sufriera más antes de morir.

Lo jalé de los cuernos para azotarlo en el suelo y tenerlo a mi merced. Castrarlo con ayuda del vidrio y la magia no fue difícil, pero sí doloroso. Los ojos casi se le saltaron de las órbitas y el aullido de dolor se confundió con el borboteo de la sangre que me salpicó el rostro. No conforme, enterré mis garras a la altura de su esternón y desgarré, desgarré, desgarré...

Todo sucedió en segundos que parecieron horas.

Solo volví en mí cuando me puse de pie y me encontré de nuevo con Estrella; llorando, temblando y abrazándose a sí misma, semi desnuda y bañada en sangre.

No mucho después se vomitó encima.

Cerré los ojos, intentando apartar aquella horrible imagen, porque fui yo quien la puso en esa situación y nada podría justificarlo. Cometí errores graves. Me equivoqué y la puse en peligro.

Eso solo me hacía admirar más a la Estrella que en ese momento estaba enfrentando a cada uno de los príncipes, sabiendo que eran la última amenaza para Evan y Cielo. Y que acababa de encontrar una manera muy inteligente para someterlos.

    —Yo te devuelvo tu corona y te convierto en rey del infierno solo a cambio de un juramento de vida, como el que los ángeles le hacen a sus dioses. Si lo rompes, te mueres.

Mi admiración hacia ella fue infinita: una solución inteligente y definitiva. Estrella tenía una oportunidad única para ser despiadada y matarlos a todos. Para vengarse, sí, pero también para intentar proteger a su familia y a su reino.

Y fue lo suficiente lista como para comprender que aquello causaría un desequilibrio terrible y guerras sin fin. Así que encontró una alternativa segura en tiempo récord, incluso estando bajo presión.

Coloqué mi mano sobre su rostro, deseando que pudiera sentir mi caricia.

    —Bien hecho, Ella —la felicité con un susurro que se llevó el viento.

Los seis príncipes infernales se hincaron ante ella: una imagen que ninguno de los presentes olvidaría nunca.

    —Estrella Rey tiene nuestro juramento de vida.

Fue lo último que escuché antes de que el viento me envolviera para lanzarme de nuevo en el Edén.

Durante las siguientes horas los recuerdos siguieron llegando como si de películas se tratasen, los cuales me ayudaron a aclarar mi cabeza poco a poco. No pasó mucho tiempo antes de que volviera a escuchar las voz de Estrella elevándose desde el río.

    —Un reino sin estrellas, oscuro y lúgubre. Parece adecuado para ser un mundo en el que ya no se encuentra Caelum.

    —Parece adecuado que la reina de las estrellas las haya hecho explotar todas.

Supe de qué iba todo solo con verla: el vestido de plumas delicadas y negras era un símbolo. Un luto. Ella y Malik se encontraban en la explanada del templo de los Siete, esperando que comenzara mi funeral.

Así que este sería difícil.

Toqué el agua para transportarme a ese lugar que ahora yo llamaba la superficie, puesto que daba la sensación de que mi alma ascendía para estar más cerca de ellos aun cuando no podían verme.

Y me armé de valentía para presenciar a mis hijos despidiéndose de mí. Para ver el rostro de Estrella, contraído y rezumando dolor. Para ver mi propio cuerpo, inmóvil y sin vida.

Estrella vomitó antes de poder decir nada y uno de los peores recuerdos volvió a mí con la misma fuerza con la que te noquea un puñetazo: nosotros en la cama, ella aprisionada bajo mi cuerpo, en una posición intencionada para que no pudiera moverse. O escapar.

Caelum, detente. No termines dentro.

La escuché. Y la ignoré, porque estaba cegado de poder, venganza y lo único que mi demonio quería era poseerla. A toda costa.

Y ahora los seis dioses a su alrededor la evaluaban con una suspicacia letal.

    —Continuemos con el funeral —pidió con una voz demasiado temblorosa como para pasar desapercibida.

El silencio de los dioses, de alguna manera, se sintió peor. O tal vez era porque yo conocía bien a esos seres y sabía percibir esa tensión siniestra; un augurio de que no dejarían escapar aquello con tanta facilidad.

Aun así, mi funeral continuó.

Agradecí silenciosamente el manto de plumas con el que me cubrieron mis compañeros. La última despedida de Kaly. Y que el fuego que consumiera mi cuerpo fuera el de mi Estrella.

    —Requiem in pace, Caelum Rey.

Sentí un cosquilleo donde debería estar mi corazón, como el roce fantasma de un deja vú. Tal vez porque Estrella acababa de revelar, por fin, el apellido que acepté al convertirme en su esposo. Un secreto que ya no tenía caso guardar.

Y me quedé ahí, en la superficie, hasta que el mágico fuego plateado se consumió y de mi cuerpo solo quedaron cenizas. Y lloré junto a Estrella y mis hijos, sin la posibilidad de alcanzarlos. De abrazarlos una última vez.

Coloqué mi mano sobre su reflejo y susurré al viento, la oscuridad y las estrellas frías que me rodeaban:

    —Los amo con el alma; más allá de todo. Más allá de mi cuerpo, de mi mente, de mi fuerza, de mis miedos, de los latidos de mi corazón. Los amo con todo lo que soy y lo que me queda. Hoy y siempre.

De un segundo a otro las estrellas brillaron con tal intensidad que la luz me envolvió. Me cegó. Y cuando logré recuperar la visión me encontré con el rostro de Estrella alzado, mirando exactamente en mi dirección.

Un pensamiento alocado cruzó por mi mente: ¿podía verme?

Era imposible, pero no era la única. Evan y Cielo también me contemplaban con ojos brillantes. Y Malik lloraba. Y Ada cantaba. Y Ezra sonreía. Y Tadeus hizo una reverencia. Y varios ángeles alzaron sus barbillas al cielo con un semblante lleno de respeto.

Así que les sonreí de vuelta.

Me quedé a ver cómo colocaron mis cenizas en el templo de los Siete y por un momento pensé que aquello sería todo, el punto final de mi partida. Después de mil años mi alma por fin estaba lista para seguir adelante, sin importar lo que continuara a partir de ahora.

    —Estaremos al pendiente de tu embarazo, Estrella Rey.

Me paralicé al escuchar la amenaza escondida tras las palabras de Oryn y analicé el rostro de la diosa, intentando leer en sus rasgos los secretos que escondía.

Los dioses sabían algo que nosotros no, Estrella tampoco tardó mucho en descifrarlo.

    —Han soñado con otro niño, ¿verdad? Por eso están enloqueciendo con esto. ¿Él es malo?

No, esto no podía estar sucediendo. Ella no podía pasar por esto sola.

    —Si estás embarazada, Kaly detendrá ese embarazo antes de que sea demasiado tarde.

Rugí con fuerza y el eco fue engullido por la nada, lo que me hizo sentir una impotencia descomunal. Ser testigo del horror de Estrella y no poder hacer nada para evitarlo dolió agudamente. Me dejé ir hacia adelante, como si pudiera alcanzarla para protegerla, pero un viento huracanado me hizo retroceder.

Me alejó de ella y me arrojó a la soledad eterna.

Tal vez debería estar en el infierno, sufriendo las consecuencias de mis actos. Tal vez nunca merecí la bendición de mis dioses y esto era un error.

Si Estrella realmente cargaba en su vientre a mi antítesis como ángel... Si los dioses le ponían un solo dedo encima...

Yo no podría hacer absolutamente nada para impedirlo.

No me molesté en explorar más allá de lo que veía, tampoco quería arriesgarme a alejarme del río y perder mi conexión con Estrella. Necesitaba saberlo... aunque ya no pudiera hacer nada para enmendarlo, necesitaba saber si tendríamos otro hijo y las consecuencias que aquello conllevaría.

Esa vez, su voz tardó mucho más en emerger. No me atreví a subir a la superficie de nuevo, así que me quedé escuchando en la orilla del río.

    —Si estoy embarazada... ¿Ella puede quitármelo antes de que nazca? ¿No se supone que es mi cuerpo? ¿Mi hijo? ¿No tengo derecho a decidir?

    —¿Quieres tenerlo?

    —Yo... no estoy segura. Solo sé que ese niño sería mío. Mío y de Caelum.

    —Caelum como demonio.

    —Lo sé, no lo he olvidado. Jamás lo olvidaré.

Me encogí al escuchar el resto de la conversación.

    —No nos queda más que ser pacientes y esperar. No falta mucho para tu regla, si tienes un atraso...

    —Entonces será oficial. Y tendré que enfrentarme a los dioses.

Mi alma iba a sumergirse en la locura durante esa espera, sobre todo porque la conexión se rompió y el pálido rostro de Estrella se desvaneció en el agua, dejándome solo de nuevo.

Hincado al borde del río, en esa ocasión me tomé el tiempo de observar mi reflejo y tratar de reconocerlo. Unos ojos azules —como los de Evan— me devolvieron una mirada curiosa.

Era el mismo pero no lo era.

Más delgado. Más pálido. Más real. Más... humano.

Humano.

Solté un respingo ante la nueva serie de recuerdos que me asaltó, esa vez mucho más antiguos y místicos. Recordé plumas y piedras preciosas. Humo e incienso. Naturaleza y pirámides lejanas. Armaduras de cuero y lanzas de obsidiana.

Recordé a Nikolay, mi pequeño de cabello negro y ojos azules, corriendo libremente en una provincia de tierras altas.

Recordé a Eyleen...

La primera vez que la vi.

Era la tercera hija de un noble, la más joven de todas. No hace mucho que había cumplido los dieciséis soles, justo después de que yo celebrara los dieciocho. Estábamos en una ceremonia dedicada a la diosa Ixchel y Eyleen vestía una ligera túnica de manta bordada con plumas, sandalias de cuero y una diadema hecha con oro, cuarzo y jade.

Su cabello era negro y liso, las luces del fuego se escurrían sobre él y parecían quedar atrapadas entre las hebras. Sus ojos eran grandes y grises, engullían todo a su alrededor con una singularidad impecable. Con ansia. Como si estuviera esperando ser testigo de algo muy emocionante.

Me robó el aliento.

Eyleen se rezagó del resto de su familia para tomar un copal y acercarse a la fogata del centro. Cerró los ojos y murmuró una plegaria silenciosa. El humo flotó a su alrededor y por un momento me pregunté si estaría soñando, porque aquella imagen era hermosa e irreal.

Al abrir los ojos, se encontró conmigo al otro lado del fuego sofocante. Y, aunque su mirada se bañó en cautela, muy en el fondo el peculiar interés con el que observaba todo seguía vivo. Y cayó sobre mí.

Nos miramos el uno al otro a través de las llamas, hasta que su padre notó su ausencia y la llamó en un extraño idioma que, al parecer, en ese mundo yo entendía a la perfección. Y que también hablaba.

Ella parpadeó lentamente, como si se obligara a salir de un extraño hechizo, y se apresuró a volver con su familia. Eyleen se perdió entre el humo y los rituales.

Alcanzar los dieciocho soles solo significaba una cosa para mi familia: cumplir con la tradición de encontrar una esposa. Nuestra cultura nos reservaba para este momento, mi padre ya tenía una larga lista de pretendientes para mí y los chamanes estaban dispuestos a celebrar una ceremonia lo más inmediata posible.

Fue cuando decidí que quería a Eyleen May.

Mi padre me acompañó a pedir su mano, aunque lo hizo esperando que aquel fuera un capricho y se me pasara al tener que enfrentar a una de las familias más poderosas de la tribu.

Los May vivían en una casa tan grande que casi parecía un castillo. Estaba construída con bloques de mampostería y techos abovedados. El padre de Eyleen me recibió en una plataforma alta y llamó a su hija menor al escuchar mis intenciones.

El tiempo pareció detenerse cuando Eyleen apareció en la plataforma y se posicionó junto a su padre, serena y elegante.

    —Tengo a alguien aquí que está solicitando tu mano —explicó el padre, señalándome.

Eyleen volvió a parpadear como aquella vez y, tras esa mirada peculiar, supe que me reconoció. Hice una reverencia ante ella.

    —Nada me gustaría más —afirmé.

Eyleen entrelazó sus manos al frente, sobre la larga falda de algodón que vestía ese día.

    —Aún faltan dos soles para tomar una decisión como esta —expresó, alzando ligeramente la barbilla para demostrar su inconformidad.

Era una de las reglas de nuestra tribu: nadie podía desposar a una menor de edad. Había otras tribus, por supuesto, muy alejadas de nuestras creencias y que seguían reglas distintas.

    —Mi intención nunca fue faltarle el respeto o romper las reglas —aclaré—. Esperaré por ti... los soles que sean necesarios.

Eyleen respiró profundamente, pero antes de que pudiera opinar algo al respecto, su padre se inclinó sobre su asiento para evaluarme con mayor atención.

    —¿Y qué tienes para ofrecerle a mi hija, muchacho?

    —Mi lealtad —respondí, tal y como lo ensayé con anterioridad—. Y mi honor.

Me postré ante ellos e incliné mi cabeza para poder declarar:

    —Mi padre fue uno de los guerreros más solicitados de la tribu; todo lo que él sabe me lo ha enseñado. Le ofrezco mis servicios, mi fidelidad y mi protección. En mis manos su hija siempre estará a salvo, lo juro por mi alma.

Alcé mi cabeza a tiempo para encontrar al padre de ella admirando al mío. Hubo reconocimiento y aprobación en esa mirada. Sin embargo, el hombre se volvió hacia Eyleen. En los ojos se reflejaba el amor por su hija, no era un déspota o un noble sin escrúpulos. A él le importaba la opinión de ella.

    —¿Quieres comprometerte con él?

Eyleen hizo un mohín tan tierno que se me grabó a fuego en el corazón.

    —No lo conozco.

    —Tenemos dos soles para conocernos —intervine rápidamente—. Si al cumplir dieciocho decides que quieres cancelar el compromiso y no concretar nuestra unión, lo aceptaré.

Eyleen me miró de pies a cabeza y dejó entrever esa chispa de curiosidad que parecía habitar en aquellos ojos grises; en busca de emoción, de pasión, de algo que la hiciera sentirse viva.

    —¿Cómo te llamas?

Sonreí, puesto que se sentía como una victoria no haber recibido un rotundo no.

    —Evan Rey.

Sacudí la cabeza con fuerza, tan abrumado por los recuerdos que tardé en comprender que ya no estaba solo en el otro lado, aunque Arawn era una compañía de lo más inesperada.

El dios de la vida y la muerte estaba inmóvil y silencioso, con sus ojos índigo clavados en mí.

    —¿Qué recordaste? —fue lo primero que preguntó.

    —Mi apellido —jadeé.

Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro de piedra.

    —Así que ya lo sabes.

    —¿Que soy un Rey? —Arawn ladeó su cabeza, sin demostrar sorpresa alguna—. Ustedes lo sabían, siempre lo supieron.

    —Olvidar tu apellido fue una de las cosas a las que renunciaste al convertirte en ángel.

    —¿Por qué?

    —Era una atadura innecesaria.

La voz de Arawn seguía siendo hosca, pero esto era lo menos tenso que yo jamás había visto al dios. No parecía el frío monstruo de piedra que siempre aparentaba ser.

    —¿Qué haces aquí?

    —Ahora estás en mi mundo.

    —¿Y has venido a darme una cálida bienvenida? —ironicé.

La sonrisa de Arawn no se borró.

    —Te recordaba más respetuoso siendo un ángel. Y eso ya es mucho decir.

    —He escuchado lo que le dijeron a Estrella, ninguno de ustedes merece mi respeto después de eso.

Arawn tomó una pelusa de su túnica y se la quitó casi con aburrimiento. Por supuesto que mi reclamo era insignificante para él. 

    —Cuanto más tiempo pases aquí, más recordarás —informó—. He venido para ayudarte a entender.

    —¿Qué es lo que debo entender?

    —La vida. La muerte. Tu destino. Estás aquí porque lo cumpliste, cuando lo comprendas podrás seguir adelante —Miró a su alrededor con una pizca de desdén—. Aunque si quieres quedarte atrapado en esta ilusión por el resto de tu existencia y no ver lo qué hay más allá, sé mi huésped.

    —No te burles de mí, Arawn.

    —Le quitas lo divertido a mi trabajo, Evan.

Evan Rey. Mi madre eligió mi nombre en honor a mi padre, ya que el significado de Evan era «joven guerrero». Así que tal vez siempre estuve destinado a convertirme en uno. En poco tiempo me gané mi lugar al servicio de los May. En recompensa, recibí armaduras del cuero más fino y medallas hechas con piedras preciosas. Luché junto a soldados de la tribu y ayudé a mantener el orden. A erradicar las amenazas. A cuidar de nuestra gente.

Me gané el favor del padre de Eyleen y el cariño de su madre. Me gané los halagos de sus hermanas y el título de prometido fiel.

Todos parecían contentos con ello menos Eyleen, quien apenas se dejaba ver ante mi presencia.

La tercera hija de los May celebró su diecisieteava vuelta al sol con un ritual al que su prometido fue invitado. Eyleen apareció con un vestido largo bordado con flores de tonalidades alegres y un tocado de plumas sosteniendo su cabello negro. Cada movimiento que hizo durante la noche me hipnotizó por completo, pero ella parecía estar muy consciente de mi presencia, porque nuestras miradas no se cruzaron ni por accidente. Me evitó de manera intencional.

Hacia el final del ritual, logré aprovechar una ligera distracción de su parte para colocarme a su lado, sigiloso como un jaguar.

    —Luces hermosa esta noche.

Eyleen se tensó por la sorpresa, pero casi de inmediato se obligó a relajar los hombros de nuevo.

    —Gracias, supongo.

    —Feliz sol —le deseé.

Ella se encogió de hombros.

    —Supongo que te trae más felicidad a ti que a mí.

Fruncí el ceño.

    —¿De qué hablas?

    —Un sol menos para ser tu esposa.

Sentí cómo algo se marchitó dentro de mi pecho.

    —No si así tú lo decides —le recordé amablemente.

Resopló con enojo.

    —Te has ganado a toda mi familia... ¡A toda la tribu! No me dejas más opción que aceptar tu propuesta o seré terriblemente juzgada por todos.

Suspiré lentamente, con más tristeza de la que me hubiera gustado admitir.

    —Tú no serás juzgada —la calmé—. Yo lo seré, porque a partir de hoy rompo mi compromiso contigo.

Eyleen se giró por completo hacia mí y me dedicó uno de esos parpadeos lentos que siempre usa cuando algo la toma por sorpresa. 

    —¿Qué?

    —Tú no quieres ser mi esposa —concluí—. Y yo no voy a obligarte.

Me despedí con una reverencia. Ella no me detuvo cuando me alejé.


Dejé que Eyleen se encargara de anunciar el fin de nuestro compromiso, que lo contara de la manera que a ella mejor lo conviniera. Cuando la noticia corriera como un rayo, ya me encargaría de apaciguar los reclamos de mi familia, mientras tanto, necesitaba distraerme.

Me levanté a primera hora del día para cortar la leña. El sudor y el esfuerzo físico fue lo único que logró calmar mi mente.

    —Has hecho esto toda la mañana.

No la escuché acercarse, pero al girarme me encontré de cara a Eyleen.

    —Alguien tiene que hacerlo —respondí, quitándole importancia.

Ella extendió sus manos, solo entonces me percaté del cuenco de madera que llevaba consigo.

    —Debes estar sediento.

    —Gracias.

Acepté el agua sin reparos, pero un tanto sorprendido por esa repentina amabilidad. Bebí hasta la última gota del cuenco y me limpié el sudor con el antebrazo.

Eyleen siguió cada uno de mis movimientos y no encontré señal alguna del hastío de la noche anterior. Esos ojos grises y curiosos volvieron a escena como si intentara descifrarme.

    —¿Eyleen?

Un parpadeo lento al escuchar su nombre en mis labios.

    —No anuncié el fin de nuestro compromiso.

    —¿Quieres que lo haga yo? —pregunté dubitativo.

    —Quiero... —Tragó saliva, fue la primera vez que vi su seguridad flaquear—. Creo que quiero conocerte.

    —¿Estás segura?

    —No eres lo que pensé que eras —admitió con misticismo—. Anoche lo demostraste, así que quiero descubrir quién eres antes de decidir si me caso o no contigo.

Sonreí, recuperando de golpe la esperanza.

Eyleen y yo comenzamos a pasear para conocernos mejor. A hablar durante horas. A escucharnos el uno al otro. A dejarnos ver en rituales y banquetes, juntos. Ella comenzó a sonreírme más seguido. A dejar de evitar mi mirada. A acostumbrarse a mi presencia.

Fue durante uno de nuestros paseos cuando mi prometida me puso a prueba. Me tomó de la mano y corrió hacia los maizales, llevándome consigo. Nos escondimos entre los enormes tallos silvestres y nos miramos el uno al otro cuando ya no había más razón para seguir corriendo.

    —¿Eyleen?

Por primera vez la vi sonrojarse intensamente.

    —Quiero que me beses.

Sentí cómo mi cara se calentó.

    —¿Aquí?

Con un paso tímido se acercó más a mí.

    —¿Alguna vez has besado a alguien?

    —No —confesé.

    —Yo tampoco, pero desde hace días es en lo único que pienso.

Miré su boca pintada con fresas y de pronto me costó horrores respirar.

    —Quiero besarte, pero...

Ella se acercó aún más.

    —Nadie va a enterarse —prometió—. Necesitamos saberlo, Evan. Qué se siente que tú y yo nos besemos.

Relamí mis labios, siendo traicionado por mi subconsciente.

    —Cierra los ojos —pedí, porque me acobardaría si ella continuaba mirándome con esa intensidad.

Eyleen lo hizo. Me sentí bastante torpe cuando puse mis manos sobre sus hombros y terminé de acercarla a mí, hasta que nuestros labios se juntaron. Fue un roce rápido y superficial, pero que hizo que la electricidad subiera por mi columna de manera extraña.

Eyleen no abrió los ojos cuando la separé de nuevo, pero una sonrisa bobalicona se dibujó en su rostro.

    —Guau.

Con el tiempo comprendimos que ese primer beso no fue nada comparado con lo que podíamos lograr juntos. Entre besos secretos y robados aprendimos a usar nuestras bocas, nuestras lenguas y nuestros dientes. Volvieron nuestros paseos más interesantes, pero también hicieron que nuestro compromiso se transformara en una tortura.

Una tarde, mientras yo presionaba a Eyleen en contra del suelo y nuestras bocas se devoraban la una a la otra, descubrí que mis manos ya no podían quedarse quietas. Una cosa era abrazarla sutilmente, presionar sus omoplatos para pegarla más a mí o hacer caricias sobre sus hombros. Y otra muy diferente era querer meter las manos por debajo de su ropa.

Siempre que sentía que ese impulso estaba a punto de dominarme, lograba encontrar la fuerza de voluntad para separarme de ella y dejarme caer a su lado.

Eyleen respiró de manera errática durante un rato antes de serenarse. Y luego nos quedamos ahí, recostados entre los maizales, con los cabellos revueltos y llenos de hojas.

    —Quiero casarme contigo —susurró.

Y me hizo el hombre más feliz del mundo.

Nuestra ceremonia de unión se celebró el mismo día que Eyleen cumplió su decimoctava vuelta al sol, en medio de la naturaleza. A ella le pusieron un huipil blanco y a mi me vistieron con un traje de manta. A lo largo del ritual, nos pintaron la cara y el cuerpo. El chamán nos bendijo con los cuatro elementos y unió nuestro espíritu con las oraciones de los dioses. Danzamos alrededor del fuego. Nos sumamos a los cantos místicos de nuestra tribu. Disfrutamos un gran banquete.

Fue una larga ceremonia, llena de significado y poder.

Y cuando el sol se despidió, la luna nos encaminó hacia el final: la unión de nuestros cuerpos.

Nuestras familias nos guiaron hacia el lecho que compartiríamos, como dictaba la tradición. Era parte de su responsabilidad asegurarse de que se cumpliera la consumación del matrimonio, aunque sospechaba que Eyleen y yo no tendríamos ningún problema con ese paso que ya llevábamos tiempo queriendo tomar.

Nos sonreímos el uno al otro, en secreto, porque sabíamos que no éramos un matrimonio arreglado y que esto no sería un acto sin sentido o significado.

Para nosotros, sería especial.

Comencé a construir nuestro hogar el mismo día que Eyleen me confirmó que sí quería casarse conmigo. Tal vez no era tan elegante como su mansión de mampostería, podría, más bien, considerarse una pequeña choza junto al arroyo, pero era nuestra, por lo que también sería especial.

Por alguna razón, en cuanto cruzamos el umbral nos pusieron en habitaciones separadas siendo que, lo único que queríamos a partir de ahí, era estar solos. Los criados de los May me desvistieron, limpiaron la pintura de mi cuerpo y me dejaron tan solo con un taparrabo. Mientras tanto, el chamán que participó en nuestra ceremonía me contó, muy explícitamente, lo que un hombre debía hacer para cumplir con su trabajo y encintar a su mujer.

Mi padre se mantuvo en silencio, pero de vez en cuando asentía para demostrar que estaba de acuerdo con todos los consejos no solicitados que me dio el chamán.    

No pude evitar ponerme nervioso, había muchas expectativas sobre mis hombros respecto a esta noche y, de pronto, dudé si podría cumplirlas todas.

Fue un alivio que por fin me dejaran solo. Antes de marcharse, mi padre apretó mi hombro y me dedicó una pequeña sonrisa de orgullo.

Minutos después, la puerta se abrió de nuevo. Y no supe qué hacer con mis ojos cuando Eyleen entró solamente con una camisola puesta, vaporosa y completamente traslúcida. No vestía nada más debajo y era la primera vez que se me permitía contemplar su desnudez.

Exhalé el aire que estaba reteniendo y traté de concentrarme en sus ojos. Un parpadeo lento fue el indicador de que ella también necesitaba un momento.

Con su barbilla, señaló la cama de algodón que yacía a mis espaldas.

    —¿También te dieron un discursito sobre lo que hay que hacer... allí?

Asentí, claramente avergonzado.

    —¿Están del otro lado de la puerta?

    —No, se han marchado.

    —¿Y cómo...? —titubeé—. ¿Cómo sabrán... que cumplimos?

Eyleen hizo una mueca que no pude descifrar.

    —Sangraré —musitó—. Esa es la única prueba que necesitan por el momento.

    —¿¡Qué!? —exclamé alterado.

¿Por qué a mí nadie me explicó nada sobre eso?

Eyleen agitó su cabeza ante mi reacción.

    —Dijeron que no será mucho —aclaró lacónicamente—. Nada grave.

    —Eyleen —susurré al notar que algo no iba bien—. ¿Qué pasa?

Un parpadeo demasiado lento y preocupado me hizo ponerme de pie, acercarme a ella. No rechazó mi contacto cuando sujeté sus mejillas.

    —También dijeron que me dolerá. Solo a mí.

    —¿Por qué?

Se encogió de hombros. Sospeché que sabía la respuesta, pero que no quería compartirla. Pasé mis manos por su cabello para intentar relajarla, era un gesto que siempre funcionó durante nuestros paseos.

    —¿Qué puedo hacer para que no te duela?

Me enojé con mi padre por no haber aprovechado el momento para explicarme bien cómo complacer a mi mujer, esto era mucho más complejo que solo saber eyacular correctamente.

    —Al parecer las primeras veces duelen para todas las mujeres.

Se estremeció en mis brazos.

    —Si no quieres...

    —Ya no podemos echarnos para atrás —me interrumpió.

    —Me cortaré yo mismo y mancharé las sábanas de sangre si es necesario, para que tú no tengas que hacer nada que te de miedo.

Fue la primera vez que la vi parpadear rápido y fugaz. Después de eso sus ojos grises se ampliaron y me observaron con una transparencia insólita.

    —¿Harías eso por mí?

    —Haría lo que fuera por ti, Atan.

Esa fue la primera vez que la llamé esposa en nuestro idioma. Y, aunque aún faltara un paso por consumar, nunca sentí tan real que a partir de ahora fuera mía en el sentido más espiritual que podría existir.

Una sonrisa tímida se extendió por el rostro de Eyleen.

    —He elegido bien al compañero de mi alma, íicham.

Atan e íicham. Esposa y esposo. Unidos y bendecidos.

Le sonreí de vuelta.

    —Podemos solo besarnos —sugerí travieso. 

    —Nos gusta besarnos —confirmó.

La besé contra la puerta. Y, al presionar mi cuerpo con el suyo, recordé que estábamos prácticamente desnudos y eso hizo que ese beso se sintiera muy diferente. Ella también debió ser consciente de las sensaciones, porque se abrazó a mi cuello y me atrajo más hacia sus curvas.

No era la primera vez que escuchaba ese sonido escapar de su boca. Y me encantaba. Me incitaba a lamerla y morderla con más rudeza para obtener más gemiditos como el último.

Mi líbido no tardó en hacer de las suyas y el simple taparrabo que vestía no sirvió de nada para contener la dureza de mi pene. Me separé de Eyleen, como siempre lo hacía cuando las cosas comenzaban a irse de las manos, y ella espió hacia abajo con más curiosidad que miedo.

Vi el movimiento de su garganta cuando tragó saliva.

    —Sigue —pidió.

Suspiré embelesado y me incliné para alcanzar su boca de nuevo, pero ella colocó las manos en mi pecho para detenerme.

La miré contrariado y su barbilla apuntó de nuevo hacia la cama.

    —Llévame a nuestro lecho.

    —¿Estás segura?

    —No tengo miedo. No contigo.

Aquellas palabras provocaron un poderoso sentimiento en mí. Casi ni reaccioné cuando la cargué en volandas y la deposité en la cama con más rudeza de la que esperaba. Tampoco me reclamó cuando por fin me separé de sus ojos para apreciar su cuerpo: esos senos; esas aureolas; esos pezones; ese ombligo; ese monte venus; esos muslos.

Sacaron al ser más primitivo dentro de mí.

Le arranqué la camisola. Ella me arrancó el taparrabo. Y nos tomamos el tiempo de explorarnos mutuamente, de tocar todo lo que habíamos querido tocar conforme nuestros paseos y besos se volvieron menos inocentes.

Esa noche un deseo arrollador nos llevó a descubrir que yo encajaba a la perfección entre sus piernas. En un principio, Eyleen gruñó y se tensó. Mi corazón latía tan rápido que moverme lento para no lastimarla fue un momento de lo más extraño. Íntimo. Nuevo. Y alucinante.

Mentiría al decir que todo fue perfecto, porque no estuvo ni cerca de serlo. Tuvimos nuestros momentos de torpeza que solo logramos perfeccionar con tiempo y experiencia.

Los compañeros de mis tropas fueron de gran ayuda. Aunque me negué a revelar la gran cosa sobre nuestra intimidad por respeto a mi esposa, sí me atreví a pedir consejos generales sobre el sexo. Y cuando llegaba a casa después de un arduo día de entrenamiento, lo primero que hacía era sorprenderla y poner en práctica la teoría.

Dónde tocar. Cómo saborear. Qué experimentar.

Me enorgullece decir que Eyleen pasó de gruñir y tensarse a derretirse bajo mi cuerpo. Y así evolucionamos de la lentitud a la rapidez. De una presión incómoda a un hundimiento como de mantequilla. De los encuentros cortos a las noches largas. De una posición a miles.

La primera vez, el escozor la hizo jalar mi cabello por accidente. Esta noche, sin embargo, Eyleen gimió profundamente y tiró de mi cabello con fuerza, a propósito, mientras se contraía alrededor de mi pene como un pulso constante que también me hizo gemir de la misma manera.

En esta ocasión, ni siquiera llegamos a la cama. Me dejé caer de lado sobre el suelo, sin fuerzas, mientras se calmaban los latidos frenéticos de mi corazón.

Podría jurar que esta vez sí estuvimos cerca de la perfección.

Nadie me preparó para lo difícil que sería separarme de Eyleen tras acostumbrarnos a pasar todas las noches juntos, pero un día los guerreros tuvimos que marchar para proteger las lejanas tierras del norte que estaban siendo saqueadas por tribus enemigas.

Fue una luna de viaje, una luna de lucha y una luna más para volver a casa, triunfantes pero exhaustos. El sonido de un cuerno anunció nuestra llegada desde que cruzamos la frontera, así que cuando alcanzamos el pueblo fuimos recibidos por niños, ancianos, mujeres y los guerreros que se quedaron para protegerlos.

Mi madre fue la primera en abrazarme, después de que yo dejara caer al suelo las lanzas y escudos.

    —¿Eyleen? —pregunté ansioso, al notar que mi esposa no se encontraba entre la multitud.

Madre sonrió con lágrimas en los ojos, pero, antes de que pudiera decir nada, reconocí a mi esposa dando empujones entre la gente para poder llegar hasta mí.

    —¡Evan! —gritó al verme.

Y yo caí de rodillas al verla.

Comprendí, casi de inmediato, el porqué tardó tanto en llegar a nuestro encuentro: el vientre abultado no la dejaba moverse con la agilidad a la que estaba acostumbrada.

La abracé de la cintura cuando se detuvo ante mí y besé la curva de su estómago, maravillado por la noticia tácita de que seríamos padres. Antes de mi partida, Eyleen me confesó que estaba triste porque habían pasado seis lunas sin que lográramos concebir. Se preguntó si habría algo mal con ella. Si los dioses nos bendecirían con un bebé pronto o seríamos maldecidos con la infertilidad.

Y yo respondí besándola, recostándola en la cama para hacerle el amor en nuestra última noche juntos, tratando de borrar sus preocupaciones y miedos con caricias y más besos. Y cuando quedamos agotados, desnudos y entrelazados, besé su frente y le prometí que bendecidos o maldecidos, juntos estaríamos bien.

    —Atan —susurré, acariciando su redondez con mis manos. Ella no podía parar de sonreír, no estaba seguro de si por mi regreso o por el bebé que ahora llevaba en su vientre. Una combinación de ambos, tal vez—. ¿Cuánto?

    —Cuatro lunas —respondió poniendo sus manos sobre las mías—. Ya estaba encinta cuando te marchaste, pero todavía no lo sabía...

Cinco lunas más tarde nació un bebé de ojos azules y cabello azabache: Nikolay Rey.

Niko era pequeño pero aventurero, curioso, divertido, amigable, intrépido, listo, alegre y algo atolondrado. Nació de noche, sano y sin complicaciones, y nos enseñó a ser padres a prueba y error.

Cada minuto de mi tiempo con él se había pasado volando y apenas lograba hacerme a la idea de que mi hijo ya tenía tres soles. Ya caminaba y corría y trepaba y gritaba.

Recordé cuando solo berreaba y su pasatiempo favorito era estar prendido al pecho de Eyleen todo el tiempo o se ponía de muy mal humor. Ahora la imparable energía de Nikolay me obligaba a pasar más tiempo en casa para que su madre pudiera mantenerse lo más tranquila posible, puesto que estábamos esperando a nuestro segundo bebé y la matrona dictó reposo absoluto a mi esposa.

Así que me llevé a Nikolay de paseo a los campos, le mostré los matizales y los árboles de cacao. La sensación de la tierra en sus pies descalzos. La frescura del agua del río. Era un día bastante caluroso y pesado, por lo que tampoco tardamos mucho en volver a la sombra de nuestro hogar, esperando que Eyleen hubiera aprovechado el silencio para descansar.

Fue una auténtica pesadilla encontrarla inconsciente en el suelo, con la túnica manchada de sangre.

Este era el tercer bebé que perdíamos desde que nació Nikolay, pero nunca estuve tan aterrado como ahora, porque acababa de comprender que en el proceso también podría perder a Eyleen.

Apenas nació Nikolay y nos enamoramos profundamente de él, aprendimos a amarlo de una manera que no sabíamos que existía, así que ambos decidimos inmediatamente que queríamos más. Desde entonces, soñábamos con una familia numerosa y un montón de niños corriendo por los campos. No tardamos mucho en intentarlo de nuevo.

Y de nuevo.

Y de nuevo.

Las primeras pérdidas fueron dolorosas; sueños que se desmoronaron apenas comenzaban. También fueron rápidas y sin mayores consecuencias que el de nuestros corazones destrozados.

Este no fue el caso.

Eyleen logró superar las primeras tres lunas entre dolores de cabeza, mareos y algunos pinchazos en el vientre. Debido a esos síntomas y a las pérdidas anteriores, la matrona indicó esta última concepción como una de alto riesgo y le ordenó a Eyleen que prácticamente no saliera de la cama si quería llegar a término.

Al pasar los días nos sentimos con mayor confianza, puesto que ninguno de los embarazos fatídicos llegó tan lejos como este. Nos ilusionamos de nuevo. Nos imaginamos que sería una niña, que Niko tendría una hermanita.

Eyleen no solo perdió a la bebé, también mucha sangre.

Expulsó parte del feto, pero, al tratarse de un embarazo más avanzado, tuvieron que retirar los restos con mucho cuidado para evitar infecciones que pusieran en más riesgo su vida. Recuperó la conciencia a ratos, pero no supe si fue suficiente como para entender qué era lo que estaba sucediendo o el dolor nublaba por completo su mente.

La matrona anunció lúgubremente que Eyleen estuvo a punto de no librarla, pero que la recuperación ahora dependía solamente de ella. No fui capaz de pegar ojo hasta que ella abriera los suyos, cosa que no sucedió hasta el día siguiente.

Cuando por fin sus párpados se alzaron lentamente, sollocé lleno de alivio.

    —Casi me matas del susto —reclamé.

Ella contempló el techo en silencio, tal vez intentando ordenar sus recuerdos. Tomé la mano que posó sobre su vientre, como si pudiera palpar el vacío.

    —¿Nuestra bebé? —susurró con voz ronca.

Negué con la cabeza. Ella cerró los ojos de nuevo.

    —Esta es la última vez, Eyleen —supliqué—. No puedo pasar por esto de nuevo.

Soltó mi mano para cubrir su cara y romper en llanto.

    —¿Qué es lo que tengo mal? —preguntó con voz quebrada—. ¿Por qué no puedo parir todos los hijos que queremos?

Me subí a la cama para poder abrazarla y consolarla.

    —No hay nada de malo contigo —resolví—. Simplemente nuestra familia ya está completa, así como está. No necesitamos más, los dioses ya lo han dejado claro.

Apartó las manos de su rostro para mirar a su alrededor, de pronto ansiosa.

    —¿Y Niko?

    —Con tus hermanas. Tus padres también están muertos de preocupación, debería ir a avisarles que has despertado.

Ella se recargó en mi pecho.

    —Quédate un momento más conmigo —pidió—. Te necesito.

Eyleen y yo jamás volvimos a intentarlo después de eso. Hubo hierbas e infusiones, remedios fuertes, que nos ayudaron a evitar cualquier concepción inesperada y que pudiera poner en riesgo su vida. El luto por nuestra bebé —nunca supimos si realmente fue una niña, pero así lo imaginábamos— fue largo y duro. Pero el tiempo pasó. Niko creció. Eyleen se concentró en sus responsabilidades dentro de la nobleza. Y yo me convertí en el mejor guerrero de la tribu. El protector de la aldea. De mi familia.

Fueron soles en los que fuimos muy felices, juntos. Una vez asimilada la tristeza y la pérdida, seguimos adelante. Ganamos batallas. Administramos tierras y recursos. Criamos a Nikolay con amor, quien sería nuestro único heredero.

Nos besamos incontables veces. Hicimos el amor en cada rincón. Peleamos y nos reconciliamos. Aprendimos a escucharnos. A comprendernos. A impulsarnos. A apoyarnos. Creamos un lazo poderoso entre nosotros.

Uno que permanecería durante mucho tiempo, aunque en ese momento no lo sabíamos.

Siete soles después, descubrí que mis habilidades de guerrero no serían suficiente para proteger a mi familia. No del todo.

Una enfermedad desconocida golpeó a la tribu y sembró un miedo atroz en todos. Decenas de cuerpos comenzaron a perecer y enfriarse antes de que los chamanes lograran encontrar un remedio efectivo para curar los síntomas. La madre de Eyleen fue una de las primeras en enfermar. No supimos cómo o por qué; si fue alguna de las comidas que obteníamos a través de comercios con otras tribus o que el agua potable se había contaminado o si simplemente era algo que se transmitía a través del viento.

Cayó en cama y no pudo levantarse de nuevo, no con la fiebre alta que le provocó náuseas, dolores y vómitos que la dejaron demacrada en cuestión de días. Todo comenzó con un extraño sarpullido en el cuerpo y terminó con un corazón débil que se rehusó a volver a latir.

Eyleen lloró como no la veía llorar desde que perdimos a nuestra bebé. No fue la única. La tribu lloró cientos de pérdidas, pero aquella enfermedad no tuvo piedad.

Y desgarró nuestros corazones cuando, una mañana, Niko amaneció con la piel ardiendo. El sarpullido en el cuello y abdomen era idéntico al de su abuela, Eyleen y yo nos miramos el uno al otro como si acabaran de dictar nuestra sentencia de muerte.

No. Nuestro único hijo no. Ella no sobreviviría a esto. Yo no sobreviviría a esto.

Intentamos todos los remedios existentes, ninguno funcionó. Nikolay apenas y recuperó la conciencia los siguientes días. Eyleen apenas y habló. Aunque, cuando ella no se daba cuenta, la escuchaba murmurar y rezar, con los ojos rojos y la voz marchita. Si la enfermedad nos arrancaba a nuestro único hijo...

Ni las lanzas ni la fuerza bruta me ayudarían contra esta amenaza, lo cual me llevó a hundirme en un remolino de desesperación. Niko tan solo tenía diez soles, aún era pequeño e inocente, y un pensamiento me susurraba al oído que su cuerpo no resistiría tanto como el de su abuela.

Teníamos los días contados. Las horas, incluso.

Aire, necesitaba aire.

La noche, pesada y oscura, me besó la piel en cuanto salí de casa para adentrarme al bosque, porque estaba a punto de quebrarme y no quería que Eyleen lo viera. Me apoyé en la corteza de un árbol y se me aflojaron las rodillas. La muerte se sentía a mi alrededor, acechaba a la tribu y a nuestras almas. Sacudí mi cabeza e incliné la frente sobre la tierra, pero no pronuncié ningún rezo conocido.

Solo súplicas... súplicas a quien estuviera dispuesto a escucharme.

    —Por favor —imploré—. Por favor... les daré lo que quieran. Les daré mi alma si es necesario...

Siempre nos dijeron que los rezos desesperados podrían atraer a temibles criaturas, que tuviéramos mucho cuidado con las promesas que salían de nuestra boca. Me di cuenta de que yo no había creído ninguna de esas advertencias hasta que el aire cambió...

Alcé mi cabeza y permanecí arrodillado ante el ser más hermoso que jamás había visto. Una hembra, vestida con una túnica medieval, clavó sus ojos turquesa sobre mí. Casi me encogí ante la belleza y el poder; el cabello celeste era un claro indicador de que no era humana.

    —¿Qué eres? —susurré.

La criatura sonrió.

    —La pregunta más importante es..., ¿por qué estás ofreciendo un alma tan pura como la tuya a cualquiera que esté dispuesto a escucharte?

La voz tenía un matiz dulce, pero las palabras eran duras y desafiantes.

    —¿Pura? —repetí sin comprender.

Yo era un guerrero, tenía las manos manchadas de sangre y cargaba con más de una muerte en mi corazón. No catalogaría mi alma como pura.

La criatura alzó el mentón.

    —Los humanos no han comprendido que un alma pura no es aquella que no comete pecado, sino aquella que se mueve a través del amor incondicional. Aquella que no tiene espacio para el odio, o los celos, o la venganza, o el egoísmo. Es aquella dispuesta a sacrificarse. En transformarse en algo más por el bien común. —Una pausa intencionada para evaluarme, aún de rodillas a sus pies descalzos y blancos como la luna—. Esas son almas que atraen a los dioses.

Me atraganté con mi propia lengua.

    —¿Eres una diosa?

La sonrisa de la criatura fue suave y llena de poder.

    —Una de los Siete.

En nuestra tribu les rezábamos como a treinta dioses, así que no tenía ni idea de a qué se refería ella con eso, pero tampoco tiempo de ponerme a averiguarlo.

    —Mi hijo...

    —Lo sé.

Me puse a temblar.

    —¿Me ayudarás?

    —Dijiste que nos darías lo que querramos, ¿lo dijiste en serio?

Tragué saliva.

    —¿Qué es lo que quieren?

    —Tu vida, tu alma, a nuestro servicio.

Fruncí mi ceño al no comprender del todo la petición.

    —¿Como guerrero?

    —Como ángel —aclaró.

Exhalé abruptamente.

    —¿Vas a matarme?

    —Voy a transformarte —aclaró—. Júranos lealtad como ángel, Evan, y tu hijo vivirá. Lo prometo.

    —Sálvalo —pedí, sin espacio para las dudas o el miedo— y seré tuyo.

La diosa inclinó su cabeza, aceptando. A mí se me ocurrió una idea de último minuto.

    —Una cosa más...

Volví a la casa con tanto silencio, tan ensimismado por lo que acababa de hacer, que no me di cuenta que Eyleen no me escuchó cuando entré a la habitación. Jadeé al verla y ella se giró en redondo, con la túnica desabrochada a la altura del cuello. Intentó cubrirse con una mano, pero yo ya había visto el sarpullido.

    —Eyleen...

El labio le tembló.

    —Iba a decírtelo...

Que ella también estaba contagiada.

Miré a Niko, postrado sobre la cama. Su respiración era tan débil.

    —Eyleen —repetí, como si su nombre fuera lo único que necesitaba escuchar para sentirme fuerte—. Vine a despedirme. No tengo mucho tiempo.

Un parpadeo lento, muy lento. Tal vez el más lento que yo le había visto en todo este tiempo, como si no comprendiera.

    —¿Te vas? —preguntó confundida—. ¿A una batalla?

Negué con la cabeza.

    —Para siempre.

Eyleen se desplomó.

    —¿Me abandonas?

Me hinqué frente a ella, le tomé el rostro.

    —Si me voy, Niko y tú estarán bien.

Su siguiente parpadeo estuvo acompañado de lágrimas.

    —¿Qué? —Me incliné para besarla y ella me detuvo de los hombros, con un relámpago de miedo en la mirada—. Vas a contagiarte.

Miré el sarpullido de su cuello, palpé sus mejillas irritadas y calientes. La besé de todas formas.

    —Te amo —susurré.

    —Evan, no entiendo...

¿Por qué me marchaba si la amaba?

    —Voy a cuidarte, a ti y a Niko, donde sea que esté.

Kaly entró a la habitación en ese momento, ligera como un viento fantasma. Minutos antes me había confiado su nombre y que era la diosa de la sanación quien se molestó en escuchar mis súplicas. Y me eligió.

Eyleen abrió los ojos con terror, un vistazo a ese ser fue suficiente para adivinar que no era de este mundo. Palideció cuando Kaly se acercó a Niko y la envolví en mis brazos para que no interfiriera.

    —No le hará daño —prometí.

Las manos de Kaly brillaron en color azul al tocar a Niko y ambos nos quedamos quietos, escuchando como la respiración pesada y forzosa de nuestro hijo volvió a la normalidad lentamente.

Eyleen sollozó y la solté cuando Kaly terminó, para que comprobara con sus propias manos y ojos que Niko ya no tenía fiebre ni síntomas. Mi esposa observó a Kaly, después a mí.

    —¿Qué le prometiste a cambio? —adivinó.

Yo observé a Kaly.

    —Ella también —pedí.

Fue la primera vez que comprendí la bondad de Kaly, porque ella ya tenía lo que quería y pudo haberse negado, aprovecharse de mi ignorancia y atenerse solo a las condiciones que puse antes de nuestro trato. Pero en esos ojos turquesa pude ver la verdad: ella no se atrevería a dejar a Niko completamente solo.

Así que alzó su mano y acorraló a Eyleen cuando se echó hacia atrás. Un momento después, el sarpullido desapareció del cuello de mi esposa.

Eyleen no tuvo que mirarse a sí misma para saber lo que había sucedido, pero colocó una mano sobre su cuello y tragó saliva.

Kaly se volvió hacia mí, se acercó con pasos ligeros.

    —¿Y el resto? —quise saber.

Fue la condición que se me ocurrió antes de sellar el trato. No bastaba con salvar a Niko si la tribu seguía muriendo...

    —No puedo curar a todos así sin generar sospechas —aclaró—, pero mañana encontrarán una cura. Dejaré el conocimiento en la mente de un chamán. Poco a poco, las personas comenzarán a sanar, a volver a la normalidad.

Por alguna razón confié en ella, muy en el fondo supe que decía la verdad.

Y eso significaba que la diosa había cumplido su parte del trato y que ahora faltaba el mío.

Me acerqué a Niko para besarlo en la frente, para susurrarle lo mucho que lo quería y extrañaría. No me detuve a pensar que él nunca volvería a verme, porque no podría continuar...

Eyleen seguía quieta, procesando todo muy lentamente.

    —¿Qué le prometiste a cambio? —insistió.

    —Mi alma a cambio de su vida. —La miré a los ojos—. Sus vidas.

    —Pero... eres mío —tartamudeó.

    —Siempre lo seré —juré.

Enfrentó a la diosa, con un parpadeo lento y furioso.

    —Llévame a mí en su lugar.

Me congelé ante el intercambio que ella sugería, pero Kaly agitó su cabeza.

    —No funciona así.

La desesperación inundó su rostro.

    —Por favor... —suplicó.

Kaly puso una mano sobre mi hombro, percibiendo que aquella súplica estuvo a punto de quebrarme. Eyleen corrió hacia mí y se aferró a mi cuerpo como si su vida dependiera de ello. Le devolví el abrazo, colocando una mano sobre su nuca para calmarla.

    —In yaakumech.

Te amo en nuestro dialecto, fue lo que susurré al oído.

    —Eres mío, atan —repitió—. Te buscaré. Y te encontraré de nuevo.

Esa fue la agridulce despedida entre Eyleen y yo.

Kaly me presentó ante los Siete como su elegido; los dioses me aceptaron, transformaron y bautizaron con el nombre de Caelum. El resto de los ángeles me recibieron en Paradwyse con las manos abiertas. Me tomó días acostumbrarme al peso de mis alas y más semanas de las que me gustaría admitir para aprender a volar. Me postré ante arcángeles de alas doradas y me puse a su servicio. Mi alma conoció un nuevo hogar. Me convertí en un guerrero de alas y plumas blancas. Me concentré en cada una de mis misiones.

Olvidé mi apellido y la mayoría de mi vida humana, pero nunca a ellos. No cuando le juré a mis dioses que siempre protegería a quienes lo necesitaran, tal y como hice con mi familia.

Durante las siguientes décadas me atreví a volver a la tribu, invisible y en secreto, mi alma llamada por la suya. La vi crecer. La vi envejecer. La vi morir. Lo mismo con mi hijo.

Fueron escasos regalos para esa inmortalidad que resultó ser tan solitaria, hasta que una pequeña niña pelirroja fue envenenada y, por accidente, atada a mí a través de una pluma y magia. Hasta que me convertí en su ángel guardián y me volví inseparable a ella. Hasta que, una vez más, me sacrifiqué para salvarla. Hasta que me enamoré de esa hada valiente, curiosa y testaruda. Hasta que la convertí en mi esposa sin saber que, por fin, después de todo este tiempo, Eyleen y yo logramos encontrarnos de nuevo. Hasta que tuvimos a nuestro niño y nuestra niña, en esta vida, y contra todo pronóstico.

    —¿Ahora lo entiendes?

Alcé mi cabeza, alejándome de la bruma de los recuerdos. La presencia de Arawn de nuevo conmigo, evaluándome con una calma letal.

    —¿Por qué? —cuestioné. El dios se limitó a ladear la cabeza—. ¿Por qué me bendeciste con tu poder?

Arawn suspiró y yo jamás había visto hacer un gesto tan... humano.

    —Mi instinto me indicó que lo necesitarías.

    —¿Tu instinto?

    —Al contrario de lo que todos creen, los dioses no tenemos todas las respuestas. Mi magia fluye a través del mundo, creando un equilibrio entre la vida y la muerte, pero es tan amplio, hay tanta... magnitud, que ni siquiera yo puedo verlo todo. Existen puntos ciegos que ninguno de nosotros puede alcanzar; una vulnerabilidad que preferimos guardar en secreto para que nadie más se aproveche de ello.

    »Sabía que eras un Rey y que, si te sacrificabas por tu hijo, el destino te recompensaría con descendientes poderosos. Sabía que tarde o temprano los encontrarías de nuevo. Y mi instinto, la esencia de mi magia, me dijo que la necesitarías, aunque no tenía claro el porqué. Así que confié y te bendije.

    »No tenía idea de que eras tú quien estaría relacionado con nuestro sueño profético, que estabas destinado a engendrar a los niños con los que soñábamos, que serías el conducto de nuestra magia para crear a esos seres tan importantes. Hay... cosas que se siguen resolviendo de maneras misteriosas, incluso para nosotros.

    —¿Sabías...? —pasé saliva—. ¿Sabías que Estrella es la reencarnación de Eyleen?

Arawn me miró a los ojos.

    —Lo sospeché cuando le diste tu pluma, lo confirmé cuando renunciaste a todo para salvarla. Tu conexión con ella era... fuerte, no solo por la magia celestial que compartían, era una conexión entre almas. Tardaste en darte cuenta, en sucumbir por completo a ella.

Fruncí el ceño ante la verdad que me asaltó:

    —Tú le permitiste robar el alma de Ayla. Por eso no interviniste cuando sucedió, por eso ni siquiera te alteraste.

Media sonrisa se dibujó en el rostro de piedra de Arawn.

    —Aún no era el momento de Ayla, pero ese accidente estaba destinado a pasar para que, a través de las acciones de Estrella, te dieras cuenta de mi bendición, del poder de tu magia...

    —Para que cuando Estrella muriera, yo supiera que podía... que debía... traerla de vuelta. Porque mi destino era salvarla, a ella y a mi familia, siempre lo fue.

Arawn asintió.

    —Todo sucedió tal y como estaba destinado a suceder.

Porque sin esa pluma que nos hizo compatibles, Evan y Cielo no existirían. Y sin el Concejo persiguiéndonos y obligándonos a escondernos, Estrella y yo probablemente nunca nos hubiéramos atrevido a estar juntos. Lejos del mundo, tanto de los ángeles como de su familia, escondidos solos en ese rincón, nos reconocimos lentamente. Nos reencontramos ciegamente. Y creamos dos nuevas vidas, dos leyendas que estaban esperando por nosotros.

    —La traición de Cassida nos sorprendió a todos, su magia logró esconder bien sus intenciones —aclaró—. Sin embargo, no era el destino de Estrella morir por un capricho de ella, aunque fue conveniente para liberarte de tu condena sin romper las reglas.

    —Y sin poner a Evan y Cielo en peligro —concluí.

    —Fuiste un ángel valiente al renunciar a tus alas por ellos.

Bloqueé el dolor de aquel recuerdo.

    —¿Realmente los protegerán? Ahora que ya no estoy...

    —Lo haremos —juró.

    —¿Qué hay del otro bebé?

    —Estrella no está embarazada —anunció.

Me congelé.

    —¿Estás seguro?

Arawn señaló el río con la barbilla.

    —Véelo tú mismo.

En la superficie del agua encontré el reflejo de Estrella, desnuda en la bañera y abrazándose a sí misma, llorando de manera tan violenta porque tenía la regla, el alivio y el dolor mezclándose en uno mismo. Quebrándola.

    —Nunca la había visto así... —murmuré con el corazón hecho astillas.

Para tener un rostro de piedra, los rasgos de Arawn lucían bastantes suavizados mientras contemplaba a Estrella junto a mí.

    —Lo sé.

    —¿Le hicieron algo?

El dios negó.

    —Tan solo la observamos —explicó con misterio—. Estrella... aún tiene una misión por cumplir. No se puede rendir. No todavía.

Entendí perfectamente lo que trató de decirme entre líneas.

    —Estrella es fuerte —la defendí—. Nunca se rendirá, no de esa manera.

    —Tú acabas de decirlo, nunca antes la has visto así.

Fue lo último que dijo Arawn, antes de esfumarse.

Tragué saliva en un acto reflejo, pero seguí observando el llanto y la tristeza. El luto y la pérdida. La desesperanza y el dolor. Ella no se levantó de la cama en todo el día siguiente, ni siquiera por Evan y Cielo. Sí, mi Estrella era fuerte. Y ver cómo esto la estaba sobrepasando era una tortura.

    —Lo extraño tanto que duele estar despierta.

Cuando Arawn volvió a aparecer en el Edén, me puse de rodillas ante él.

    —Ayúdala —imploré con verdadero terror.

Ni un rastro de la mirada fría y déspota de Arawn, el dios sólo lucía pensativo.

    —Soy el último ser que ella quisiera ver en este momento —replicó.

    —Haz algo, lo que sea... Ella...

La miré de nuevo, pálida y triste, durmiendo profundamente en los brazos de Amira. Su familia estaba muy consciente de esa aterradora fragilidad que cayó sobre Estrella. La estaban cuidando con mucha cautela, pero...

¿Y si no era suficiente?

    —Por favor —insistí.

Arawn me evaluó.

    —Eres el único que la hará entender.

    —¿Eso qué quiere decir?

    —Si lo deseas, puedo regalarte una despedida...

    —¿Una despedida? —repetí incrédulo, pero esperanzado.

    —Una corta despedida —aclaró.

    —¿Cómo?

    —A través de sus sueños. Para decir adiós, pero también para hacerla entender que aún no puede rendirse... Aún tiene una vida por delante. Una última misión para ti, si estás dispuesto a aceptarla.

    —Por supuesto.

Era un regalo, también. Un regalo para ambos, aunque el dios no se atrevió a sugerirlo de esa manera.

    —Espero que estés listo —advirtió antes de desaparecer

Dejé de respirar al escuchar su voz a mis espaldas.

    —¿Caelum?

Caminé hacia la voz como un ciego que busca la luz, hasta que apareció frente a mí, tan hermosa y excepcional como era, siendo bañada por una lluvia de plumas doradas, así como en nuestros sueños pasados.

    —Hola Estrella...

Se giró de golpe y, a pesar de estar separados por la muerte, nuevamente nos volvimos a encontrar frente a frente. Una última vez.

Hola Eyleen, pensé solo para mí, después de tantos años, después de tanto tiempo...

Me buscaste. Y me encontraste de nuevo.

Así fue como comenzó nuestra despedida



Siempre les dije que el pasado de Caelum era importante y espero que con este largo epílogo hayan comprendido el porqué. No podía finalizar este libro sin una probadita de su pasado, su familia y cómo fue elegido por los dioses para ser un ángel. También espero que hayan disfrutado la última vez que narra nuestro Caelum.

Gracias por dejar ir a este personaje. Nuestro ángel ha pasado por mucho, fue más de un milenio al servicio de los dioses; luchando, extrañando y anhelando. Su final fue así porque él ya merecía descansar, su alma ya merecía seguir adelante, pagó con creces su sacrificio y disfrutó del amor de su familia una vez más antes de despedirse. Era su momento, no puedo explicarlo con otras palabras.

Y no se preocupen, porque Caelum y Estrella volverán a encontrarse. 🫰🏻

No olviden darle mucho amor a este epílogo y compartir la historia si les gustó, porque no tienen idea del trabajo que me costó escribirlo.

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