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Capítulo 73. Víctima.




«Víctima»

Si Caelum se sorprendió cuando puse un pie en la montaña flotante donde él se encontraba, no lo manifestó. Todo lo contrario, sonrió anchamente, demostrando que estaba esperándome.

No me dejé amedrentar por esa sonrisa burlona y él no se dejó intimidar por los cientos de ángeles de cristal que me acompañaban. Yo misma los había creado para defender a Paradwyse y una de mis creaciones me llevó volando hasta el epicentro de la batalla.

El caos reinaba en el aire: demonios y ángeles se debatían entre sí en una fiera lucha —algunos montados en sus pegasos— pero ninguna de las bestias me prestó atención cuando crucé el reino en busca de mi esposo, parecía como si tuvieran órdenes explícitas de dejarme pasar ilesa.

Tadeus y Malik me indicaron dónde se encontraba el portal, aunque una vez que abandonamos el balcón y nos alejamos del humo que incendiaba el castillo de cristal, no hicieron falta más instrucciones. Desde la lejanía se alcanzaba a ver el gran espejo: un agujero plateado pintado en el cielo con chispas rojas a su alrededor.

Separarme de mis hijos requirió de toda mi fuerza de voluntad, pero era peligroso que permanecieran conmigo. Además, también era bastante predecible y Caelum me conocía bien. Así que dejé que Malik tomara a Evan y Tadeus a Cielo. Cada uno no solo tendría la misión de protegerlos, sino de ayudarlos a cerrar el portal mientras yo me encargaba de mi esposo.

Por supuesto, restaba la amenaza de los seis príncipes infernales, de la cual mis padres ofrecieron hacerse cargo para que los demonios no pusieran sus garras en mis hijos. No hubo manera de convencerlos de lo contrario. Incluso con mamá debilitada por haber estado al borde de la muerte, ninguno de los dos se marcharían sin el otro. O sin mí. Por lo que estábamos juntos en esto.

Una vez que acordamos el plan, el agua de Paradwyse volvió a cantarme al oído. Me quedé helada por la sorpresa. Ya no me extrañaba esa conexión con mi elemento, era parte de mí y la había aceptado, pero aquello me trajo recuerdos muy lejanos; de ese raro trance en el que entré cuando dejé que mi magia me dominara para salvarme de Forcas.

Al mismo tiempo, recordé las palabras que me dijo mi padre el día de mi coronación: tú controlas a la magia, pero la magia no te controla a ti.

Respiré hondo y escuché el dulce canto con atención: una invitación para volvernos una sola. Cerré los ojos y llamé a mi elemento. La isla tembló de nuevo, esa vez porque la laguna bajo el castillo de cristal se sacudió con fuerza y los riachuelos que corrían hasta perderse al borde se alzaron como uno solo.

Poco a poco, las partículas de agua se unieron hasta formar ángeles traslúcidos que se solidificaron como el cristal, guerreros hechos con magia, cientos y cientos de ellos, naciendo con ayuda de mi poder para defender al reino.

Mis padres, Malik y Tadeus se quedaron pasmados. Evan y Cielo solo miraban a los ángeles brillantes con curiosidad.

—He invocado a algunos refuerzos —fue mi única explicación.

Ahora, los ángeles de cristal resplandecían bajo el ocaso que se fundía al pie de las montañas flotantes y blandían sus espadas, hechas de agua pero filosas como el acero, contra los demonios que atacaban a los ángeles de carne y hueso. Ahogaban y cercenaban sin piedad.

Caelum evaluó al que aterrizó junto a mí en la montaña con un rostro inescrutable y lo hizo pedacitos con un rayo negro que me tomó por sorpresa. Mi guerrero se desmoronó antes de convertirse en agua de nuevo y evaporarse en el aire. Por supuesto que mis creaciones no eran invencibles, pero el rey del infierno tenía que comprobarlo con crueldad.

Su sonrisa se ensanchó aún más.

—Ahora imagina todo lo que podrías crear para mí. Si no fueras tan obstinada, en este momento Paradwyse ya estaría a nuestros pies.

Me arranqué la corona negra de la cabeza y la aventé al vacío para que se perdiera para siempre.

—Puede que sea tu esposa, pero nunca seré tu reina.

Sus ojos rojos se encendieron ante el reto. No supe si porque en realidad le importaba, o porque hice el desafío muy consciente de que los seis príncipes infernales se encontraban en esa misma montaña, cuidando su retaguardia y escuchando cada una de mis palabras.

Aunque ahora eran solo seis, los príncipes no lucían menos atemorizantes o débiles. Por el contrario, frente a ellos tenían arrodillados a tres arcángeles de alas doradas. Los reconocí aunque no supe sus nombres, puesto que jamás olvidaría los rostros que nos condenaron a Caelum y a mí.

Todos estaban atrapados por su propia cadena perpetua y tenían cuchillos en su garganta. Vaya ironía, ¿tan rápido habían caído?

Una parte de mí —tal vez una muy oscura— quería cruzarse de brazos y dejar que esos cuchillos hicieran lo suyo, pero me obligué a recordar que eran esos mismos arcángeles los que podrían ofrecer protección a Evan y Cielo, si es que nuestro trato seguía en pie.

La estática del portal era impresionante y se sentía sobre nuestras cabezas, era mi trabajo alejar a Caelum de ahí para que nuestros hijos tuvieran oportunidad de cerrarlo, pero primero tenía que encontrar la manera de liberar a los arcángeles del Concejo.

—¿A qué estás jugando, Caelum? —cuestioné, examinando a los rehenes.

—¿Dónde están mis hijos? —preguntó a cambio—. Sé que Cielo nunca llegó al infierno.

—Yo también tengo aliados —le sonreí de vuelta, tentándolo.

Nunca hubo una coincidencia tan perfecta como esa, puesto que en ese momento dos fénix —uno de hielo y otro de fuego— emergieron de la noche y ascendieron girando alrededor de las montañas flotantes. A su paso, quemaron demonios. A otros los azotaron con rayos de tormenta. Comenzó a llover sangre negra sobre nosotros.

La mandíbula de Caelum se tensó, pero a pesar de la baja de los demonios, más y más sombras negras continuaban entrando por el portal. Esta guerra sería interminable, y desastrosa, si no nos movíamos rápido.

Evan y Cielo tenían que cerrar el portal ya.

El rostro de Caelum permaneció inescrutable mientras siguió a los fénix con la mirada, contemplando las hordas de demonios cayendo a su paso. Muy lentamente, se volvió hacia mí y su sonrisa maquiavélica erizó mi piel. Él sabía cómo ponerle una soga en el cuello a mis padres.

—Atrápenla —demandó, poniendo las manos en su espalda para demostrar que él ni siquiera se molestaría en mover un dedo—. La quiero con vida.

Los príncipes se movieron tan rápido que solo pude percibir sombras viniendo hacia mí. Salté al aire, pero el golpe llegó más pronto de lo que esperé y me lanzó hacia el precipicio. Caí y me estrellé contra una segunda montaña más baja, tan duro que me sofoqué.

Un golpe oscuro de magia me hizo ver estrellas y rodé por la piedra irregular, la piel me ardió de dolor en todos los rincones donde me rasguñé, pero logré recuperar el control de mi cuerpo y me puse en cuclillas para poder ver a las seis figuras viniendo tras de mí.

Encajé las uñas en la montaña con tanta fuerza que sentí cómo se rompían y sangraban, pero ni siquiera hice una mueca de dolor. La piedra se cuarteó bajo mi magia y explotó en cientos de astillas que atacaron a mis enemigos como filosas dagas.

Desaparecí antes de que la montaña se desmoronara por completo y me dejara caer de nuevo al vacío. Me transporté metros más arriba, para tener un panorama más amplio. Ángeles de cristal me rodearon con un simple pensamiento para crear una barrera entre los príncipes y yo, quienes no tenían más que unos cuantos rasguños por mi ataque anterior.

No me permití pensar que era imposible vencer a los seis, aunque ciertamente lo era y tratar de esquivarlos solo me estaba quitando tiempo valioso. Me limpié la sangre de la nariz con el dorso de la mano cuando ellos hicieron explotar a una decena de mis ángeles como si fueran simples burbujas de jabón. Esquivé un segundo ataque por un pelo, justo cuando un feroz rayo azul cruzó el cielo y azotó a uno de los demonios.

El grito del fénix de hielo fue iracundo pero hermoso, un sonido que jamás había escuchado en toda mi vida. Como una criatura mística respondiendo al llamado de guerra, mamá apareció entre los príncipes y yo, con enormes alas de fuego batiendo en su espalda. Su fénix —la criatura hecha con fuego dorado, azul y violeta— voló alrededor de la montaña, al acecho.

Había escuchado cientos de veces la historia del despertar de los fénix y, aun así, verlos con mis propios ojos resultaba alucinante.

—¿Y bien? —Mamá se dirigió a los demonios—. ¿Cuántos de ustedes quieren ser rostizados?

El príncipe que papá atacó se puso de pie. Mi corazón palpitó al ver que la superaban en número y ella ni siquiera dio un paso atrás. Esa valentía ardiente ni siquiera parpadeó frente a seis de los seres más oscuros, traídos desde el mismísimo infierno.

Más rayos cruzaron el cielo, destrozando a demonios que volaban y atacaban y desgarraban. Llovió más sangre negra, espesa y caliente. Por primera vez desde que los conocí, los príncipes parecían nerviosos, aunque tampoco retrocedieron. Simplemente estaban calculando la situación.

Mamá gruñó cuando los seis príncipes infernales nos rodearon y me coloqué a sus espaldas, guardando distancia de sus alas hechas de fuego.

—Vete —ordenó.

—Ni siquiera tú puedes con todos —objeté.

—Tienes una misión, Estrella —recalcó con suavidad—. No malgastes tu magia en esto, la necesitas para acabar con él.

Apreté las manos en puños cuando el príncipe frente a mí me dedicó la sonrisa ponzoñosa de un amante enloquecido. Si mi memoria no me fallaba, ese era Abbadon.

—Escuché que conociste personalmente a Belial —ronroneó, dando un paso en mi dirección.

El estómago se me convirtió en plomo, pero no permití que aquello se reflejara en mi rostro.

—Si con personalmente te refieres que conocí hasta sus entrañas, estás en lo correcto.

El demonio percibió la amenaza implícita y otro de los príncipes chasqueó la lengua antes de sisear:

—No juegues con la comida, Abbadon.

Fue todo lo que mamá necesitó escuchar para que su fénix descendiera en picada y escupiera fuego sobre los príncipes infernales. Ellos respondieron, igual de feroces, con una ola negra que nació de los seis y azotó al fénix de llamas. Las montañas más cercanas temblaron, tanto ángeles como demonios se alejaron del ataque que creció como una bomba de fuego y oscuridad, arrasando con todo lo que había a su paso.

Me llené de horror cuando la oscuridad carcomió lentamente al fénix, formando hoyos entre sus alas que se expandieron antes de devorar hasta la última brasa y dejarnos en completa oscuridad. Después, la negrura cayó sobre nosotros como una pesada roca dispuesta a aplastarnos.

Me preparé para un golpe que nunca llegó. Cuando dejé de cubrirme inútilmente con los brazos y abrí los ojos de vuelta, encontré a Caelum sobre mí, protegiéndome.

Y estaba furioso.

No conmigo, comprendí al notar que se puso de pie con los movimientos de un depredador salvaje y miró a los príncipes con una mirada helada.

Bajo mis rodillas, la montaña había quedado por completo chamuscada y en el aire flotaban cenizas, como si una nevada gris estuviera cayendo sobre Paradwyse. Seguíamos rodeadas por los seis príncipes, pero el fuego de mamá se había extinguido y ahora se encontraba desplomada sobre el suelo, apenas podía sostenerse sobre sus brazos temblorosos. Caelum no la protegió a ella y la dejó a su suerte, el ataque de seis contra una. Era un milagro que no estuviera muerta.

Se abrazó el estómago y comenzó a toser sangre sobre la piedra negra, fue todo lo que necesité ver para recuperarme del asombro, ponerme de pie e intentar dar un paso hacia ella.

—¡Mamá!

Caelum me atajó antes de que la alcanzara y uno de sus brazos rodeó mi cintura para que permaneciera junto a él. Mamá le enseñó los dientes ensangrentados, pero el rey del infierno no le prestó atención.

El gran enfrentamiento atrajo todas las miradas importantes y los cinco arcángeles restantes aparecieron en la montaña, con sus armaduras y espadas bañadas en sangre negra. Sus tres compañeros encadenados ahora flotaban de cabeza sobre nosotros, mostrándolos como peones y trofeos. Palidecieron al verlos.

Ni una señal de Tadeus y Cielo, lo cual agradecí internamente.

Con un hermoso canto lleno de dolor, el fénix de hielo descendió en picada a toda velocidad, haciéndose más pequeño conforme se acercaba a la montaña. Al aterrizar sobre las cenizas, ya era el cuerpo de mi padre. Se hincó junto a mamá y tomó su rostro para examinarla con frenesí. Ella murmuró algo que no alcancé a escuchar, él la ayudó a levantarse.

A Caelum no pareció importarle aquellas presencias, simplemente fulminó a cada uno de los príncipes con la mirada.

—Les di una orden —reclamó a los demonios que supuestamente le habían jurado lealtad—. Y ustedes debían obedecer.

Uno de los príncipes, Samel, escupió al suelo. Era el más hermoso de todos gracias a su cabello plateado brillando como una luna.

—Ella no es nuestra reina. ¿Qué nos importa si se muere?

Percibí cómo los músculos de Caelum se tensaron alrededor de mi cintura.

—Si atacan a Estrella, están atacando a mi esposa, a su reina y al futuro heredero del infierno. No-la-toquen.

Las piernas amenazaron con fallarme al escuchar la declaración: sin duda era una amenaza para los príncipes infernales, pero también un juego de palabras muy bien pensado y una bomba lanzada en el momento justo, a propósito. La exhalación colectiva indicó que sus palabras rascaron en una herida profunda.

—¿Qué? —susurró mamá con el rostro gris, una combinación de su debilidad y de la sorpresa que la había dejado tiesa. Papá simplemente cerró los ojos, deseando que no fuera cierto.

Akriel dio un paso hacia adelante, asqueado.

—Dijiste que irías al infierno a matarlo, no a revolcarte con él de nuevo —me acusó con rabia—. ¿A qué estás jugando, Estrella Rey? ¿Quieres condenarte? ¿A ti y a tus hijos?

Los príncipes tampoco lucían contentos al enterarse de un posible heredero, pero espanté esos pensamientos porque estaban logrando su cometido: aturdirme y distraerme.

—No estoy embarazada —me defendí, rezando para que fuera cierto.

—Aún —completó Caelum.

Mamá se rebatió entre los brazos de mi padre.

—Quítale tus sucias manos de encima, cerdo asqueroso.

La risita de Caelum fue demasiado sensual, solo para provocarla.

—¿O qué? Estás agotada, Ada Rey. Ya no te queda magia.

Un relámpago azul golpeó el centro de la montaña de improviso. Sino cayó sobre él, fue solo porque Caelum aún me tenía en sus brazos.

—Pero yo sí —amenazó papá.

El rey del infierno suspiró, sentí su aliento cálido mover mi cabello.

—Mátenlos a todos.

Matar. Los seis príncipes sonrieron endemoniadamente, dando a entender que esa era la orden que estaban esperando desde hace mucho tiempo. Cayeron sobre los arcángeles como una emboscada. Y sobre mis padres.

Mi grito estuvo lleno de terror.

La boca de Caelum se pegó a mi oído.

—Voy a ganar —ronroneó—. Voy a ganarte. A ti y a mis hijos. Esta es tu última oportunidad para reconsiderar mi oferta. —Su mano acarició mi cuello, mi hombro, mi brazo, mi vientre... Me estremecí de pies a cabeza—. Únete a mí y ordenaré que dejen en paz a tus padres.

—Porque se nota que los príncipes hacen lo que tú les dices —gruñí sarcásticamente.

Él me zarandeó.

—Sé que quieres matar a los arcángeles, lo vi en tus ojos. —La boca se me secó, no supe cómo responder a eso—. Te dejaré hacerlo, el tiro de gracia es tuyo.

Tragué saliva.

—Estás demente.

—¿Lo estoy?

Me giré en el círculo de su brazo, con una mirada titubeante. Alcé mis párpados y lo observé desde abajo, indefensa. Una víctima en sus garras, una última vez. Por eso no había forcejeado, por eso no utilizaba la magia que pugnaba por salir para apartarlo de mí. Alcé una mano temblorosa para colocarla sobre su pecho.

—Por favor...

Vi, en el brillo de satisfacción que refulgió en su mirada, lo mucho que le gustó escucharme suplicar. Mi labio tembló al repetir:

—Por favor, Caelum.

Su pulgar rozó mi boca, como si ese temblor lo estuviera seduciendo. Me ericé como un gatito recibiendo una caricia y me permití recargarme en su cuerpo, con la otra mano ajustándose a su cadera para apoyarme al ponerme de puntitas. Acercando nuestros rostros.

—Por favor qué —ronroneó divertido.

Enfrenté sus ojos, rojos y lujuriosos, muy atentos a mi boca. Y al escote centímetros más abajo que el vestido de plumas negras no hacía más que realzar. Suspiré hondo, Caelum no se molestó en disimular su hambre cuando mi pecho subió y bajó con el movimiento. Repasó sus colmillos con la lengua.

—Detén esta guerra, por mí —imploré.

El aliento de su risa sensual cayó sobre mi rostro.

—¿Estás intentando distraerme para ganar tiempo? —Sus uñas acariciaron el costado de mi cintura—. ¿Crees que eso salvará a los arcángeles? ¿O a tus padres?

Respondí imitando su risa sensual con un tinte mucho más malvado que el suyo. Fui tan rápida y él estaba tan aturdido por mis encantos, por mi actuación, que no vio venir cuando saqué la daga de Rhosand de su cinturón y la presioné contra su cuello, con tanta fuerza que un hilillo de sangre corrió por su piel hasta manchar su ropa.

Alcancé a detectar un ápice de sorpresa antes de que lo ocultara con una expresión seria y mortífera. Realmente no lo vio venir, aun cuando fue él quien me dio esa idea; en el balcón, cuando rozó mi boca con la suya y me aturdió lo suficiente como para lanzarme al vacío. Tal vez Caelum realmente nunca cayó en la cuenta de que ese era un juego al que podíamos jugar los dos.

Y que su reina indefensa, inocente y titubeante ya no existía. Ya no quedaba nada de esa Estrella, así como ya no quedaba nada de mi Caelum. Mi ángel.

La daga amenazando su vida ni siquiera tembló, no había espacio para dudar de nuevo.

—¿Dónde están las plumas para liberar a los arcángeles? —exigí.

Caelum se atrevió a sonreír, aunque aquello pareció más una amenaza.

—¿Eres tan tonta como para liberarlos?

—¿Eres tan tonto como para subestimarme?

—Baja la daga, Estrella —ordenó—. Tú y yo sabemos que no me matarás.

—Casi matas a mamá e intentaste llevar a mis hijos al infierno —gruñí ferozmente—. Por supuesto que te mataré.

—Nuestros hijos —corrigió, al igual que en el pasado, solo que esta vez arrastró las palabras fríamente.

Negué con la cabeza, con odio...

Mis hijos. Tú ya no tienes ningún derecho sobre ellos.

—Eso no lo decides tú.

Vi venir el golpe antes de que sucediera, aun así no fui lo suficiente rápida. Su magia derrumbó el escudo que apenas estaba erigiendo a mi alrededor y salí disparada hacia atrás. Me golpeé la cabeza contra una roca y mi vista se nubló, el mango de la daga se clavó en la palma de mi mano cuando me aferré al arma para no perderla de nuevo.

Rodé ágilmente para ponerme de pie y localizar a Caelum. Los arcángeles y los príncipes se batían en un duelo a muerte a mi alrededor, mi padre también luchaba pero más limitado, puesto que no se atrevía a abandonar a mamá.

Y entonces lo vi: el rey del infierno me había alejado de él para vengarse.

—¡No! —grité con desesperación.

Caelum me lanzó una mirada desafiante desde el centro de la montaña y no titubeó al blandir su espada con fuerza para cortarle la cabeza a uno de los arcángeles rehenes que colgaban de sus talones. Y, con ello, destruir cualquier posible alianza para los mellizos.

Mi corazón se detuvo, esperando el golpe letal. Casi me quedé ciega cuando un brillante resplandor azul se expandió de la nada y nos envolvió a todos. Un extraño silencio se extendió como niebla en la montaña, indicando que todos se habían detenido para averiguar de dónde provenía esa extraña luz.

Apunté con la daga ciegamente, buscando, esperando... el resplandor se consumió al segundo siguiente y nos permitió ver a Caelum de rodillas, jadeando.

La figura que apareció entre él y el arcángel, para impedir su muerte, parecía irreal. Era alta y estaba recta como una estatua, de piel tan blanca como nubes y unos ojos turquesa llenos de intensidad sobrehumana. El largo cabello celeste le caía hasta el ombligo y flotaba como el vapor. Destellaba tanta fuerza y poder que yo me hubiera puesto a temblar de haber recibido la mirada iracunda que la diosa le lanzó a Caelum. Con tan solo verla era fácil adivinar que pertenecía a uno de los Siete.

—Kaly —jadeó Caelum.

Era la diosa de la sanación, entonces. Y era hermosa. No como Cassida, que era hermosa como una noche oscura encapsulada en misterio. Kaly era hermosa como un cielo despejado o un día de primavera, algo cálido y brillante y bondadoso.

Aunque, en ese momento, en su rostro no figuraba nada de bondad.

—No tocarás a uno solo de mis ángeles —siseó Kaly con una voz que no era de este mundo.

—Yo también soy una de tus creaciones —rebatió Caelum, poniéndose de pie con cierta dificultad—. No puedes intervenir.

—Podemos —susurró Kaly con rabia— porque trajiste a los príncipes infernales a un lugar celestial. Trajiste a nuestros peores enemigos a nuestro territorio, a atacar a nuestras creaciones. Así que estamos en todo nuestro derecho de intervenir, rey del infierno.

—¿Estamos? —repetí en voz baja, para mí misma.

La respuesta no tardó en llegar: otras seis figuras aparecieron a nuestro alrededor, tan místicas como Kaly. Contuve el aliento al caer en la cuenta de que los Siete Dioses se encontraban en Paradwyse.

¿Para rescatarnos o condenarnos a todos? No tenía ni la más remota idea.

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