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5. Noche de paz, sin paz

https://youtu.be/eq5FAbdkZg4

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Toda mi miserable y enfermiza vida me he preguntado con ímpetu por qué la canción emblema de la Navidad se llama "Noche de Paz", o "Noche silenciosa", según los españoles. Creo que es un nombre muy poético para aquel sobrevalorado pedazo de chatarra musical que representa la voz de la Navidad.

A estas alturas, ya se habrán dado cuenta que yo soy aquel ente verde que no tiene amigos y que detesta todo aquello que alguna vez en su vida lo ilusionó. ¿Es que acaso no es la ilusión el mejor regalo que uno puede tener para Navidad? Es ligero y hermoso como la nieve, pero negro y opaco como el carbón.

Les contaré un poco de mi historia y cómo me he convertido en lo que soy; no por nada mi piel se ha tornado verde, mis ojos amarillos con pupila de lagarto y mi voz tan suave como un vidrio raspando la espalda de un metal. Sin mencionar la pérdida de varios kilos y la nueva alfombra que tengo en vez de pelos alrededor de todo mi cuerpo. ¡Oh!, amigos míos, amantes de una fiesta destructora de almas, les quiero confesar algo: todo lo que soy no es más que una representación metafórica de mi sufrimiento.

Mi piel se ha pintado del color de la envidia; y mi pupila, la que solía ser redonda capaz de visualizar las cosas de manera abierta y tierna, se volvió filosa y puntiaguda, maldita y poco estética por lo que veo hoy en día. Peso tan poco porqué casi no existo durante el año, a excepción de esta víspera horrible, y la música que sale de mi voz es tan estridente como dos violines desafinados porque se me ha podrido el interior con odio y soledad. ¡Y por si fuera poco me escondo detrás de mi pelaje de mono enfermizo, tengo vergüenza y odio de lo que soy!

Es ahora cuando me hastío del espejo, empaño mis pensamientos con ese penetrante olor a mierda y comienzo con lo que fui. ¿No es cierto, compañeros míos?, porqué quizás éste será su regalo de navidad: encontrar la razón del Grinch, aquella bondad que para algunos nunca existió. O por ahí están buscando algún tipo de justificación para lo que son ustedes, seguro algunos se sentirán identificados con lo que soy. ¿Tengo que mencionar lo horrible que puede llegar a ser una Navidad? ¿Tengo que indicar que la decepción es un sentimiento que perdura después de las fiestas a diferencia de la traicionera felicidad? No los culpo por sentirse así, en cambio yo, toda mi vida he culpado a mi pasado. He aquí, mi horrible y aburrida historia con sabor a piedra bañada de miel:

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Hace unas largas y aburridas navidades atrás, cuando yo solía ser lo que se consideraba humano, mi nombre era: Arturo Caballero. Un nombre simple y conciso. Lo que sugiere que esta historia le puede suceder a cualquiera. Después de todo, les aseguro que todos pasamos alguna Navidad convertidos en monstruos envidiosos de color verde.

Como humano yo trabajaba, comía y bebía. No había tiempo para vivir, solo para actuar. Tampoco fui de aquellos que, por un horario apretado, no atendía lo realmente importante. No, perdonen, amigos míos, pero está historia tiene otro sentido, otra inclinación.

Se trata, en realidad, de aquello que me ataba a la tierra y a la realidad. Aquello que amamos y que hace de estas fiestas una excusa perfecta para liberar nuestro amor sin ser juzgados. Sí, yo no era más que otro idiota con un corazón rojizo, chorreante de una sangre enamorada. Todos los días compraba rosas que se marchitaban por el color a cliché que tenían. Todas las noches narraba poemas y hacía oídos sordos por el horrible sonido que emitían. Y todas las caídas del sol observaba, sin mirar, cómo se escondía la luz y la verdad. No era una sola mujer, eran muchas, todos los años. ¿Qué estaba buscando, amigos míos? Una compañía para Navidad. Me había cansado del amor en las fiestas; siempre terminaba mal, siempre prometía demasiado. Esta vez, Arturo Caballero simplemente quería una amistad femenina para pasar aquel día maravilloso donde cae la nieve y los niños juegan a crear esculturas con sueños de agua congelada.

Ustedes se preguntarán, creo, la razón de mi sacra búsqueda de respuestas, del porqué de una "Noche de Paz". ¿Cuál es la razón que se esconde detrás de mis acciones? Trágico, la vida está hecha de tragedias, y ésta fue unas cuantas navidades atrás: una dama de ojos azules y pelo oscuro como la negrura que yace ahora en mis ojos, ella era mi amante. Su nombre era Lisa, una mujer con amplitudes y sueños; al igual que yo en aquel momento. Obviamente, más tarde me convertiría en un ser con solo amplitudes y después en el Grinch; pero eso son los gajes del que arriesga.

Los dos tortolitos, bañados de chocolate navideño, bailaban ignorantemente debajo de una fiesta que prometía ser todo. ¡Sí, una Navidad prometedora! ¿Quién lo hubiera pensado? ¡Niños gritando! ¡Arreglos navideños pintando la calle de rojo, como escenas de un crimen perfecto! ¡Música repetitiva y monotemática como aquella que suena cuando odias la vida! ¡Cómo olvidar a los Quienes, los malditos Quienes; es decir, tú, ustedes, ellos, nosotros, todos! Y los malditos fuegos artificiales, aquellas porquerías ruidosas que retumbaban tus oídos hasta dejarte medio sordo. Mientras todas esas cosas y eventos sucedían, en un pequeño apartamento donde las luces se encontraban calladas y la única que hablaba era una chimenea a través de un fuego, Lisa y yo nos encontrábamos mirándonos fijamente:

—¿Y ahora, Arturo, qué vamos a hacer? —indagó ella con el ceño fruncido y los ojos reventados de tanto llorar.

—¿Hay algo para hacer realmente? Es decir... —recuerdo haber hablado con tono preocupado y una amable tristeza en mi voz.

—¿Realmente me estás preguntando aquello? —exclamó enfurecida— ¡Qué te crees! ¿Qué esto es otro de tus juegos? ¡Está es la vida real, Arturo! ¡Lo que haces tiene consecuencias! —me pasé la mano por la cara con cierta ira.

—Me encanta, lo adoro en verdad, como me echas la culpa completamente sin incluirte en el hecho. ¿O piensas que los errores que se cometen en una pareja son culpa de uno solo y ya?

—¿Me estás diciendo que por lo menos te encontrarás consciente de lo que me hiciste? —preguntó determinada y fría.

—Yo... —no tenía nada que decir.

—Claro, ahí está. Tu silencio responde todas mis preguntas.

Me había cansado, era tiempo de arrojar la toalla y ser la persona más horrible que podría existir en Navidad.

—Y bueno... ¡Tendremos un hijo que no querías! ¡Feliz Navidad! —grité enfurecido y retirándome de la casa.

—¿A dónde vas? ¡A dónde vas, mierda! —chilló con un timbre tan agudo que solo mi voz actual, de bicho verde, es capaz de reproducir con la misma violenta vehemencia que poseía aquel mamarracho oral.

—¡Me voy lejos de mis problemas, a pasar una Noche de Paz en mi hogar, sin ninguna mujer que rechaza lo que le doy!

—¡Todo lo que das es basura, maldito desgraciado! ¡Nadie va a querer a tu hijo! ¡Ni vos!

—¿Eso quiere decir que nos harás el favor de ponerlo en adopción? O mejor aún, ¿será que te comportas de forma inteligente al menos una vez en tu vida, y abortarás al pequeño hijo de puta que llevas en ese vientre tuyo? —pregunté con toda la intención de ser irónico mientras buscaba la salida.

Me chocaba con todo lo que había en aquel pasillo desgraciado. Les confieso, ese fue el momento gracioso de la historia. Verán, me resultó un tanto cómico todo aquello:

—¡No posees ni siquiera una pizca de corazón! —exclamó y un pedazo de algo chocó contra la puerta que iba dejando atrás, señalando mi salida.

—Estuvo cerca... —susurré y suspiré.

En fin, ahí me encontraba yo, en plena Navidad debajo de una cruel nevada, burlona y lacerante. Cada copo de nieve era un recordatorio que la vida es más fría cada vez que te mira de cerca. "Felicidades", pensé, "voy a ser padre". Comencé a reír, algo de gracioso tenía todo eso. ¿Realmente me pueden culpar, amigos míos? A todos los hombres nos tocó estar debajo de las faldas de alguna mujer con más carácter que uno mismo. Finalmente, llegué a aquella casucha que llamaba hogar.

—Hola, papi —me saludó mi hijita, una dulce niña de unos 8 o 7 años, sinceramente no recuerdo. Detrás de ella se encontraba mi otra esposa, detalle que olvidé mencionar, esperándome con una sonrisa encantadora.

—¡Hola, Sandi! ¿Cómo anda mi pequeña? —exclamé, inmerso en un sincero y puro amor.

—¡Bien, papito! No sabes, te he dibujado algo —anunció, correteando tiernamente hasta su cuarto para buscar su obra de arte.

—¿De dónde vienes? —interrogó mi querida y devota esposa.

—Vengo de trabajar. Fue una cosa de locos, Gabriel lo hizo otra vez.

Sí, Gabriel, aquel amigo que siempre te salva sin importar qué. Bueno, yo no lo tenía, por eso lo inventaba.

—¿Otra vez? —preguntó preocupada.

—Sí, es medio torpe. Pero conservó el trabajo, obviamente, gracias a mí. El jefe lo tiene a bajo la espada de Damocles.

En realidad, el jefe me odiaba a mí. Era obvio, ¿Verdad? Pero no por las razones que piensan. Me acosté con su esposa la Navidad pasada. Conservé el empleo porque me había convertido en una pieza clave en la corporación. Yo era el que mejor trabajaba en toda la maldita empresa.

—Eres una persona hermosa, Arturo, haciendo horas extras por tus amigos y llegando tarde a tu hogar

Esposo soñado, diría, si no fuese porque odio aquellos sobrenombres. Eso decía mi esposa de mí, con ojos ilusionados y llenos de admiración.

—¡Mira, papá! —gritó Sandra, eufórica, con su dibujito en la mano.

—¡A ver! —exclamé.

Súbitamente, cual rayo destructor de árboles dueños de las vidas más inocentes que hay, la puerta se abrió, casi rompiéndose desde las bisagras.

Y sí, amigos, ahí estaba yo, visualizando el Santa Claus de cuatro ojos que había hecho mi hija, debido a que dibujó un deforme perfil que poseía dos ojos, cuando mi otra amante, entró. No era Lisa, sino Amalia, que era mejor conocida como "La Loca" de la puerta. Si tan sólo hubiera cerrado con llave la entrada como suelo hacer todos los días para evitar esto. Pero aquel era un día especial, era Navidad.

—¡Hijo de perra! —gritó la Loca, haciendo que los vidrios exploten, no literalmente, pero entienden la idea.

—¡¿Qué desea, señora!? —pregunté, casi bramé, tentado y a punto de reírme de la situación.

—¡¿SEÑORA!? —está vez, estoy seguro que el vidrio se rajó aunque sea un poquito.

—¿Nos hemos conocido con anterioridad? —está bien, me reí, no podía más.

—¿De qué te ríes, indecente desgraciado? —cuestionó mi verdadera esposa.

—Lisa... digo, Rosario... tengo que confesarte algo...

Y concluyentemente, damas y caballeros, el asfalto gris como mi fidelidad se encontraba en las afueras, sentados los dos, absorbiendo cada maldita lágrima congelada que largaba la víspera de Navidad en mi espalda. Solitario y pobre como un vagabundo, lloraba silenciosamente, pero de la risa. Era una lástima todo lo que había sucedido en aquella Navidad.

                                    3

Volviendo a mi búsqueda de compañía después de aquella terrible Navidad, tenía varios inconvenientes. Primero, mi amada hijita, Sandra, vivía conmigo. Segundo, el otro hijo había nacido, un idiota que no sabía emitir ni una palabra. Y tercero, yo era pobre y vivía debajo de una casucha. Sí, literalmente debajo. Había perdido todos los juicios, fue bastante difícil encontrar un abogado que no se hubiera reído de mí al escuchar lo sucedido. ¿Cómo yo, pobre alma perdida, iba a encontrar compañía además de mi pequeña Sandi? Toda esa situación me la merecía, sin duda, es más, de alguna manera u otra la disfrutaba; pero mi pobre Sandra... No, realmente yo la amaba. Y lo cierto es, damas y caballeros, que la amiga que estoy buscando era para ella, para mi hijita. Después de todo, algo de corazón tengo. ¿Verdad? ¡Lo juro, amigos! No hay truco está vez.

Me encontraba en la calle pidiendo monedas con mi tierna hija, la cual, agarraba mi mano con terror y amor. Sólo un niño sería capaz de tanto.

—Oiga, señor —exclamé dirigiéndome a un viejo, claramente adinerado, con el objeto de hacer una pequeña transacción.

—Oh, pobre alma. En Navidad, y estar de esta manera. Te daré un...

—...la billetera, me dará la billetera —complementé sacando un cuchillo y sonriendo. Bueno, después de todo, había un truco.

—Maldición...

—Eso le pasa por creer en la bondad. Siga mi consejo, no crea en nada y le irá casi tan bien como a mí. ¡No sea hipócrita, sea una horrible persona y verá los resultados! —exclamé corriendo mientras levantaba a mi hijita, suave y hermosa, y la colocaba sobre mis hombros— ¿Te estás divirtiendo, Sandi?

—¡Sí! —gritó, divertida.

—¡Esa es mi hija! ¡Agárrate fuerte que veo gente distraída!

Rápidamente, después de chocar varias personas y pretender que perdía el balance porque estaba jugando, me apropié de unos cuantos rechonchos monederos. Todos de un cuero tan fino como los zapatos de aquel beatón que amenacé con mi cuchillo. Juro que soy buena persona, es el infortunio y la necesidad de proteger a esta dulce alma la que me lleva a esto. ¿Mi trabajo? Ah, ese trabajo. Bueno, lo cierto es que era un tanto inestable. Gabriel, cierto, les confesé que no existía Gabriel... emm, de hecho, tampoco existía mi trabajo. Simplemente vivía de mis hermosas amantes. Es verdad, les mencioné que era el mejor de toda la "maldita empresa". ¿En serio me creyeron? ¡Sin embargo! No cuestionen mi veracidad sobre el amor que poseo hacia mi hija. Aquello es sincero y honesto. Al correr y correr como padre e hija jugando, llegamos a nuestro hogar debajo de una casucha. Era "alquilado" y era un simple cuarto muy pequeño, casi cómodo para dos personas.

—Bueno, aquí estamos. Hogar, dulce hogar —exclamé, arrojando las billeteras al "tacho de los tesoros", como Sandi le decía.

—Papi...

—¿Qué sucede angelito divino?

—¿Cuándo tendré una nueva mamá? —preguntó, tan inocente como un niño abriendo un regalo que contiene carbón, en lugar de un juguete.

—Estoy en eso, está más difícil la cosa.

Estuve yendo a un grupo de adictos, buscando alguna mujer. Había gente prometedora allí. Aunque todos eran unos enfermos aficionados a la mala vida, después de todo. No quería que mi hijita se relacione con ellos, así que dejé de ir. Aunque suene contradictorio, yo no soy adicto a nada, por mala suerte.

—¡Quiero una mamá! —gritó caprichosa, la pequeña estaba acostumbrada a pedir y obtener. La vida del ladrón hábil.

—Bueno, bueno, ya la tendrás —dije acariciándole la cabeza con ternura— ¿Quieres que te lea un cuento?

—¡Sí! —ladró alegremente.

—Bueno, esté se llama: "A Christmas Carol"

Y todas las tardes, cuando llegábamos a aquel pedazo de inmundicia que compasivamente llamábamos hogar, yo le narraba un cuento hasta que se dormía. Después la arropaba con mi campera y sufría la furia del infierno, abrazado a la única mujercita que podía amarme incondicionalmente: mi hija. Hubo días en que una lágrima se me caía, de cualquier forma, todo era culpa mía.

                                    4

Recuerdo que una bola de nieve me cayó en la cabeza y me despertó. Yo siempre colocaba mi cuerpo como escudo para que mi niña no pasara ese tipo de cosas. Bostecé y supe en aquel instante que dormir iba a ser inútil. Me levanté y salí con el objeto de ser humano, es decir, pintar la nieve de amarillo. El vapor salía suavemente y aquel placer que obtienen los hombres puercos al ir al baño no salía a la luz.

—Oiga —una voz femenina y suave se escuchó detrás de mí.

—Ya le dije, nos iremos en cuanto podamos —era la mujer que vivía arriba de nosotros. Creo que nos quería echar. La verdad, nunca había hablado con ella—. No sea cruel, tenga respeto por la víspera de Navidad. Por lo menos por mi hijita.

—¿Eh? No, señor, no quiero que se vaya. Está orinando arriba del tazón de mi perro —dijo severamente.

—Ah, no lo había visto —mentira, era mi juego favorito—. Perdone —dije, terminando y alejándome.

—No, espere.

—¿Qué sucede? —pregunté, dándomela vuelta y esperando que no llame a la policía. Mi rostro era popular por ahí.

—Yo lo conozco a usted —oh, no. Esto sólo iba a traer problemas.

—Lo dudo mucho, yo soy extranjero...

—¡Arturo! —exclamó la mujer, llena de encanto.

—Em... sí... ¡tú! —grité confundido.

—¿No te acuerdas de mí? —preguntó tristemente.

—Claramente, no. Hubo tantas mujeres en mi vida.

—Sigues siendo el mismo galán de siempre —aseveró, sonriente.

—Cierto —concordé orgullosamente—. ¿Pero, quién eres? —indagué, ahora, curioso.

—Vanesa. ¿Te acuerdas? Fuimos a la escuela juntos.

—¿Vanesa? ¡Mi pequeña mejor amiga! —dije nostálgicamente—. Tantas cosas vivimos.

—Oh sí, éramos los dos terribles del barrio. Siempre molestando —comentó con una extraña nostalgia en sus ojos, sobre todo, en sus labios.

—Verdad, verdad. Recuerdo todo lo que nos divertíamos con Andrea, todas las basureadas que le hacíamos. Nunca se enteraron que los realmente crueles éramos nosotros. Siempre nos las arreglábamos para echarle la culpa y salir sonrientes.

—Sí, igual, de haber sabido que Andrea tenía un padre que la golpeaba por cada equivocación que hacía... —dijo esperando a que concluya la frase.

—¡Hubiéramos molestado más! —exclamé, riéndome.

—¡Exacto! —y rió de una manera ambivalente— ¿Y ahora qué estás haciendo, Arturo?

—Y, qué decir. Estuve pintando mucho. Viajo con mi hija de país en país y pruebo suerte —informé amablemente.

—¿Pintas? ¿Qué pintas?

—Mujeres, paisajes, momentos filosóficos. Aquellos que toman un lugar en la tierra y desaparecen al momento que se los ve son lo más complicado.

—¿Puedo ver? —preguntó sorprendida.

—No. Tengo miedo de que desaparezcan cuando los mires —y los dos reímos al mismo tiempo.

—¿Dónde te hospedas? —preguntó con ternura.

—Ahí —dije señalando con mi dedo gordo, sin mirar, debido a la vergüenza cómica que me causaba todo aquello.

—¿En esa porquería? —cuestionó riéndose a carcajadas.

—Bueno, la pintura profunda no está ganando demasiado. Son tiempos difíciles.

—¡Ya veo! —exclamó descostillándose de la risa. Yo también empecé a reír.

—Papi. ¿Qué pasa?

—Uh, Sandi, perdón. ¿Te despertamos, mi reina?

—Sí, un poco —respondió mi hija, frotándose los ojos.

—Lo siento. Lo que pasa es que me encontré con una vieja amiga —respondí y luego presenté mi hija a mi amiga—. Vanesa, está es mi amada hijita, Sandra —y viceversa—. Sandra, ésta era mi vieja compañera de travesuras: Vanesa.

—Hola, señora, tengo cáncer y alzhéimer, ¿Me puede dar una moneda antes de que me olvide que voy a perder la vida? —dijo mi niña, obedeciendo la vieja rutina de la pequeña moribunda. La tomé de los hombros y le tapé la boca, riéndome.

—¡No! ¡Tontita! ¡Ésta no! —susurré rápidamente en su oído—. A Sandi le gusta jugar a la pobre moribunda —comenté, tratando de restar importancia a las palabras de mi hija.

—Qué juego más cruel. Yo tuve un pariente que murió de alzhéimer —murmuró Vanesa, suspirando. Luego su rostro se iluminó de repente—. Sé que va a sonar a locura, pero, ¿Quieren quedarse hasta Navidad en mi casa? Aquello parece que se va a derrumbar —y justo cuando dijo eso, el techo se cayó.

—¿Qué opción tenemos ahora? —pregunté sonriente.

Aunque no lo crean, amigos míos y estimados amantes de un diabético gordito rojizo y maratonista de las más estrechas chimeneas, habíamos conseguido pareja y un hogar digno para la víspera y Navidad. La vida, sin duda alguna, les estaba sonriendo a Sandra y a Arturo Caballero. ¡Qué dulce que suena ahora la vieja Navidad! ¿Verdad? ¿...verdad...?

Al entrar, la clásica chimenea en el centro y la meticulosa y ordenada sala se presentaron sin mucha presentación. Ya con su pretensión bastaba, sin mencionar la cantidad innecesaria de artículos y adornos por todo el lugar. Clásico reflejo de mujer soltera sin lugar para canalizar sus inspiraciones y necesidades.

—Qué hermoso lugar tienes, Vanesa. ¿Qué es lo que haces? ¿De qué trabajas? —pregunté ignorando todo lo que iba a decir.

—Trabajo de cirujana en... —listo, Doctora. Finalmente, cuando dejé de escuchar aquel constante murmullo coloqué la atención en Sandi.

—¿Quieres explorar la casa? —le pregunté a mi hijita en tono de aventura.

—¡Sí! ¡Quiero! ¡Vamos, papá!

La tomé de la mano y la llevé corriendo por todo el lugar. Obviamente, visualizando alguna cosa que otra para robar el último día. ¿Qué? Esto no iba a durar para siempre. Y llegamos a una sala con cuadros.

—¿Viste las cajitas de oro que tenía? —dijo Sandi, emocionada— ¿Valdrán mucho? ¡Hay que robarlas! —"qué rápido aprenden", pensé con los ojos humedecidos—. Papá. ¿Estás llorando?

—Es que me emociona que seas tan madura a tu edad. Sí, hija, las vi. Valen una fortuna.

—¡Todo lo que brilla debe valer la cantidad de su brillo en oro! —citó mi refrán para robar. No era muy imaginativo, pero era divertido. Casi ni tenía sentido.

—Parece que se están divirtiendo —señaló Vanesa con cariño— ¿Qué andan haciendo estos dos traviesos?

—¡Nada! —exclamó, picarona, mi hijita; hermosa y angelical como un ladrona silenciosa.

—Ustedes dos —dijo con tono de reproche fingido.

Y con el correr del tiempo, Vanesa, Sandra y yo nos volvimos todos muy cercanos. Naturalmente, fue el día en que Sandi, inocentemente, llamó "mamá" a Vanesa el que definió nuestra relación como algo sólido y estable. Ella sonrió y se limitó a abrazarla. ¿Y yo, amigos míos? ¡Yo la estaba pasando de maravilla! ¡Ver a mi hija sonreír y de vez en cuando compartir la cama con esta mujer de belleza promedio era un paraíso! Incontables noches comiendo manjares y durmiendo en camas tan suaves como las aguas de un océano calmo. El placer que experimentaba no tenía sentido. Finalmente, llegó Navidad. Oh, la vieja Navidad.

—¿A dónde vas, papi? —preguntó Sandi alegremente.

— ¡Ah, no lo sé!

—¡Vas a comprar regalos! —exclamó embargada de emoción.

—¿Yo? ¿Regalos? —con esta niña no se podía jugar. O es lo que todo padre pensaba de su hija al verla actuar inteligentemente.

—¡Quiero una navaja pequeña como las que tú tienes! —y yo que le quería comprar una muñeca.

—Todo lo que quiera mi princesita —afirmé y le hice un cariñito en la cabeza—. ¡Vanesa! ¡Me voy a comprar regalos! —grité—, vuelvo en una hora.

—¡Está bien! No te tardes mucho.

Salí debajo de aquel blanco invernal con olor a Navidad y, por un momento, se me olvidó mi sucio pasado. Cada copo de nieve era una estampa de cristal que anunciaba prosperidad en mi vida. Finalmente las cosas funcionaban. Pensé que quizás ya era tiempo de arreglarlo todo. Encontrar un trabajo, alimentar a mi hija y mantener a Vanesa. Agradecerle a pesar de que no fuese tan bella o extraordinaria. Darle un abrazo en forma de monedas y cariño. Sí, era tiempo de un cambio.

Caminé y caminé con una idiota sonrisa en la cara. Entré al negocio y busqué juguetes y la cortapluma que me pidió Sandi.

—¿Qué puede un hombre como tú buscar en un sitio como éste? —escuché una voz retumbar mis oídos. Yo la conocía.

—Oh, Lisa ¿Cómo anda tu hijo?

—¡Nuestro hijo! El que has abandonado y dejado de mantener.

—Lo perdí todo, soy más pobre que un... ¿nene con alzhéimer y cáncer? —pregunté, riéndome y buscando una buena muñeca para mi hijita.

—No lo parece. Al contrario, te veo muy acomodado, con ropa de lujo y zapatos caros.

—Ah, no, esto fue por Vanesa. Estoy viviendo con ella. Me lo hace como favor. ¿Te acuerdas de Vanesa?

—Arturo, tus mentiras ya no me hacen efecto. Vanesa está muerta ¿No lo recuerdas?

Un inmundo escalofrío me recorrió el espinazo cuando oí la aseveración de Lisa.

—¿Muerta? ¡Imposible!

—¡Sí, tarado! La asesinó su vecino por equivocación cuando ustedes dos traspasaron la propiedad. ¿En serio puedes ser tan cruel para no acordarte?

—¿De qué hablas? La atendieron los paramédicos y ella quedó como nueva.

—Ah, claro. Tú te fuiste de la ciudad después. ¿Eso te dijeron? No, Arturo, ella murió. ¿Por qué crees que nunca te llamó o nada después de eso? ¡Vanesa te amaba!

—Entonces... ¿Quién...? ¡Oh, Dios! ¡Oh, no! ¡SANDRA! —grité desaforado, dejando todo en el suelo.

Corrí y corrí. Cada copo de nieve se había trastornado, cambiando la serindad de su caída en un recordatorio de todo mi pasado hasta aquel extraño momento.

Y puedo jurar que era una Noche de Paz aquella que, a pesar de los ruidos y gritos, pretendía ostentar una tranquilidad inverosímil; pero más que eso, era una Noche de Paz, sin paz, no para mí. A pesar de la Navidad misma, fue una noche silenciosa la cual me acobijó debajo de su oscuro secreto. Porque era cierto, uno escucha la alegría en Navidad, o la tristeza en los peores casos. Sin embargo, en aquella noche se escuchaba el silencio de aquellas emociones que hemos guardado meticulosamente. Aquel "te amo" que no nos animamos a decir o aquella sonrisa que nunca quisimos exhibir, o simplemente ese abrazo que dejamos pendiente hasta aquel momento. En fin, esa Noche Silenciosa había guardado demasiado silencio, y fue por eso que no me sorprendió encontrar a mi hija muerta, con el rostro convertido en una masa tumefacta de sangre, y debajo de un Árbol de Navidad que decía:

"Feliz Navidad, hijo de puta. Te desea Andrea, tu amiga maltratada"

Noche de paz, noche de amor, todo duerme en derredor. Toda la humanidad que tuve se perdió aquella noche. Miré a mi niña muerta, la tomé entre mis brazos y lloré, lloré por la muñeca que no le pude regalar, por la madre que no le pude conseguir, por la vida que no le pude dar. Mi poca humanidad, si es que alguna hubo, moría, se iba, se esfumaba. Esa misma humanidad que mi hija me otorgaba.

Y ésta, damas y caballeros, fue la historia de cómo me convertí en el Grinch.

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