4. Crónicas de un árbol
https://youtu.be/Y0_FtDWdjR8
Prefacio: Otoño.
Las hojas caían del inmenso árbol, lentamente. Bailaban en el aire, giraban con suavidad y chocaban las unas contra las otras. Después, esas hojas planeaban sobre el suelo hasta terminar posándose en él, y en su corto viaje cambiaban de color, se tornaban oscuras y apagadas o, a veces, en colores brillantes y limpios. Otras simplemente desaparecían.
Pero el roble nunca se quedaba sin hojas. Pasara el tiempo que pasara, siempre nacía una hoja nueva, blanca y tímida. Inocente. Y con ese nacimiento, el ciclo se completaba. Y todo volvía a empezar.
1. ¿Por qué, mamá?
Gabriel había oído a su madre hablar infinidad de veces del "árbol de las historias". Apenas ella mentaba al roble, él se acercaba para escuchar. Pero nunca obtenía más que una vaga respuesta. A fin de cuentas, Gabriel era solo un niño y había ciertos temas que no alcanzaba a entender, por mucho que se lo explicaran.
Pero el pequeño sentía mucha curiosidad por saber más de aquel árbol al que cada año se acercaban con un ramo de flores. Y ellos no eran los únicos. Cada año, en el solsticio de invierno, toda la ciudad se reunía ante el gigantesco roble. Éste les presidía sin detener su ciclo vital. Las hojas de sus ramas seguían naciendo, cayendo y cambiando de color. Era un espectáculo hermoso para algunos, y muy triste para otros. Cada solsticio de invierno, durante todo el día, cada familia podía coger una hoja caída.
A Gabriel no le gustaba ese día. No porque le pareciera aburrido como les sucedía a otros niños. Si no porque no le gustaba ver a la gente llorar. Y durante la recogida de hojas anual... había muchas lágrimas. Algunas eran de tristeza, y estaban cargadas de dolor y agonía. Otras, en cambio, eran de alegría y siempre se acompañaban de una sonrisa. También había miradas nerviosas, indiferentes, llenas de amor, de odio...
—¿Por qué lloras, mamá? —Gabriel miraba a su madre con seriedad, mientras ésta sostenía entre sus temblorosas manos una hoja del roble de color salmón.
Gabriel no entendía nada. Era el primer año en el que su madre cogía una hoja caída. Normalmente, su padre les acompañaba a mirar como otros lo hacían, como otros lloraban o reían, pero ese año no fue posible.
—Mamá, ¿por qué papá no ha venido con nosotros? —insistió el muchacho y se sentó junto a ella.
—Papá... papá ha estado malo, cariño —la mujer aferró con más fuerza la hoja. La estrechó contra su pecho y se secó las lágrimas con el puño de la manga. Después miró a su hijo y sonrió con tristeza—. Papá no va a volver, mi amor.
El muchacho notó como la congoja estremecía su corazoncito. Un dolor sordo y tirante se arremolinó en su pecho e hizo que un par de lágrimas se asomaran en sus ojitos. No quería llorar. Quería entender por qué él se había ido. Gabriel cogió de la mano a su madre y la estrechó con fuerza.
—¿Por qué, mamá? —musitó, con la voz rota, y apoyó la cabeza en su hombro.
—Cuando seas mayor, Gabriel... cuando seas mayor, ven al árbol de las historias. Él te lo explicará todo.
2 Corazón negro, como el ébano.
Efectivamente, el padre de Gabriel nunca regresó del hospital. El cáncer había sido más fuerte que él y lo había derrotado en una batalla que no fue justa.
Hubo un entierro solemne, íntimo y muy triste. Solo fueron ellos dos, madre e hijo, con la cabeza gacha y con el rostro demacrado. Ella, por la tristeza. Él, por el desconsuelo de la ignorancia. Ambos cambiaron aquel día, ninguno para bien, pero tampoco para mal. La joven madre se volvió melancólica y altruista, callada y dulce. Gabriel se encerró en sí mismo y dejó de indagar, aunque había muchas preguntas que aún le corroían, que le atormentaban; aunque sabía que no serviría de nada hurgar en las viejas heridas. Si quería encontrar respuestas sobre la muerte de su padre y su relación con el roble... debía buscarlas él mismo.
Y así, un día de invierno, frío, limpio y hermoso Gabriel se encaminó hacia el roble sin decir nada a nadie. Solo llevaba consigo una mochila y, dentro de ella, un bocadillo, una botella de agua, y la hoja de color salmón que su madre se negaba a tirar. No sabía si con eso tendría suficiente para su aventura, pero confiaba en sí mismo con suficiente certeza como para creer que se las apañaría.
El camino hasta el famoso árbol lo cubrió en apenas media hora. Había recorrido ese camino un millar de veces con su madre, así que no le costó nada llegar hasta él. No obstante, sintió una oleada de orgullo que le hizo esbozar una leve sonrisa. El roble se alzaba justo enfrente de él, grande, poderoso, magnánimo. Las hojas continuaban cayendo, creciendo y cambiando de color. Gabriel elevó la mirada hasta la copa, repasó con su mirada cada rama y cada recoveco. Contempló muchas de las hojas, tan diferentes entre ellas que nadie diría que eran del mismo árbol. Y en ese momento, justo cuando el sol iluminaba el cielo con más fuerza, una hoja cayó hasta sus pequeños pies: una hoja grande, amplia y negra.
Gabriel miró hacia los lados y, al verse solo y protegido, la cogió. Ésta vibró muy tenuemente y se iluminó durante unos segundos. Por un momento el niño pensó en soltar la hoja y salir corriendo, porque ése no era el comportamiento normal de una planta. Pero algo dentro de él le obligó a sostenerla y a admirarla. Y realmente mereció la pena. La negra hoja volvió a brillar, esta vez con más fuerza y en su envés comenzaron a brotar palabras, frases y diálogos. Gabriel, intrigado, se inclinó un poco más. Y comenzó a leer:
Corazón negro, como el ébano.
—Por favor... —la muchacha retrocedió un par de pasos y chocó contra una pared. No había luz, apenas había espacio— sácame de aquí, no... ¡¡No sé qué quieres de mí!!
No hubo contestación, pero ella sabía que alguien le observaba. Notaba su mirada clavarse en su nuca, punzante y temible. Isabela intentó moverse, trató de liberarse de aquella sensación, pero algo húmedo y resbaladizo que cubría el suelo le hizo caer. Algo pegajoso, asqueroso.
—¡Dios, sácame de aquí! —imploró y se arrastró sobre los codos. Notaba una extraña pesadez en su cuerpo, y no tenía nada que ver con su sobrepeso.
En algún lugar de la sala se oyó un chirrido. Isabela se sobresaltó y se giró. No había nada. ¿O tal vez sí? La joven era incapaz de vislumbrar nada entre las sombras, y eso le aterraba.
—Sé que estás ahí, por favor... por favor... no he hecho nada malo —Isabela tragó saliva, con fuerza. Cada movimiento le costaba un triunfo, y no sabía si era por el miedo o por algo más.
Tras ella, sonó otro chirrido. Con más fuerza y nitidez. Una oleada a podredumbre inundó sus fosas nasales y algo en el fondo de la habitación, a escasos metros de ella se movió. La joven tuvo que contener las náuseas que la atosigaban con fuerza y trató de incorporarse.
—Una muñequita, bonita y chiquitita... —algo en la penumbra cantó con estrépito. La voz era apenas un chasquido, y estaba claramente distorsionada. Aún así, la breve y siniestra canción reverberó por la estancia y rebotó por cada esquina.
Isabela tembló y se apretó contra una de las paredes, intentando protegerse de la invisible amenaza. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos y caían por sus mejillas, con rapidez.
—Sigue el caminito, estrecho senderito... —canturreó la voz, esta vez prácticamente en su oído. La joven gritó y se tapó la cabeza con las manos, temblando a más no poder. Solo oía la voz taladrar sus oídos y por debajo del maligno susurro solo era capaz de escuchar el propio latido de su corazón, acelerado y frenético.
Otro chasquido inundó la habitación. Tras la joven una puerta se abrió y dejó entrever un largo pasillo lleno de basura: excrementos, charcos de agua estancada, ratas e incluso huesecillos de algún animal. Isabela gimió desesperada y se llevó una mano a los labios para contener las náuseas. Sin embargo, no lo consiguió. Una oleada de vómito cayó al suelo y por la pared, aumentando así el desagradable olor que flotaba en el ambiente.
—¡Cerda!
—¿Qué? —Isabela se giró, buscó al dueño de la voz. Tenía los ojos desorbitados por el pánico y por el asco. La habitación en la que había estado hasta hace un par de segundos se iluminó con fuerza.
Era un cuchitril, más pequeño que un trastero. Las paredes estaban cubiertas por retazos de periódico, o de fotografías de varias mujeres. Entre ellas... una foto de la propia Isabela. La mujer palideció y dio un par de pasos hacia la fotografía. ¿Cuándo se la habían hecho?
—¡Corre! ¡Vuela, salta! —una risotada, justo detrás de ella hizo que gritara y se girara. Una sombra cruzó de lado a lado de la habitación, la rodeó y la rozó. El contacto, breve y escurridizo fue repugnante, frío y demoledor.
Isabela gritó, huyó y trató de ignorar la visión del suelo encharcado en sangre. Siguió por el pasillo tratando de encontrar una salida, una liberación de aquella angustia, de aquella desesperación... de aquella locura. La luz que brillaba al final de aquel minúsculo túnel se hacía más y más brillante, hasta que, de pronto, se apagó. Otro chasquido, otra risotada amarga.
—¿¡Qué quieres de mí?! ¡NO HE HECHO NADA! ¿¡ME OYES?! —la mujer gritó, desesperada, girando sobre sí misma para captar cualquier movimiento extraño. No hubo ninguno. Solo un breve gemido, un lamentable sollozo. La puerta del final del pasillo volvió a abrirse, lenta, muy lentamente...
La joven dio un par de temblorosos pasos y terminó de abrir la puerta. Isabela gritó, una y otra vez. Trató de moverse, pero no pudo. Trató de llorar, pero no le salían lágrimas. Solo podía gritar, gritar y mirar. A su alrededor se amontonaban varios cadáveres, algunos limpios y con la mirada vacía. Otros desmadejados, llenos de sangre y de un líquido que no supo identificar. Su estómago se encogió, se estremeció y empujó la escasa cena por su garganta. La puerta se cerró tras ella.
—No me querían, no me tenían en cuenta... —una mano blanca y temblorosa se deslizó por el cuello de Isabela. Ella gimió de puro terror y notó como se aflojaban sus esfínteres. La falda que llevaba no tardó en empaparse de orina. Él rió y le agarró de las nalgas con fuerza, a la vez que apretaba con fuerza el cuello de la mujer.
Isabela sabía que iba a morir. No entendía por qué, pero asumía que había llegado el final. Apenas oía al hombre que le estaba asfixiando, no sabía qué estaba contándole. Solo escuchaba su respiración, trabajosa y ahogada... cada vez más lenta. Su visión se trastornaba, se apagaba y se enturbiaba, ya que era capaz de ver la luz de la vida en los ojos del cadáver que tenía justo en frente, y eso era, cuanto menos, imposible.
—Mírales, son mi padre, mi madre, mi hermana y mi última novia —durante un momento, el asesino dejó de apretar el cuello de Isabela—. Ella también me rechazó ¿sabes? Como tú... —negó con la cabeza y tembló—. Tú también me rechazaste, y no puede ser... no, no. ¡Soy un buen chico! ¡UN BUEN CHICO! ¡Y VAS A QUERERME! —el joven y perturbado muchacho giró a Isabela y la besó en los labios. Fue un beso brusco, húmedo y repulsivo. Él olía a alcohol, a excrementos y a tabaco.
Isabela tembló, se revolvió y se separó con toda la rapidez de la que fue capaz. Él le miró extrañado y sacó el cuchillo que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Pero la joven fue más rápida. Isabela le empujó con toda la fuerza de la que era capaz, hasta que consiguió empotrarle contra una pared. Un sonoro chasquido y un borboteo resonaron en la habitación. Isabela retrocedió, llena de pánico y contempló los espasmódicos movimientos del joven. El cuerpo resbaló por la pared y cayó en una posición extraña, desmadejada. La sangre brotaba a borbotones de su cabeza, inundaba el suelo, lo teñía de rojo. Estaba muerto. Isabela contempló la macabra escena durante un momento, y después ... silencio.
Se llamaba Ezequiel Priaste. Su vida fue terrorífica, oscura y tétrica. Su historia vive y vivirá en esta hoja, reflejo de su pasado. Su corazón era negro, como el ébano. "Descanse en paz."
3. Rojo, como el fuego.
Gabriel soltó la hoja con un grito. Ésta resbaló de entre sus deditos y cayó al suelo con suavidad. El pequeño retrocedió y se alejó todo lo que pudo de aquella maldita hoja. ¿Qué había sido eso? ¿Qué acababa de ocurrir? Gabriel dejó escapar un quedo sollozo y miró a su alrededor, cerciorándose de que no estaba encerrado en ningún sitio, de que nadie le miraba ni le perseguía.
La brisa invernal, fría y limpia, le revolvió el pelo y le devolvió, poco a poco, a la realidad. El roble seguía en el mismo lugar que siempre, los edificios también. Nada había cambiado, todo estaba como él lo había dejado antes de empezar la siniestra lectura. Gabriel suspiró, más tranquilo. No entendía qué había pasado, pero estaba seguro que era importante. El muchacho contempló el árbol de nuevo. Varias hojitas blancas, recién nacidas brotaron junto a otra mucho mayor, de color amarillo brillante.
"Definitivamente", pensó, "este árbol es mágico. No entiendo aún qué hace exactamente, pero tengo que descubrirlo", se prometió y decidió dar otra vuelta al roble. Éste era desacostumbradamente ancho, por lo que tuvo que dedicar varios minutos a rodearlo entero. Mientras caminaba, Gabriel contemplaba el suelo y cavilaba. "Quizá... quizá solo cuente historias. Por eso se llama así... ¿verdad? Porque nos cuenta cuentos. Algunos son bonitos, porque la gente sonríe y otros... otros son cuentos de miedo." Reflexionó para sí y durante un par de minutos dejó su mente vagar. "¿De aquí saldrán las películas?", se preguntó, con curiosidad. "Seguro que sí, por eso los cuentos de miedo son de color negro... voy a buscar algo más divertido", se dijo a sí mismo y buscó otra hoja caída en el suelo. Había varias de colores oscuros y apagados, pero él las esquivó con mucho tacto. Finalmente, tras unos minutos de búsqueda, encontró una hoja enorme, roja y brillante.
Gabriel se agachó y la cogió con cuidado. Estaba un poco arrugada, y rota por algunos lugares. Sin embargo, olía dulce y su color era atrayente, llamativo y hermoso. La hoja comenzó a brillar, a extenderse y a vibrar ante el contacto de los deditos del niño. Esta vez, Gabriel no tuvo miedo y la aferró con más fuerza. Pronto brotaron las palabras, los diálogos... y se quedaron flotando ante él, a la espera. El muchacho asintió para sí, y tras tomar aire, empezó a leer:
Rojo, como el fuego.
—¿Ya te vas? —Joseline se mordió el labio inferior, con suavidad. Sus carnosos labios enrojecieron durante un breve momento, hasta que ella los liberó de la presión de los dientes. Él suspiró.
—Tengo que irme niña... llevo aquí toda la semana.
—¿Y qué importa? Oh vamos, solo otro más, solo uno... —suplicó la joven y tiró de él hacia el interior del pequeño apartamento. Joseline era una experta en el arte de seducir y cada gesto, caricia o tono de voz estaba enteramente dedicado a ese propósito.
—¿Otro más? Joder nena, vas a dejarme seco —el joven gruñó, pero se dejó arrastrar de nuevo a la cama—, no sé si voy a tener fuerzas, en serio.
Ella rió con suavidad y le besó en los labios. Su lengua estaba ávida de él, deseosa de probarle. Fue un beso profundo, experto, de esos que se sienten en todo el cuerpo. Él se estremeció, abrazó a la joven contra él y acarició su espalda desnuda.
Era imposible resistirse a ella. Todo en su persona era una provocación. Desde su pelo, negro como la noche y pecaminosamente largo, o sus ojos, azules y rebeldes, hasta su piel, mimada por la ducha.
—¿Qué quieres que te haga, eh, cariño? —preguntó ella junto a su oído. Su tono de voz era ronco, primitivo y terriblemente sensual. Aldo gimió con suavidad y se apretó contra ella buscando más roce—. Ya la tienes dura ¿eh? —Joseline rió quedamente y bajó su mano por su vientre hasta agarrar la creciente erección que se marcaba en los jeans.
—Quiero... quiero que me la chupes —contestó él y se desabrochó los pantalones con rapidez. Su sexo emergió con fuerza, imponente y firme.
Joseline no contestó. La joven se limitó a empujarle contra el armario y a arrodillarse frente a él. Adoraba hacer ese tipo de cosas. Le encantaba el sexo, de cualquier manera y en cualquier lugar. Algunos la llamaban ninfómana, pero, ¿qué más daba? A ella le gustaba y nada de lo que le dijeran iba a molestarle.
La joven sonrió para sí y se humedeció los labios con lentitud. La punta de su lengua, rosada y pícara rozó la suave e hinchada extensión del sexo de él. Aldo se recostó contra el armario, cerró los ojos y dejó escapar un ronco gemido. Joseline gimió con él nada más notar la oleada de excitación que estremeció su cuerpo. Se sentía húmeda, desatada, dispuesta a todo. Todo su ser vibraba, ardía, pedía a gritos ser acariciado. Pero ella sabía que era mejor ir despacio.
Lentamente y con suavidad, la lengua de Joseline acarició el miembro erecto de Aldo. De abajo arriba, con glotonería, con auténtico placer. Él gimió y arqueó las caderas contra ella, buscando caricias más frenéticas. Su movimiento fue suave en un principio, aunque tras notar como los labios de la joven se cerraban con más firmeza en torno a él, comenzó a moverse con más ahínco, con más fuerza. Su sexo vibraba, se hinchaba, buscaba con desesperación el fondo de la garganta. Tom solo notaba el calor que lo rodeaba y la suavidad de la lengua rodeando su miembro. Ésta daba vueltas, lamía, exploraba su sexo en profundidad. Los ritmos variaban y con ellos llegaban nuevas sensaciones, nuevos picos de exquisito placer.
Pero Aldo no era el único que sentía esas maravillosas vibraciones. Joseline jadeaba, se llenaba la boca y se humedecía a cada lametón. Sentía su sexo empapado, pidiendo a gritos un poco de atención. La joven gimió y bajó su mano derecha hasta el interior de sus bragas. Separó los labios con delicadeza y buscó el núcleo de su placer. Sus dedos jugaron con él, lo pellizcaron, lo mimaron y cuando notó las yemas de éstos pringosos y resbaladizos, comenzó a acariciarse, lentamente y en círculos.
—Oh, joder... —gimió Aldo con más fuerza y embistió con más ganas. Sus movimientos se volvieron más frenéticos, más descontrolados—. Nena, para... joder, para o me harás terminar...
Joseline se apartó y se pasó la lengua por los labios para deleitarse con su sabor. Su mirada brillaba intensamente, con picardía. Su mano derecha continuó con el baile, más rápidamente.
—Cariño... vamos a la cama ¿eh? —propuso y se incorporó. Después se quitó las bragas y las tiró a un rincón. Su sexo, perfectamente depilado, brilló, húmedo de excitación.
—Sí, sí... —el joven también se deshizo de sus ropas y se tumbó en la cama —vamos, móntame...
Ella rió y se acercó con sensualidad. Tom se humedeció los labios y tiró de ella para besarla. Sus lenguas se entrechocaron, se rodearon y lucharon. El beso fue intenso, abrasador. Los suspiros enardecidos por el deseo aumentaron de volumen, se transformaron en gemidos, y éstos en súplicas.
Joseline empujó con suavidad a su amante y se subió a horcajadas sobre él. Su sexo, húmedo y resbaladizo se deslizó con ternura sobre sus caderas, buscándole a él. Aldo acarició sus pechos con decisión, con habilidad. Éstos eran perfectas redondeces que le provocaban y consumían, que le extasiaban y le hipnotizaban. La joven sonrió y separó un poco más las piernas. Una tímida gota de su excitación resbaló por el interior de sus muslos y cayó sobre el vientre de él. Ambos sonrieron.
—Vamos... estás deseándolo. Ven y hazlo Aldo, me gusta que empieces fuerte... —suplicó con voz ronca Joseline. Después guió las manos del joven a sus caderas, instándole a tomarla, a poseerla. Ella sonrió y se mordió el labio.
Aldo no aguantó más aquel tormento, por lo que alzó las caderas con premura y tiró de ella hacia abajo. Su miembro encontró la ardiente entrada a su cuerpo con facilidad y se vio rodeado de calor, de humedad, de ella. Sentía cada pliegue de su sexo cercándole, presionándole por todos lados. La pareja gimió al unísono de placer, de pasión concentrada. Joseline comenzó a moverse con habilidad, haciendo lentos círculos completos con sus caderas. Cada movimiento, cada giro y cada gemido repercutían con brutalidad sobre el centro de su placer, que latía desesperado, ansioso por alcanzar el máximo gozo.
—Más fuerte, ¡joder! ¡más fuerte! —la voz de Joseline se convirtió en un grito casi primitivo, enronquecido por el deseo.
Aldo se aferró a sus caderas, la embistió con la fuerza que ella pedía. El joven jadeó, cerró los ojos. Las sensaciones se intensificaron, se hicieron con él. Cada oleada de placer se convirtió en una marea que no terminaba ni decrecía, sino que le estimulaba continuamente. Aldo podía notar cada parte del cuerpo de la joven sobre él, los pechos sobre sus labios, con los pezones firmes y erectos. Notaba las manos a cada lado de su cabeza, sosteniendo el peso de la muchacha mientras le montaba. Y sobre todo aquel cúmulo de sensaciones, notaba la respiración de Joseline, trabajosa, rápida y sin control.
Una oleada de placer especialmente intensa hizo que apretara con fuerza los dientes.
—Nena... relájate o voy a terminar ya... —jadeó y se arriesgó a abrir los ojos. Ella estaba preciosa, radiante, perlada por el sudor.
—Un poco más... un poco más...
Joseline estaba al borde del orgasmo. Su clítoris estaba hinchado, resbaladizo y a punto de estallar. La joven gimió y se movió con más fuerza. Las paredes de su vientre se tensaron de placer, se aferraron a toda la longitud del sexo de Aldo. Una catarata de fluidos bañó la punta de éste, y Joseline, ya sin aguantar más, se incorporó. Su mano derecha acarició su propio vientre y descendió hasta su sexo. Las caricias comenzaron con rapidez, furiosas, intensas y desesperadas. Todo a su alrededor daba vueltas. El placer crecía con extrema rapidez, tanto en su interior, donde aún apresaba al hinchado miembro de Aldo, como en su exterior, donde su clítoris se aproximaba a la liberación.
—¡Oh, joder! —gritó Aldo y dejó de embestir al notar como el placer le inundaba de golpe, con fiereza e intensidad. Su miembro se tensó durante un breve momento hasta que no aguantó más el chorro de esperma que bañó el interior de la joven.
Joseline gimió con él y continuó acariciándose. Estaba al límite, y no podía aguantar más. El éxtasis llegó cuando notó el semen de Aldo llenar los recovecos de cuerpo. Las oleadas de placer le recorrieron y le hicieron temblar y sollozar de alivio. Después se derrumbó sobre él, incapaz de moverse. Aldo rió y la besó en la coronilla.
—Ey nena..., déjame levantarme, o llegaré tarde al laburo — el joven varón sonrió y la empujó con suavidad. Ella le dedicó una dulce y satisfecha sonrisa y se apartó.
—¿Vuelves luego?
—Lo intentaré —Aldo suspiró y asintió—. Sabes que siempre vuelvo.
—Espera anda, que te acompaño...
Joseline se levantó, pero tuvo que sujetarse al armario. Todo a su alrededor daba vueltas y estaba extrañamente distorsionada. En sus oídos la voz de Aldo se apagó y fue sustituida por un extraño zumbido y por el acelerado latido de su corazón. La joven tomó aire y se dirigió a la entrada del pequeño piso, junto a Aldo.
—¿Estás bien?
—Sí... estoy un poco mareada, pero ahora me tumbo un rato —Joseline asintió con convicción y cerró la puerta cuando él desapareció.
Una intensa oleada de dolor alcanzó su corazón de golpe, el cual latió con más fuerza, desesperado. La joven gimió y se llevó la mano al pecho.
—¿Qué... qué me pasa? —se dijo a sí misma y se giró, buscando la puerta.
El zumbido de sus oídos se hizo más fuerte, más doloroso. Su visión se nubló y se distorsionó. Sus piernas cedieron, y ella cayó al suelo con un golpe seco. Otra punzada de dolor en el pecho, esta vez, atroz. Un grito. Y después... nada.
Se llamaba Joseline Durán. Su vida fue intensa, apasionada. Su historia vive y vivirá en esta hoja, reflejo de su pasado. Su corazón era rojo, como el fuego. "Descanse en paz."
4. Salmón, como el atardecer.
Gabriel apartó la rojiza hoja con cuidado. Tenía las mejillas encendidas y ruborizadas. Era la primera vez que leía algo como aquello, y tenía que reconocer que le gustaba. De golpe acababa de entender muchas de las cosas que se decían sobre hombres y mujeres. "¿Esto es lo que se hace con una niña? Vaya..." pensó y esbozó una tímida sonrisa. Gabriel suspiró y miró a su alrededor. Las hojas del inmenso roble seguían cayendo, algunas más rápidamente y otras lentas como una pluma. La mirada del muchacho recayó sobre la hoja que acababa de leer, y su sonrisa se borró poco a poco. La imagen de la mujer que se describía coincidía con un recuerdo bastante reciente. " Joseline... Joseline es la hermana de Andrea. Y la hermana de Andrea ya no está. Se fue al cielo..." recapacitó con tristeza. Ahora entendía muchas, muchas cosas. "No son cuentos ¿verdad? Son vidas... vidas de verdad, de personas que existen. No son películas, ni cosas inventadas. Es la realidad... lo que todos vivimos."
Gabriel miró al árbol de reojo y notó como sus pequeños ojitos se llenaban de lágrimas.
"El árbol de las historias... no nos cuenta el principio. Solo el final... solo escribe el final. Este árbol es mágico porque conoce a las personas. Porque conoce su nacimiento, su crecimiento y su muerte. Es mágico porque no deja que nadie olvide a esas personas", sollozó y se aferró a su mochila con fuerza. La hoja de roble de color salmón de su interior vibró, le llamó con suavidad. Gabriel se enjugó las lágrimas que corrían raudas por sus mejillas y se armó de valor. Ahora lo entendía todo. Solo quedaba una incógnita, la última. La más importante: ¿Por qué lloras, mamá?
Aquella pregunta rondaba en su cabeza desde el último solsticio de invierno. Y ahora tenía muchas respuestas, pero sólo una era correcta. Ahora entendía que había muchos y diversos motivos por los que la mujer podía haberse echado a llorar. Todo dependía de aquella hoja. Todo dependía... del corazón de su padre.
Gabriel abrió la mochila con decisión y cogió la hoja con fuerza. Sus manitas temblaban de la emoción, pero no podía echarse atrás. El muchacho acarició las suaves puntas del rosado pétalo y esperó. Una suave luz le iluminó brevemente, y anunció la aparición de las primeras letras. Como las dos últimas veces los diálogos aparecieron, le estrecharon, le invitaron a perderse en su interior. Y Gabriel, aceptó:
Salmón, como el atardecer.
—Estás preciosa... —Gael sonrió a su mujer y le acarició la mejilla con suavidad Ella tembló y se ruborizó, aunque sus ojos estaban llenos de lágrimas—. No llores pequeña, no pasa nada—. El hombre suspiró e hizo que Claudia subiera la mirada. Sus ojos se encontraron, hielo frente a ébano—. Solo serán unos días, hasta que consigan que el cáncer remita. Y lo hará, ya lo verás.
—Gael... —Claudia se acurrucó entre sus brazos y lloró. Cada lágrima estaba llena de dolor, de desesperación —. No te vayas, por favor, no me dejes sola. Sin ti nada tiene sentido... nada merece la pena.
—No..., no mi vida. Todo tiene más sentido. Todo es más importante ahora —el hombre cerró los ojos y estrechó a su mujer contra él. Sabía que quizá esa fuera la última vez que podría abrazarla de ese modo. Que quizá no pudiera volver a verla —tienes que ser fuerte, cariño. Gabriel no puede cuidarse solo.
—Pero... no sé si podré, Dios mío, no sé si seré capaz...
—Puedes con eso y mucho más. Mírame, Claudia —Gael sonrió con suavidad y acarició sus labios con la yema de los dedos. Un nudo en la garganta le atenazó durante un angustioso momento en el que se dio cuenta de lo difícil que sería no volver a estar con ella—. Eres la mujer más fuerte que conozco. Por eso me enamoré de ti, ¿te acuerdas? Porque conseguías lo que querías. Porque no cejabas en el empeño.
Claudia sollozó con más fuerza y se aferró a él. Una enfermera pasó por el pasillo y apartó la mirada.
—No llores princesa... todo saldrá bien, ya lo verás —Gael acarició su espalda con ternura y cerró los ojos. Ellos lo eran todo para él. Cada parte de su día, de su noche. Eran lo mejor que le había pasado, lo único que necesitaba. En aquellos momentos era incapaz de recordar los malos momentos, en su cabeza solo se recreaban las sonrisas, los "te quiero", las miradas cómplices, los abrazos y besos... No quería perderlos. No podía perderlos.
—¿Papá? ¿Puede venir mamá a comprarme algo? —Gabriel miró a su padre y sonrió con inocencia.
—Ey campeón... ven aquí, sube a la cama.
—Gael, no deberías hacer esfuerzos...
—Déjale, no va a hacerme daño, ¿verdad que no? ¿Vas a hacer daño a tu padre, al único que tienes? —bromeó y revolvió el pelo al pequeño.
Gabriel negó con la cabeza, con seriedad.
—Ese es mi chico... —Sonrió con orgullo y le atrajo hasta sus brazos. Ambos, padre e hijo se abrazaron con fuerza durante unos minutos. Gael cerró los ojos para evitar las lágrimas. Gabriel, su hijo... su mayor alegría, el vivo reflejo de su madre. Notó como el pequeño se revolvía intentando volver al suelo, pero antes de soltarle, le susurró muy suavemente al oído—. Cuida de mamá ¿eh?
El pequeño asintió con solemnidad y corrió hacia el pasillo mientras hacía señas a su madre.
—Ve con él anda, cómprale una chuchería antes de que tire la máquina al suelo y nos echen del hospital —Gael sonrió y besó los nudillos de su mujer. Un asalto de dolor le hizo gemir y recostarse contra las blancas almohadas.
—Gael...
—Ve, ve. No te preocupes, estaré bien. Solo necesito descansar un momento, de verdad —insistió e hizo un gesto para que se marchara. Ella sonrió también y se levantó de la cama.
—Volveré en un momento, no se te ocurra moverte o te ataré en cuanto vuelva ¿me has entendido?
—A la perfección, capitana —Gael saludó al estilo militar y contempló alejarse a la mujer de su vida. Sin embargo, antes de que atravesara la puerta la detuvo— ¡Claudia!
—¿Qué pasa?
—Nada... solo que...gracias por todo. Por... hacerme el hombre más feliz de la tierra. De verdad. Gracias.
—Eres idiota... pero yo también te quiero —sonrió brevemente la mujer y desapareció.
—Yo más mi vida... yo más —murmuró el hombre y cerró los ojos. Sabía que su vida se terminaba más rápidamente de lo que todos esperaban. Sabía que no duraría para ver otro atardecer.
Gael acababa de escribir una nota de disculpa cuando notó que todo a su alrededor parpadeaba. Podía escuchar el pitido de su monitor volverse loco, podía ver a las enfermeras rodearle. Pero sabía que todo estaba perdido. Gael sonrió para sí. Cerró los ojos y buscó entre sus recuerdos más felices. Y sonrió hasta el final:
"Lo siento. Siento no haber podido luchar más, no poder vencer. Siento cada discusión, cada palabra más alta que otra. Siento cada momento perdido, cada momento que no estuve con vosotros. Lamento no haberles dicho que les quería más veces, aunque son lo más importante de mi existencia. Siento marcharme tan pronto, pero sé que les volveré a ver. Los quiero"
Se llamaba Gael Jiménez. Su vida fue bella, llena de amor. Su historia vive y vivirá en esta hoja, reflejo de su pasado. Su corazón era del color de la rosa, como el atardecer que nunca vivió. "Descanse en paz".
Epílogo. Una hoja de color blanco.
Amor. Su madre lloraba por amor. Lloraba porque no soportaba que Gael se hubiera ido. La última incógnita se había despejado y había desaparecido tras las lágrimas.
Gabriel sollozó con fuerza mientras abrazaba la hoja entre sus bracitos. Una fuerte ráfaga de aire sacudió el roble y las hojas que había a sus pies. Éstas volaron, chocaron entre ellas, desaparecieron por la ciudad. El pequeño fijó su húmeda mirada en aquellas que desaparecían, que se perdían en el olvido. Después acarició la suya propia, con cariño y reverencia. "¿Cuántas historias se habrán perdido? ¿Cuántas se habrán olvidado?" pensó con tristeza y guardó su hoja en la mochila con todo el cuidado del mundo. "No es justo que las historias se olviden, no está bien que la magia se pierda" pensó y bajó el camino que llevaba de nuevo a su casa.
"Yo haré que nada de esto se olvide" se prometió y caminó más deprisa para llegar a su casa y dar por terminada su aventura. Pero Gabriel estaba muy equivocado. Su aventura no había terminado. De hecho, acababa de empezar. El pequeño había decidido hacer un homenaje al árbol de las historias, y para ello se propuso que todo el mundo conociera los relatos que las hojas del roble contaban y así evitar que se perdieran. Gabriel había decidido ser escritor.
Precisamente en aquel momento una pequeña hoja blanca, tímida e inocente nació en la rama más alta. Y así, el ciclo se completó una vez más.
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