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3. Caballero Negro

https://youtu.be/SipKFMXqEQ4

Otoño del año 1450 de Nuestro Señor; Formigny, Francia. Guerra de los Cien Años.

Francia e Inglaterra estaban al borde del final de un conflicto que les había consumido varias generaciones y, como todo gran conflicto, éste también iba a terminar de forma apoteósica. Los ingleses habían retrocedido desde su derrota en Orleans y estaban a punto de ser expulsados de Francia por las valientes tropas francesas. El último feudo bajo control inglés era Normandía y su retoma significaría el definitivo desalojo de los ingleses para siempre.

Sir Thomas Kyriell, comandante de las tropas inglesas, había rechazado la primera carga de las tropas del Conde de Clermont y finalmente se había hecho de los cañones franceses durante la contracarga. Diezmados y con la moral baja, los franceses habían hecho retroceder sus líneas y los ingleses habían empezado la caza de sus enemigos con el río Aure a sus espaldas.

—Mi señor, los franceses huyen —reportó Sir Gough al comandante Kyriell que veía con satisfacción la victoria de sus tropas.

—Excelente, que los Caballeros del Tigre Blanco avancen por los flancos para cerrar el paso a esos cerdos franceses —ordenó Kyriell.

La victoria no podía estar muy lejos, Kyriell y sus hombres casi podían saborearla. Pero entonces, una sensación helada y oscura se apoderó de los ingleses. Desde el puesto de campaña, el comandante Kyriell pudo ver a lo lejos una sombra asesinando a sus hombres. Las cabezas volaban, los brazos y piernas eran cercenados, los cuerpos eran partidos a la mitad mientras los alaridos de horror empezaban a regar el campo con sus súplicas de clemencia.

—¡Qué está ocurriendo! —bramó Kyriell embargado por un miedo que lo había dejado congelado.

—Pa... parece que él está aquí, Sir Kyriell —contestó uno de sus hombres a tiempo que los ojos del comandante se abrían desmesuradamente y su rostro palidecía.

—El Señor de los Lobos —farfulló uno de sus hombres y alguien agregó:

—¡Es Rudolph Michelle!

Su armadura negra se fundía con la bruma de guerra y las sombras de la muerte. Su yelmo, que tenía forma de una cabeza de lobo y que estaba rematado por una pluma azul, era el emblema de una de las escuderías más temidas de Francia; los Señores Michelle de Normandía habían soltado al caballero negro, conocido como el Señor de los Lobos por su fama de domador de canes salvajes.

—¡Arqueros, rodeen a ese hombre por los flancos y disparen! —ordenó Kyriell.

La carga de Rudolph había hecho retroceder las líneas enemigas, desbaratada por completo la vanguardia se batía en retirada. Los rostros de los ingleses, llenos de espanto, eran rápidamente alcanzados por la espada del caudillo francés que avanzaba presa de su sed de muerte. Su armadura estaba totalmente bañada de sangre, pero era imposible definir si era suya o de los hombres que había matado. Tenía un par de flechas clavadas en un brazo y una pierna, pero aquellas heridas no le frenaban. Sus estocadas eran mortalmente veloces y su espada, de casi dos metros, mutilaba a varios hombres de un solo mandoble.

—Su espada es enorme —murmuró uno de los oficiales de Kyriell.

—Que no los intimide, hoy este desgraciado va caer —replicó el comandante inglés con la voz encolerizada.

Los arqueros hicieron llover flechas sobre el campo, asesinando enemigos y aliados a la vez. Dos de aquellas flechas impactaron sobre Rudolph, pero su furor era incontenible y las saetas parecían inofensivas para él. El caballero negro giró bruscamente y de un salto descomunal llegó hasta el margen de la arquería enemiga que pronto rompió filas, huyendo por su vida. Pero no tenían esperanzas. La enorme espada de Rudolph empezó a amputar cabezas como una máquina de carnicero, de un inquisidor. Los arqueros del otro flanco dispararon sus flechas, pero ninguna había logrado alcanzar al francés que, haciendo muestra de una agilidad sobrehumana, las había esquivado todas. El fuego amigo había provocado bajas más estrepitosas entre los ingleses, dejando el flanco izquierdo totalmente desecho.

—¡Que salga la caballería pesada! —ordenó Kyriell.

Desde ambos costados, los Caballeros del Tigre Blanco, los más mortales del ejército de Kyriell, cargaron en formación de ataque contra un solo hombre. Rudolph no tardó en notar la arremetida enemiga y se detuvo unos breves instantes en una elevación de tierra. Las lanzas de los caballeros avanzaban como un rastrillo, cortando el aire. Cuando estuvieron lo bastante cerca, Rudolph empujó de un mandoble la primera lanza que lo alcanzó y con una estocada violenta abrió el cuerpo de su enemigo. Un segundo caballero desenvainó su espada y la blandió sobre la cabeza de Rudolph que en un segundo se cubrió con el filo de su hoja, partiendo el arma enemiga y alcanzando la cabeza del inglés a una velocidad imposible. La sangre llovió sobre el caballero negro. La caballería de Kyriell volvió tras sus pasos y embistió nuevamente. Rudolph tomó impulso y saltó tan alto que las lanzas enemigas quedaron fuera de su rango. Luego cayó sobre otros dos caballeros que perdieron la cabeza en cuanto Rudolph los alcanzó.

En una pausa durante el ataque, Rudolph logró identificar al capitán de la caballería enemiga y se colocó al paso de su marcha. Cuando los caballeros ingleses regresaron para embestir por tercera vez, el francés se agachó y cortó las patas del caballo del capitán que salió catapultado por los aires. El inglés, aturdido por el golpe, se incorporó y desenvainó su espada tan rápidamente como pudo, pero el caballero negro ya estaba sobre él. Lo golpeó una docena de veces, quizás más, con su gigantesca espada hasta que la muñeca del capitán se rompió y el acero de Rudolph lo partió a la mitad. Sin un líder, la caballería inglesa se desordenó por completo y uno a uno, Rudolph los fue matando de la manera más violenta, decapitando a los jinetes y sus caballos.

Kyriell miraba todo con los ojos desorbitados por la impotencia. En un acto de desesperación final dio la orden de ataque general a su vanguardia que montó carga contra Rudolph.

Como trigo cegado en la cosecha, los hombres del Sir inglés caían sin parar. El barro sangriento entorpecía el ataque de los ingleses que, presas del pánico, ya no peleaban sino que huían por sus vidas. Pero no lograrían huir pues desde el otro lado del río, una voluminosa manada de lobos hambrientos ya se estaba lanzando sobre los hombres de Kyriell por la retaguardia. Esa era la razón por la que Rudolph era conocido como Señor de los Lobos, pues donde él estaba los lobos salvajes siempre acudían en su auxilio.

Los ingleses, embargados por un horror sin nombre, rompieron su formación defensiva mientras los lobos se los comían. Rudolph no menguaba en su avance y ya estaba cerca de Sir Kyriell quien pensaba en la rendición. Pero entonces, de forma súbita, los lobos se retiraron y el caballero negro desapareció entre las sombras, dejando como testigo de su presencia los cientos de cadáveres que había dejado en el campo de batalla y el pánico de los ingleses que no cedía.

—¡Formen filas! —ordenó Kyriell, tratando de reorganizar sus tropas.

Cuando los ingleses notaron que el enemigo se había retirado, sus almas regresaron a sus cuerpos y recuperaron la disciplina.

—¡Dónde está él! —aulló el comandante con una furia indecible.

En ese momento el ejército bretón de Arthur de Richemont llegó desde el sur, cargando contra los ingleses usando su caballería. Con la posición defensiva rota y su ejército dividido por el fuego del enemigo, el inglés quedó abrumado tras una serie de cargas. Finalmente Kyriell fue capturado y su ejército, destrozado.

Entretanto, en un claro del bosque que los franceses habían utilizado como emplazamiento para su campaña, las tropas coreaban victoria tras saber que Kyriell había sido finalmente derrotado. Un hombre, el Caballero Negro, regresaba triunfante y ensalzado como héroe por haber contenido al ejército inglés él solo. Algunos pensaban que era un ángel de la muerte que dios había enviado para salvar a Francia. El Señor de los Lobos, más allá de ser un héroe de guerra o un combatiente imbatible, representaba un símbolo, un emblema que ni siquiera el Rey era capaz de imitar. Para los campesinos, los soldados y el pueblo francés, Rudolph Michelle era la encarnación de la furia de Francia. Rudolph era Francia.

—¡Larga vida al Caballero Negro! —gritaban sin parar los soldados.

—¡Bendito sea el salvador de Francia! —aclamaban las mujeres.

Pero para Rudolph toda la gloria del combate se desvanecía entre sus manos como la más insípida arenisca, como si el triunfo fuera oro falso, carente de valor alguno. El Señor de los Lobos llevaba en su corazón una melancolía tan abrumadora que no existía grandeza alguna que lograse conmoverlo. Francia, su pueblo, se había liberado del yugo inglés y aquello no significaba nada para el Caballero Negro. Apenas podía oír las voces vitoreando la victoria, casi no podía ver las flores que caían encima de él ni lograba sentir la más mínima emoción por su épica epopeya. Después de todo Rudolph era un hombre de carne y hueso, y estaba seriamente herido. Tenía huesos rotos, órganos perforados y su sangre se escapaba por entre las láminas de su armadura, calentando el lomo de su caballo que, fiel a su amo, seguía avanzando con calma y disciplina. Finalmente Rudolph se desplomó, llenando de alarma a todos.

Las mujeres, consagradas a curar a los heridos desde el inicio de la campaña, se abalanzaron al auxilio del héroe herido. Una de ellas, Daphne Defaoux, la bella doncella que había salvado a cientos de hombres con sus asombrosos cuidados y el meticuloso entrenamiento médico que había recibido de la Orden de Monjas Magdalenas, empezó a repartir órdenes.

—¡Traigan agua tibia, quítenle la armadura!

El cuerpo de Rudolph desprendía un fuerte olor a cobre. Las mujeres no pudieron evitar taparse el rostro en cuanto el olor se liberó del aislamiento en el que la armadura lo retenía. Con paciencia, Daphne empezó a lavar las heridas y a coserlas con sumo cuidado. El caballero no hacía mueca de dolor alguna, como si estuviese anestesiado por el propio dolor. Mientras las mujeres lavaban su cuerpo, una de ellas notó una cadena pendiendo del cuello de Rudolph. Un anillo dorado colgaba de ella. Cuando intentaron quitársela, Rudolph las tomó de las manos.

—No le quiten la cadena —ordenó Daphne.

Mientras lo curaban, Daphne pensaba: «¿Cómo pudo pelear estando así?, debe ser un milagro». Y quizás era realmente un milagro de Dios que Rudolph no hubiese muerto durante el combate; y aún más milagroso que estuviese con vida.

Las horas se hubieron consumido, el fuego de las hogueras iluminaba con su brillo la fiesta de los franceses. Todos celebraban la victoria que le daba fin a la Guerra de los Cien Años, todos menos dos: el Caballero Negro y su enfermera. Rudolph estaba profundamente dormido a la luz del fuego mientras Daphne lo cuidaba. Los ojos de la mujer estaban llenos de angustia, con lágrimas que se esforzaba por contener tras la fría expresión de su rostro. Estaba sucia, manchada de sangre, pero no tenía deseos de descansar ni de alejarse de su valioso paciente. Daphne acariciaba el rostro de Rudolph mientras éste dormía, atesorando para sí el único momento en que ambos podían estar a solas. El corazón de mujer bajo el pecho de Daphne latía fuertemente, su alma se constreñía bajo un sentimiento tan poderoso como hiriente y mientras estos danzaban, los recuerdos la asediaban incesantemente. Recordaba con claridad el día que vio al Señor de los Lobos por primera vez, la noche que lo vio combatir o aquel atardecer dorado bajo el cual lo vio llorar en secreto. Eran recuerdos infinitamente valiosos para Daphne.

Entonces, sin aviso, Rudolph empezó a recobrar la consciencia. Abrió lentamente los ojos y lo primero que vio fue el rostro compungido de Daphne. Ella, emocionada al verlo despertar, no pudo contener más el llanto y empezó a derramar lágrimas mientras sostenía la mano de Rudolph.

—¡Mon monsieur, al fin ha abierto los ojos! —la mujer exclamó.

—Dónde estoy —dijo Rudolph débilmente.

—En el campamento, ha llegado herido y le hemos atendido de sus heridas. Ha dormido toda la tarde.

—¿Y los ingleses?

—Vencidos, mon monsieur. Hemos ganado. Francia ha ganado gracias a usted.

Pero no hubo ni siquiera una mueca en el rostro severo del caballero. Aquella noticia parecía no importarle.

—Debo irme —dijo Rudolph; trató de levantarse, pero el dolor se lo impidió.

—No se esfuerce, sus heridas deben sanar y usted necesita descanso.

—No, lo que necesito es una nueva guerra. Ya no hay nadie contra quien pelear en estas tierras. Nadie es digno.

Mon monsieur...

—Si los ingleses no vienen, iré yo a por ellos.

—¡Ya basta mon monsieur! —dijo Daphne, abrazando al caballero con desesperación—. Os ruego me diga qué pecado tan grave lo tiene atado a la guerra.

Rudolph miró el rostro empapado de Daphne, sus mejillas enrojecidas y sucias, su cabello rubio desaliñado, y exhaló profundamente.

—¿Ha estado cuidando de mí todo este tiempo, madame Daphne?

—Cada segundo, sin apartarme de su lado.

—No merezco sus cuidados, madame.

—Le suplico no le diga esas duras palabras a mi corazón.

Las miradas de ambos se juntaron durante unos breves instantes. Rudolph sonrió levemente, era la primera vez que Daphne le veía sonreír y sintió que su alma se regocijaba de la emoción.

—Le agradezco por impedir que me separaran de este anillo —dijo Rudolph a tiempo que llevaba su mano a su pecho y tomaba su cadena.

—Debe ser importante para usted.

El caballero asintió levemente. El fuego acariciaba con su luz el rostro de Daphne que, presa de un ataque de esperanzas, se había iluminado. Rudolph se perdió durante unos segundos en insoldables meditaciones y continuó:

—¿Realmente quiere saber por qué peleo, madame?

—Saberlo sería mi dicha, mon monsieur.

—¿Aún si esa verdad hiriese su corazón, aún así le gustaría saberlo?

Daphne meditó unos segundos, tomó las manos del caballero y asintió. Rudolph sonrió apaciblemente, como si el monstruoso guerrero hubiese quedado atrás y su lugar lo ocupase un tierno niño. Como nunca, Daphne se sintió embelesada por un sentimiento de ternura que jamás había sentido. Vio en Rudolph una belleza como no podía imaginar.

—Le contaré una historia —dijo Rudolph mientras perdía su mirada en el cielo estrellado—:

En una pequeña aldea de Normandía vivían tres huérfanos. La más pequeña, Darina, hija de los Luchnik de Moskovia, había sido Princesa de Siberia hasta que los bárbaros tomaron su ciudad. Su gente, para salvarla, la envió lejos de su país de origen a tierras occidentales. Luego venía Alain, hijo de los antiguos Regentes de Francia, los Reveillere de París. Cuando los ingleses de la Casa de Lancaster tomaron el trono de su Majestad, los Reveillere derramaron hasta la última gota de su sangre por su Rey, sobreviviendo únicamente Alain quien huyó al norte. El mayor de los tres hermanos era uno de los pocos sobrevivientes de Domadores de Bestias de la Casa Michelle quien había sobrevivido a la invasión inglesa refugiándose en el bosque desde que era un niño. Sus padres también habían muerto por las espadas inglesas.

Cuando Darina cumplió los doce años y Alain los catorce, el hermano mayor decidió que era hora de abandonar la protección del bosque y volver al mundo humano. Los tres fueron cobijados en un orfanato de la Orden de Caballeros de Santo Domingo donde aprendieron las artes de la guerra. Su pequeña familia finalmente estaba a salvo y, con la espada de sus padres en mano, el hermano mayor juró que protegería a sus hermanos pequeños. Pero aquel hermano mayor también era un niño que no cumplía la mayoría de edad para entonces, y su amor fue tan intenso que terminó enamorándose de su pequeña hermana. Había atesorado en lo más profundo de su ser el recuerdo de otras vidas al lado de Darina, y ese recuerdo imborrable había sellado su destino incluso antes de nacer. Pero él no era el único cuyo destino estaba ligado a Darina pues Alain también tenía lejanos recuerdos de vidas en otros cielos al lado de ella. Finalmente Alain descubrió que también se había enamorado perdidamente de Darina, tanto que parecía que iba a enfermar de amor en cualquier momento. Pero ambos hermanos habían pactado un juramento de silencio pues no podían confesar su amor a su hermana, aunque esta en realidad no fuese su hermana de sangre. Además estaba el hecho de que no podían arrebatarse el uno al otro lo que era más importante para ambos: el amor de Darina. Solamente confesarían sus sentimientos si es que ella, por su voluntad, declarase su amor a alguno de los dos, cosa que, en aquel momento, parecía imposible pues ella los consideraba sus hermanos mayores.

Un día, dos Nobles llegaron al orfanato reclamando por Darina y Alain. Uno de ellos era emisario del Zar de Rusia y el otro, Conde de Anjou a nombre de los Reveillere de París. Ambos querían llevarse a Darina y Alain, por lo que el hermano mayor tomó la decisión de huir con ambos pues no podía soportar la idea de separarse de la única familia que conocía. Pronto iba a ser mayor de edad y pensó que si desposaba a Darina no habría forma de que nadie los separase, ni siquiera Dios. Incluso consiguió un anillo de compromiso que le perteneció a su madre, escrutando entre las viejas ruinas del Castillo de los Michelle, reclamado por el bosque y el abandono. Pero descubrió que jamás podría retenerlos a su lado.

Estando de regreso en el bosque, Darina confesó su amor por Alain y este hizo lo mismo. Entonces los Nobles los encontraron y les revelaron que Darina había sido prometida en matrimonio a Alain para unir las castas de los Reveillere y los Luchnik. Era costumbre de la Nobleza casar a sus hijos para lograr convenios políticos, pero aquel matrimonio arreglado pareció ser la dicha de Alain y Darina pues ambos se amaban profundamente. Por todo ello, el hermano mayor calló su amor y lo escondió en lo más profundo de su corazón junto al anillo de bodas que jamás le entregaría a nadie.

Darina y Alain fueron llevados al Castillo de Montsegur donde el nuevo Rey bendeciría su matrimonio para la hermandad entre el Zar de Moskovia y los Señores de París. Pero el hermano mayor no asistió a la boda. Un día desapareció y nunca más fue visto. Darina y Alain lo buscaron durante años, pero se resignaron y le dieron por muerto. Sin embargo, ese hermano mayor se había convertido en un Caballero que protege el reino de sus hermanos en silencio. Él nunca más permitiría que los ingleses destruyan Francia ni que la paz de sus hermanos sea abatida. Él amaba a su hermano menor como si fuera de su propia sangre. Y también amaba a Darina pues era su único y gran amor, la dama casada a quien jamás confesaría su amor. Por eso, el Caballero vagó errante por años, luchando en incontables guerras, tomando incalculables vidas de ingleses y protegiendo el legado de sus ancestros y sus hermanos. La única prueba de su amor sería siempre el anillo de bodas que jamás entregó. Y aunque el sufrimiento no tenga final, el hermano mayor de Darina y Alain seguirá protegiéndolos porque los ama.

El fuego crepitaba, las estrellas titilaban y las palabras habían cesado. Daphne tenía el rostro arrasado por las lágrimas cuando Rudolph terminó su historia.

—Y el hermano mayor —dijo Daphne—, ¿ha encontrado la paz?

Rudolph negó en silencio y agregó:

—La única paz posible para ese hermano mayor está en el campo de batalla.

—¡Oh mon monsieur! Si tan solo pudiese tocar el corazón de ese hermano mayor, yo daría mi vida entera para curarlo y amarlo hasta el último de sus días.

El caballero miró a la dama desolada y sonrió.

—Lo sé, madame, pues tiene un corazón noble y cálido. Pero lo único que los caballeros merecen es la muerte honorable en combate.

—¿Acaso no hay forma de abrigar el corazón de un caballero?

Madame —susurró Rudolph y continuó—: Un verdadero caballero lucha y muere tanto por amor como por honor, pero todo hombre debería encontrar algo más por lo que luchar en el fondo de su corazón o, más importante, en las memorias de su propia sangre. No llore por el caído en combate pues seguro murió satisfecho. La guerra se trata de hallar la forma más honrosa de morir, pero no me juzguéis por cómo morí sino por cómo viví.

No hubo más palabras esa noche. Daphne siguió cuidando del caballero convaleciente toda la noche hasta que finalmente cayó dormida. Al día siguiente, cuando despertó, descubrió que Rudolph ya no estaba en el campamento. Se había marchado silenciosamente sin dar pista de su paradero.

Tres años más tarde, en 1453, una de las últimas batallas entre ingleses y franceses había culminado con la masacre francesa a las afueras de Calais. A pesar de los cientos de muertos franceses, los ingleses habían logrado defender su posición y seguir ocupando ese pequeño pedazo de tierra en Francia. Daphne se hallaba en el campamento para dar su servicio médico a los heridos. Se había impuesto los hábitos de la Orden de las Magdalenas, convirtiéndose en monja bajo el juramento de atender a todo enfermo y herido. Pero en el fondo de su corazón, la razón de entrar al convento y dedicar su vida a Dios era para aliviar la pena de su corazón al no ser correspondida por el caballero a quien tanto amaba.

—¡Sor Daphne! —llamó una de las novicias—. ¡Hay un hombre herido que no para de decir su nombre!

Confundida por la noticia, Daphne dejó a los heridos que estaba atendiendo al cuidado de las novicias y corrió en busca de aquel que clamaba por su presencia. Cuando lo encontró descubrió a un hombre que le faltaba un ojo. Sus heridas eran graves, pero iba a vivir. Sin duda había tenido mucha fortuna de salir del campo de batalla de una sola pieza.

—¿Es usted Sor Daphne Defaoux? —preguntó el herido. Daphne asintió.

—¿Quién es usted, para qué me busca?

—Me llamo Jürgen Horkheimer, Caballero de la Orden Sleipnir de los Señores Horkheimer. Vine por órdenes de mis señores a nombre de su Majestad Federico III y del Sacro Imperio Romano Germánico en auxilio de su majestad Carlos VII de Francia.

—¿Lo envió el Rey?

—El Rey en persona, Sor Daphne. Vine en compañía de los Caballeros del Lobo Azul y su Señor, el Caballero Negro —al solo oír la mención del Caballero Negro, Daphne sintió que su corazón se constreñía—. Combatimos, hermana, combatimos sin descanso. El lobo luchó valientemente, pero los ingleses eran superiores en número.

Poco a poco el pecho de Daphne iba llenándose de horror mientras su intuición le revelaba la razón de aquel hombre para buscarla.

—Rudolph se quedó en la última línea, conteniendo al enemigo para que nosotros pudiéramos salvarnos. Quisimos quedarnos a pelear a su lado hasta el final, pero el Señor de los Lobos nos ordenó la retirada. Dios es nuestro testigo, no queríamos abandonarlo. Pero el nos dijo: «Vivan hoy para luchar mañana. Mi última orden para ustedes es que vivan, vivan eternamente».

Daphne había caído al piso de rodillas, frente a aquel caballero germano que yacía tendido en una camilla improvisada.

—Él quería que le dé esto —agregó el germano y luego puso un anillo en las manos de Daphne—. Me dio un mensaje para usted, una última voluntad. Rudolph quería disculparse por haberse marchado sin despedirse. Deseaba que usted sepa lo agradecido que estaba por todo su amor y sus cuidados, y aún deseaba un último favor.

Con los ojos desbordados, Daphne miró a aquel hombre y asintió en silencio.

—Rudolph me pidió decirle que le lleve este anillo a su hermana y que le cuente toda su historia a ella y a su hermano. También que les diga de su parte a ambos que los ama y que serán para siempre una familia.

Sin voz para responder, Daphne asintió y luego enjugó sus lágrimas.

—Gra... gracias —agradeció haciendo un sobrehumano esfuerzo y se retiró corriendo.

Corrió sin ver atrás, Daphne siguió corriendo y finalmente cayó cerca de un árbol donde lloró amargamente, hasta quedarse sin lágrimas.

—Oh mon monsieur —dijo Daphne, totalmente sola en ese atardecer rojizo—. Rudolph, amor mío. ¿Has encontrado ya la paz?

Ese mismo año, el anillo y la historia de Rudolph llegó a Darina y Alain que enterraron la espada del Caballero Negro en un simbólico funeral pues jamás recuperaron el cuerpo. Fue así como ambos supieron que Rudolph había pagado por la paz de los dos, que los había protegido con su vida y, junto a ellos, había protegido a toda Francia para el resto de la eternidad.

¡Larga vida al Caballero Negro! ¡Loor eterno a los caídos en combate! ¡Fuerza y honor a los lobos! ¡Vive le Roi! ¡Vive la France!

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