Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

20. Ahora la fiesta es en Montpellier

Cuento ganador del Premio Puente Zuazo 2017 de España

https://youtu.be/H2-1u8xvk54

"Los mejores escritores, a la fuerza, son desclasados", o al menos mi editor está firmemente convencido de aquello. Él es una mezcla morena de raíces criollas, sudamericanas, con profundo desprecio hacia la raza blanca y la clase media, y con un impresionante poder adquisitivo del que jamás hace uso pero del que siempre asegura es una inversión para futuras causas nobles: un golpe de Estado, por ejemplo. Lo que mejor le distingue es su abultado currículum de publicaciones y premios ganados, mismos que contrastan con su humilde indumentaria; lleva la misma chamarra vieja y desteñida desde que le conozco y prefiere vivir en una pobreza casi franciscana. Desde el primer día que me vio se dedicó a escupir mi "raza" y mi "clase social" —como si yo tuviera alguna— y sin embargo pone una fe inmensurable en mi nada prodigioso trabajo literario. A pesar de su terrible mal humor, sus ironías, sus incisivos intentos de rebajar la dignidad de todo aquel que se ponga en su camino, su costumbre de liar a hostias a cualquiera que se le antoje, su desatinada promiscuidad y su perpetua e insultante presencia nihilista, este hombre es uno de los ejemplares humanos más honestos que conocí en mi vida. De él aprendí que para ser un escritor decente se necesita un alto grado de indecencia. Hemingway o Victor H. Viscarra eran alcohólicos, tal parece que J. R. R. Tolkien era un maldito racista, Shakespeare era un mujeriego fracasado, García Márquez fue sospechoso de amores pedófilos, Vargas Llosa es un amargado de mierda; incluso el nada virtuoso Paulo Coelho, ganador del Nobel de Literatura por alguna misteriosa e inexplicable razón, era y parece ser un drogadicto. Todos los demás se ven tan cómodos escribiendo, con sus cátedras universitarias, su brandi en copa de cristal y sus simulacros forzados de traumas no superados, que dan asco. En verdad no tengo nada contra Bryce Echenique o John Grogan, pero tampoco soy partidario de la comodidad innecesaria, así como tampoco lo soy de aquellos "escritores malditos" que por virtud de los hados satíricos se han convertido en "maldecidos". Creo que esa es la única razón por la que mi editor y yo nos llevamos bien a pesar de las tremendas palizas que nos proporcionamos el uno al otro. Son lindas las amistades rudas cuando de ellas deriva algo positivo.

No, amigos, os —o les— puedo jurar que yo de escritor tengo lo mismo que de judío, es decir, nada. Escribo porquerías no para consolarme, lo que escribo es más bien una forma de convertirme en "escriba de mi propio destino". No escribo sobre los siglos de soledad o de los bolcheviques malditos, sino sobre los muertos, el Libro de los Muertos, y el único muerto aquí ha sido siempre el romance platónico e idílico por una literatura que adolece de amantes desinteresados. Podrá ser cierto que los poetas han muerto, pero con los lectores han realizado un genocidio mucho más cruel, de éstos segundos ya casi no quedan. De más no está remarcar que estas líneas no son ni de casualidad un intento reflexivo, sino mas bien una aspiración a la narrativa. Es una historia, la que estoy narrando en este mismo instante en la pantalla de mi ordenador portátil, la razón de mecanografiar otro intento de salvación y sumarlo a los mártires de la lectoría. Mientras lo hago, con un vaso de Jack Daniels en mano y dejando que el aire salado de las playas de Ajaccio me brinde un ufano amague de razonamiento, entrego mis sentidos a la noche corsa de esta isla mediterránea que tan lindos momentos me ha regalado. Desde niño siempre adoré vacacionar en Córcega que a pesar de la soberanía francesa jamás perdió ese exquisito toque italiano. Fue aquí donde aprendí a adorar la pasta, cibo delizioso per il mio gusto, y de italiano juro que no sé un carajo.

Era principios de diciembre, había llegado a casa luego de un tormentoso viaje de más un día entero, 37 horas ensardinado en aviones y trenes. Salí de La Paz, Bolivia, para hacer conexión en Santa Cruz, mi vuelo se canceló y tuve que tomar otra conexión a Miami donde un estúpido agente "greengo" casi me desvistió porque su maldita máquina detectora de metal se averió y empezó a gritar como loca cuando pasé a través de ella. El sajón de mierda, condamné flic, quiso revisar incluso mis hendiduras, sospechando que llevaría cocaína en mi cuerpo debido a mi país de procedencia. Por fortuna no hubo necesidad de mayores exámenes, una simpática negra bien uniformada le ordenó al sajón dejarme en paz para continuar con mi viaje, creo que la mujer sintió empatía ante mi indignante predicamento. Retomé mi jornada en un vuelo que me llevó a Barcelona de donde, por razones estratégicas, hice la conexión a París y de allí, por tren, finalmente a mi hogar, a Marsella.

El viento soplaba con virtuosa fuerza y el mar rugía con violencia del otro lado de la autopista costera de Quai du Lazaret. Mi mente se regocijaba en el hecho de estar nuevamente en casa, en el mar, en las calles que me vieron crecer. La casa de mis padres, mi casa, de le Montblanc passage estaba exactamente igual a cómo yo la dejé aquel día de verano en que tomé mis maletas y partí a los Andes para convertirme en adulto. Toda mi familia se alegró con mi visita, menos mi padre, el orgulloso galo en exceso chauvinista que jamás me perdonó el autoderterminismo que había conseguido en América; "tu serez encore mon fils quand tu êtes totalement français", sentenció él cuando me fui, demostrando así que él estaba loco, tan loco como yo, y aquello era la prueba irrefutable de que realmente era su hijo. Maldito viejo.

Navidad pasó, otro año más caía herido de muerte sobre los cadáveres de cientos de horas malgastadas. El Año Nuevo lo pasé en un bar en la plaza Charles de Gaulle, con el Arco del triunfo de l'Étoile celebrando mi retorno a casa. Los fuegos artificiales y el alcohol me dieron un minuto de sosiego ante la inminente nostalgia de montaña que había empezado a experimentar, me sentía como yeti sin cordillera, como mar sin sal, como un ebrio inmundo y vulgar en una de las ciudades más finas del mundo. En París el Año Nuevo es un acontecimiento de proporciones orgiásticas, las promesas de idílicos placeres se mimetizaban entre botellas de ginebra, champagne, vino, extasy y LSD. Había jurado esforzarme por divertirme, pero a pesar de mis esfuerzos no podía alejar la ciudad de La Paz de mi mente, aquella ciudad en la que el Año Nuevo es un acontecimiento de gula capital y proporciones tóxicamente etílicas. El Año Nuevo trajo más viejos recuerdos que expectativas por un futuro incierto. ¡Y qué más daba! En Bolivia añoro Francia, en Francia añoro Bolivia, y entre ambos hay un mar lleno de tiburones y pirañas de aguas saladas. En Francia no soy francés, en Bolivia no soy boliviano o, como mi editor dice, nací sin bandera, sin tierra, apátrida, sin lugar al qué pertenecer; él jura que soy un exiliado por accidente, un lobo cuasi asceta, estepario a medias; de ascendencia francesa y algo más, y que quedé sumergido en la música con gusto, aunque metido a las letras a la fuerza y sin vaselina. En verdad hay que ser muy hijo de puta para decirle todas esas cosas a una persona que, en teoría, te simpatiza.

En fin, el año se despidió con pocas pompas y fanfarrias, me quedé en París para visitar algunos viejos amigos, asistir a un burdel en el que no "comí" –estoy a dieta y las putas me estriñen– y luego volví a Marsella sin pena ni gloria ni nada.

Dos días más tarde, el 2 de enero, finalmente había cedido a la perpetua remembranza de mis sueños interpolados en el seno de mi familia. Pensé en dar un paseo por las costas del Languedoc para darle una tregua a los recuerdos, y es que no hay nada más tormentoso que el solo acto de quedarse quieto en casa y recordar. "Ah Marsella, cuántas cosas hemos vivido tú y yo, juntos, en tus mágicas calles atestadas de existencialistas, árabes, africanos y toda suerte de fauna exótica".

Ese mismo día tomé el tren de la línea de Saint Antoine que va sin paradas hasta Montpellier. Oh sí, la bella Montpellier, la ciudad de la eterna primavera, como Arica o Quito, o Abu-Dabi. Aquella ciudad también traía a mi mente extrañas y hermosas evocaciones de algún pasado remoto de mi infancia. Sus playas son para mí una manera de emular e imaginar los sitios a los que deseo ir y a los que quizás jamás vaya, tales como Yalta, San Petersburgo, Odessa o el Chapare. Mientras viajaba, en el ordenador, me puse a secuenciar una breve sonata en MIDI que luego interpretaría cuando hubiera oportunidad. Quería hacer música para Francia, para mi hogar, como aquella que mi madre ponía en las fiestas de vendimia donde la gaita, la zanfonía y el violín de rodillo resonaban por los viñedos, del mismo modo que en Bolivia suenan las zampoñas y el charango en las fiestas cerveceras en honor a algún santo pagano, o incluso al mismo Lucifer.

No sé cuándo ni cómo, pero en algún momento del viaje quedé dormido. Desperté con el timbre del tren que anunciaba el arribo a mi destino. Cuando bajé casi no podía creer lo que mis ojos veían, estaba nevando, ¡nevaba en Montpellier! Algo verdaderamente insólito. La última nevada que se vio en aquella ciudad había sucedido 25 años antes de mi llegada. El día estaba gris, contradiciendo por completo la publicidad de los folletos turísticos donde el sol y el calor son objeto de primer plano. Era una lúgubre bienvenida para los vacacionistas, mas no lo fue para mí. La nieve me puso en contacto con mi primigenia evocación de montaña, con la frialdad de aquellas calles andinas donde crecí y viví la otra mitad de mi vida, en un continente tan distinto y contrastante a la Europa de mis padres, a mi Europa del corazón. Me sentí de nuevo en Villa Fátima, donde Adepcoca y el colegio Ave María fungen de locales entre antros llenos de negros yungeños y mafias auríferas de la provincia Apolo. Esa, mi otra casa, la de las esquinas marginales de "la villa"; solamente: "la villa", una Cuba Libre de dos litros fabricada a la mala, el tufo hediondo de la marginalidad, del socialismo, esperanzas rotas a fuerza de miseria, pititas aquí y allá. Oh carajo, cuánta razón tenía mi editor, no me queda la de americano ni la de europeo; vendiese mi alma al diablo por ser atlante y masacrar lemurianos y sinarcas en el castillo del Rey del Mundo, siguiendo a Nimrod a una muerte gloriosa, llena de sangre, batallas y honor. Pero no soy digno, vivo feliz con ello. ¿Acaso me quedará mejor la de africano o asiático?

Instalarme en un hotel me resultó sencillo, el temporal había ahuyentado a un gran número de turistas que salieron de la ciudad a buscar territorios más cálidos donde abrigarse del frío invierno. Yo también sentía frío, pero mi entrenamiento en las montañas me había enseñado a aceptar la gelidez como parte de mi ser, tanto que no me molestaba en lo absoluto el viento helado, marino y casi apacible, ni los ligeros copos que caían con rusticana calma.

A las diez, luego de recostarme por un rato, salí del hotel en búsqueda de algo para beber. Deambulé por el pequeño bulevar central de la ciudad, observando los restaurantes que allí había. La mayoría estaban con poca clientela, el frío puede ser un evento desastroso para una ciudad acostumbrada al sol y al calor. Me detuve en una taberna llamada La rouge trajectoire, una especie de refugio repleto de escritores, músicos, pintores y otras mafias. Un amigo de la Sobornne me había llevado hace años a aquella cantina para presentarme a una chica de la que jamás volví a saber nada; aunque mi nulo éxito con las mujeres era objeto de burla entre mis vecinos, sus socarronerías se habían vuelto irrelevantes para mis oídos. Es como siempre digo: "¿quién es más estúpido, el que dice estupideces o el que le hace caso?". Como quiera que sea, me considero orgullosamente estúpido por convicción, no por voto mayoritario como lo son los demás borrachos de todos los demás bares de París, Marsella, Montpellier y La Paz.

Me senté en la barra y lo primero que pedí fue un vaso de whiskey, Jack Daniels con hielo, en verdad lo necesitaba. Proseguí con algunos vasos de vino de Anjou y al notar que éste no hacía el efecto esperado opté por un par de cervezas Heineken que más tarde degeneraron en media botella de vodka de Novgorod. Los rusos sí saben tumbar incluso a los bebedores más consuetudinarios, solo el dulce néctar de las heladas estepas siberianas fue capaz de entonarme lo suficiente para alejarme un poco de las nostalgias situacionales; pero en su lugar sufrí la depresión del alcohol, aquella peluda situación en la que uno acaba catapultado por recuerdos horrendos y frustraciones acumuladas que de sobrio jamás son enfrentadas. "Debí comprar canabis", pensé.

Mientras me embriagaba vanamente, una voz bastante grave me sorprendió, hablándome en francés, naturalmente.

—Es un mal día para hacer turismo en Montpellier —me dijo.

No tenía mucho qué decir al respecto, más que todo por la sorpresa de la intrusión en mis pensamientos privados que, a simple vista, el alcohol había vuelto públicos. Miré de reojo al sujeto. Mentía. O exageraba, al menos, el aspecto negativo de la cuestión del clima. Al verlo noté que aquel individuo pertenecía al género concienzudo. No parecía uno de esos borrachines franceses de vida lúdica que uno puede hallar en los bares de Montpellier, sino uno de esos lectores compulsivos que devoran papel impreso desde la más tierna infancia; en el caso, poco probable, que en algún momento la infancia de aquel sujeto mereciera calificarse de tierna. Me llamó la atención el grosor de sus lentes, pero todavía más me sorprendió la deforme orientación de sus ojos, increíblemente viscos. Cuando su ojo izquierdo se fijaba en frente, el ojo diestro viraba hacia su derecha, hacia su oreja, y viceversa.

—¿Disculpe? —dije, algo desconcertado.

—Nieva allá afuera, ¿no es curioso?

—Sí, sí...

—Espero que esta nevada no arruine sus vacaciones.

—No... yo... ¿nos conocemos?

Frunció un momento el ceño y después es quitó las gafas, echó un aliento a los cristales y se puso a limpiarlos con un pañuelo muy arrugado que extrajo de los insondables bolsillos de su abrigo plomo. Bajo la falsa apariencia de fragilidad que le daba su condición de visco, aquel extraño personaje era sólido como un ladrillo obstinado. Tenía las facciones redondeadas y llenas de bultos en su avejentada piel. Su cuello era achatado y no largo como de la mayoría de los galos que conozco, y sus ojos deformes le otorgaban cierto halo de ineptitud. Pertenecía a esa clase de tipos desamparados a quienes la mayoría prefiere ignorar. Realmente no era nada agradable a la vista.

—Me llamo Jean, Jean Paul —dijo y me extendió la mano.

—Mucho gusto, yo soy Gabriel.

Se sentó a mi lado.

—Seguro vino por las playas —me dijo.

—En realidad solo quería escapar un poco de mi casa —respondí de mala gana, no tenía intenciones de darle lumbre a aquella conversación.

—¿Es usted de Toulouse?

Negué con la cabeza y di un trago a mi vaso antes de responder.

—De Marsella.

—Oh, eso explica su acento —lo miré de reojo.

—No hay hablante perfecto, lo que importa es la comunicación, ¿no es cierto?

—Veo que tiene interés por la lingüística —dijo el tipo, sonriendo.

—Mi madre es lingüista, domina al menos ocho idiomas.

—¿Y usted?

Levanté los hombros.

—Aparte de las groserías, pocos en comparación a ella.

—Entiendo —suspiró—. Espero que se quede un poco, hoy habrá una celebración en el bar.

—¿Celebración?

—Así es, y hay varios invitados.

—¿No se trata de una fiesta privada?

—No, no, para nada. Siempre recibimos gente en nuestras reuniones, y hoy con mayor razón debido a que le daremos la bienvenida a un nuevo miembro del club.

¿Club? Me imaginé cientos de extraños desenlaces ante tan surrealista situación. En realidad no era que no estuviese acostumbrado a vivir esa clase de contingencias. A lo largo de mi estrellada carrera musical había surcado suficientes escenarios como para saber esperar lo que sea durante noches taciturnas como aquella; mas no tenía la menor intención de jugar a la cacería de incertidumbres, estaba demasiado ebrio para ello. Entonces pensé en retirarme cuando un grupo de personas vestidas con impecables galas empezaron a ingresar al bar. Los varones llevaban fracs de dos piezas con deslumbrantes camisas blancas, corbatines de terciopelo y sombreros extravagantes. Incluso alguno que otro tenía un caricaturesco monóculo en el rostro; no sabría a ciencia cierta si ese detalle exacerbaba la elegancia caballeresca de tales personajes o los ridiculizaba infinitamente. Por un instante hasta me pareció que sería una fiesta de disfraces. Y ni qué decir de las damas, todas vestidas con exquisitos trajes oscuros y con los cuellos cubiertos en pieles de animales cuya apariencia no simulaba ser sintética. Algunas también venían con sombreros y otras llevaban largos guantes de negro terciopelo. Esas, las menos, a mis ojos lucían como putas venecianas del siglo XIX.

Pero no todos los que llegaban venían engalanados, algunos más bien lucían desalineados y con poca clase. ¡Sí!, ese era el elemento que me faltaba: la clase. Desde luego yo no estaba vestido como para una fiesta de gala. Había viajado por horas, estaba cansado, ebrio y solo había traído ropa funcional por su comodidad más que por su aspecto. De hecho en aquel momento llevaba unos tejanos —o bluejeans como les diría en Bolivia—, una camisa celeste y una chaqueta de opaco azul oscuro. Definitivamente mi aspecto de plebeyo contrastaba con la galanura de algunos de los recién llegados. Me sentía íntimamente incómodo.

—Por favor, acompáñeme, me gustaría presentarle a algunas personas.

Me dijo mi nueva amistad —demonios, por qué carajos dije "nueva amistad"—, el visco, quien con un ademán de la mano me invitaba a seguirlo. Mas yo no me moví.

—Lo siento, pero en verdad no soy de hablar con desconocidos.

—¿Alguna clase de recelo?

—Verá, cuando de pequeño mi madre me dijo que no hablase con extraños, en verdad me lo tomé muy a pecho.

—¿Entonces por qué habló conmigo? —preguntó el visco, parecía francamente extrañado. Yo sonreí para mis adentros.

—Porque a mi edad ya no temo ser secuestrado por algún pederasta que me secuestre, me reviente el ano y llene mis intestinos de semen para filmarlo y compartirlo en grupos de pervertidos de la deep web.

Parecía que le hubiese hablado en otro idioma, o con alguna jerigonza totalmente desconocida para él, pues hizo un gesto de no haber entendido una sola palabra de lo que le había dicho. Miré un poco en derredor, me levanté y seguí a mi extraño acompañante mientras forzaba una sonrisa. No sé porque lo hice. Quizá solo me avergoncé de mi comentario anterior, lleno de un negrísimo humor que, según parece, solo yo entiendo.

—Nos reunimos de forma anual en este bar —me dijo sin dejar de caminar entre las personas que hacían caso omiso a nuestra presencia y seguían conversando entre ellas—. Este año se retrasó nuestra reunión por algunas trabas cronológicas.

Lo seguí hasta que se detuvo frente a un sujeto de amplia frente y gracioso bigote. Estaba vestido con un gabán bastante viejo, plomo, desteñido y corroído por las polillas. Tenía una bufanda blanca cubriéndole el cuello. El visco cruzó un par de palabras con él y luego nos presentó

—Permítame presentarle a un amigo —le dijo el visco al sujeto de bigote—. Él es Gabriel... Gabriel... —parecía que trataba de recordar mi apellido, aunque yo no se lo había dicho, así que me presenté solo.

—Gabriel Michelle —completé mis nombres extendiendo la mano al del bigote. Éste me lanzó una mirada perdida y, con una displicencia única, me estrechó la mano.

—¿Gusta un trago? —me dijo el sujeto y sacó una petaca del bolsillo interior de su gabán.

Apenas abrió la boca noté que tenía un tufo de varios días. Miré la petaca y sentí ansias de tomarme un trago, pero rechacé la generosa oferta con toda la gentileza que mis gestos podían transmitir. El sujeto se guardó la petaca y agregó:

—¿Conoce usted el Southern Baltimore Messenger?

Su pregunta realmente me extrañó mucho. Lo miré fijamente, su rostro me resultaba misteriosamente familiar, enigmático, con un toque de demencia. Por un segundo imaginé haberlo reconocido y respondí con cautela:

—Jamás leo prensa estadounidense.

—¿Se jacta de ser demasiado francés?

—O demasiado boliviano —murmuré—. En realidad, si debo leer en lengua inglesa prefiero algo de narrativa, Tolkien.

—¡Oh Tolkien! —exclamó mi ebrio interlocutor—. ¡Qué sabe Tolkien de poesía! ¿No lo sabía? ¡Yo soy un poeta, un gran poeta!

—Vamos Edgar, no hagas una escena —le dijo el visco. Sin duda el sujeto con el que me presentó estaba bastante montado en copas

Dejamos al bigotón hablando sólo, zurrándole a la vida y maldiciendo a los autores clásicos de la literatura inglesa.

—Sígame, Gabriel. Espero disculpe al señor Poe, pero desde que su esposa Virginia cayó enferma no ha dejado de beber.

¿Poe? El asunto de su fiesta estaba empezando a convertirse en una extraña clase de convención cosplay para literatos frikis. ¡Lógico! ¿Dónde más encontraría a un sujeto disfrazado de E. A. Poe, ebrio, y hablando tales sandeces?

Mi compañero visco me guió hasta encontrarme con otro sujeto. Este vestía con singular elegancia. Tenía la camisa con cuello alto, frac negro, seda en las solapas y un singular corbatín negro envolviéndole el cuello. Era de piel morena y abundante vello facial que había dibujado a manera de candado rodeándole el rostro. Tanto su barba como su cabello estaban imbricados de un sinfín de canas, lo que me indicaba que era un hombre bastante adulto, pero solo en apariencia. Sin duda el sujeto exhibía un apetito voraz, su sobrepeso le delataba. Una vez más mi visco amigo cuchicheó un par de palabras con este nuevo personaje y luego él me saludó, extendiéndome una de sus velludas manos y dibujando una enorme sonrisa en el rostro.

—Mucho gusto, señor Michelle —estrujó con fuerza mi mano cuando se la di.

—El gusto es mío señor... —me miró, como esperando a que complete mi frase.

—¿No me reconoce? —me preguntó.

Lo miré con cuidado, su rostro tenía algo familiar para mí. Sin embargo no lograba reconocerlo, así que negué con mi cabeza.

—Bueno, entonces reconocerá mis obras —me dijo el barbudo.

—¿Es usted músico?

—No, soy un gran escritor. ¿No ha oído hablar de "Los tres mosqueteros" o "El conde de Montecristo"?

Era un loco, eso mismo, un loco de remate. Lo observé nuevamente y en efecto el barbudo tenía un impresionante parecido con Alexandre Dumas, pero me pareció bastante ridículo que se atribuyera las obras del gran escritor. Sonreí y solo le seguí la corriente.

—¡Oh, señor Dumas! Desde luego que leí sus obras. Están entre mis favoritas —le dije con el sarcasmo a flor piel, pero el barbudo pareció no inmutarse de mi ironía y hecho la cabeza para atrás en medio de una sonora carcajada.

—¡Ja, ja! Lo sabía. Espero disfrute de la velada, señor Michelle.

En cuestión de segundos el barbudo me quitó su atención y empezó a fanfarronear con otros sujetos de elegante vestir. Jamás había conocido hombre más pedante en mi vida. Mi amigo visco negó con la cabeza, sonriendo, en una mueca picaresca de empatía con el barbudo, o al menos eso asumí.

—Sus amigos están bastante locos —le dije.

—El señor Dumas tiene un ego muy grande, pero es una buena persona —lo miré de reojo.

—Sí, sí.

Caminamos otro poco por el salón hasta que dimos con otro caballero de elegante vestir. Éste sí era bastante adulto y no solo en apariencia. Su rostro entero se veía como el de un hombre que ha vivido mil avatares. Habían varias personas reunidas alrededor de él y le oían atentamente mientras éste les narraba algo:

—...De tratarse de un cetáceo, superaba en volumen a todos cuantos especímenes de este género había clasificado la ciencia hasta entonces. Ni Cuvier, ni Lacepède, ni Dumeril, ni Quatrefages hubieran admitido la existencia de tal monstruo, a menos de haberlo visto por sus propios ojos de sabios...

Sin duda, este pintoresco personaje había capturado por completo la atención de su breve auditorio, quienes le oían estaban como serpientes hipnotizadas frente al serpentario. Su narración exhalaba apasionados tintes de veracidad con cada palabra, como si el sujeto hubiera vivido cada verbo que enunciaba. Parecía un narrador de cuentos, y esa apariencia hacia bastante contraste con su aspecto de científico vanguardista del siglo pasado; era como oír a Thomas Edison o Nikolai Tesla contando un relato de ciencia ficción. Lo escuché unos segundos hasta que el narrador se detuvo, creo yo, al verme.

—Disculpen, caballeros, luego seguiremos hablando del tema —dijo con mucho decoro, apartándose de sus oyentes, y se me aproximó.

—Él es la persona de la que te hablé —le dijo mi amigo visco al narrador. Cosa que me sorprendió de sobremanera puesto que, teóricamente, aquel sujeto jamás me había visto antes; luego entonces no podría haberle hablado de mí a su amigo anteriormente.

—Vaya, me habían hablado de usted —¡¿podrá ser posible?!—. ¿Es cierto que escribe sobre ciencia? —me preguntó, yo titubeé un poco.

—Escribo muchas cosas, no sé si alguna de ellas merece ser considerada "ciencia" —el narrador sonrió y me extendió la mano.

—Jules Verne, gusto conocerlo, señor...

—Michelle —completé su frase.

Únicamente le estreché la mano por cortesía, pues sin duda me había topado con otro maníaco viviendo la vida de un autor muerto. Él continuó:

—¿Está usted bien? De repente ha palidecido.

—Sí, señor Verne. Es que esta noche se ha puesto un poco... extraña.

El usurpador de Verne miró a mi guía visco haciendo un breve gesto desaprobación.

—¿No le dijiste nada aún, Jean Paul? —preguntó el pseudo Verne al visco.

—Espero que él mismo lo note —replicó. El falso Verne me miró y sonrió.

—Disfrute la velada, señor Michelle, hablaremos más tarde —me dijo y regresó con su auditorio para seguir con "el relato".

Yo me volqué hacia el visco, ya algo molesto, y le dije:

—¿Acaso todos sus amigos están locos de remate?

El visco esbozó una sonrisa irónica.

—Solo disfrutan de la noche, Gabriel. Pero si desea podemos descansar un poco.

—Oiga, y cómo es posible que su amigo Verne haya oído hablar de mí. En verdad no nos hemos conocido antes, ¿cierto?

Mi acompañante sonrió lacónicamente y me respondió:

—Pronto lo entenderá, señor Michelle. Vayamos por un trago.

Me aproximé a la barra y pedí una copa de vermouth para aplacar mis ansias, mi amigo visco pidió un vaso de vino dulce. A mi derecha habían dos viejos. Uno de ellos, el más viejo, estaba calvando velozmente. Tenía las cejas muy espesas y una mirada perdida en la nada. Vestía un traje no muy elegante de color plomo, una camisa amarillenta y una corbata negra desteñida. Hablaba con otro tipo, bastante desaliñado, de mentón pronunciado y la barba crecida de días. Éste segundo vestía un pantalón inauditamente arrugado, como si jamás lo hubieran planchado, una camisa igualmente arrebujada, sucia, y un saco café con parches en los codos. El cuello de su camisa estaba abierto y tenía una corbata café a media asta, como si fuera una bandera en señal de rendición. Ambos estaban bebiendo whiskey y parecían no inmutarse de la presencia del visco y mía a su lado, seguían su conversación; yo tampoco presté mayor atención a los viejos de mi costado hasta que un vaso de whiskey vino empujado, resbalando por la barra, hasta parar a pocos centímetros de mi mano. Miré de reojo a un lado y el viejo de traje plomo elevó su copa en mi dirección.

—Beba, yo invito —me dijo.

Tomé el vaso, tenía tres cubos de hielo y una medida de whiskey.

—¿Es Jack Daniels? —el del traje plomo negó.

—J&B —dijo.

Me bebí el trago de un solo sorbo. Creo que se me salió un gesto, el whiskey de la marca J&B es infinitamente más picoso que el Jack Daniels, cuyo buqué es mucho más delicado.

—¿Está disfrutando de la fiesta? —me preguntó el trajeado gris.

—Creo que sí, es una extraña reunión.

—Supe que usted escribe.

Otro demente.

—Lo intento, pero solo estoy usurpando el oficio.

—Qué estupidez —oí murmurar al otro viejo, el desaliñado.

No hice caso al comentario y regresé a mi vaso de vermouth. Pero una interrogante se clavó en mi alma putrefacta. Regresé la vista al gris y le pregunté:

—¿Cómo sabe usted que yo escribo?

—Todos los presentes lo saben, señor Michelle.

—¡Y también sabe mi nombre!, ¿nos hemos conocido de antes?

—No lo creo, pero talvez haya leído usted alguna de mis obras.

—¿Vas a empezar de nuevo? —interrumpió el desaliñado.

—Vamos, Charles, déjame surgir —replicó el de traje plomo y se dirigió a mí nuevamente—: Soy Vladimir Nabokov y mi compañero es Charles Bukowsky.

Fue en ese instante en el que empecé a temer por mi seguridad. Todos los de la fiesta estaban totalmente locos. Luego medité los eventos con celeridad emocional para descubrir con inmensurable alarma que el trago que el viejo de gris me había invitado podría contener alguna droga.

—Si esto es una broma, ya no me hace gracia —le dije al visco.

—¡El chico piensa que estamos de broma! —exclamó el viejo desaliñado, usurpador de Bukowsky, y elevó su copa diciendo—: ¡Brindo por todos los imbéciles que han llegado aquí pensando que estamos de broma!

—¡Óigame, pendejo de mi culo! —me levanté de golpe, irritado—. ¡A quien le está diciendo imbécil!

—¿Cómo me has llamado? —replicó el sujeto, mirándome con los ojos envenenados de furia.

—Calma, calma —intervino el visco. Poniéndose entre el pseudo-Bukowsky y yo.

—¿Aún no le dijiste, Jean? —preguntó el usurpador de Nabokov.

—Pensé que lo notaría.

—Pues díselo de una vez —prorrumpió el falso Bukowsky—, o le romperé la cara a este muchacho imbécil.

—¡Inténtelo, vejete de mierda, y lo ahorcaré con su propio escroto! —reté, el visco puso su mano en mi hombro.

—Calma, calma. Siéntese.

Traté de tranquilizarme y tomé asiento. Pedí un vaso de ginebra para templar mis nervios, estaba a punto de tener un ataque de histeria.

—¿Con qué clase de locos se junta, eh? —pregunté a mi acompañante.

—Con aquellos locos que se lo merecen.

—¡Ahí va de nuevo el gran Jean Paul Sartre! —interrumpió de improviso el pseudo-Bukowsky— ¡dando su dosis de estúpida filosofía!

—Siéntate, Charles —le dijo el falso Nabokov al ebrio mentiroso que pretendía emular al escritor más ácido de entre todos los autores malditos.

—Voy a matarlo —murmuré.

—No podrá, Gabriel. ¿No lo ha notado?, él ya está muerto.

De repente un silencio ininterrumpido se hizo en el salón. Todas las miradas se fijaron hacia la puerta, como si esperaran algo intempestivo y anunciado. Miré a los invitados y empecé a reconocer algunos rostros. Las patillas desmesuradas delataban a Isaac Asimov junto a un perchero. A su lado noté el corte de barba que siempre fue característico de Flaubert y los ridículos bigotes de Conan Doyle. No muy lejos se hallaba con un sombrero de copa y elegante bufanda blanca la presencia absoluta de Franz Tamayo en compañía de un calvo Pablo Neruda. En una esquina en penumbras reconocí la cara de orco paceño tan característica de Victor Hugo Viscarra, bebiendo un líquido blanco de una pequeña botella de plástico que parecía ser alcohol de peluquero.Vestido con ropa avejentada se hallaba H. P. Lovecraft sirviendo una copa para Edgar Allan Poe y Hope Hodson. Fumándose un cigarrillo pude reconocer el rostro de Ernest Hemingway quien le ofrecía lumbre a William Faulkner mientras Alexéi Tolstói y Fiódor Dostoievski, ebrios y abrazados, cantaban Kalinka a susurros.

La confusión me tomo rehén de la sorpresa. Finalmente todos los rostros que se me hacían conocidos por fotos viejas y amarillentas empezaban a emerger de mi memoria para materializarse durante la aciaga noche de nevada en Montpellier. Entonces empecé a ser acosado por sospechas inminentes que surgían de mi mente:

—¿Estoy dormido?, ¿o acaso estoy muerto? —pregunté al visco que alguien había llamado Sartre.

—Eso lo decidirá usted.

—Es un sueño, sí, debe ser un sueño.

—Pero no lo es, Gabriel —irrumpió Franz Tamayo, en legendario escritor boliviano del siglo XX, en mi monólogo—. Usted está invitado a esta noche, no hay mayor misterio, es solo eso.

Me senté pesadamente sobre el taburete de la barra y me serví un vaso lleno de ginebra que acabé en segundos. Toda la situación era tan incoherente como la nieve de Montpellier o los insólitos 32 grados centígrados del verano pasado en La Paz, una ciudad que jamás pasa de los 18 grados. Tuve el irresistible impulso de salir huyendo, pero la ardorosa tachuela de la intriga se había clavado en mi garganta atiborrada de humo de cigarro. Una necesidad morbosa por ver el final de la noche me tenía anclado a esa barra, a esa fiesta, bebiendo esos tragos y hablando con esa gente. Luego de unos instantes en los que los ojos de algunos asistentes me desnudaron la mente, ingresó un sujeto con la frente amplia, canas en los costados de la cabeza y el ceño fruncido.

—Mire —me dijo el visco—, el señor Rulfo ha llegado finalmente, ya podemos empezar.

¿Empezar qué?

—Buenas noches a todos —saludó el hombre a quien mi acompañante llamó "Rulfo"; ¿Juan Rulfo?— Es un verdadero placer tenerlos a todos ustedes aquí nuevamente, en una reunión de los Escritores Perdidos —"Rulfo" alzó una copa en alto—. Quiero brindar y destacar la presencia de uno de nuestros más recientes miembros. Por favor démosle la bienvenida al señor Ray Bradbury con un fuerte aplauso.

Y la gente empezó a aplaudir. Yo me había quedado con un palmo de narices, totalmente idiotizado ante la insólita insinuación de todo aquello. Sin duda algo muy extraño estaba ocurriendo, cosa que corroboré al ver mi reloj, se había detenido. Mi celular tampoco marcaba la hora y no tenía señal.

—Por otro lado —continuó "Rulfo"— tenemos la visita de un escritor muy joven que aún mora entre los vivos y no con nosotros, con Pedro Páramo. Por favor démosle la bienvenida al señor Gabriel Michelle con un aplauso.

Y una vez más los asistentes aplaudieron, pero esta vez era yo la causa de sus aplausos. Me sentí infinitamente incómodo. Era realmente la pieza discordante en el rompecabezas.

—Oigan —dije, pero seguían aplaudiendo—. Oigan, escúchenme —no se detenían—. ¡Escuchen, cojudos de mierda! —grité y esta vez los aplausos si cesaron—. No sé qué clase de broma me están gastando, ni sé quien es el responsable. Pero no pienso quedarme aquí, en este zoológico de locos. Ustedes pretenden encarnar a escritores muertos y lo único que hacen es fagocitar su éxito, parasitar su obra y plagiar sus logros. No sé ustedes, pero yo me voy a la mierda.

—¿Lo ven? —interrumpió el pseudo-Bukowsky—, por eso jamás hay que traer a los vivos a nuestras reuniones.

—Jean Paul —dijo el pseudo-Verne—, creo que ya hay que decirle.

En visco se me aproximó y me tomó del hombro.

—Señor Michelle, si usted se encuentra aquí es porque quizás hay algo que no recuerda, quizás no está tomando en cuenta alguna cosa importante —me dijo, yo no sabía qué responder—. Nosotros no somos imitadores de autores famosos, nosotros somos autores famosos; pero ya dejamos el mundo de los vivos, pero usted está aquí. Piense, si nosotros ya no estamos entre los vivos, pero usted aparentemente lo está, pero aún así se halla entre nosotros; ¿a qué conclusiones puede llevarlo todo eso?

¿Estaré muerto entonces? No, llegué al bar, bebí unos tragos y los muertos no beben. Además ellos dicen que aún estoy entre los vivos. ¿Pero aún así me encuentro allí, entre toda esa gente? Entonces quizás no estoy muerto ni vivo, quizás agonizo. Siempre he agonizado, siempre anhelé morir inmolándome con nitroglicerina en una reunión de las Naciones Unidas y exterminar la casta política del planeta Tierra. No, mejor viajaría al núcleo del planeta con miles de ojivas nucleares para destruir el mundo y borrar de la faz del universo la repugnante existencia de la humanidad. O inventaría una máquina que cree un agujero negro y así extinguir el universo junto a sus múltiples paralelos; acabando con cualquier rastro de vida en el cosmos, en todos los cosmos y en todos los tiempos. ¿Odio la Creación?, sí, pero no. Siempre odié a la gente, a todas las personas, a la humanidad entera, a la vida, a la muerte, a la materia y a la energía. Estoy ebrio. Y a mi padre, ¿y a mi madre? Iba a volverme loco, no podía comprender nada. Pero aquello no era una visión armagedónica para una redención suicida, era muy diferente; un ambiente aciago, imposible de creer. ¿Y qué si odio todo lo existente a un nivel subatómico? Nada variaría por eso, la existencia se seguiría narrando sola. Así que pensé, pensé, y me dije: "¡La merde, qué hago aquí!".

Me aparté violentamente de la multitud, me dirigí a la puerta, salí y lo que encontré era espeluznante. No había nada, ni calle, ni postes, ni casas, ni nada. Bueno, había algo: estrellas, galaxias, nebulosas y toda suerte de objetos celestes. Los había arriba, abajo, a la izquierda y la derecha; eso siempre y cuando las direcciones siguieran en su lugar. En ese espacio no había forma de asegurar que arriba sea realmente arriba, o abajo sea realmente abajo; quizás miraba por encima de mi cabeza y eso era en realidad mis pies. Parecía hundirme en el Mar de Dirac, en alguna especie de dimensión de Schrödinger. Un mareo invivible se apoderó de mí, sentí mis brazos y piernas muy pesados. Mi cabeza era como una bola de plomo que pendía de mi cuello por mera ingravidez. La sensación de vértigo era tan terrible que vomité en ese exterior espacial y el vómito flotaba como si la gravedad se hubiera esfumado. Retrocedí lentamente e ingresé al bar, tenía que despertar; era cierto, todo aquello era un sueño, una pesadilla.

Cuando entré la gente estaba bebiendo, riendo y bailando. Algunos jugaban a las cartas y la mayoría ya estaban ebrios. El señor Sartre se me acercó y me tomó del brazo.

—¿Se siente usted mejor? —me preguntó, y yo no sabía qué decir.

—Tuve días mejores.

—No se sienta mal, el 90% de la gente que nos visita sin haber muerto reacciona exactamente como usted lo ha hecho.

—Supuse que yo tendría la mente más abierta.

Acompañado por el visco fui por los rincones de la alcoholemia bohemia, recibiendo las afectuosas invitaciones a secar los vasos que me ofrecían. Me sentía como una alcuza vagando de mesa en mesa y recibiendo toda clase de brindis. Tomé whiskey, ron, vodka, ginebra, amaretto, cognac, singani, tequila, cerveza, aguardiente, vermut, sake, brandy y no sé cuántas variedades más de alcoholes. Estaba tan ebrio que mantenerme en pie era una hazaña que realizaba con el honor de un Dunedain del Norte que bebe por nostalgia a los días gloriosos de Numenor y Arnor. Entonces me paré sobre una mesa.

—¡Oigan, oigan, colegas! —llamé la atención, la gente empezó a reír dedicándome brindis y rechiflando mientras aplaudían. Yo hipé, a punto de vomitar, y continué—. Les dedicaré una poesía, en especial para él —señalé a Charles Bukowsky con la mano que sostenía una copa llena de ginebra—. Ese hombre fue un poeta. ¡Y para él! —señalé a Bradbury—. Uno de los mejores escritores de ciencia ficción que leí en mi vida.

Y exactamente eso hice, empecé a recitar en voz en cuello:

—Las luces me iluminan. Me revelan.
Los calendarios caducos, las solteras de luto,
el vino de Anjou de mala gana por la garganta
de esta destilería sin risas, de este pelear,
de esta venganza al del espejo,
por eso bebo sin pena alguna
levanto la mano, ¡repartiendo hostias!

Si se levanta el alma y emprende vuelo
quién puede notarlo en la indómita umbría.
A soltar el vago recuerdo de Tchaikosvky y no puedo
parar de llorar.

Ruedan los dados, cubiletes, risas,
mil sabandijas hacen un ebrio.
Miles de risas no te quitan la pena,
es mejor recordar otros paisajes,
por eso mejor me saco la mierda.

Al salir,
veo a mi sombra tambaleando
como ninguna, gozando.
Como ninguna, el mortífero placer.
Ginebra, brandy.
Vino, champagne.
Vermouth, whiskey.
Cerveza, caviar.
El diablo y la muerte ya están ebrios.
Hades se ha ido dejando la cuenta sin pagar.
Anubis se fornica a la muerte en serio.
Yo me antojo sin castidad.

Miro, pienso, medito y me embriago.
Una pareja teniendo coito en la mesa de al lado.
Entra.
Sale.
Entra.
Sale.
¡Creampie!
La merde. ¡Malditos borrachos, degenerados!

Una foto o dos.
Fotos de celular.
Bien sabido es o debería serlo:

Los que beben no posan,
los hombres que beben no posan.
No hacen muecas, gozan.

Al encontrar fotos de ebrios,
de fiestas,
de cobardes muertos
bebiendo y posando.
Yo me digo casi en risa: no.
Y es que yo sé, es sabido,
los hombres que beben no posan,
gozan.

Y ahora me embriago,
y luego regreso a casa
y me doy el lujo de sufrir y llorar
y reír y pelearme con la pared
y seguir bebiendo

y Jack Daniels conmigo,
y L&M...
¡Salud, carajo!

—¡Salud! —brindó conmigo mi improvisada audiencia.

No pude conservar más el equilibrio y caí aparatosamente de la mesa. La gente empezó a reír y brindaron nuevamente.

Mi cabeza daba vueltas, me estaba quedando dormido. Entonces alguien me levantó y me dijo:

—¿Se encuentra bien?

No sabía qué responder, mi mente estribaba sobre la muerte de los albigenses durante las cruzadas contra los Cátaros. Quizás recordé puntualmente aquello porque estaba ebrio y mi padre siempre que me hablaba me contaba sobre sus ancestros cátaros, insistiéndome en que yo también era uno. Pero ahora todos los Cátaros habían muerto. ¡Los Cátaros han muerto y con ellos se fueron los iniciados cainitas de Francia, fue un asesinato!

—¡Mi sangre clama la venganza de la sangre mi pueblo —dije— que solo puede ser vengada con al menos el doble de sangre, o quizás con el triple de sangre, o con un infierno lleno de sangre con toda la sangre en llamas, un infierno en el que lloviera sangre. ¡Quizás eso sería sangre suficiente!... pero quizás no.

Alguien rió y luego una voz femenina, quasi infantil y muy tierna, empezó a susurrar en mi oreja:

—Recuerda, Gabu, que tú no escribes para no ser menos miserable, que no lo eres. Escribes por una causa y eso es lo realmente importante. Ningún escritor que aspire o se sienta como tal escribe únicamente por escribir, por poner palabras sobre la hoja. Algunos lo hacen para sobrevivir, otros para sí mismos en un mar de intrigas y desilusiones. Sea la causa que sea, debe haber una causa. Tú la tienes. Y en algún momento tu obra pasará a las manos del lector y hasta ahí es a donde llegarás, por que desde ese momento tu obra ya no será tu obra, será la obra del lector.

—¿Qui... quien eres? —repliqué y, haciendo un sobrehumano esfuerzo, abrí los ojos.

Ella era hermosa, infinitamente hermosa, y estaba con su rostro muy cerca del mío. Era uno de los personajes más importantes de mi novela más importante, yo la llamaba Diana. Junto a ella estaban todos los demás personajes de todos mis demás libros: Jean Paul Reveillere, el Soldado Praetorian. Laura Repina, la pirata espacial. Katya Antonova, la bella híbrida de laboratorio. Raymond Reveillere, el psicópata enmascarado torturador de pederastas. Diana y sus amigos, todos de "El Arco de Artemisa". Incluso estaban los personajes de mis cuentos.

—Duerme, colega —le oí decir al Soldado Praetorian—. Ya es tiempo que te sientas bien.

Y eso hice, dormí, dormí y dormí; escuchando a gente debatir sobre literatura y brindado reiterativamente. Luego sentí que mucha gente, una a una, me decía cosas mientras dormía. Eran quizás consejos de todos cuantos allí había. No los podía oír bien, una voz con mucha estática me impedía escuchar las cosas que me decían, esa voz, esa voz:

—Estamos en la estación de Hérault de Montpellier. Por favor, pasajeros que se queden en la estación bajen por la puerta 2.

De repente abrí los ojos y allí estaba. Era un día soleado y la luz entraba por la ventana del tren. Salí a regañadientes con mi mente bullente en ideas extrañas, en sueños más absurdos y más surrealistas que un cuadro de Dhalí; hay más orden y disciplina en una película de Buñuel que en mis propias oquedades oníricas. No nevaba, hacía un día estupendo en Montpellier. Yo estuve soñando durante todo el camino. Sin embargo la resaca no parecía tan onírica como la experiencia, me sentía terrible y tenía un tufo monstruoso. ¿Acaso me había movido de ese tren? Sin embargo había un sentimiento nuevo en mi pecho, no era frustrante sino expectante de algo.

Me dirigí a la biblioteca de la Universidad de Montpellier y me puse a buscar el título "París era una fiesta" de Ernest Hemingway. Repasé varias veces el texto y había muchas coincidencias situacionales entre el texto y mi sueño, era algo raro pero no por ello desagradable. Puse un cigarrillo en mi boca, lo prendí y le di una poderosa calada. Me sentía apaciguado de muchos traumas y con nuevas ideas en mi mente. Al fin y al cabo de eso se trataba Francia, eso ocasionaba estar en Marsella, Montpellier o París. Y mientras las ideas obtenidas en el ande boliviano, en La Paz, se hacían costrosas, en aquella soleada Montpellier caía el agua oxigenada sobre la sangre que se volvía espumosa. Las ideas al final no eran tan malas. Por un instante quise recordar todo lo que aquellos escritores me aconsejaron en mi sueño, pero no podía recordar sus palabras, solo sus presencias absolutas. Me reí por todas las groserías que les dije.

Salí de la universidad de Montpellier y tomé un barco a Córcega. De inmediato empecé a escribir el presente texto con la idea de presentarlo a un torneo de jóvenes escritores de una comunidad virtual, claro, siempre y cuando me sintiera lo bastante templado para terminar el trabajo cosa que ocurrió dos años más tarde. Entonces, mientras organizaba el relato, tuve una visión: De París la fiesta se trasladó al Languedoc francés, a la tierra de los Cátaros albigenses.

Ahora la fiesta es Montpellier. ¿No será la hora de organizar una orgía La Paz?

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro