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18. Princesa de hielo

https://youtu.be/GHc3HuYy3Rw

Invierno del año de 1789 de Nuestro Señor; San Petersburgo, Rusia.

La Revolución Francesa había empezado en París y los revolucionarios estaban alzados en armas contra la nobleza, la burguesía y la Corona. En medio del caos, una misión especial había partido de Francia con rumbo a Rusia; dos emisarios formaban parte de ella. Roderick Michelle, joven agitador conocido por su habilidad con el sable. Era hijo del Capitán de la Guardia Revolucionaria Nacional y gozaba del favor del marqués de La Fayette, uno de los impulsores de la Revolución. Su compañero de viaje era Alois Reveillere, un Mosquetero Real recientemente ascendido que había ganado su puesto debido a la tradición familiar de su casta como antiguos Regentes de París y Saint Germain. Sin embargo, el ser compañeros de misión no significaba que tuvieran amistad alguna. Por siglos los Michelle y los Reveillere habían estado enfrentados por cuestiones políticas y esas diferencias se acentuaron al empezar la Revolución Francesa. Mientras los Reveillere eran firmes protectores del Rey, los Michelle eran enemigos de la Corona y apoyaban a la Revolución. Por lo mismo, Alois y Roderick eran tan opuestos como el día y la noche.

La campaña de rescate a la que se habían embarcado no era conocida por el Rey ni por los revolucionarios. Los Michelle y los Reveillere estaban atendiendo un llamado de auxilio de los Luchnik de San Petersburgo. La Zarina Ekaterina (Catalina II) estaba dando fiera caza a los Luchnik luego de enterarse que su amante, Aleksandr Dmítriev-Mamónov, se había enamorado perdidamente de una de las damas de la familia. Cuando la emperatriz Ekaterina lo supo acusó a todos los Señores Luchnik de sediciosos y empezó una campaña para exterminarlos. El blanco principal de sus ataques era Elena Luchnienko viuda del Conde de Yaroslav, por quien Aleksandr Dmítriev había perdido el corazón y la cabeza. Perseguida por las tropas imperiales, Elena Luchnienko envió una carta a sus aliados franceses pidiendo ayuda para salvar a su hija, Daneska Luchnienko, pues la propia Elena se consideraba condenada y deseaba que su hija viviera a toda costa. Los Michelle y los Reveillere, haciendo honor al antiguo pacto entre los Luchnik de Moskovia y los Señores de Francia, emprendieron el rescate con dos de sus mejores hombres.

Luego de varios días de viaje, Roderick y Alois estaban finalmente en San Petersburgo. La nieve había cubierto con su blanco manto todas las calles y los techos de las casas. Un ambiente de miseria y hambruna se respiraba por toda la ciudad, con cadáveres congelados de gente que había muerto por el frío y el hambre, y con ocasionales pordioseros implorando una limosna. Ver aquella pobreza pronto inflamó la sangre de Roderick, quien no dudó en discutir con Alois.

—¿Y es esta la forma de vida que tú y tu gente protegen con tanto tesón? —Roderick rezongó, con el rostro enrojecido por la indignación.

—Debes entender, Roderick, que el Rey Louis previene a nuestro pueblo del extranjero y del sayón —arguyó Alois—. Con estos rusos no puedes compararnos.

—¡Nuestro pueblo también muere de hambre y vosotros nos pedís resignación! Alois, tu Rey sigue celebrando fiestas en Versailles para esas escorias de la nobleza y el clero, y la gente ya no sabe a dónde dirigirá sus oraciones.

—Es también tu Rey, Roderick.

—Jamás ese cerdo será mi Rey.

—¡Muestra más respeto! —espetó Alois.

A la velocidad del rayo Roderick desenvainó su sable y, a tiempo que lo ponía en el cuello de Alois, éste desenfundó su trabuco con su cañón apuntando directamente al corazón de Roderick.

—Retira tus palabras —amenazó Alois.

—¿O dispararás?

—Y de seguro morirás.

—Sepas que si muero te irás conmigo pues mi hoja cortará tu cuello antes o después que jales del gatillo.

Ambos quedaron amenazándose ante una pequeña multitud de limosneros que, presas de la sorpresa, se acercaban a los duelistas con enorme curiosidad. Alois no bajaba su arma mientras Roderick tampoco apartaba su sable del cuello de Alois. Unos segundos después, como si una tregua tácita se hubiera alzado entre los dos, ambos bajaron sus armas al unísono, cronométrica y lentamente. Se asesinaron con las miradas y retomaron su marcha. Caminaban a dos o tres metros de distancia uno del otro, pero iban en la misma dirección para cumplir el mismo mandato. Su destino final: el Palacio de Invierno de San Petersburgo.

La suntuosidad del Palacio de San Petersburgo hacía eclipsar cualquier otro edificio de la ciudad. Sus esculturas, sus columnas doradas, sus magníficos adornos jónicos, toda la estructura era una obra de arte en sí misma que nada tenía que envidiarle al Palacio de Versailles. Si bien para Alois era un espectáculo familiar, pues como mosquetero había vivido mucho tiempo en Versailles junto a la Guardia Real, para Roderick era un espectáculo tanto exótico como blasfemo. Para el joven revolucionario era prácticamente un insulto que la nobleza viviese así mientras el pueblo moría de hambre en las garras del invierno.

Según la carta de Elena Luchnienko, ella y su hija estaban escondiéndose en una recámara secreta del palacio cuya ubicación solo los Luchnik conocían. Desde luego, Elena también había revelado la entrada secreta a los franceses. Alois y Roderick circunvalaron el edificio, camuflándose tras los árboles para no ser vistos por los guardias imperiales, mientras analizaban la forma de ingresar al perímetro del palacio. Decidieron esperar el manto nocturno para hacer su incursión.

El sol no tardó en ocultarse, el invierno hacía que los días fueran sumamente cortos y la oscuridad se apoderó de todo con tenebrosa rapidez. Copos de nieve, refulgentes ante la luz de las antorchas, caían apaciblemente y los guardias se retiraban a los refugios del palacio para montar guardia al calor del fuego.

Calados por el frío pero con una determinación afilada como espada sangrienta, los dos franceses salieron de los troncos muertos que usaron de escondite y se internaron en el patio principal por la parte posterior del palacio. Dos soldados, ebrios y con botellas de vodka a su alrededor, montaban una deficiente guardia. Ninguno vio a los intrusos entrar al edificio.

En una de las columnas laterales del ala derecha encontraron una pequeña argolla que accionaba una larga cadena. Alois y Roderick jalaron de ella y, tal como la carta describía, hallaron una puerta de madera cubierta tras los arbustos y escondida detrás del pilar. Tras la puerta se extendía un largo corredor de piedra impregnado por la humedad e iluminado tenuemente por una hilera de velas. Los franceses ingresaron a las penumbras con cautela, aún sospechando la presencia de soldados rusos; pero el pasillo estaba expedito. Al final de éste encontraron una puerta de madera con las bisagras de hierro muy adornadas. Alois pegó su oído al portón para tratar de oír algo, miró a Roderick e hizo un gesto serio de aprobación. Entonces empujó suavemente la puerta y, como brisa de verano, un aire cálido acarició sus rostros. La recámara que tenían ante ellos era una habitación con una chimenea, una mesa con dos sillas, una alacena vacía, un polvorín viejo, una cama y... dos mujeres.

Las dos habitantes de aquel refugio estaban dormidas, abrazadas sobre la cama. Lucían pálidas y débiles, seguramente la comida se les había acabado hace tiempo y estaban en ayunas. Roderick se les aproximó, se agachó y las observó unos segundos. Alois, detrás de él, lanzó un par de miradas hacia ellas y luego apartó la vista. Ambos estaban impresionados pues aún en aquella penosa situación, las dos exhibían una rara y exótica belleza. Los franceses no tardaron en comprender porque se decía que las princesas de la dinastía Luchnik eran la perdición de los hombres. Su legendaria hermosura no era solo un mito, era real.

Ambos se apresuraron en atenderlas a ambas. Entibiaron agua y sacaron algo de comida de las provisiones de su viaje. Con cuidado, Alois trató de despertar a Elena que parecía sumida en un sueño imposible de quebrantar. Le habló suavemente, primero en francés pero luego pensó que quizá aquella mujer no sabría la lengua franca así que se dirigió a ella en ruso. Lentamente Elena abrió los ojos y, como si aquellos rostros desconocidos le fuesen familiares, sonrió.

—¿Habéis venido de Francia? —preguntó Elena. Alois asintió.

—Descanse, madame. Ahora está a salvo.

Las dos fugitivas comieron con ansiedad la comida que los franceses les ofrecían. Estaban hambrientas. Mientras ellas comían, Roderick y Alois se perdían en insondables meditaciones. Si bien Elena era portadora de un particular magnetismo, su hija, Daneska, llevaba una indefinible aura de misterio aún más enigmática que la de su madre. Era muy joven, no tenía ni quince años cumplidos y ya era tan o más hermosa que Elena. Sus ojos cárdenos, adornados con delicados rayos de color miel, eran tan profundos como el cielo nocturno. El rostro de la niña les era asombrosamente familiar a los dos confundidos muchachos quienes no podían definir conscientemente qué clase de embrujo los había embargado. Ninguno de los dos había visto jamás a un ser semejante. Alois conoció toda clase de damas de la nobleza de distintos países, pero ella superaba con creces los encantos de cualquiera de ellas. Por su parte, Roderick se había acostado con sinfín de hermosas mujeres occitanas, normandas, danesas, finesas, holandesas y revolucionarias florentinas, pero un hechizo como el de aquella joven rusa le era totalmente nuevo. Los dos franceses se esforzaban para no verla ni hacer evidente su confusión, pero les costaba inmensamente apartar la mirada de las dos rusas, en especial de Daneska.

—Os agradezco vuestra inmensa bondad —dijo repentinamente Elena—. Sois en verdad caballeros valientes para haberos lanzado en tan peligrosa campaña que significa nuestra salvación.

—Vinimos por mandato de nuestras familias —replicó Alois— para honrar el viejo pacto entre vosotros y nuestros ancestros.

—Y no sabéis cuán grande es mi gratitud pues no sabía que arriesgaría vidas tan jóvenes como las vuestras. Es que sois casi unos niños.

—Somos jóvenes —intervino Roderick—, pero ya tenemos edad suficiente para alzar la espada y matar. Hemos llegado a la mayoría de edad, ganamos batallas y peleamos en campos de muerte que no os podríais imaginar. Si de mí debo hablar, os puedo garantizar que no existe mejor espadachín en toda Francia pues quien enfrenta el acero de mi sable de seguro halla la muerte.

—Yo soy mosquetero, madame —dijo Alou, impulsado instintivamente para no dejarse humillar ante las sobradoras palabras de Roderick—. Miembro de la guardia de su Majestad y me consideran el más hábil de todo el cuerpo de mosqueteros —y agregó, mirando a Roderick—. Sea por la pólvora o el acero, no existe hombre vivo capaz de vencerme en los campos de muerte. El propio Capitán D'Artagnan confió a mis ancestros la seguridad del Rey.

—¿Estáis peleados vosotros dos? —preguntó Elena.

Ambos franceses se clavaron una ojeada desbordada de rencor y luego agacharon la cabeza cual dos niños que son regañados por una travesura.

—Existen traidores a Francia dentro de nuestra propia gente, madame —respondió Alois sin verla directamente.

—Y también hay traidores al pueblo —agregó rápidamente Roderick.

Elena exhaló profundamente y, con gesto plácido, tomó las manos de ambos.

—Sé que en vuestra tierra hay revolución, que estáis divididos pues algunos consideráis que la nobleza ha abandonado a su gente. Por el otro lado, otros se han sentido traicionados por su pueblo; pero en este conflicto ambos debéis saber que la Revolución y el Rey se mueven a la sombra de un mismo buitre.

Roderick y Alois se miraron y de inmediato recordaron las palabras que los padres de ambos habían repetido sin cesar durante años. Recodaron las viejas lecciones y las leyendas familiares que se les habían heredado tras eones de historia de ambas familias. Y es que ninguno de los dos podía negar que los Michelle y los Reveillere tenían demasiado en común. Entonces, como si de alguna forma tuvieran sus mentes sincronizadas, ambos dijeron al unísono:

—La Sinarquía.

Elena sonrió plácidamente, como si hubiese experimentado alguna clase de satisfacción al oírlos.

—Así es, mis jóvenes camaradas. Y no solo a vuestra gente cayó el yugo de la maldad, pues es por la Sinarquía que el corazón de la Zarina se llenó de veneno. No fue un crimen de amor o la confesa pasión que Aleksandr Dmítriev me juró en los pasillos del palacio, sino el odio incontenible que germinó en la Zarina después de recibir el Satán imperial de garras de la Sinarquía. Y tras ella vino el Tetragrámaton y el Bafometh para incitar la crueldad de la nobleza y el odio del pueblo del mismo modo que ocurre en Francia. Hay arcángeles, demonios y los hijos de Israel diseminando discordia en los reinos, empezando guerras inútiles y trayendo guadaña entre nuestros pueblos. Pero los hijos de Abraham no se hacen ver fácilmente y por eso conspiran entre los revolucionarios y en los pasillos de los palacios sin que nadie pueda acallar sus voces venenosas, llenas del odio de ángeles y demonios hacia las aristocracias libres de Europa; hacia el Pacto de Sangre de nuestros linajes con la Hiperbórea de nuestros ancestros.

Alou y Roderick sabían que había verdad en las palabras de Elena, pero les costaba apartar sus diferencias pues ya habían pasado demasiados siglos de rencor entre sus familias. La Revolución y la aristocracia estaban destinadas a seguir luchando sin tregua.

Mon madame —dijo Roderick—. Tenemos que abandonar pronto este lugar.

Elena los miró y luego dirigió una mirada hacia su hija quien se tapó el rostro y empezó a llorar muy quedamente.

—La Zarina me dará caza sin importar donde esté —contestó Elena—. Por eso y por mucho más yo ya no tengo salvación, pero mi hija es joven y puede alcanzar la redención. Yo no puedo acompañaros en vuestro viaje, pero os ruego, valientes caballeros, que salvéis a mi hija...

—¡No mamá! —dijo de repente Daneska con el rostro enrojecido y empapado por las lágrimas. Era la primera vez que hablaba en presencia de los franceses desde que llegaron—. No puedes abandonarme ahora. Por favor, acompáñanos, sálvate tú también.

Elena esbozó un gesto de agonía en el rostro, y acarició la cabeza de su hija.

—Mi niña, mi amor. Los viejos tenemos que descansar. Ve con ellos, cumple tu parte en la Misión Familiar y sé valiente por sobre todas las cosas. Yo siempre voy a estar a tu lado.

—Pero mamá...

—Sin peros, Daneska. Hay gente que te necesita y debes ser fuerte por ellos —sentenció Elena, miró a los franceses y agregó—: debes ser fuerte por todos nosotros.

No había mucho más qué decir, la suerte estaba echada.

Los preparativos fueron cortos, Daneska no tenía demasiadas pertenencias aparte de algo de ropa y un par de libros. Elena le dio al mosquetero y su compañero toda la pólvora seca que le quedaba más un par de mosquetes que había logrado extraer de la armería del Zar. Minutos después había llegado la hora de las despedidas. Elena se hallaba frente a su hija en la gran puerta de madera que separaba la habitación del corredor principal. Roderick y Alois estaban fuera, esperando a que madre e hija se den el último adiós. El amanecer ya iluminaba con níveo brillo las nubes infinitas en la Silva de invierno. Todo era blanco en el cielo, en la tierra y en los corazones.

—Ahora solo preocupémonos por regresar a Francia —dijo Roderick.

Alois permaneció en silencio unos segundos y luego replicó, dudoso:

—Esa muchacha, Daneska...

—Solo piensa en Francia, Alois —lo interrumpió Roderick.

—Es que ella...

—¡En Francia!

Ninguno de los dos dijo nada más hasta que Daneska salió de la entrada secreta. Llevaba una expresión atroz. Los franceses volvieron a tapar la puerta de madera y escondieron la argolla que la accionaba tras los matorrales. Se fueron, sin mirar atrás, para siempre.

El silencio se hizo entre los tres viajeros hasta casi el atardecer. Cubiertos bajo capas blancas, pasaron sigilosamente por las calles más desiertas de San Petersburgo con la finalidad de evadir las tropas imperiales que vigilaban la ciudad. La miseria y la muerte se pegaban en cada callejón como una miel viscosa y agria. Daneska, haciendo su máximo esfuerzo de voluntad, retrajo toda su tristeza y se concentró en guiar a sus protectores fuera de la ciudad.

Una vez en las afueras, se refugiaron en el establo de un poblado cercano para guarecerse de la tormenta nocturna que se avecinaba. Habían logrado salir de San Petersburgo. Roderick encendió una pequeña lámpara de aceite y repartió la última ración de alimento que les quedaba. A la mañana siguiente debían reabastecerse.

—Eso es todo —dijo Roderick dando la última pieza de pan a Daneska—. Tengo algo de oro que podremos cambiar por comida —agregó.

—Mañana saldremos temprano —dijo Alois. Se acurrucó a la pared del establo.

Súbitamente Daneska empezó a llorar. Alois y Roderick se miraron, como preguntándose quién de ellos iba a ser el que la consolara. Ninguno de los dos quería tener mucho contacto con la chica, ambos sabían inconscientemente que corrían un terrible riesgo si ella les ganaba la moral o el corazón. Si se encariñaban estarían perdidos. Pero la memoria de sangre es más poderosa que cualquier resquemor. Empujados por alguna fuerza misteriosa, los dos muchachos se sentaron a su lado y la abrazaron. Finalmente los tres se quedaron dormidos juntos para darse calor en la noche del invierno ruso que los asolaba.

De poblado en poblado, los viajeros recorrían un viejo camino de herradura que los llevaría a Polonia por un sendero que la guardia imperial rusa ya no vigilaba. Las palabras tímidas entre la niña y los franceses fueron cambiadas por preguntas personales, luego por conversaciones y finalmente por expresiones sutiles que solo las miradas pueden entender. Alois y Roderick ya no sentían desconfianza hacia Daneska y ella tampoco desconfiaba de ellos. Su fuga de Rusia se estaba convirtiendo en una divertida e impredecible aventura. Jugaban con la nieve, comían y dormían juntos. Reían bastante. Daneska tenía un temperamento travieso y juguetón, una personalidad tan cálida y apacible que pronto los franceses se olvidaron de su odio mutuo o del invierno. Ya no se odiaban sino que habían aprendido a trabajar y convivir juntos; y un día, de forma accidental, se tropezaron con la amistad.

La frontera polaca estaba cerca; sin embargo, no por estar fuera de Rusia el camino iba a ser más sencillo. Si bien Daneska era presa para las tropas imperiales rusas, fuera de Rusia, en el Sacro Imperio Germánico, Alois y Roderick, no, cualquier francés, se convertía en presa para las topas germanas y austriacas. En esos días no había muchos lugares en el mundo en los que franceses o rusos pudiesen gozar de seguridad. Y mucho menos los descendientes de los Michelle, de los Reveillere o de los Luchnik. Alois ya había anticipado que más allá de la frontera rusa, en Polonia, los hombres del Emperador de Prusia los cazarían hasta matarlos. En el caso de Roderick, por ser revolucionario; en el caso de Alois, por ser hijo de los antiguos Regentes de Saint Germain, viejos enemigos de la casa real de Federico. Por ello, antes de partir de San Petersburgo, Alois mandó un mensaje en el lomo de un lobo amaestrado quien siguió a los dos franceses durante su viaje. El destinatario era un mosquetero real de Versailles quien compartía lazos sanguíneos con Alois. En el mensaje solicitaba un punto de recogida. Por lo tanto, su objetivo principal era llegar a la frontera ruso-polaca pues desde allí viajarían con una escolta que los dejaría sanos y salvos en París.

—Me siento sorprendido, Alois —dijo Roderick mientras caminaban—. Lo tenías todo calculado y bajo control sin que yo lo supiera. La idea de enviar un mensaje a Versailles jamás se me hubiese ocurrido.

—Servir al Rey tiene sus ventajas —replicó Alois—. Por ahora solo debemos llegar a Polonia. Desde ahí todo será más tranquilo.

—¿Y si los germanos nos descubren?

—No lo harán, los mosqueteros somos rápidos y sigilosos; más aún el camarada que vendrá de Versailles. Él conoce rutas de Europa que nadie sospecha, sabrá llevarnos por el Sacro Imperio Germánico hasta arribar con bien a París.

—¡Miren, está nevando de nuevo! —los interrumpió Daneska.

Los tres viajeros se perdieron en una leve contemplación y, antes que Alois y Roderick se dieran cuenta, Daneska los había tomado de las manos. Ella caminaba en el centro, con la mirada hacia los copos de nieve que caían, mientras los dos franceses perdían sus mentes en el cielo blanco y nublado.

—Mi madre siempre decía —dijo Daneska— que en hiperbórea cae mucha nieve, pero que nadie siente frío. Hay muchas chispas de luz, pequeñas, pequeñitas, flotando en el aire como pétalos de diente de león. Y el sol, detrás del horizonte, tiñe el cielo de color violeta cada atardecer y al despertar en la mañana. No hace frío como aquí, es un lugar cálido, pero siempre está nevando. Y allí, donde la luz flota y la nieve cae, viven nuestras verdaderas familias.

Las palabras de la muchacha tenían un misterioso y profundo sentido para Alois y Roderick quienes podían intuir el mundo del que ella les hablaba. Una nostalgia se estaba apoderando de sus corazones; ambos desearon regresar a esos días dorados. Entonces Daneska apretó con fuerza las manos de ambos y dijo las palabras que reactivaron el mecanismo quántico de la existencia de los tres:

—Apenas llevo unos días de conoceros, pero parece que hubiera sido una vida entera. Os quiero a ambos y solo deseo estar a vuestro lado.

Un nudo se hizo en la garganta de los dos franceses, bajaron la vista y sus ojos se encontraron con los de Daneska. Ella los miraba y sonreía.

Miró a Roderick y le dijo:

—Quédate a mi lado por siempre.

Miró a Alois y le dijo:

—Para siempre, muy cerca de mí.

Daneska lo sabía muy bien en el fondo de su corazón, pues esos dos muchachos eran a los que había estado esperando toda su vida. Los soñó, los anheló, creció con el profundo deseo de conocerlos un día. Finalmente sus sueños se habían hecho realidad. De alguna forma ella sabía que estaba profundamente enamorada de los dos, pero no sabía explicar ese sentimiento, ni siquiera a ella misma. En algún modo ella intuía el tiempo que había compartido con esos dos franceses desconocidos, que aún llegados de tierras lejanas, les resultaban mucho más familiares y cercanos que cualquier otra persona que hubiese conocido. Para Daneska, Alois y Roderick eran algo más que una familia, más que dos hombres a los que podía ver como hermanos o amantes. Ellos eran el propósito de su ser. Para ellos, Daneska era el tesoro más preciado, el que les estaba aguardando tras la nieve, en aquel frío invierno ruso. Era la razón por la cual podían hacer las paces y pelear juntos, ya no por un Rey o una revolución, sino por una causa eterna.

Dos explosiones ensordecieron a los viajeros que cayeron arrodillados al piso. Roderick rastrilló con su vista en horizonte nebuloso que los rodeaba, imbricado de árboles huesudos y nieve, y pudo oír dos cañonazos más. Las deflagraciones que les siguieron no tardaron en retumbar cerca de ellos.

—¡Alois, hay cañones hacia el sur!

—¡A los árboles, corred! —respondió el mosquetero.

Los tres se agacharon detrás de un tronco viejo. Daneska temblaba de miedo, abrazada a sus dos protectores mientras estos asomaban la cabeza para ver a sus alrededores. Pronto empezaron a oír pasos y voces hablando en ruso.

—Son tropas imperiales rusas —murmuró Roderick.

—Cómo pudieron encontrarnos —dijo Daneska—, se suponía que este camino estaba abandonado.

—Debieron rastrearnos desde San Petersburgo —respondió Alois.

—La frontera de Polonia está muy cerca —continuó Daneska—. ¿Acaso nos estaban esperando?

—No —respondió Roderick—. Ellos no enviarían a un ejército con artillería para acorralar a tres viajeros. Estaban aquí por otra razón y tuvimos la mala suerte de toparnos en su camino.

Merde, están por todas partes —dijo Alois mientras cargaba pólvora en su mosquete.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Daneska.

Alois y Roderick miraron a la chica cuyos ojos estaban aguados, luego se miraron y le sonrieron a su protegida.

—Vamos a estar bien —Roderick afirmó con tranquilidad.

Dos explosiones cayeron a pocos metros de ambos. Los soldados rusos estaban aproximándose. Alois y Roderick tenían sus mosquetes listos, apuntando hacia la niebla que ocultaba la marcha del enemigo. No tenían tiempo de pensar, en ese momento solo se podía pelear.

Cerca de un pequeño puente entre la frontera de Polonia y Rusia, el ejército de la Zarina Ekaterina se había atrincherado con la finalidad de preparar una invasión a Polonia. El oficial al mando de la operación era el famoso y temido Mariscal Mijaíl Kutúzov. Sus triunfos durante la guerra contra el ejército otomano y las tropas polacas y austro-húngaras le habían ganado el favor de la Zarina quien le había encomendado la expansión del Imperio Ruso. Mucho más allá de Polonia, la verdadera intención de la Zarina Ekaterina era la conquista diplomática del Sacro Imperio Germánico e incluso más allá del Rin, la conquista militar de Francia. La Zarina quería ahogar la Revolución de Europa y consolidar el Antiguo Orden. Sus ojos y sus armas se depositaban más allá de Germania, ella quería Occitania.

El Mariscal se hallaba en su tienda de campaña revisando algunos mapas para organizar la marcha sobre territorio polaco cuando un mensajero ingresó corriendo a la tienda.

—¡Mariscal, Mariscal!

—¡Silencio, qué es este escándalo!

El soldado de inmediato se cuadró.

—¡Mariscal, hemos encontrado tropas enemigas en el bosque!

—Eso no es posible. ¿Polacos?

—No, mi señor. Demonios.

Kutúzov puso una expresión de confusión absoluta. Salió apresuradamente de la tienda y, a caballo, se dirigió al bosque que bordeaba la retaguardia de su posición. Lo acompañaban cinco efectivos de caballería.

Cuando llegó, descubrió lleno de horror que los hombres de la reserva habían sido brutalmente masacrados, más de doscientos de ellos. Ni siquiera los cañoneros habían sobrevivido. Varios de los caballeros que acompañaban a Kutúzov se persignaron.

—Qué clase de bestia haría esto —masculló el Mariscal apretando los puños—. ¡Quiero una explicación, y la quiero ahora!

—Mi señor —se aproximó un soldado herido—. Estos bosques... están... están malditos. Hay diablos que parecen humanos morando en sus profundidades —los ojos del hombre mostraban el infierno que debió vivir.

Kutúzov sabía que el grueso de su tropa estaba compuesto por hombres reclutados del campesinado, no le extrañaba que fueran profundamente supersticiosos. Pero el Mariscal era un hombre frío y racional, para él no existían demonios sino enemigos.

—Tranquilícese y explique qué ocurrió aquí.

El soldado respiró hondamente y empezó su relato:

—Tal y como ordenó, al amanecer los tres pelotones de vanguardia de la Tercera División tomamos ubicaciones para bordear los flancos de cobertura. Colocamos los cañones en las dos colinas que rodean el acceso al puente y reunimos la infantería en las ubicaciones que usted dispuso. El Sargento Nikolaievsky nos situó en nuestras posiciones y nos ordenó esperar. Había una niebla tan espesa que no se podía ver más allá de dos o tres metros. Nevaba y la nieve tampoco nos permitía ver. Entonces oímos una voz siniestra que venía del bosque, de todas direcciones. Era una voz diabólica.

Poco a poco el soldado fue trastornándose, perdiéndose en sus recuerdos, deformando su cara con una expresión de locura.

—Continúe, soldado —dijo Kutúzov, tratando de hacer que su hombre recuperara la templanza, cosa que a duras penas logró y continuó.

—Aquella voz nos decía: ¡Matadlos, matadlos! Entonces los cañoneros apuntaron los cañones hacia el norte, los cargaron sin que nadie hubiese dado orden para ello y dispararon hacia la niebla. El Sargento Nikolaievsky apareció para dar la orden de cese al fuego, pero no obedecían. Dispararon tres veces más y solo entonces volvieron en sí. Entonces los vimos, eran sombras acechantes y tenebrosas más allá de la nieve. El Sargento ordenó al primer pelotón ir a explorar. Los hombres se perdieron en la niebla y luego oímos disparos y gritos. No podíamos ver nada, la niebla lo cubría todo. El Sargento nos dio la orden, al segundo pelotón, de ir hacia la niebla. Ninguno de nosotros queríamos ir, y no por cobardía, pero lo que había en esa niebla no parecía humano. A pesar del miedo avanzamos, avanzamos hasta que nos encontramos con los hombres del primer pelotón... —hizo una pausa, tragó saliva y agregó—: Estaban todos muertos.

—¿Nadie vio quién los mató? —interrogó uno de los jinetes que acompañaba a Kutúzov. El soldado negó con la cabeza y agregó:

—La niebla, mi señor, era impenetrable. En ese momento empezaron a dispararnos de todas partes. Parecía que había muchos hombres y que nos habían emboscado. Nos pusimos en posición de cobertura y abrimos fuego hacia los árboles, pero entonces un encapuchado apareció de la niebla con un sable y empezó a asesinar a todos. Sus movimientos... Dios me perdone... El sujeto era demasiado rápido. No podía ser humano —el hombre calló unos segundos para suspirar y prosiguió—: Cuando la primera oleada cesó, apareció otro encapuchado con sable en mano. Dios es testigo, mi señor, los combatimos, les disparamos, tratamos de acabar con el enemigo. Pero ellos no se movían como humanos. En ese momento apareció el Sargento con la caballería y el tercer pelotón. Dispararon hacia los encapuchados y solo entonces estuvieron quietos el tiempo suficiente para poder distinguirlos. Tenían capas blancas cubiertas de sangre. Sus miradas eran frías y aterradoras. Eran demonios con forma de hombres.

Los hombres de Kutúzov se miraron unos a otros, le empezaban a dar el crédito de la duda al soldado.

—El Sargento les advirtió que estaban rodeados, que soltaran sus armas y se rindieran. Entonces hablaron palabras que nadie entendió. No podría asegurarlo, mi señor, pues oí aquella lengua muy pocas veces en mi vida; pero parecía que hablaban en lengua de Francia. Luego uno de los encapuchados nos habló en rusky y nos dijo que no se rendirían.

—¿Y les dispararon? —preguntó Kutúzov.

—El Sargento así lo ordenó, mi señor. Les disparamos pero eran más rápidos que las balas. Yo tropecé con un cadáver y todo lo que pude ver fue a aquellos demonios saltando entre los hombres y sus caballos. Los mataron a todos con sus sables —el hombre empezó a llorar amargamente—. Yo fingí estar muerto y de esa forma salvé la vida. Cuando abrí los ojos, vi que ambos estaban retirándose. Pero eso no es todo. Vi que dos sombras iban encima de ellos, sombras de lobos. Solo los demonios pueden tener una sombra así a sus espaldas. Pasaron unos momentos y se perdieron entre la niebla.

Kutúzov no le podía dar crédito al relato del soldado, pero era el único testigo vivo de la masacre. Finalmente el Mariscal decidió acabar con todo el mito y empezó a repartir órdenes.

—¡Que la octava división venga a esta posición! ¡Caballería, conmigo por los flancos! ¡Artillería, sitúen los cañones en las colinas adyacentes! Ninguna niebla nos va detener.

Entretanto, en un claro del bosque, Alou y Roderick descansaban luego de su intenso combate con los rusos. Ambos tenían heridas de gravedad, pero las ocultaban para no alarmar a Daneska quien lucía atormentada por la situación.

—No queda más pólvora —dijo Alois y el dolor de sus heridas lo dejó mudo.

—Del otro lado del puente —dijo Roderick— nos estará esperando el emisario de Versailles. Quizás podamos llegar si bajamos por el río.

—El hielo no soportará nuestro peso —respondió Alois.

—No —intervino Daneska—. No pasará nada, estaremos bien.

El rostro de la muchacha se había llenado de una paz imperturbable. Los franceses la observaron y sonrieron. Luego se dirigieron una mirada y ambos supieron lo que tenían que hacer. Después de todo estaban totalmente rodeados y con un ejército esperándolos en frente. No podían retroceder, tampoco avanzar. Pero tampoco podían dejar que Daneska fuese capturada y puesta a merced de la Zarina. En ese momento existía solo una manera de salvarla. Sin embargo...

—Me divertí mucho con vosotros —dijo repentinamente Daneska con una sonrisa resplandeciente en el rostro—. Reímos, jugamos... vivimos. Eso era lo que mi madre quería para mí, quería que viva y recuerde la importancia de mi vida.

—Da... Daneska —farfullaron los franceses desordenadamente.

—No podremos cruzar, lo sé, pero estaremos bien.

Ambos franceses asintieron.

—Vámonos juntos —dijo Roderick. Luego miró a Alois y ambos hicieron un gesto de aprobación con la mirada.

Súbitamente dos explosiones los ensordecieron por unos minutos. La caballería rusa venía ya en camino y la infantería no podía estar muy lejos. Roderick y Alois pelearían hasta morir, pero Daneska debía salvarse. Ellos lo tenían todo planeado. No hablaron sus planes, no los exteriorizaron, pero sus mentes trabajaban al unísono. Ambos sabían lo que pensaba el otro y estaban listos para su última batalla. Entonces, sin aviso ni siquiera coherencia, Daneska asaltó los labios de Alois fundiéndose en un beso intenso pero fugaz. Luego besó a Roderick con la misma intensidad.

—Los amo a los dos —confesó Daneska mientras una lágrima se escurría por su mejilla, arruinando la sonrisa de su rostro—. Les prometo que nos volveremos a ver pero ahora, lo único que deseo es que vivan. Vivan las vidas que yo no podré. Vivan hasta que volvamos a reunirnos. Paka, dorogaya Laycón.

Y esa fue la última vez que Alois y Roderick vieron a Daneska. La chica se fundió en un resplandor violeta que cegó a ambos franceses. Luego sintieron que un viento huracanado los arrancaba del suelo y los levantaba por los aires. Hacía frío, muchísimo frío. Sus pensamientos se fundieron, disolviéndose en la nieve y la eternidad mientras la voz de Daneska iba menguando en sus mentes. Pero no en sus corazones ni en su sangre pues por fin la habían recordado. Mientras el viento helado los azotaba contra los árboles y la nada, ambos pronunciaron el nombre de aquella muchacha en sus mentes. "Darina", "Danae", "Dianara", "Daneska"... simplemente Diana.

Mijaíl Kutúzov yacía tendido en el suelo. Abrió los ojos y sintió que su cuerpo entero era atormentado por miles de agujas. Estaba helado hasta el tuétano de los huesos. Haciendo un sobrehumano esfuerzo se levantó y vio que la niebla que lo cubría todo había desaparecido. La mente del Mariscal estaba obnubilada por el golpe, pero poco a poco se iba rehaciendo. Recordó que estaba junto a sus hombres embistiendo la posición del enemigo cuando una luz violeta lo cegó y luego el estruendoso ruido de una explosión lo ensordeció. Su cuerpo fue arrojado por los aires y cayó en medio del bosque. Eso era todo lo que podía recordar pues la luz violeta casi le había cocinado los ojos y los recuerdos. Y hacía frío, demasiado frío.

Ayudándose de un tronco viejo como muleta, Kutúzov salió del bosque y regresó al camino de herradura. Este ya no existía, todo había sido barrido y en su lugar había un gran cráter con vapores gélidos llenando el ambiente. Unos malvados resplandores violáceos y cárdenos se desprendían de la tierra y el hielo gelatinoso lo cubría todo. Los alrededores del cráter estaban atestados de magníficas esculturas de hielo. Eran sus hombres quienes se habían vuelto esculturas congeladas a una velocidad imposible. Solo entonces el Mariscal empezó a creer que eran realmente demonios quienes habitaban entre la niebla. Un prodigio de helada muerte y destrucción como aquel no podía ser por mano del hombre, sino de Dios... o del diablo.

Kutúzov siguió avanzando, abrigando la esperanza del pronto rescate de sus hombres y de una explicación apropiada. Su razón apenas podía digerir la forma en que el orden natural de las cosas había sido alterado. Entonces, en medio del cráter de hielo, vio la más increíble y hermosa escultura que jamás hubiese observado. Era la perfecta imagen de una bellísima niña esculpida en el hielo. Tenía alas, las que la hacían parecer un verdadero ángel; pero encima suyo estaba la imagen de un fiero y enorme oso, abrazándola. Aquella escultura de hielo confundía infinitamente al Mariscal pues la presencia de un ángel allí, a su entender, solo podía significar un mensaje divino, la presencia de Dios entre ellos. Sin embargo, ¿por qué Dios mataría a sus hombres de una forma tan cruel? ¿Qué propósito tenía convertir a su ejército en magníficas esculturas de hielo? ¿Acaso habían hecho algo que molestase a Dios? No, aquello no podía ser posible.

Entretanto, en un claro del bosque del lado polaco de la frontera entre Rusia y Polonia, una carreta humilde estaba parqueada cerca de un árbol. A no mucha distancia, entre la nieve y la oscuridad nocturna, brillaba una fogata y una pequeña tienda de campaña armada con troncos y pieles de animal. Calentando agua al fulgor de la lumbre, un hombre con una capa y capucha negra, y con un crucifijo colgando del cuello, observaba las llamas mientras su mente elucubraba una historia, la de Roderick y Alois a quienes rescató del lado ruso de la frontera.

Cuando el agua estuvo tibia, el encapuchado se incorporó e ingresó a la tienda. En ella yacían los dos franceses, aún inconscientes luego de las violentas sacudidas que sufrieron tras los vientos huracanados, y con las heridas de combate todas vendadas. El encapuchado mojó un paño con el agua tibia y lo colocó en la frente de Alois. Iba a repetir la acción con Roderick, pero en ese instante un cuchillo se depositó a milímetros del cuello del misterioso hombre con el crucifijo en el cuello.

—¿Quién es? —dijo Roderick quien se había despertado y estaba a punto de degollar al encapuchado.

—Si bajas el arma, te lo diré —el hombre respondió.

—Primero me dirá quién es, o le abriré la garganta.

El encapuchado esbozó una sonrisa chueca y luego se quitó la capucha. Tenía un rostro frío e inexpresivo, rematado con un solo ojo gris y un parche negro en el otro ojo.

—Me llamo Jean Paul Reveillere —al oír el apellido, Roderick bajó el cuchillo.

—¿Es usted el enviado de Versailles? —preguntó, confundido aún por la situación.

—Mentiría si dijera lo contrario. Soy un mosquetero.

Roderick clavó de inmediato su mirada en el crucifijo que el hombre llevaba. En él estaba gravada la señal del Papa.

—Oh, la cruz —dijo Jean Paul con gran apacibilidad—. También estoy al servicio de su Santidad en el Vaticano. Guardia Pretoriana.

—Un soldado Praetorian —murmuró Roderick que poco a poco iba a aclarando su mente, sacudió su cabeza y entonces vio a Alois aún dormido a su lado.

—Alois es mi sobrino —dijo el Praetorian mientras exprimía el paño mojado que colocó en su frente—. Al igual que a ti, a él también lo enviaron por órdenes de una voluntad superior. Pero debes saber, Roderick, que los planes de los Dioses Leales solo pueden desarrollarse dentro de la voluntad absoluta de la sangre y no así en la Creación de Jehovah-Satanás.

Roderick se había internado nuevamente en la sombra de la confusión. Las palabras de Jean Paul lo perturbaban inmensamente.

—Él... ¿está bien Alois? —dijo Roderick.

Jean Paul le dio una leve ojeada.

—Cuando os encontré estabais casi muertos —respondió el Praetorian con gran seriedad—. Había rastros de fuego faérico por doquier y muchos rusos muertos que se congelaron en segundos hasta convertirse en estatuas de hielo. El ejército ruso estaba totalmente diezmado y congelado, gracias a eso pude cruzar la frontera con facilidad y daros búsqueda. Os hallé en el margen del río con heridas graves. Os cargué al carruaje, alejándoles de Rusia lo más que pude. Alois tenía las heridas más profundas. Tuve que amputarle un brazo para evitar que se le gangrenara, pero su vida ya no corre riesgo. Tú tenías una fiebre y varios huesos rotos, pero logré curarte —hizo una pausa y miró severamente a Roderick—, habéis dormido durante casi dos semanas.

Una expresión de horror congeló el rostro de Roderick. Sus recuerdos iban reconstruyéndose hasta el instante en que aquella luz violeta consumió a Daneska. El atormentado muchacho se tapó el rostro con las manos, esforzándose por contener sus lágrimas.

—Se suponía que con vosotros venía una princesa rusa de la Dinastía Luchnik —interrumpió Jean Paul los pensamientos de Roderick—. ¿Qué le ocurrió?

Roderick no tenía las palabras ni la voz para responder aquella pregunta. Incluso haciendo un esfuerzo mayor apenas pudo pronunciar algunas palabras:

—La luz se la llevó, y el frío...

En ese instante el Praetorian lo entendió todo. Su largo entrenamiento gnóstico con los Cruzados Cátaros le permitía atar cabos y llegar él mismo a la conclusión de los hechos.

—Eso explica el fuego faérico —farfulló Jean Paul.

Agotado por el dolor y la tristeza, Roderick volvió a recostarse.

—Alois y yo hicimos todo para salvarla —dijo con infinito pesar—, pero el ejército ruso estaba en la frontera. No sabemos la razón.

—La Zarina trató de invadir Polonia —replicó el Praetorian—, es por eso que os encontrasteis con las tropas imperiales. El destino os jugó un mal comodín. Si hubierais llegado uno o dos días antes quizás habríais logrado cruzar la frontera sin novedad, pero estabais en el lugar y momento equivocados.

Roderick suspiró y esbozó una sonrisa lastimera.

—Ahora lo comprendo —concluyó.

Jean Paul entendía perfectamente el atroz dolor que Roderick estaba sintiendo en ese momento. Alois también quedaría devastado tras ver su condición. En un acto de empatía Jean Paul empezó a relatar un poco de su historia.

—Hace años yo estaba enamorado de una princesa Luchnik.

Las palabras del Praetorian habían llamado la atención de Roderick quien lo miró de reojo. Jean Paul continuó:

—Ocurrió antes que la Zarina pierda la razón. Yo era joven, un mosquetero recientemente ascendido a las misiones del Régimen del Exterior de su Majestad —una expresión de nostalgia se había apoderado del duro rostro del Praetorian—. Ella se llamaba Katya Antonova, hija del Conde Antonov y de Lerusya Luchnienko. En ese tiempo yo frecuentaba Rusia por las gestiones diplomáticas del rey Louis ante la Zarina Ekaterina, era la escolta real y viajaba con el visir de Francia. De esa forma la conocí y nos enamoramos inmediatamente. Le faltaba solo un año para cumplir la mayoría de edad, así que le juré volver a Rusia para hacerla mi esposa. Un año después, cuando volví, me enteré que ella había ido al frente durante la guerra entre los rusos y los otomanos. Murió en combate. Algunos soldados me hablaron de ello. Lo que describieron fue exactamente igual a lo que vi ahora. Un resplandor violeta rodeó a Katya y luego hubo una explosión que dejó a los turcos como estatuas de hielo. Katya se había convertido en una escultura congelada y yo, me convertí en Praetorian del Papa.

La historia del Praetorian tenía un sentido atroz en el corazón de Roderick. Finalmente, no pudo contener más su llanto.

—Debes saber, Roderick —continuó Jean Paul—, que las princesas Luchnik son guerreras que mueren protegiendo lo que aman. Ellas no son de este mundo, tienen poderes que nadie puede comprender. Dime, la princesa Luchnik que tú y Alois fuisteis a rescatar, ¿os dijo algo antes de marcharse?

Roderick asintió en silencio y respondió:

—Dijo que deseaba que viviésemos, que Alois y yo sigamos con vida. Que nos volveríamos a ver.

—Entonces debéis creerle y cuando Alois despierte tenéis que levantaros y seguir viviendo tal y como ella os pidió. La vida es un engaño, una mentira, un sueño del más grande traidor de todos los cielos, Jehovah-Satanás. Pero tened fe en vosotros mismos pues en los hombres se halla el privilegio que los dioses anhelan: Nuestra capacidad de morir y renacer. La vida es una pesadilla, pero debéis vivirla para descubrir cómo salir de ella. No por ser dolorosa o engañosa os podéis rendir, la vida es una prisión y la única forma de salir es usando la misma prisión como herramienta para salir de ella. La princesa Luchnik sabía eso, estoy seguro que os amaba profundamente y por eso dio su último resplandor para salvaros.

Las palabras de Jean Paul consolaban de alguna manera la aflicción de Roderick. El Praetorian continuó:

—Estáis vivos y Francia os necesita más que nunca. Hay tribulación en nuestro país y se debe establecer el orden. Quizá perdamos nuestra Plaza Liberada, pero dejaremos una puerta abierta que la Sinarquía jamás podrá cerrar. De esa forma, así conquisten toda Francia y se llene de sionistas y sinarcas, siempre habrá un lugar para los hombres del Pacto de Sangre. Los lobos deben volver a su tierra y retomarla por la fuerza tal y como ha sido a lo largo de los milenios.

Sí, esa era ahora su misión. Solo entonces Roderick supo que había algo transcendental más allá de la aristocracia, del clero, de la Revolución o de la misma vida. Incluso más allá de la muerte le esperaba el amor de la princesa de sus ojos, de su Pareja del Origen. Roderick sabía que él y Alois tendrían que competir por ella un día, pero quizás aquello tampoco habría de ser necesario.

Después de todo, ambos eran lobos.

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