11. Crónica de un alcohólico
https://youtu.be/Den6hNLCioQ
Dio un trago a la botella de vodka a tiempo que apartaba las cortinas de la ventana para ver la lluvia caer. Siempre le había gustado la época de lluvias. Oh La Paz, mágica ciudad de avatares y trasgos refinados. Toda la urbe estaba gris y lluviosa, era una cueva de cuervos nocturnos cacareando al sol de medianoche. Él siempre había disfrutado de aquella cueva con el suelo en comba. Le encantaba la lluvia desde que tuvo uso de razón, toda su niñez. Pero ya no era un niño pequeño como para quedarse a observar la lluvia, totalmente maravillado, desde la ventana del salón. Se apartó de allí y siguió bebiendo mientras sus pensamientos viajaban por los recuerdos del pasado.
En aquel entonces Pablo solo tenía diez años y observaba, fascinado, la fuerza de la lluvia al caer sobre la ventana del salón, sin prestar demasiada atención a lo que fuera que estuviese haciendo su hermano pequeño. El ruido de la porcelana al romper en mil pedazos sacó a Pablo de su ensimismamiento. Miguel había tirado al suelo un jarrón de porcelana, carísimo al parecer, al que su madre le tenía un grandísimo aprecio. Ambos, aunque pequeños, conocían perfectamente las consecuencias de aquel terrible hecho. Miguel se puso a temblar, su expresión denotaba terror. Auténtico terror.
—¿Qué pasará ahora? —susurró.
La puerta del salón se abrió y ambos sabían que ésa era la señal de perdición para Miguel. Entró la madre. Observó su preciado jarrón hecho añicos y su ira pareció desatarse al instante. Gritó llamando a su marido. Y gritó maldiciendo a sus hijos. En cosa de segundos, el padre de los chicos observaba lo ocurrido.
—¿Quién ha sido? —bramó.
Miguel se apartó un poco, atemorizado, intentando pasar desapercibido. Su padre, que había notado la acción del menor de sus hijos, se acercó a él y le arreó una bofetada. Miguel empezó a llorar.
—¡¡Tú!! Estúpido e indecente pendejo de mi culo. ¡Las pagarás, mocoso!
Cogió a Miguel por una oreja y tiró de él. Después le dio una patada en la pierna derecha, haciendo que éste cayese de rodillas al suelo, llorando.
—¡No! —el grito de Pablo, hasta ahora ignorado por sus padres, atrajo su atención—. No fue él —tragó saliva—. Fui yo.
Miguel lo miró asustado, consciente de lo que iba a pasar a continuación. Pablo era, a ojos de su hermano, un auténtico héroe; pues era él quien siempre se oponía a que lo castigaran, llevándose incluso castigos peores por ello. Cuando Pablo estaba cerca, Miguel sentía que nada malo podría pasarle nunca. El padre de los chicos soltó a Miguel, le gritó que subiera a su cuarto y se dirigió al mayor de los hermanos.
Lo próximo que sintió el pequeño fueron patadas y puñetazos por todo su cuerpo. Gritó. Gritó de dolor, pero siguió con una sonrisa en la boca sabiendo que, al menos, había conseguido librar a su hermano de su castigo.
Se bebió de un trago lo que quedaba de vodka y arrojó la botella vacía al suelo. Se dirigió tambaleándose, hacia la mesa y cogió otra botella más que había sobre ella. La destapó, tiró la tapa y vio como ésta se perdía bajo el sofá. Se sentó bruscamente en el suelo y siguió bebiendo. No paró hasta haber terminado también con esa otra botella.
Era dieciocho de diciembre. Y ésa era la única razón que le llevaba a intentar ahogar todas sus penas en alcohol.
Cerró los ojos. La botella le resbaló de la mano y cayó rodando por el suelo, hasta dar con la otra botella ya vacía. Apoyó la cabeza en el sofá y sintió cómo, una vez más, las lágrimas empezaban a rodar mejillas abajo, sin poder evitarlo, y preguntándose el porqué de todo aquello.
Eran aproximadamente las diez de la mañana de un dieciocho de diciembre. El día estaba frío y llovía. Llovía con brutal violencia, tal que parecía que la misma lluvia quería herir a la propia casa. Traspasarla, invadirla. A sus dieciocho años, Pablo se encontraba apoyado en la patilla de la ventana de su cuarto, observando la empapada calle desde allí. Incluso así, la calle parecía mucho más acogedora de lo que había llegado a serlo alguna vez la casa en la que vivía. Casa que planeaba abandonar esa misma mañana.
Cogió su bolsa de viaje, se acercó a la puerta y salió. Una vez fuera de su propia habitación, miró hacia atrás y suspiró. Dejaba toda su vida ahí. Sus libros favoritos, sus películas, sus peluches, cartas... todo. Y no pudo evitar que una especie de sentimiento melancólico le envolviera. Suspiró de nuevo. Había tomado una decisión. Iba a empezar una nueva vida, una nueva vida lejos de su familia, y eso requería desprenderse de todo aquello que formara parte de la vida que estaba a punto de dejar atrás.
Sin volver la mirada ni un segundo más siguió hasta el final del pasillo, para encontrarse con las enormes escaleras que terminaban frente a la entrada principal.
—¡Eh! —Pablo negó suavemente con la cabeza a tiempo que comenzaba a bajar uno a uno los peldaños de la escalera, intentando tranquilizarse e ignorar la exclamación indignada de su hermano.
—¡Espera! —no se lo podía creer.
Había planeado minuciosamente todo detalle para su marcha de la casa y, sin embargo, había obviado el detalle más importante: su hermano. Quizá porque, a pesar de todo, lo único que iba a echar de menos era, precisamente, a él. Y, quizá por ello, había decidido no pensar en el hecho de que también a él lo iba a dejar atrás.
Suspiró de nuevo.
—¿Qué quieres? —preguntó con el mayor tono de indiferencia que fue capaz de pronunciar, sin conseguir mirarle a la cara.
—¿Es que te vas a alguna parte? —la voz de su hermano temblaba y Pablo sabía que estaba al borde del llanto—. ¿Es que me piensas dejar aquí solo?
—Tengo que hacerlo... —murmuró en un susurro apenas audible.
—¡No! No tienes porqué. Ibas a cuidar de mí, ibas a impedir que algo malo me pasase. ¡Me lo prometiste! —estalló el menor de los hermanos—. Me lo prometiste...
Pablo no pudo evitar mirar hacia atrás. La imagen que lo recibió le heló el corazón. Su hermano estaba ahí, mirándolo, con los ojos bañados en lágrimas y suplicándole silenciosamente que se quedara a su lado. Una enorme sensación de tristeza, soledad y angustia le invadió de repente. Quería decirle lo mucho que lo iba a extrañar, que él siempre iba a estar cuando lo necesitase. Decirle que lo quería, que era su hermano, y que nada de eso iba a cambiar en absoluto. Y, sin embargo, no fue capaz de pronunciar ni una sola palabra de todo eso.
—Ya eres mayorcito, sabrás cuidar de ti mismo —sentenció al tiempo que retomaba su camino escaleras abajo.
Sintió como su hermano empezaba a correr en su dirección. Segundos después notó unas manos que lo agarraban por los brazos, en un mero intento por no dejarle marchar. Se deshizo del agarre de su hermano sin apenas esforzarse. Pero su hermano no se rindió. Ni parecía que lo fuese a hacer en algún momento. Volvió a la carga. Agarró a Pablo con todas sus fuerzas y con voz temblorosa titubeó: "Por favor, Pablo, no te vayas. Por favor..."
Pablo trató de ignorar sus súplicas. Esta vez le fue más difícil librarse de él. Había puesto todo su empeño por no dejarle ir. Empezaron un pequeño forcejeo, sin ser realmente la intención de ninguno de los dos y, entonces, el hermano menor de Pablo rodó escaleras abajo. Pablo ahogó un grito. Su hermano sangraba por la cabeza. Por un instante solo pensó en ayudar a su hermano y olvidar su plan de fuga pero, sin embargo, se descubrió a sí mismo caminando escaleras abajo; pasando por el lado de su hermano sin siquiera mirarlo y dirigirse hacia la puerta principal.
Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando escuchó a su hermano quejarse. Se giró lentamente hacia él y lo vio; estaba retorciéndose de dolor en el rellano de la escalera, agarrándose con la mano izquierda a la barandilla de ésta mientras intentaba incorporarse de nuevo.
—Prometiste que ibas a cuidar de mí —pronunció con esfuerzo—, prometiste que estarías siempre a mi lado, prometiste estar conmigo hasta que nos fuéramos de esta maldita casa. ¿Qué hay de tus promesas?
—He cumplido mi mayoría de edad hace dos meses. No puedes pedirme que me quede aquí por más tiempo. ¡Esto es un infierno! —Pablo miró a su hermano a los ojos y sintió una pequeña punzada en el corazón; seguía llorando.
—Pero somos tu familia.
—No, Miguel, ellos no son mi familia —dijo, poniéndole especial énfasis al ellos—. Nunca fueron mi familia.
—¡Son tus padres!
—¿Esos malnacidos mis padres? ¡Jamás! —empezó a desquitarse el mayor de los dos—. Nos torturan, Miguel. Nuestra vida es una pesadilla, ¡y todo es por su culpa! Si no nos deseaban tener, al menos pudieron abortarnos. Pero no, nos dejaron nacer para vivir esta mierda durante todas nuestras vidas; ni siquiera tuvieron la decencia de matarnos y ahorrarnos todo esto. Ellos no son mis padres, son dos verdugos, eso es lo que son —esperó un rato por la respuesta de su hermano y, al ver que no llegaba, prosiguió—: No puedes pedirme que me quede aquí por más tiempo.
Por un momento Pablo pensó que la discusión había llegado a su fin. Sin embargo, Miguel se acercó más a él, puso su mano sobre el hombro de Pablo y añadió:
—Te necesito conmigo.
—Tienes 16 años. Dentro de dos podrás marcharte tú también. Hasta entonces, yo no puedo hacer nada.
—No sé cómo seguir adelante sin ti... —retiró la mano del hombro de su hermano.
—Es hora de que aprendas a protegerte por ti mismo. Porque yo ya no estaré aquí para cumplir con tus castigos.
—No me dejes solo, por favor —suplicó.
—Adiós, Miguel.
Pablo se dio media vuelta de nuevo, giró el pomo de la puerta y salió a la calle. Cerró la puerta tras de sí. La lluvia caía con fuerza, pero eso no consiguió detenerlo de su empeño por escapar de allí. Caminó unas cuantas calles y, cuando se sintió lo suficientemente alejado de su antiguo hogar como para poder descansar tranquilo, se sentó en el banco de un parque. Empapado y sin preocuparse de seguir al alcance de la lluvia.
En su cabeza solamente resonaban las palabras de su hermano una y otra vez: "Por favor, Pablo, no te vayas. Por favor...", "Te necesito conmigo", "No me dejes solo, por favor". Y, entonces, rompió a llorar. Las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas, la culpabilidad se apoderaba de él. Pero tenía que irse, no podía seguir allí por más tiempo. No, si quería empezar una nueva vida alejado de esa pesadilla.
Dos años habían pasado desde el fatídico día en el que Pablo había abandonado el hogar que lo vio crecer, desde la última vez que había visto a su hermano menor. Dos años. Y él todavía seguía sin superar lo ocurrido aquel lejano día de diciembre. La culpabilidad por haberlo abandonado seguía presente cada día dentro de su mente y sabía que nunca podría sentirse totalmente libre de ella.
—Te echo de menos, Miguel —se secó las lágrimas de los ojos—. Perdóname, por favor.
Con su fuga, Pablo solo buscaba poder vivir. Vivir de verdad; conocer la felicidad y sentirse libre. Sentir que sus pulmones se llenaban de vivacidad cada vez que inhalaba el aire fresco. Olvidar todos sus temores y dejarlos encerrados entre aquellas escalofriantes y deprimentes paredes.
Pero la historia terminó en tragedia. El deseo de libertad de Pablo había traído terribles consecuencias para su hermano pequeño. Aquella misma tarde de diciembre, cuando sus padres habían vuelto a casa y descubierto lo ocurrido, entraron en cólera. Al no poder pagar su ira con Pablo, castigaron a Miguel. Lo golpearon hasta la inconsciencia para encerrarlo a continuación en el sótano durante dos semanas. No le dieron de comer ni de beber en todo ese tiempo. Cuando abrieron de nuevo el sótano, Miguel estaba muerto.
Tan metido estaba Pablo en sus pensamientos que no se percató de que Roberto, su amigo y compañero de piso, había llegado.
—Pablo, ¿qué ha pasado? —preguntó Roberto con preocupación.
—Hoy es dieciocho de diciembre —afirmó Pablo, como si eso lo explicase todo—. Yo lo abandoné. Es mi culpa. Él murió por mi culpa. ¡Yo lo abandoné!
Su amigo conocía perfectamente la historia. No era la primera vez que Pablo acababa en ese estado. Sabía que aún le perseguían los fantasmas del pasado y que, por mucho que intentase evitarlos, nunca conseguiría olvidarlo.
—¡Yo lo abandoné! —gritó, llorando y golpeándose la rodilla con el puño cerrado.
—No podías hacer nada, Pablo. No te culpes.
—Hoy es tu cumpleaños, ¿sabes? —Pablo pronunciaba aquello como si tuviese a su hermano delante—. Hoy te haces mayor de edad. ¡Feliz cumpleaños, Miguel! Ahora tú también serás libre. Podrás irte de ese infierno.
Roberto agarró a su amigo por un brazo y, no sin esfuerzo, lo guió hasta el sofá, donde lo ayudó a tumbarse. Estaba seriamente preocupado por Pablo, pero no sabía qué más podía hacer por él.
—¡Lo abandoné el día de su cumpleaños! —gritó, de repente, Pablo—. Ni siquiera le felicité en su último cumpleaños... ¡Feliz cumpleaños, Miguel! Eres libre, eres libre. Ahora los dos somos libres.
Al poco rato, Pablo se encontraba dormido en el sofá del salón. Roberto lo observó durante un tiempo largo y, después, fue a buscar una manta con la que taparlo. Esperaba que no tuviese demasiadas pesadillas con lo ocurrido dos años atrás. Suspiró.
Pablo se despertó con un aspecto horrible a la mañana siguiente, como si hubiese estado librando una auténtica batalla el día anterior. Era víctima de una monumental resaca y tenía la sensación de guardar cientos de bombos y tambores en el interior de su cabeza. No podía recordar nada de lo ocurrido el día anterior, aunque sabiendo que había sido dieciocho de diciembre tampoco necesitaba preguntarlo.
Por la puerta del salón apareció Roberto, quien traía un café recién preparado. Posó el café sobre la mesita del salón y se sentó en una butaca cercana al sofá en el que se encontraba su amigo.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Como si hubiesen celebrado un concierto de heavy metal en el interior de mi cabeza —refunfuñó Pablo, y probó el café que le había traído.
—Me alegro de que estés bien.
Roberto observó a su amigo mientras éste se bebía lo que le quedaba de café de un trago.
—Creo que quiero vomitar —sentenció.
—No me extraña, amigo —replicó Roberto, luego se levantó de la butaca y se dirigió hacia la puerta; dejando a Pablo solo, quien reanudó el sueño de nuevo.
Pasaron varias horas hasta que se hubo despertado. El dolor de cabeza ya no le parecía tan intenso y las náuseas habían disminuido considerablemente. Se incorporó en el sillón y permaneció allí sentado, absorto en sus pensamientos, hasta que Roberto volvió a aparecer.
—Ya ha salido la sentencia. Hablaron de ello en las noticias —informó y le pasó un periódico del día—. Página veintidós.
Lo leyó todo en silencio. Sus padres en la cárcel y Miguel muerto. Le devolvió el periódico a su amigo, sin pronunciar palabra y, aparentemente, indiferente a lo mencionado en dicho periódico.
—¡Han salido condenados!, ¿no te parece una gran noticia?
—Miguel está muerto. Ya no existen grandes noticias.
—Por fin están pagando por lo que les hicieron, Pablo. A los dos.
Pero él no quería venganza. Él solo quería sentirse vivo y libre. Quería conocer el sabor de la felicidad. Algo que sus padres se habían encargado de arrebatarle desde el día de su nacimiento. Algo que le habían ido quitando, poco a poco, cada día de su vida; pero que se lo habían arrebatado definitivamente el día en que Miguel había muerto.
Y es que Pablo se sentía muerto desde el mismo instante en que había nacido. "No tuvieron la decencia de abortarme".
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