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NO PINTO NADA

Esta mañana he estado con Ire visitando el Museo del Prado, aquí en Madrid. Compramos las entradas hace algunas semanas, porque suele estar muy concurrido y es complicado entrar. Es uno de esos lugares emblemáticos que nadie quiere perderse cuando visita esta ciudad.

Reconozco que el mundo del arte no es lo mío, sin embargo, confío mucho en la capacidad observadora de Ire y sus conocimientos, mucho más experta que yo en esto del óleo sobre lienzo.

Nada más llegar, ocupamos nuestro espacio entre la multitud de turistas que esperan para acceder al museo.

—Es impresionante cómo una exposición de arte puede atraer a tantos visitantes —me dice Ire mientras suspira.

—Esto es un desafío, con toda esta gente que tenemos delante, no sé si podré resistirlo —le contesto intentando contener las lágrimas.

—Anna, saldremos vivas de aquí, tú confía en mí, verás cómo llegamos a la entrada en un abrir y cerrar de ojos, va todo muy rápido.

Yo estoy a punto de desmayarme, porque hace mucho calor. Pienso que ese sería un buen motivo para que nos dejaran pasar pero me da mucha vergüenza ser el centro de atención, así que descarto esa alternativa médico-sanitaria.

—Resiliencia —escucho a Ire esforzándose por mantener un tono de voz firme—, necesitamos aprender a cultivar nuestra resiliencia, se empeña en recalcar bien el concepto, como buena directora acostumbrada a dirigir al rebaño en la oficina.

Ire no sabe que Resiliencia y yo somos viejas amigas. Me sé de memoria el significado de esta palabra que últimamente está tan de moda: "capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos". Hace falta resiliencia para casi todos los aspectos de la vida, porque vivimos rodeados de agentes perturbadores, están acechando por todas partes.

—¡Annita, quiero darte la bienvenida al Curso Avanzado de Tolerancia a las Largas Esperas Para Entrar en Museos! —Ahora estoy ante la mejor versión de mi amiga, con una sonrisa amplia, de esas que te hacen sentirte mejor aunque no te apetezca.

—Quiero mi certificado en cuanto entremos —le contesto para seguirle la corriente y olvidarme un poco del calor y la gente que me oprime.

—Vamos a inmortalizar el momento, que todo el mundo sepa que estamos aquí —comenta mientras me agarra por el hombro y acerca su cara a la mía, obligándome a sonreír para el selfie.

Después teclea en su móvil algo parecido a "Esperando en la interminable cola del Museo del Prado" y me imagino siendo protagonista de su nueva historia en Instagram. Yo habría intentado ser más original, escribiendo algo parecido a 'Cómo entrar en El Prado sin morir en el intento'.

Despacito, pasito a pasito vamos avanzando, arrastradas por la multitud, hasta que llega un momento en el que estamos tan cerca de la entrada que no puedo evitar emocionarme.

—No puedo creer que estemos aquí, Ire. ¡Es como un sueño hecho realidad!

Entramos en el majestuoso edificio, y comenzamos a sentir la atracción del lugar, contemplando las obras maestras que nos rodean. Ire se ha preparado meticulosamente la visita, así que tiene toda la información que necesitamos para no perdernos. Ha señalado en cada sala qué es lo más importante, las obras que no podemos pasar por alto para no arrepentirnos al salir.

—Va a ser una experiencia inolvidable, ya lo verás Annita.

Veo el brillo y la emoción en su mirada, así que me veo obligada a reforzar su autoestima.

—Pues claro que sí, seguro que habrá un antes y un después en nuestro devenir existencial —comento así con tono irónico, para quitarle trascendencia al asunto.

—He estado estudiando datos interesantes de cada una de las obras imprescindibles en la visita, así que confía en mí —insiste con entusiasmo, intentando generar más expectativas.

Yo empiezo a meterme ya en el papel de visitante accidental, arrastrada hasta el museo por las circunstancias de la vida. Tal vez conecte con algún turista atractivo, que sea capaz de despertar mi curiosidad femenina y  mantenerme entretenida mientras Ire me va recordando los aspectos fundamentales de la obra maestra que tenemos delante esperando ser admirada.

Sin darme tiempo para palpar el ambiente de la sala, Ire se detiene ante La Dama del Armario, un cuadro de Diego Velazquez. Me llama la atención su vestido, es como un arcoiris, con tonos vibrantes y detalles dorados, especialmente apropiado para no pasar desapercibida. Por lo visto, en el siglo XVII también había mujeres encantadas de llamar la atención con su vestuario, exactamente igual que ahora.

—Fíjate en su mirada —apunta Ire, para que no me despiste en otras cuestiones —, en sus ojos hay serenidad pero rodeada de cierto misterio, como si quisiera decir algo pero no se atreviera. Es una mirada intrigante.

—Y el armario, fíjate qué realismo, parece que puedes tocarlo — y es así, detrás de la mujer veo que hay un armario sublime y elegante, en el que puedes apreciar todo los detalles de la madera, la textura, es como si estuviese delante de nosotras.

Mientras Ire insiste en deleitarse ante el cuadro, mi radar visual acaba de detectar un elemento extraño, con un inconfundible aire nórdico, que avanza hasta situarse a mi derecha, a unos 50 centímetros de distancia. Melena rubia, tez clara y unos ojos azul profundo que me recuerdan lo importante que es buscar la belleza permanentemente, 24/7.

Me siento afortunada porque tengo la oportunidad de contemplar una obra de arte que lleva unos jeans, con un polo de color azul claro y zapatillas a juego, blancas con el swoosh azul.

—Madre mía, pero qué belleza —le susurro a Ire acercándome a ella todo lo posible para mantenerme en el anonimato. Pero ella ni siquiera se gira, porque me conoce y sabe que me despisto con facilidad. Por supuesto, tampoco le presta atención a mi nueva ilusión.

Disimuladamente, empiezo a observar cada detalle del caballero nórdico, mientras Ire sigue alabando las excelencias del cuadro. Las luces led acariciaban su cabello dorado, creando destellos danzando sobre su cabeza, como pinceladas de oro líquido resplandeciente. La suavidad de las sombras dibujaban su facciones, resaltando la masculinidad que reflejaba su rostro.

—Pero espera, que hay más, Annita. Si observas bien, te darás cuenta de que hay un espejo en el que se refleja el rostro de la dama. ¡Sí, un espejo!

Los ojos azules de mi acompañante se encontraron con los míos. Fue solo un instante, pero me sentí como si estuviera siendo absorbida por una dimensión paralela. Su mirada profunda era como un lienzo en blanco que necesitaba llenarse de emociones, invitándome a descubrir sus misterios más profundos.

Como si se tratara de una textura intrincada en una obra maestra, los detalles físicos del turista nórdico se desplegaron ante mis ojos. Las pecas apenas visibles en su piel eran como toques de genialidad que añadían carácter a su apariencia impecable. Cada vez que él sonreía, su rostro se iluminaba con una luz singular, como si fuera una de esas figuras que el autor se empeña en resaltar en una composición renacentista.

—La luz en este cuadro es como una estrella de rock. Fíjate cómo Velazquez ilumina sutilmente el rostro de la dama y le da un toque de brillo a su vestido. —Ire seguía totalmente absorta en lo que consideraba una excepcional obra de arte.

Me hubiese gustado intentarlo, pero después de valorar mis posibilidades, decidí cancelar la misión, porque mi amante potencial iba muy bien acompañado, y eso limitaba mucho las opciones de éxito. Aunque quién sabe, tal vez ella era su hermana, o su prima, y hubiese tenido vía libre para iniciar una relación conmigo. Ya sé que esto no es como los taxis, y que no hay una luz verde si está disponible.

No me gusta renunciar a mis sueños, pero esta vez lo dejé escapar. Mi sueño nórdico se perdió entre la multitud mientras su imagen se quedaba grabada en mi mente, como un precioso lienzo que me arrebataba el destino, siempre caprichoso con los juegos amorosos.

Nuestra visita continuaba sin sobresaltos, deteniéndose en todas las obras que Ire había etiquetado como 'imprescindibles": Las Meninas, El Jardín de las Delicias, La Anunciación, El Caballero de la Mano en el Pecho o la Sagrada Familia, entre otras muchas.

Creo que he visto esta mañana más cuadros que en los últimos diez años. Bueno, no lo sé, porque suelo visitar con frecuencia galerías y centros de arte, pero en realidad no suelo prestar mucha atención a los lienzos. Voy simplemente porque es un lugar interesante para dejarte ver y conocer gente, mucho mejor que los sitios de ocio tradicionales, pubs, discos y todo eso. También se liga mucho en los conciertos, aunque ahí cualquier movimiento representa una amenaza para las 40.000 personas a tu lado, todas defendiendo su posición con uñas y dientes.

En fin, pasamos el día bastante bien, aunque nos dejamos un dinero importante en la tienda del Museo. Además de los regalos para mis sobrinos, me compré una preciosa camiseta con el logo del Museo en color fucsia flúor estampado en su parte delantera.

Salimos del museo abatidas por el cansancio, pero con las fuerzas suficientes para llegar a la cafetería en la acera de enfrente y sentarnos para tomar algo fresquito. Ire quiere una tónica y yo le pregunto al camarero sin tiene Coca Cola Light. Me mira sorprendido, con los ojos muy abiertos, sin poder disimular lo que está pensando: que ese tipo de refresco es de los años 90 o algo así, del siglo pasado, de cuando él era un solo un niño y jugaba con las canicas en la plaza del pueblo, al salir del colegio. O aún peor: ni siquiera había nacido.

Para no prolongar su agonía, decido conformarme con una Zero, que de esas sí hay en todas partes, incluso donde resulta complicado conseguir agua.

Cuando todavía no nos hemos recuperado del cansancio, veo que se dirige hacia nosotros uno de esos fenómenos de la naturaleza que aparecen muy de vez en cuando. Es decir, un tipo guapísimo avanza imparable hacia Ire, estableciendo contacto visual con su objetivo. Su cara me suena mucho: melena rubia, mirada profunda, facciones dibujadas por un artista celestial. De repente, reconozco su figura. ¡Era él, era mi amor platónico!, el elemento perturbador que me había impedido disfrutar de La Dama del Armario esta mañana, con el que me había llegado a plantear un futuro en común.

—¡Jakob, pero qué increíble sorpresa! —escucho a mi amiga Ire mientras se levanta como un resorte para darle dos besazos enormes, llenos de complicidad, de esos que no le das a cualquiera.

—Ire, mi queridísima amiga Ire, ¿cómo estás? —le contesta nuestro invitado con un acento muy extraño, a medio camino entre el inglés y el alemán—. He venido con mi hermana unos días aquí a Madrid, y ella compró las entradas para el museo hace unos meses, en cuanto confirmamos las fechas del viaje. Le encanta el arte, está todavía dentro del museo, apurando hasta el último minuto.

Lo de apurando me ha llegado al alma, porque en realidad creo que ha dicho algo así como eporrandoo, pero bueno, no se lo voy a tener en cuenta porque se expresa bien con su castellano prêt-à-porter.

—Estás más delgado, te veo muy bien —noto que Ire se está emocionando cada vez más y la tensión sexual está in crescendo así que decido pasar a la acción.

—Hola Jakob, soy Anna —le digo mientras me abalanzo descaradamente sobre él para regalarle dos besos protocolarios, aunque alargando un poco el tiempo de contacto entre las mejillas.

—Anna es mi amiga y compañera también en la agencia —le explica Ire a nuestro visitante—, se puede decir que somos inseparables desde hace algún tiempo.

Jakob me mira de arriba a abajo antes de regalarme su sonrisa y pensar cuál es la traducción correcta al castellano para las bonitas palabras que está pensando dedicarme.

—Hola Anna, nice to meet you, encantado —me dice sin mirarme, porque está pendiente de Ire.

—Ire, me gustaría verte y ponernos al día, ¿podemos ir a cenar a tu casa —por fin una buena noticia, parece que cuenta conmigo para la velada romántica, aunque todavía no ha terminado la frase— mi hermana y yo? —Ahora sí ha concluido la frase, y también ha liquidado las pocas esperanzas que me quedaban para tener algo con él.

—Claro, por supuesto, siéntate con nosotras mientras tu hermana termina la visita en el Museo —Ire mantiene las buenas costumbres, y sigue siendo tan educada como siempre.

—De acuerdo, pero déjame ir primero al WC, porque en el museo era imposible con mucha gente esperando.

Las 'r' resuenan en mi mente cuando se marcha: erra imposible, gente esperrando...

—¿Te gusta Jakob, verdad? —inquiere mi amiga con su psicología habitual y su habilidad para detectar mis puntos débiles— Es noruego, vive en Oslo pero estuvo trabajando un tiempo aquí en Madrid, con un proyecto de animación digital, es especialista en 3D y videojuegos.

—Está como un tren, en serio, me encanta —respondo automáticamente, sin dudar ni un instante—. Tiene su puntito de madurez, es muy atractivo y no vive aquí, es decir, es aire fresco y no está intoxicado. Además me gusta mucho su toquecito nórdico y su castellano next generation. Es perfecto, no me digas que no.

—Pues te tengo que decir que no, que no puede ser, que vuestro amor es imposible.

—No me importa que tenga pareja o viva con alguien, esa es mi especialidad, ya lo sabes.

—No es eso, no va por ahí —Ire me mira con semblante serio, me está asustando—. Simplemente no es hetero, no sois compatibles.

La verdad es que no contaba con ese factor. Eso rebajaba mis opciones por debajo del 10 por ciento de probabilidad de éxito en la misión, con lo cuál Jakob dejaba de resultar un objetivo atractivo.

Sin duda era una señal, una advertencia, un final de etapa, una relación imposible, condenada al fracaso antes de comenzar.

—Ire, —reclamo una vez más su atención, aunque esta vez con un tono más relajado— no sabes cómo me encantaría ser un hombre.

THE END

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