Capítulo 23
POV LOUIS
El día tenía pinta de ser uno de los mejores. Había empezado de la mejor forma posible, despertando a su lado. ¿Cuántas mañanas había estado anhelando ver su rostro en la misma almohada que el mío? Infinitas.
Habíamos llenado una mochila entera de cosas que nos podían servir en la playa. Estaba claro que no iban a ser unas vacaciones veraniegas, estábamos en pleno noviembre, sin embargo, el simple olor a mar crearía el ambiente perfecto e idílico. Había bajado al garaje a por el coche mientras Trish terminaba de arreglar algunas cosas en la habitación. Esperé con el coche en marcha enfrente del hotel, la radio puesta, la ventanilla bajada y un cigarrillo entre mis dedos. A los cinco minutos la vi aparecer y abrió la puerta para entrar al coche.
—Hello —saludó.
Mientras Adele le contestaba por la radio.
—It's me.
Una risa escandalosa que ni yo conocía, salió de mi cuerpo con tanta fuerza como un volcán en erupción e inundó el interior del coche. Las carcajadas de Trish se mezclaron enseguida con las mías mientras el cielo se despejaba y la luz nos iluminaba, confirmándome que éste iba a ser un día inolvidable.
Apenas fueron quince minutos en coche pero tuve la oportunidad de recordar la dulzura de su voz cantando las canciones de la radio, su tímida sonrisa, la cual cada vez veía más a menudo en su rostro, el color miel de sus ojos cuando los rayos del sol se posaban sobre ellos... Yo irradiaba felicidad y lo mejor era que ella parecía igual de feliz, despreocupada, al menos.
Dejamos el coche a unos metros de la playa, cogimos la mochila y nos dirigimos a la arena. El día estaba un poco nublado y era perfecto. No había nada mejor que un poco de nubes. El sol estaba sobrevalorado. De camino, pasamos por un chiringuito en el paseo marítimo que vendía artículos de playa.
—¿De verdad creen que alguien va a comprar flotadores cuando estamos a escasas semanas del invierno? —comenté y al girarme me di cuenta de que había estado hablando solo porque, obviamente, Trish se había metido en la maldita tienda.
Claro que sí.
Cambié el rumbo y la seguí. Una mujer con el cabello canoso nos saludó desde el mostrador mostrando una sonrisa de lo más acogedora. Enseguida me arrepentí de mis palabras. Trish comenzó a andar alrededor de la tienda, paseándose por todos los pasillos y yo, como un perrito faldero, detrás.
—¿Qué se supone que estamos haciendo? —me incliné y susurré en su oído.
No contestó, se limitó a señalar un artículo en concreto en una de las baldas.
—¿En serio? —musité cogiendo la pelota hinchable entre mis manos.
—¿Qué es una playa sin algo con lo que jugar?
—Puedo pensar en otras cosas hinchables —ella se giró. No pude leer la expresión de su rostro.
—Ya sé que sí —sonrió y por un momento sentí como si ese intervalo de seis años nunca hubiera pasado. No la sentía distante, la complicidad y la confianza eran las mismas. Cogió el plástico y se dirigió hacia la caja, dónde nos esperaba la mujer de la sonrisa acogedora.
—¡Espera! —me acerqué hacia otro de los estantes y alargué el brazo.
—¿En serio? ¿Un inflador? Por Dios, ¡es una simple pelota! —una tímida sonrisa apareció en sus labios.
—¿Qué más da? Será más divertido —negó con la cabeza un par de veces mientras pagábamos.
Al salir abrimos los plásticos y sacamos los dos objetos conforme nos acercábamos a la arena. No estaba muy seguro de si las nubes que cubrían el cielo traerían tormenta pero no estaba preocupado. Todo era siempre más emocionante con un poco de lluvia.
—No hay nadie —resaltó mientras colocábamos una de las toallas del hotel en el suelo. Esperaba que no les importara que la hubiéramos cogido prestada.
—Mejor. No me gustaría tener que bañarme en el pis de los demás.
—¿Te vas a bañar de verdad? —me miró, atónita.
—Claro. ¿Tú no? —cierta sonrisa ladeada esbozada en mi rostro.
—No... ¡Claro que no! —hizo un mueca que recordaba increíblemente bien.
—Hay gente que se da un baño en el mar todos los días del año, ¿sabes?
—No tengo el placer de haber nacido con ese don —comentó mientras se sentaba en la toalla.
Nadie diría que estuviéramos a mediados de noviembre. La temperatura era extraordinaria, los rayos del sol aún proporcionaban el calor suficiente para no tener que llevar abrigo. Sin embargo, la temperatura del agua sí que estaría muchos grados por debajo y no tenía que ser agradable.
La pelota que había comprado era un poco más grande de lo habitual y me sentí aliviado de no tener que hincharla soplando.
—No entiendo esto —comentó Trish, mirando el inflador con el ceño fruncido. Trataba de desenroscar la punta que en teoría iría metida en la pelota, pero no era capaz de conseguirlo.
—Déjame —se lo arrebaté de las manos ante un intento frustrado de desenroscarlo, mientras que yo tiré de ello con fuerza para sacarlo. Una pieza cayó al suelo
—Ah... Había que tirar —se dio un suave golpe en la frente con la mano.
—No, es que lo he roto —comenté mirando el inflador.
Se quedó callada mirando la pelota, sus cejas alzadas, sus labios entreabiertos y... Dios, esos labios habían estado sobre los míos hacía menos de veinticuatro horas.
—Eres un genio. ¿Te lo había dicho antes? —comentó con un tono irónico que me hizo perder los papeles. Me estaba llamando tonto pero, por alguna razón, me parecía lo más adorable del mundo.
—Supongo que sí, alguna vez.
—La vas a inflar tú —comentó entre risas pero hablando muy en serio.
Minutos más tarde, la pelota estaba inflada, yo estaba mareado e intentaba andar en línea recta hacia la orilla. Ambos habíamos dejado las cosas en la arena y nos aproximábamos a tocar el agua con nuestros pies descalzos, pelota en mano.
—Venga, vamos —la cogí de la mano y tiré de ella hasta el agua.
—¡No, no, no! ¡Espera! ¡No! Aún no me he preparado mentalmente —el temor inocente en sus pupilas me hizo enamorarme otra vez de ella.
Su inocencia era algo que había desaparecido de su aura y, en cierto modo, me odiaba por ello porque yo había sido la causa, y aún me resultaba raro no encontrar rastro de esa ingenuidad por ningún lado.
—Solo es agua —comenté y la empujé hacia el mar.
Exhaló unos gritos ahogados, sin querer ser muy llamativa. Me reí de sus expresiones y, a los segundos, metí los pies en el agua para acompañarla en el sufrimiento. Ella se empezó a reír al ver mi expresión porque, verdaderamente, estaba fría de cojones.
—Esto viene bien para la circulación —comenté tratando de pensar en un buen motivo por el cual tuviera los pies metidos en el mar en pleno noviembre.
Por alguna razón, comenzamos un concurse de 'a ver quién aguanta más tiempo metido en el agua' que, por supuesto, ganó ella. No estaba en mis planes morir de hipotermia en un día como hoy.
—¿Sigues teniendo en mente bañarte? —comentó ella mientras volvíamos a la toalla, una sonrisa plasmada en su rostro.
—Sí, y voy a meterte conmigo.
—Claro, Tommo, lo que tú digas.
El diminutivo me hizo sonreír de una forma especial. Era raro escucharlo de su boca. Era raro en general que ella me tratara de esta forma, que me mirara con esos ojos...
Había palabras entre nosotros que flotaban en el aire; palabras silenciosas que estaban esperando a salir de nuestros labios pero que, por miedo a romper el momento, eran silenciadas por el sonido de las olas.
La suave brisa, el olor a mar, su rostro pálido. Era una combinación perfecta y, a la cual me podría acostumbrar. Me podría volver a acostumbrar a pasar la vida con alguien; con ella.
De repente algo chocó contra mi cara y la visión se me nubló tanto como el cielo de aquella mañana durante un segundo. Al recomponerme vi que Trish me había tirado la pelota.
—¿Por qué has hecho eso? —exclamé, recogiéndola del suelo.
—Te habías quedado embobado. ¿De nuevo has sido invadido por pensamientos sucios? —esbocé una sonrisa ladeada.
—Eso lo has dicho tú, Trish Parker.
Solté la pelota en mis pies y comencé a darle toques, mientras trataba de pensar en otra cosa que no fuera ella... Un poco difícil cuando era la única persona a la redonda.
—Pensé que no tenías ni idea de fútbol —murmuró ella con cierto asombro en su voz.
—Y no la tengo. Dame un balón de verdad y verás que mierdas hago.
Pasamos el resto de la mañana en silencio, haciendo algún que otro comentario pero, más que nada, disfrutando el uno del otro, de la dulce vibración de nuestras auras conectando, recordándose.
A medio día fui hacia el paseo marítimo a comprarnos algo para comer, incluidas un par de cervezas. Al regresar, no supe si fueron alucinaciones mías pero sus ojos se iluminaron con mi presencia.
—¿No había nada más fuerte? —comentó con cierto humor en su tono de voz.
Comenzamos a comer, gente desde el paseo marítimo, haciendo su vida cotidiana, nos observaba con curiosidad pero me sentía tan jodidamente bien que era imposible que eso me molestara.
—Suéltalo.
—¿Qué? —me miró confusa.
—Estás pensando en algo con mucha fuerza, recuerdo esa mirada. Suéltalo.
No habíamos hablado demasiado durante la mañana pero ahora la notaba más callada de lo habitual.
—Oh... Eh... —dudó durante unos segundos—. Es una pregunta.
—¿Cuál?
Le dio un último mordisco a su bocadillo y sus dientes atraparon su labio inferior, pensativa.
—En estos años... ¿Te has enamorado alguna vez? —su voz no sonó tan segura de sí misma como hubiera querido.
—Creo que no tengo la suficiente cantidad de alcohol en mi cuerpo como para contestar a esa pregunta —comenté y le eché un trago a la cerveza, pensando en que necesitaría fumarme un cigarro dentro de poco.
—Louis —protestó y caímos en un silencio abismal.
Mi mirada se posó sobre mis manos, mis dedos unidos, creando figuras extrañas para distraerme del tema central.
—Enamorarse está sobrevalorado.
Sentí su intensa mirada sobre mí, su ceño fruncido. No necesitaba verla para dibujar su rostro en mi mente.
—¿Por qué dices eso? —se atrevió a preguntar. No se movía de su sitio, sentada en frente de mí, recostada sobre un lado de su cuerpo.
Miré al mar, buscando comodidad.
—Todo el mundo quiere enamorarse. Relacionan esa palabra con el color rosa, quieren que todo les vaya bien, quieren ser felices, pero no se dan cuenta de que el amor abarca todos los colores y las miles de tonalidades. El rosa y el rojo son los colores más apasionados dentro de este juego pero, cuando ese amor pasa del blanco más puro al negro más oscuro, sientes cómo tu propio corazón se pudre. Yo sentí ese sufrimiento y fue insoportable... Sin rencor, eh.
Alcé las manos en son de paz y ella negó la cabeza un par de veces sin llegar a mostrar una sonrisa completa.
—Así que no, no me volví a enamorar y no tengo pensado volver a hacerlo.
Mis manos se habían quedado frías. Quería tomar las suyas y sujetarlas, para calentarme.
—¿No crees que ahora tú lo estás infravalorando?
—No. Solo estoy diciendo que el amor no siempre es bonito. Puede llegar a ser muy feo, algo extremadamente doloroso.
—Sí, pero aunque el dolor sea insoportable, es hermoso ver la magnitud de un solo sentimiento; sentir cómo una simple emoción te invade todo el cuerpo.
Esta vez busqué su mirada a propósito, totalmente sorprendido.
—¿Desde cuándo te has vuelto masoquista? —exclamé.
—No es masoquismo, es belleza. Una simple chispa puede encender la más grande de las bombas, encender el más grande de los sentimientos. Eso es... hermoso —repitió, casi jadeando, la falta de aire clara en sus pulmones. Sus mejillas se tornaron de un rosa pálido que me maravilló.
—¿Qué me estás queriendo decir? —susurré.
—Que me beses.
Y el tiempo se paró. Los pájaros, el mar, el viento... todo dejó de sonar y, por un momento, escuché un sonido lejano, un canto celestial porque esas palabras habían sido la más bella de las harmonías para mis oídos. Algo inverosímil, sílabas mezcladas con el color de su mirada, pensamientos sordos habían cobrado vida a la luz del día. Ya no había oscuridad alrededor, no era de noche en nuestro mundo, la claridad de la mañana había traído una jovialidad insólita a este idilio.
—¿Louis? —susurró Trish, sus ojos mirándome azarados, mostrando inseguridad, incluso arrepintiéndose de su petición.
Me había quedado inmóvil, como el tiempo a nuestro alrededor.
—Lo siento —medio sonreí—. Pensé que había sido mi cerebro jugándome una mala pasada.
Terminé de sonreír, más ampliamente y, sin dudarlo un segundo más, me incliné hacia ella y eliminé el espacio que nos separaba. Su mano agarró con fuerza mi camiseta, atrayéndome más hacia ella, juntando nuestros rostros lo máximo posible. Y Dios, el frenesí que recorrió mi cuerpo me hizo explotar como fuegos artificiales, llegué a lo más alto, toqué el cielo con los dedos. El roce de la brisa del mar recordándome que el momento era real. Más real de lo que yo nunca hubiera podido desear.
Porque ella me había pedido esto. Había salido de su boca. Era su deseo. Y mi cuerpo reaccionó al instante.
Pero mi mente, como muchas otras veces, traicionó a mi cuerpo, de la forma más vil y cruel, provocando un odio interno hacia mi propio ser.
Mis labios hinchados, y deseosos de seguir probando su exquisito sabor, se separaron momentáneamente.
—Esto... ¿Está bien? —susurré, sin aliento, llenando mis pulmones de su aroma.
Agachó la cabeza y me maldije por hablar en el momento menos oportuno, soltando esa gilipollez, cortando todo el rollo. Su puño siguió agarrando mi camiseta pero la presión había disminuido considerablemente.
—Es lo que siento...
Y mi corazón se perdió por mi cuerpo, en las profundidades más inhóspitas, incapaz de ser encontrado.
Lo que siento.
—Pero... ¿No está mal? —inquirí, odiándome aún más. Sin embargo, entendía por qué mi mente lo estaba diciendo. Quería tener las cosas claras.
Los sentimientos que se mezclaban en el aire estaban tan turbios como el agua del mar. Tan agitados que no era capaz de reconocer cual eran los míos y cual eran los suyos.
La miré y los fuegos artificiales de mi interior llegaron a ella, llenándola de colorido, tiñéndola entera, mezclando tantos colores que se quedó blanca. Una luz pura, llena de tantas cosas que estaba vacía.
Su rostro se frunció. Una lágrima con sabor a mar se deslizó por su mejilla. Estaba demasiado cerca y podía apreciar cada detalle de ese lamento amargo. Sus ojos se cerraron con fuerza, negándose a derramar más.
—Es lo peor que puedo hacer —confirmó mis mayores miedos.
Su puño rozó mi piel en el cuello de mi camiseta e incontrolables descargas recorrieron mi débil cuerpo.
—Pero Lord Byron tenía razón —su voz frágil y temblorosa musitó.
—¿Sobre qué?
Alzando la cabeza, su mirada se posó con delicadeza con la mía, dulzura, confianza, temor, delirio. Una cascada de agua ocultaba el color de sus ojos. Agua que quería que se evaporara y formara una nube entre nosotros y nos cubriera de la tormenta que estaba a punto de venir. La tormenta de la realidad, de la honestidad.
—El placer es un pecado y, a veces, el pecado es un placer.
* El chiste del principio de Adele no lo escribí para hacer gracia, es que le pasó a una amiga el otro día (#real) y aún me sido riendo, en serio xD necesitaba ponerlo *
Perdonad la espera :( all the love, promise x
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