El intruso
Esta fue una de las experiencias más horribles que tuvimos. No dudo de ella. Estábamos bien despiertos cuando pasó, no había forma de negarlo. Todavía recuerdo la expresión azorada de mi hermana y me escucho diciendo: "Pero, ¡vos también lo escuchaste! ¡Lo escuchamos! Y lo vimos, ¿no? ¿Qué fue eso?". Cada tanto volvemos a hablar del hecho, y nos hacemos las mismas preguntas y afirmaciones. Sabemos que fue real, pero como no tenemos una explicación necesitamos contrastar con el recuerdo del otro, saber que no estábamos dormidos ni que fue producto de nuestra imaginación.
Mamá y papá no estaban en casa. Yo tendría diez años, mi hermana doce. En esa época dormíamos en dos camas que se encontraban en un mismo cuarto del piso superior, que estaba todo construido de madera, incluso las paredes, que no llegaban hasta el techo a dos aguas, también de madera. A nuestras espaldas, más allá de la pared, estaba el hueco de la escalera. Siempre dejábamos la luz del vestíbulo prendida, por lo que estando acostados, veíamos un rectángulo de luz en el techo, que se formaba gracias al espacio que quedaba entre éste y la pared. Era una franja de luz que cortaba la oscuridad, ideal para despejar temores. También para saber si alguien subía la escalera. Además de las pisadas en los escalones de madera, era común ver la sombra del que estaba subiendo atravesar aquel rectángulo de luz.
Era invierno, y las ventanas del comedor y del salón de estar estaban cerradas. Era común escuchar las pisaditas de nuestra gata subiendo la escalera y ver su pequeña sombra antes de que entrara a nuestro cuarto y saltara sobre la cama de alguno de los dos para acomodarse y dormir. Lo que escuchamos fueron dos pisadas en las escaleras, que se detuvieron.
-Vale, ¿escuchaste eso? le pregunté.
-Sí.
Dos pasos más en la escalera. Silencio.
-¿La gata está con vos?
-¡Sí!
Pasos veloces en la escalera, uno tras otro, subiendo rápido. Nuestros gritos, una sombra atravesó el rectángulo de luz del techo, y yo pegué un salto de la cama y salí del cuarto horrorizado para ver quién estaba subiendo. Nadie. Prendimos las luces, agarramos el bate de béisbol que le habían traído a mi hermano de Estados Unidos y recorrimos cuarto por cuarto, asustados, esperando lo peor. Nada. Nadie. Chequeamos todas las puertas y ventanas. Estaban cerradas.
No pudimos dormir esa noche y llamamos a nuestros papás, que volvieron en seguida de su reunión. Nunca supimos qué fue eso.
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