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12 | Odiar a Dominique es una obligación


Los días pasan sobre mí como un tren, arrollándome y haciéndome picadillo. La propuesta de Dominique pasa a un segundo plano en cuanto Pantera me reclama para entregar otro mensaje más. Y otro. Y otro más. En los últimos dos días, maté a un camello que estaba dando problemas e hice que la muerte pareciera una sobredosis y secuestré a un testigo protegido mientras el policía que tenía que cuidar de él estaba en el suelo después de haberlo dejado fuera de combate colando somníferos en su comida y, ahora, tengo un nuevo asesinato entre manos.

Escondida en la azotea de edificio de cinco plantas, veo al objetivo pavonearse en una fiesta en el edificio de enfrente. Va de aquí para allá como si fuera un pavo real, cada vez más borracho y cada vez más insoportable, a juzgar por la forma en que algunos invitados lo esquivan cada vez que se acerca, tambaleante, a ellos. A través del cristal de su enorme ático puedo ver a sus guardaespaldas con claridad. Están situados en todas las salidas, previniendo cualquier posible ataque desde el interior. Ajusto la mirilla de mi rifle y espero pacientemente a tener un buen ángulo. La bala debe acertar en el primer tiro, porque no tendré dos oportunidades. Hemos comprobado que el cristal no está blindado, así que todo queda en mis manos.

El objetivo se acerca al gran ventanal acompañado de una chica a la que le dobla la edad y que debería estar, no sé, estudiando alguna carrera y divirtiéndose con sus amigos en lugar de riéndole las gracias a un puto viejo ricachón que se ganará su afecto con cuatro bolsos caros, le meterá la salchicha flácida un par de veces y la desechará como si la pobre no fuera más que un pañuelo usado.

Odio a los ricos.

Tomo una bocanada de aire y aguanto la respiración. Si los cálculos son correctos, la bala le atravesará el corazón y se acabó el juego.

Siempre apunto al corazón. He descubierto que hay gente que puede vivir sin la mitad del cerebro, pero aún no he visto a nadie sobrevivir con medio corazón.

Justo cuando estoy a punto de apretar el gatillo, Dominique aparece de la nada y le tiende la mano al objetivo, Renardo Caruzzo. Entrecierro los ojos. Hasta donde me han informado, Renardo es un pez gordo de las importaciones y está redirigiendo el negocio en secreto para darle la espalda a los De Luca en favor de Santoro. La presencia de Dominique no hace más que confirmarlo.

—Estúpido cabronazo. No haces más que joderme el día —gruño.

No me queda mucho tiempo, así que pierdo un poco la paciencia y decido que le voy a pegar un tiro y, si fallo y me cargo a Dominique, pues mala suerte. Tomo una bocanada de aire y centro el objetivo, pero se ve que soy incapaz de tener un día de paz, porque la chica se interpone entre Renardo y su destino. Gruño algo ininteligible incluso para mí y me vuelvo a centrar en la caza, repasando mentalmente todos los mantras que Pantera me ha intentado enseñar para no perder los papeles en cuanto las cosas se salen de lo planificado.

Renardo se desplaza al minibar con la joven colgada del brazo como si fuera un bolso de último modelo y sirve dos copas. A Dominique lo atrapa otro pez gordo, algún capullo que querrá hacer negocios con el perrito faldero de Santoro. Sacudo la cabeza y me centro en Renardo. Guía a la chica hacia la ventana de nuevo para mostrarle las vistas de la ciudad. Se ve que el muy idiota no se ha pavoneado lo suficiente.

Le veo con su pajarita ridícula que le hace ver como un pingüino barrigón, su mano extendida hacia el infinito como si el mundo fuera suyo desde que es mundo, como si fuera invencible, y no puedo evitar sentirme poderosa porque sé que voy a acabar con todo eso de un solo disparo. La adrenalina me sube a toda velocidad cuando consigo centrar el objetivo, sin interrupciones esta vez. Inhalo, contengo la respiración y aprieto suavemente el gatillo.

Tengo todos los músculos tensos por soportar el retroceso del arma, pero no me muevo. La bala sale proyectada a toda velocidad y atraviesa la distancia que nos separa para ir a incrustarse justo en el corazón, que cae redondo hacia atrás y no vuelve a levantarse. Los cristales se hacen añicos. Me encojo un poco cuando caen en la calle. Eso no lo había calculado. Solo espero que no le haya caído a ningún perrito.

La chica empieza a gritar como una banshee cuando se da cuenta de lo que acaba de ocurrir.

—De nada por el trauma —murmuro, aunque la chica no me puede oír.

No me quedo a ver lo que hace Dominique. Desmonto el arma con precisión y la guardo en una bolsa de deportes bajo unas toallas y equipamiento deportivo, me la cargo al hombro y echo a correr por las escaleras de emergencia. Por el camino, me deshago del pasamontañas y de los guantes y cambio la chaqueta negra por una llamativa chaqueta rosa de deporte y extraigo del bolso una botella de agua. Parte del contenido lo derramo sobre mi frente para imitar el sudor. Cuando salgo a la calle, finjo revisar mi tensiómetro y paso junto a los guardaespaldas, que me esquivan como si no existiera y se adentran en el edificio a toda prisa. No tienen ningún tipo de sutileza porque varios viandantes terminan mirando en esa dirección y preguntándose qué ha sucedido. Claro está, los cristales les han dado una pista.

Me desvío hacia una calle lateral, donde mi reluciente moto negra me espera. La echaba tanto de menos que cada vez que la veo me dan ganas de llorar de la emoción. Es nueva, claro, porque la otra la destruimos después de encontrarla, pero aún así es exactamente el mismo modelo y su motor ruge con la misma intensidad cada vez que acelero. Vuelvo a cambiarme la chaqueta y me cuelgo el bolso a la espalda.

Si existiera un premio a los cambios de vestuario más rápidos yo habría ganado el primer puesto, me digo mientras me subo en la moto, ahora ataviada con un pantalón negro y una cazadora de piel. Casi sonrío de felicidad hasta que una voz que empiezo a detestar profundamente me interrumpe.

—¿Jaina?

Resoplo y pongo los ojos en blanco.

—Tú otra vez. No puedo librarme de ti ni pagando, ¿verdad, Schrödinger?

Dominique está resollando y un mechón de pelo castaño le cae sobre sus ojos verdes. Ha debido hacer un auténtico sprint para llegar hasta la planta baja. Lo que no sé es cómo diablos ha dado conmigo. Parece destinado a joderme la vida a donde quiera que vaya.

—¿Has sido tú?

Le dedico la más sincera de mis sonrisas malévolas y me subo a la moto.

—No sé de qué me estás hablando, Schrödinger, pero empiezo a pensar que debería llamar a la policía. ¿No estás un poco obsesionado conmigo? Eso de venir corriendo porque me has visto cometiendo el terrible delito de subirme a la moto dice mucho de ti. ¿Necesitas terapia, cielo?

Dominique aprieta los labios y, como si lo hubiera invocado, Capullo Uno aparece a su lado con cara de querer matarme lenta y dolorosamente. Está casi tan despeinado como Dominique, y me dan ganas de gritarles que se cepillen el pelo antes de dirigirme la palabra, pero supongo que no es el momento.

—¿Qué? —le espeto—. ¿Ahora también es un pecado salir a la calle?

—Hay muchos pecados, pero tú tienes cara de haber cometido unos cuantos hoy —responde Capullo Uno.

Me froto la barbilla, pensativa, y me reclino un poco en el asiento de la moto.

—El de la gula está completo. La avaricia también porque no compartí el postre. Respecto a la lujuria... esa tendrá que esperar a esta noche —le digo, guiñándole un ojo—. Y estoy a punto de llenarme de ira porque me estáis cabreando un poquito. Pues igual tienes razón.

—¿Fuiste tú?

Suspiro y arranco la moto. Las sirenas de la policía empiezan a oírse a lo lejos y yo no puedo estar aquí cuando ellos aparezcan.

—Qué pesados sois, de verdad. Follad un poco entre vosotros y dejadme vivir.

Estoy a punto de acelerar cuando Capullo Uno me agarra del brazo. Mi respuesta es automática, me libro de su agarre y le doy un puñetazo justo en la nariz. El sonido es tan satisfactorio que no puedo evitar sonreír de oreja a oreja, sobre todo cuando Capullo Uno se tapa la nariz con una mano y veo el hilillo de sangre escapando entre sus dedos.

—¿Pero qué diablos te pasa? —me grita Dominique.

—Te aconsejo que no te metas en mis asuntos si no quieres que la próxima vez te rompa algo más que el orgullo —siseo.

Pero como tengo tan puñetera mala suerte, justo en ese momento, un coche de policía se detiene a mi lado. Soy una desgraciada.

El agente se baja del coche y yo cierro los ojos un segundo porque sé lo que va a venir a continuación: me van a detener por agresión, van a encontrar el arma homicida en mi bolso y me voy a ir presa. Y de la cárcel, a la tumba, porque Pantera no va a perder ni un puñetero segundo en matarme después de esto.

—¡Deténgala! —grita Capullo Uno con voz nasal—. ¡Está loca! ¡Me ha agredido y ha matado a un hombre!

El agente se sitúa al lado mío, demasiado cerca para mi gusto, y yo aprieto los labios.

—¿Es eso cierto, señorita?

Abro los ojos de par en par en cuanto oigo esa voz. Porque lo conozco, aunque solo nos hemos visto una vez. Luca me mira, esperando pacientemente a que le responda, y es como si una bombilla se encendiera en el interior de mi cabeza, porque si tengo una sola oportunidad para salir con vida de esta, solo me la puede brindar él.

—¡Me han asustado! —digo con la voz entrecortada—. Mi ex novio no parece entender que no quiero saber nada de él porque no hace más que perseguirme. Me estaba subiendo a la moto cuando su amigo me ha agarrado del brazo y he actuado por puro instinto. Ni siquiera sabía a dónde apuntaba, solo le di un golpe para apartarlo porque creí que me tiraría de la moto.

—¡Pero qué dices, loca de mierda! ¡Esta es la mujer que disparó a Renaldo! ¡Estoy completamente seguro de ello! —grita Capullo Uno.

Sorbo por la nariz y agradezco profundamente a mi alergia por aportar su granito de arena y hacer que parezca que estoy a punto de llorar. Luca parece dudar un segundo, así que me descuelgo la bolsa violentamente y la abro para que vea el contenido, rezando para que el arma esté lo suficientemente bien escondida dentro.

—¿Y con qué iba a hacer eso? ¿Con mi botella de agua o mi toalla sudada? —me quejo.

El efecto es automático: Luca niega con la cabeza y me pone una mano en el hombro.

—Está bien, señorita. ¿Quiere presentar cargos contra ellos?

Abro mucho los ojos y niego con la cabeza. Se me escapa una lágrima y me entretengo cerrando el bolso con manos temblorosas.

—Eso siempre lo empeora —murmuro.

Dominique emite un sonido estrangulado, como si no se creyera lo que está oyendo y Capullo Uno protesta enérgicamente, intentando convencer a Luca de que estoy mintiendo.

El policía rodea la moto y su compañero baja del coche para acompañarlo.

—Váyanse de aquí antes de que cambie de opinión y los arreste.

Capullo Uno está a punto de perder los estribos, es evidente.

—¿Pero es que no ve que está mintiendo? ¡Es una...!

Dominique no permite que termine la frase y le tapa la boca. Murmura una disculpa al agente y me lanza una mirada cargada de veneno antes de arrastrar a Capullo Uno por donde mismo vinieron.

Yo me seco las lágrimas con el dorso de la mano, aún sorprendida de que esto haya funcionado tan bien, y me cuelgo la bolsa a la espalda de nuevo.

—Gracias —le digo a Luca.

Él se gira hacia mí y le hace un gesto a su compañero para que nos deje a solas.

—¿Estás bien, Mia?

Asiento.

—Sí, sí. Solo ha sido el susto. Aparecieron de la nada y... —suspiro—. Siento mucho todo el jaleo, no esperaba que nuestro segundo encuentro fuera a ser así.

Él me sonríe y me pone una mano en el hombro.

—Tranquila. Me alegro que haya pasado cuando estaba de servicio, porque estoy seguro de que cualquier otro compañero te habría hecho pasar un mal rato.

—Sí. Por estas cosas no denuncio, ¿sabes? Porque nadie me creería. Me culparían por cosas como esta, por reaccionar y defenderme.

—Te prometo que yo nunca te culparía por eso.

Muy a mi pesar, se me escapa una pequeña sonrisa. Al menos, no todos los puñeteros policías de esta ciudad son corruptos. Algunos tienen buen corazón, entre otros muchos atributos.

—Lo sé.

La radio de Luca suena, advirtiéndole de que debe estar en posición inmediatamente, y él resopla.

—Bueno, tengo que volver al servicio. Ha sido un placer volver a verte.

—Lo mismo digo.

Saca un papel de su bolsillo, anota algo a toda prisa y me lo tiende. Es su número de teléfono.

—El otro día te marchaste tan rápido que no tuve la oportunidad de dártelo. Toma, por si quieres que salgamos a tomar algo.

—¿Los dos? —le pregunto, porque no puedo evitar jugar un poco con él.

—O los tres. Lo que tú decidas —dice, antes de que su compañero le haga una señal desde el coche para que se suba de una vez.

—Nos vemos, Mia... O como te llames hoy.

Sonrío mientras lo veo desaparecer por la calle. Parece buen chico, y precisamente por ese motivo no voy a llamarlo. Merece a alguien real, no a una persona cuyo mayor logro haya sido cargarse a una mujer en una fiesta con un contacto de diez segundos.

Arranco la moto y desaparezco a toda velocidad mientras me martirizo mentalmente porque ahora voy a tener que volver a cambiarle la matrícula a la moto. Ya es la quinta vez este año.

Antes de internarme en Calabria, dejo la bolsa en uno de los puntos de recogida. Otro Fantasma o quizá un limpiador se deshará de las pruebas. Aunque las hubiera, la policía no encontraría más que un arma sin registrar y sin número de serie que jamás ha sido utilizado para matar. Quizá puedan hallar algún pelo en la azotea desde la que disparé, pero no creo que tarden más que unas horas en detectar que es una peluca. La investigación sobre la muerte del objetivo durará, al menos, un par de meses, pero la cerrarán, al igual que todas, dando una explicación absurda sobre una pelea de bandas, una bala perdida o alguna estupidez. Si la prensa ejerce suficiente presión es posible que detengan a alguien que a todas luces es inocente. Así funciona esto, me digo mientras me recuesto en la pared para darme un respiro antes de volver a cambiarme. No tardo en modificar la matrícula de mi moto, destruir la anterior y salir de nuevo a la carretera en dirección a uno de nuestros garajes.

Mientras dejo la moto, me doy cuenta de que en los últimos días no he dormido más de siete horas en total. Suspiro y me estiro como un gato que lleva demasiado tiempo en la misma postura antes de echar un vistazo a mi alrededor.

La ropa para el siguiente encargo está colgada sobre una percha. Es un vestido negro, de espalda descubierta y brillantes. Junto a él hay una nota con la hora y los detalles. Es escueta, más de lo normal, pero es un encargo sencillo, así que no me toma demasiado tiempo tener el cadáver de Joe Hawkins en la bañera de la suite 215.

En las noticias del día siguiente anunciaron que se había ahogado por culpa de las pastillas que tomaba y dedicaron cinco minutos a explicar los efectos adversos de cierto fármaco que a las pocas horas ya se estaba hundiendo en bolsa. 

Yo había provocado aquello sin saber cuáles iban a ser las consecuencias. Estaba jugando en un tablero sin conocer a mis contrincantes, no era más que una marioneta en manos de un hombre con más poder del que debería.

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