Los antifandoms🧐
—Ah, bienvenida, señora Piedad —dijo la directora visiblemente incómoda con la visita.
—¡Ahórrate las formalidades, Laura! —espetó la señora con la sonrisa del gato de Cheshire mientras caminaba por el pasillo repiqueteando en el suelo con sus tacones rosas—. Sabes a lo que hemos venido.
Algunos murmullos de desaprobación escapaban de la multitud.
—Usted tiene la palabra —cedió la directora a regañadientes.
—¡¿Vas a dejar que den otra vez ese discurso de m..., ese discurso absurdo?! —El reproche salió de Erik, quien hasta el momento había permanecido en silencio.
—¡Erik! —La directora le dirigió una mirada severa, y el muchacho no tuvo más opción que volver a reclinarse en su asiento con un resoplido de frustración.
La señora de los tacones rosas se posicionó en el centro de la tarima, donde antes había estado la directora, desenrolló un gastado pergamino y aclarándose la garganta, comenzó la lectura:
—"Queridos y queridas jóvenes"
—Y querides —acotó alguien desde el público.
—"Queridos y queridas jóvenes" —repitió la tal Piedad haciendo oídos sordos al comentario—. "Estamos aquí en representación de un grupo de padres preocupados por la grave situación —señaló a la figura geométrica a su lado—, y con el aval de científicos especializados en el tema —apuntó a su vecino cincuentón con cara de pasa—, para tratar de llevar un poco de luz a sus mentes aún inmaduras. —Hizo una pausa dramática y prosiguió—: Los fanatismos... son corrosivos y roban cada vez más la identidad a los jóvenes.
Una avalancha de abucheos comenzó a caer sobre el trío de ancianos, pero la señora de rosa continuó imperturbable su discurso.
—Jóvenes insultándose en las redes sociales por culpa de una serie o una película; perdiendo su identidad en el afán de querer a toda costa formar parte de esas comunidades que ustedes insisten en llamar "fandoms", pero que realmente son cárceles que los apartan cada vez más del mundo real, y de sus seres queridos.
Algunos jóvenes comenzaron a levantarse de los asientos para abandonar el comedor, pero para sorpresa de muchos, la directora intercedió en favor de los viejos:
—¡Esperen, por favor! Escuchen lo que ellos tienen que decir y después podrán sacar sus propias conclusiones.
Los aludidos dudaron un segundo, pero volvieron a sus puestos, más por respeto a la directora que por atender al discurso cuyas palabras seguro habían escuchado más de una vez en sus vidas.
En la cara del gato de Cheshire se dibujó una sonrisa de suficiencia:
—Los adolescentes y jóvenes van por el mundo reproduciendo lo que ven en los violentos videojuegos; dilapidan el patrimonio de su familia en comprar mercancía de su grupo musical favorito; pierden el tiempo frente a sus ordenadores en lugar de aprovecharlo en tareas más productivas y provechosas para su futuro. La juventud de hoy prefiere vivir en la tierra de "Nunca jamás" que en el mundo real.
—¡Pero qué le pasa a esa vieja! —dijo Nora con desprecio, haciéndose eco de las exclamaciones.
—Por eso —continuó la señora de rosa—, espacios como este campamento —escupió la palabra—, que fomentan y hasta más, celebran la idiotización de los futuros adultos, deberían ser... eliminados de la sociedad.
Esta última sentencia fue la gota que derramó el vaso. Más de la mitad del salón se puso de pie y prorrumpió en protestas contra los antifandoms. Varios exigían que los echaran del lugar.
La directora, por su parte, esperó a que las aguas se aquietaran un poco y demandó silencio nuevamente.
—El año pasado —seguía diciendo el gato de Cheshire por encima de las voces de la muchedumbre— logramos que la edad máxima para entrar en el campamento se redujera hasta los 24 años para tratar de reducir los efectos nocivos, pero ya vemos que no es suficiente. Este año apelaremos al cierre absoluto de esta instalación.
—¡Que se vaya de aquí! —decía alguien del público.
—¡No tienen idea de nada! —replicaba otro.
Con la misma parsimonia con la que había desenrollado el pergamino, la señora de rosa le devolvió su forma envuelta. Arrojó una mirada despreciativa hacia la directora y luego hacia el enfurecido auditorio, para después desfilar por el pasillo, acompañada de sus secuaces, con la mayor arrogancia con la que un ser puede caminar.
La muchedumbre dirigió su atención a la directora, tal vez en busca de las típicas palabras reconfortantes de una voz con autoridad, que les dijera lo que ellos querían escuchar. Pero para su decepción, eso no sucedió. La mujer a la que habían llamado Laura se limitó a sentarse en su gran silla, sin probar otro bocado de su plato, con la expresión más derrotada que un ser podría tener.
—¡No puedo creer que la directora no le haya contestado nada a esa harpía! —exclamó Nora con furia cuando volvimos a nuestra habitación.
Melisa seguía desaparecida.
—Yo creo que no estuvo tan mal la actitud de la directora —dijo Vanesa con voz débil—. Quiero decir, responderle sería rebajarse a su nivel.
—Pero a veces es necesario contraatacar —repuso Nora—. Porque tal parecería que quien tiene la razón es esa vieja desabrida.
Yo guardaba silencio. Ni en mis sueños más locos se me hubiese ocurrido confesar que no me parecían del todo errados algunos de los argumentos del gato de Cheshire.
—Mi madre era una de las que decía que este campamento era una pérdida de tiempo —comentó Caterin de repente, desviando la atención de la pantalla de su Reader—. El año pasado me quitó la idea de venir con la excusa de que tenía que ayudarla en su tienda.
—¿Y por qué te dejó venir este año? —le pregunté.
—Porque comencé a ganar dinero con mi canal de Booktube, y de repente ya ella no lo consideraba una pérdida de tiempo.
—Entonces, ¿eso es lo único que importa en la vida, ganar dinero? —dijo Nora colocando sus brazos en ele a manera de súplica.
—Pues... ¿ves ese póster de allá? —Caterin señaló la imagen de los jóvenes asiáticos en la pared de la cama de Vanesa—. Eso cuesta dinero. Sí, amiga, lo creas o no, el fanatismo cuesta.
Las cuatro guardamos silencio por un momento, hasta que Nora hizo la pregunta que nadie se había atrevido a formular:
—Y ¿creen que cierren el campamento?
—No creo que tanto —dijo Caterin no muy convencida—. Sé que desde hace unos años ellos están intentando cerrarlo, pero no han podido. Lo único que consiguieron fue reducir la edad.
—Pero tengo entendido —agregó Vanesa— que los antifandoms tienen mucho más respaldo este año.
—Bueno a mí no me afecta —dijo Caterin encogiéndose de hombros—. Ya cumplí 24, así que el próximo año no voy a poder venir de todos modos.
—Eso es muy egoísta de tu parte —la regañó Nora juguetonamente—. Tienes que pensar en el relevo, en los que vienen detrás.
—Pues que se quejen los que vienen detrás —sentenció Caterin antes de volver a su lectura.
La interesante charla nocturna se vio interrumpida por la llegada de Melisa. Sus hombros estaban caídos y su rostro no desprendía la alegría y las buenas vibras de esta tarde.
—¡Eh! ¡Mira quién apareció! —celebró Nora.
—Me voy a acostar, chicas, no estoy de humor —susurró Melisa, dirigiéndose a su cama.
Un silencio incómodo cayó como una bomba en la habitación.
Caterin nos miró y movió sus labios para formar una palabra: "Novio".
Después del suceso, todas nos fuimos a dormir, o al menos, a hacer el intento.
La noche fue larga.
Me movía de un lado para otro en el colchón como siempre hacía cuando dormía fuera de casa. La diferencia era que nunca había estado lejos por más de una semana, y ahora tendría que sobrevivir a casi 60 noches en un lugar extraño y con tres desconocidas en la misma habitación.
Comencé a sentir una presión en el pecho.
Comprobé el móvil: Eran solo las 12:02 de la madrugada. Faltaban seis horas para que amaneciera.
Miré alrededor. Los bultos en las restantes camas estaban quietos.
Pensé en salir de la habitación a respirar un poco de aire, pero no quería despertar a nadie, así que me quedé inmóvil en el colchón, con los ojos como lechuza fijos en el techo, rezando para que la mañana llegara rápido.
Parecía que habían pasado agónicas horas cuando chequeé otra vez el móvil: las 12.04.
¡Auxilio! Grité para mis adentros.
De repente, percibí un ligero movimiento en la cama vecina. Era Nora, quien desde su colchón extendía su brazo en mi dirección.
—Toma mi mano —dijo ella con una voz adormecida.
—Nora, ¿estás despierta? —susurré.
—Te dije que tus pensamientos no me dejan dormir. Toma mi mano para que puedas dormir tú también.
Por suerte, la separación entre las camas no era tanta como para impedir que nuestras manos se enlazaran en la oscuridad. No era una posición tan cómoda, y sabía que no la podríamos mantener por mucho tiempo, pero sí lo suficiente como para poder aplacar los rápidos latidos de mi corazón. Nora me recordaba a mi hogar, y el contacto con su mano me hizo sentir que volvía a estar segura y a salvo, en casa.
Una pequeña ventana encima de la puerta enmarcaba una porción de un cielo sin estrellas. En el centro, la luna solo mostraba una opaca sonrisa. La noche comenzaba a pasar más deprisa.
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