Hufflepuff no es débil🦝🟡
Solo faltaban quince minutos para el toque de queda del lago.
A lo lejos, distinguí a varios de mis compañeros de la casa Hufflepuff. Tomé aire y me encaminé hacia ellos. Erik ya no me seguía. Dejaba que me enfrentara sola a este desafío.
El hechizo Riddikulus era uno de mis favoritos de Harry Potter por el significado que guardaba. Consistía en hacer frente a tus miedos convirtiéndolos en algo que te moviera a la risa. Solo de esa forma era posible sobreponerte a los temores.
Cerré los ojos y pronuncié el hechizo internamente. Al abrirlos, no pude reprimir una sonrisa.
—Tengo... tengo el séptimo horrocrux.
O yo lo dije muy bajo, o ellos estaban tan enzarzados en una discusión, que solo dos muchachos voltearon a verme.
—¡Oigan, dice que tiene el último! —gritó uno de ellos señalándome.
Los demás tardaron apenas una fracción de segundo en reaccionar haciendo exclamaciones de celebración y dándome palmaditas en la espalda acompañadas de elogios mientras observaban con interés el anillo de Sauron. Intenté quitarme el collar pero me lo impidió el chico albino cuyo nombre creía recordar que era Caleb.
—Quédate con él. Tú fuiste quien lo encontró. Es lo justo.
—¿Y cómo lo encontraste? —me cuestionó Lauren con recelo.
Ignoré el nerviosismo que se empezaba a apoderar de mis manos.
—Ehm… estaba en un río subterráneo en el bosque...—alcancé a decir.
No hubo más preguntas al respecto porque los demás estaban más enfocados en saber cuál era la próxima pista.
—¿Y qué sigue ahora? —preguntó emocionado Caleb.
—Bueno —intenté que mi voz sonara firme—, la espada de Godric Gryffindor… se encuentra en el lago —Le extendí el trozo de pergamino.
Exclamaciones de asombro recorrieron la multitud. El efecto del hechizo se estaba desvaneciendo.
Podía dejar que ellos mismos descifraran la pista pero solo quedaban 10 minutos. Seguí adelante. Este no era el momento para echarse atrás.
Les expliqué vagamente y de la mejor manera que pude mis deducciones.
Unos minutos después, sin saber muy bien cómo había llegado a este punto, yo, Claudia, que siempre había rehuido de ser el centro atención en un grupo de más de cuatro personas, me encontraba liderando a casi cincuenta jóvenes de la casa Hufflepuff en la búsqueda de la legendaria espada del valiente Godric Gryffindor.
—Que lo haga ella —propuso Lauren señalándome—. Si fue quien descifró el mensaje final, es ella la que debería ir a por la espada.
—¡¿Yo?! —Di un brinco.
Estábamos justo al lado del estandarte y la sombra marcaba el destino en las tranquilas aguas.
—¿Sabes nadar? —me preguntó Caleb—. Si no sabes, yo lo hago por ti.
—Sí, sí, sé nadar.
Sumergirme en las aguas del río no me intimidaba tanto como los muchos pares de ojos pendientes a cada uno de mis movimientos.
—Yo voy —dije con toda la firmeza que pude y volví a recibir palmaditas y elogios.
Personas de las restantes casas se acercaban al lago para presenciar la escena, atraídos por la curiosidad. Nadie más que nosotros parecía haber encontrado la última pista, y esta era nuestra única oportunidad para vencer. El sol seguía imperturbable su camino hasta el horizonte.
—¿Quieres que te acompañe? —me propuso el chico de bello rostro y cabello largo de nuestra reunión en Gremiio—. Fudanshis y fujoshis debemos apoyarnos.
Asentí. Me sentía más tranquila con una cara conocida a mi lado.
Nos desprendimos de nuestros zapatos y nos acercamos al borde de unas pocas tablas que hacían de pequeño muelle.
Nuestras manos se entrelazaron con fuerza, en medio de los clamores de la multitud.
—¡Suerte, Claudia! ¡Suerte, Alex! —gritaban algunos.
—¡Tráigannos la victoria! —vociferaban otros.
Mi mente no registró bien el instante en que me sumergí en las frías aguas y comencé a nadar con Alex. Nuestro equipo nos gritaba las indicaciones sobre el lugar donde terminaba la sombra.
Él nadaba más rápido, así que dirigía nuestro avance, y yo luchaba por no quedarme atrás. Agradecí haber prestado mucha atención a las clases de nado que me dio mi padre cuando era pequeña.
Cuando llegamos al sitio señalado, Alex fue el primero en hundirse para comprobar la ubicación de la espada.
—¡Está ahí! —confirmó apartándose el cabello de la cara.
—Ok —Asentí con los dientes castañeando.
—¿A la de tres?
—Está bien.
Mi compañero y yo nos dimos ánimos con un asentimiento de cabeza y retuvimos el aire en los pulmones para descender a las profundidades.
El agua estaba turbia, pero el brillo casi etéreo del metal de la hoja nos guiaba en medio de la oscuridad.
Por fortuna, el juego no era tan sádico como para tener la espada en un sitio muy hondo, pero tuvimos que hacer esfuerzos considerables para llegar hasta ella. Alex retenía mi mano y me ayudaba a avanzar en aquel hostil paisaje acuático.
Solo había una espada, como solo había un anillo. Eso quería decir que al final, solo podría haber una casa vencedora. No había posibilidad para empates. Solo una sería poseedora de todos los horrocruxes y de la espada de Godric Gryffindor.
Con un último esfuerzo, Alex y yo tomamos el objeto que nos separaba de la victoria y emprendimos el ascenso apenas sin aire en los pulmones.
***
Quien hubiese visto la escena desde la orilla, hubiese contemplado una espada saliendo del lago, como si se tratara de un pasaje de las leyendas artúricas, y sosteniéndola firmemente, un chico y una chica, con los rostros iluminados de felicidad.
Hubiese apreciado también cómo un grupo numeroso de jóvenes los ayudaban a salir del lago. Y cómo varios elevaron al chico y la chica del suelo, para llevarlos en volandas, mientras la multitud aplaudía, saltaba, y elogiaba a los inesperados héroes.
Hubiese contemplado cómo la chica llevaba en alto la espada de la que solo son dignos los valientes de corazón; no aquellos que carecen de miedos, sino los que tienen el coraje de enfrentarse a ellos.
Hubiese asistido a un suceso que parecía improbable. Hufflepuff, subestimada por las demás casas y siempre tachada como la más débil, se hacía con la victoria y con la prestigiosa Copa de las Casas.
Hubiese presenciado, sin duda, un evento memorable.
***
Erik estaba sentado en el embarcadero, aprovechando las últimas luces del día.
Me acomodé la manta sobre los hombros. Aún conservaba la ropa mojada. El resto de Hufflepuff había ido a celebrar la victoria a “el caldero seco”.
Caminé sobre las tablas para acortar el espacio que nos separaba y me senté a su lado, con mis pies casi tocando la superficie del agua.
—Enhorabuena —Me felicitó. Sus ojos marrones se aclaraban en contacto con la luz del crepúsculo y la brisa le removía el cabello. Lucía hermoso.
—Pero no fue en realidad mi mérito —confesé—. Es decir, tú me guiaste hasta aquella cueva donde estaba el anillo y me ayudaste a descifrar el mensaje. Sin ti, estoy segura de que no hubiese podido ganar.
—Es verdad —coincidió—. Pero, siendo tú, ¿qué consideras más como una victoria, haber encontrado el horrocrux, o haber liderado a ese grupazo de gente hasta la espada?
Sonreí. La respuesta era obvia.
—Gracias —dije con la vista fija en mis manos—. Por todo.
—No hay de qué. Eso es lo que los amigos hacen, ¿no? —Su sonrisa se quedó a medio camino al decirlo.
Amigos. Por primera vez no me gustaba esa palabra.
Se hizo un silencio. Ninguno de los dos se animaba a decir algo al respecto. Así que probé con un cambio de tema.
—Este embarcadero es como el de la película "The notebook". Recuerdo que pensé eso cuando llegué al campamento.
—Yo también lo pensé —coincidió él con una mirada soñadora—. ¿Has leído el libro?
Negué con la cabeza.
—Pues te lo recomiendo, está a años luz de la adaptación.
—Como casi siempre suele pasar.
—De hecho —pareció recordar—, hay una frase genial en ese libro. Decía algo así como que “solo las personas viejas son capaces de estar juntas sin decir nada y sentirse bien… En cambio, cuando somos jóvenes siempre tratamos de romper el silencio… Es una lástima… porque solo aquellos que se sienten cómodos con la compañía del otro pueden estar juntos sin hablar”... era más o menos así.
Me quedé inmóvil. ¿Sabría de mi problema con los silencios incómodos? Dejamos de hablar por un instante. Cerré mis ojos y esta vez, sencillamente, me dediqué a disfrutar de la tranquilidad del ambiente. Nunca había pensado que el silencio pudiese ser un aliado.
Cuando volví a abrirlos, noté su mirada sobre mí.
—Eh... voy a cambiarme de ropa. —Rompí el encanto de la escena.
—Está bien —se limitó a decir pero en sus rasgos se dibujó algo parecido a la decepción.
Comencé a alejarme de él en el muelle, pero justo antes de llegar al límite de las tablas, me detuve en seco. No sé qué fue lo que me movió a hacer lo que hice, si la euforia por haber ganado, el romanticismo de la escena de The notebook en la que Noah y Allie se besan en el embarcadero, o el hecho de que no podía contener más mis sentimientos.
Corrí hasta Erik, que yacía aún sentado sobre las tablas, y cuando volteó a verme, tomé su rostro entre mis manos y le imprimí un intenso beso en los labios.
Mi corazón estaba desbocado. Por la sorpresa, él no reaccionó al instante, pero luego dulcemente y con un ligero temblor pasó su mano por mi cabello y me correspondió el beso. Si hubiese sido una escena de Los Sims, hubiese habido corazoncitos rosas y morados sobre nuestras cabezas.
Un calor me recorrió todo el cuerpo y mis piernas se volvieron gelatina, haciendo que me fuera imposible mantener mi posición inclinada. Detuve el beso y con ello se rompió el hechizo de Disney. Volvía a caer sobre mí el peso de la realidad.
Él me miraba desde abajo con una mezcla de confusión y éxtasis.
Esto había sido un error, de los grandes.
—Perdóname —dije casi sin aire.
El sol murió en el horizonte y fue la señal para que La Cenicienta emprendiera la fuga. Godric Gryffindor me miraría ahora con una ceja levantada.
Corrí. Corrí antes de que mi bella carroza se convirtiera en calabaza.
Pero en lugar de llevarme a mi cabaña, mi remordida conciencia me arrastró hasta la recepción. Le hice un breve saludo a la Señora Rochester y me dirigí a la zona de llamadas. Descolgué el arcaico artefacto y marqué un número que conocía muy bien.
Una voz familiar atendió la llamada.
—Diga.
—Olga, ¿cómo estás? Soy yo, Claudia —traté de disimular el temblor de mi voz mientras con un dedo retorcía el cable del teléfono.
—¡Ah hola, Clau, querida! ¡Hace mucho que no hablamos! —dijo la madre de Javier con su típico tono cariñoso.
—Sí, es verdad, hace ya un mes desde que vine al campamento.
—¿La estás pasando bien por allá?
—Sí, sí. He hecho buenas amigas.
—¡Cuánto me alegro! Te hacía falta salir de tu zona de confort, Clau. Explorar un poco y vivir aventuras.
La madre de Javier siempre se había preocupado mucho por mí, y me trataba como si fuese su hija.
Cuando se abrió una brecha de silencio, aproveché para cumplir el verdadero propósito de mi llamada.
—¿Javier está en la casa?
Hubo un pequeño lapsus de silencio en el que pensé que se había cortado la llamada.
—Ay, Claudia, ¿no lo sabes? Javier se fue hace dos días a España.
El hechizo mágico del hada madrina había desaparecido, y ahora solo quedaba una calabaza vieja y partida en mil pedazos.
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