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Bailar sola bajo la lluvia🤎

   Mi primera reacción fue de incredulidad. ¿Mis padres? ¿Qué hacían mis padres aquí? Y luego me sobrevino el pánico. ¿Nora los habría llamado para contarles lo de Travis? No, ella tenía el mismo rostro atónito que yo.

  Demoré unos segundos en reaccionar y cuando di un paso para emprender el camino a la recepción, mi amiga me sujetó del brazo.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, no, estoy bien. —"No lo estaba"—. No debe de ser nada grave. —"O sí".

  Ella liberó mi brazo y yo, en medio de un mar de confusión, fui al encuentro de mis padres.

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  Ellos estaban en la recepción aguardando mi llegada.

Mi instinto fue abrazarlos nada más verlos. Aunque no conocía la razón que los había llevado hasta allí, estaba feliz de tenerlos conmigo. Fue un abrazo reconfortante, uno que había echado mucho de menos.

  La recepcionista se había escabullido por una puerta para darnos un poco de privacidad, o para escuchar detrás de ella. ¿Quién sabe?

Miré a las dos personas frente a mí. Sus caras eran el sol y la luna. Mi padre, aunque un poco cansado, tenía una expresión risueña. El rostro de mi madre, en cambio, estaba cruzado por la preocupación y por la falta de sueño. Ni siquiera se había peinado bien.

—¿Estás bien? —Fue su primera pregunta.

—Sí, claro —contesté todo lo firme que pude—. Pero… ¿qué hacen aquí?

—No nos llamaste, Claudia —explicó ella con un ligero reproche—. Llevábamos cuatro noches sin saber nada de ti y ni siquiera podíamos llamarte al móvil. Nos tenías preocupados.

  Esa era la razón entonces. Suspiré aliviada. Recordé que luego de mi conversación con la madre de Javier no había acudido otra vez a la recepción como todas las noches para informarles que todo estaba bien, que había comido y dormido lo suficiente y para desearnos dulces sueños. Los recientes acontecimientos habían ocupado toda mi mente.

—Es que… se me olvidó. —Fue la pobre excusa que encontré. Sabía que hablaría con mi madre alguna vez sobre lo de Travis, porque no soportaba ocultarle cosas por muy malas que estas fueran, pero este no era el momento ni el lugar.

—¡¿Se te olvidó?! ¡Esa es una desconsideración muy grande de tu parte, Claudia! —me regañó como a una niña pequeña, aunque tenía razón en su argumento.

—Lo siento, de verdad.

—Yo la traté de convencer de que todo debía de estar bien —me explicó mi padre—, de que la razón de que no llamaras era que te estabas divirtiendo mucho, pero ya sabes cómo es tu madre. Si no la traía en el carro hasta aquí, no podría dormir otra noche.

  Ella me estudió por un instante, para luego rodearme de nuevo con sus brazos.

—Estaba muy preocupada —me decía con voz temblorosa.

—Lo sé, lo siento —repetía yo.

  Después de contemplarnos un segundo, mi padre agregó:

—Bueno, seguro tu madre querrá hablar contigo sola, así que yo espero afuera.

Él me dio un último abrazo y salió de la habitación, dejándonos en el más profundo silencio.

Mi madre volvió a estudiarme detenidamente. Sabía que esta vez no pasaría victoriosa su escáner. La preocupación había vuelto a su rostro.

—Tienes unas ojeras inmensas, Claudia. ¿No has dormido nada? Y te ves... pálida y demacrada. No debes de estar comiendo tan bien como me decías. ¿Dónde está Nora?

—Estoy bien, mamá —Hice esfuerzos por no titubear.

—No lo creo —desconfió ella—. No te veo bien. ¿Te pasó algo?

—¡No! ¡No ha pasado nada! —dije perdiendo cada vez más el control de la situación.

Si había una película que describía nuestra relación era sin duda Everything Everything. La protagonista adolescente se había criado en una casa a prueba de bacterias, porque su madre, en un intento por sobreprotegerla, le había hecho creer que tenía una enfermedad que le impedía tener una vida normal. La chica había crecido aislada del mundo, y sin defensa alguna contra él.

Respiré hondo para aplacar las emociones que luchaban por salir.

  —¿Viniste hasta aquí, desde lejos, solo porque no supiste nada de mí en solo... tres días? Mamá, ya no soy una niña.

 —¿Y qué querías, qué me desentendiera por completo?

—No, pero sí que me des un poco de... libertad.

Su rostro se tornó sombrío otra vez. Esperó unos segundos antes de volver a hablar con un tono más grave:

  —Creo que lo mejor es que volvamos a casa.

—¡¿Qué?!

—Es obvio que este campamento te está comiendo viva —me señaló—. No puedo dejar que sigas un minuto más aquí. Nos vamos ahora mismo.

  Fue la gota que derramó el vaso.

—¡No, mamá! ¡Yo no voy a ninguna parte! —Me crucé de brazos.

Ella me miró consternada por mi reacción.

—Claudia —pronunció persuasivamente—, este lugar te está haciendo daño. Te está… te está cambiando.

Apreté los labios. Odiaba que me dijera aquella frase cada vez que yo exhibía algún comportamiento que no era de su agrado.

  No sé si fueron mis frustraciones desde antes del campamento, los sucesos de la última semana, la impotencia que sentía ahora mismo, o la sumatoria de varias, lo que me hizo estallar.

—¡No! ¡La culpa es tuya, mamá! —alcé la voz como si ella estuviese a varios metros de mí—. ¡Tú eres quien me ha hecho ser como soy! ¡Me has sobreprotegido toda la vida! ¡Me has hecho débil, insegura y… miedosa! ¡Soy un desastre por tu culpa!

  Sabía que más tarde me arrepentiría de mis palabras pero justo ahora la ira me cegaba:

—¡Déjame vivir! ¡Déjame equivocarme! ¡Déjame hacerlo mal! ¡Déjame...!

Su expresión era de derrota. Nubarrones de tristeza cubrieron sus ojos y finas gotitas de lluvia amenazaban con escapar de ellos.

—¿Soy un monstruo, entonces? —se defendió con la típica frase fatalista.

—No eres un monstruo —dije sin energías y las lágrimas de frustración comenzaron a bajar en cascada—. Pero yo… —No supe cómo completar la frase.

—No sé qué te ha pasado, Claudia —sentenció con una cara de decepción que me destruyó en mil pedazos.

—Que he crecido, mamá. —Fue lo único que pude decir.

Ella suavizó el gesto y tendió su mano hacia mí, pero yo me aparté.

—No, no voy a ir contigo —dije sin titubear—. Me voy a quedar hasta que acabe el campamento.

Ella hizo un último intento de persuasión pero yo no la escuché.
La abandoné a mitad de la frase y salí frenética por la puerta de la recepción, sin siquiera voltear a verla una última vez.
                              
                                  ***
  Había comenzado a llover.

Solo había llovido en el campamento el día que llegamos aquí.

El cielo oscuro, sin luna ni estrellas, era iluminado a cada tanto por un haz de luz, y la lluvia empapaba el césped.

Elevé la barbilla y cerré los ojos para dejar que las frías gotas se mezclaran con las lágrimas.

   Un enorme ejército de jóvenes corría desde el estadio a toda prisa. Algunos intentaban cubrirse de la incómoda llovizna y otros solo reían, bailaban y disfrutaban del mal clima.

  La escena me hizo recordar una frase de Dark hunters:
“Vivir... no es encontrar refugio de la tormenta, es aprender a bailar bajo la lluvia”.

  Aunque supusiera grandes esfuerzos, había llegado el momento en que yo también debía aprender a moverme sola bajo la lluvia.

                                 🌔

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