comienzos
Un día, me encontré inmerso en la reflexión sobre mi futuro. Me cuestioné qué depararía cuando fuera adulto: mis acciones, mi ubicación, mis compañías, y las relaciones que mantendría. ¿Permanecerían las personas que rodeaban mi vida para siempre? ¿Podría mantenerme cerca de mis amigos? Y si eventualmente nos distanciáramos, ¿cómo estarían ellos en ese momento? Estas interrogantes llenaban mis noches de insomnio, atormentando mis pensamientos.
Al siguiente día, experimenté el fuerte impulso del celo de omega. Mi madre me compartió conocimientos sobre esta fase que atraviesan los omegas y alfas. También me habló de la antigua leyenda de los destinados. Fue en ese momento que me quedó claro: a partir de entonces, tendría la capacidad de concebir hijos, de dar vida a mis propios cachorros. Del mismo modo en que mi madre me trajo al mundo, yo también tendría ese poder. Sin embargo, comprendí que debía esperar hasta ser lo suficientemente maduro. Para lograrlo, necesitaría la compañía de un alfa, uno capaz de cautivar a su omega con su distintivo aroma. Mis propios aromas habían cambiado, perdiendo la esencia de la leche y de mis progenitores. Cualquier alfa que se acercara podría iniciar el cortejo.
Desde siempre, el objeto de mi afecto había sido un joven de ojos verdes. Quedaba fascinado por sus rizos, y su sonrisa me cautivaba aún más. Era un buen chico, de eso no había duda. Un día, le prometí que, en el futuro, cuando me convirtiera en omega, lo cortejaría y formaríamos una pareja. Aceptó mi propuesta, pero los padres de él intervinieron cuando se enteraron de nuestro pacto. Nos separaron abruptamente, y lamentablemente, nunca volví a verlo. Sin embargo, su confesión de amor resonó en mí. Yo veía los besos en la mejilla como un gesto de cariño significativo, tal como lo hacían mis padres. Aquel gesto, que él me brindó, lo sentí como algo especial. Mi madre afirmó que estaba incluso más enamorado de él de lo que yo creía. Confiaba en que nos reencontraríamos y guardé la esperanza de que él también pensara en mí.
Viví un período de tristeza profunda, durante el cual lloré y compartí mis emociones con mi madre. Desde que perdí la esperanza, ella me recordó lo vulnerable que puede ser el corazón de un omega adolescente. Me animó a darme tiempo y amor, recordándome que era joven y que podía encontrar la felicidad, con o sin omega o alfa, siguiendo los anhelos de mi corazón.
Con el paso de los años, mi omega y yo redescubrimos el amor. Me entregué completamente, y un alfa cautivador me cortejó, llenándome de sueños y esperanzas renovadas. Una vez más, me sentí especial, y su amor, así como su aroma, se convirtieron en mi debilidad. Nos sumergimos en una relación que parecía destinada. Nuestras afinidades y comodidades mutuas confirmaban que estábamos hechos el uno para el otro. Mientras algunos opinaban que era solo un romance fugaz debido a mi juventud, y cuestionaban la diferencia de edades entre nosotros, continuamos construyendo un sueño compartido. Entre esos sueños, estaba la idea de adquirir un apartamento juntos y tener un bebé. En un momento crucial, él confesó su deseo de ser padre, no solo por la insistencia de su instinto alfa, sino también por su sincero anhelo. Nuestro compromiso se solidificó aún más, y decidimos casarnos para embarcarnos en la aventura de formar una familia.
Sin embargo, cuando nos sometimos a los estudios necesarios para concebir un cachorro, la noticia que recibí me dejó devastado: era infértil.
Sentí una profunda tristeza cuando el silencio en la habitación, aún impregnada con nuestros aromas, se volvió un vacío palpable. La realización de que no podría concebir cachorros, experimentar la maternidad biológica y ver el deseo frustrado de mi omega por tener descendencia, me abrumó. Mis lágrimas se derramaron, y estaba en pleno derecho de llorar. Mi alfa empezó a distanciarse, mientras yo me sumía en una especie de indiferencia resignada. Me culpé a mí mismo y también culpe al destino.
Durante nuestras conversaciones, comprendí que lo que más nos había unido como alfa y omega había sido el anhelo compartido de tener una familia. Él mencionó que la edad le impulsaba a formarla. Poco a poco, comenzó a desvanecerse, desapareciendo como un eco lejano. Me sentí traicionado cuando me envió los documentos de divorcio, citando mi infertilidad como la razón única. La marca que había dejado en mí se borró y, con el tiempo, su aroma también se desvaneció. Finalmente, la separación se volvió física cuando me vi junto a mi abogado, firmando el acta de divorcio. El vínculo que compartíamos se rompió, y ya no volví a verlo.
Mi omega y yo compartíamos un deseo común: el deseo de empatía y comprensión. Ambos sufríamos. Me convencí de que era necesario dejarlo marchar, dejar atrás el sueño de tener hijos. Acepté la situación, asumiendo que la lucha interna me consumía. Decidí concentrarme en mi bienestar físico y emocional, explorando nuevas formas de vida y perspectivas que me permitieran sanar y seguir adelante.
Al traspasar el umbral de su propiedad, quedé sorprendido por la elegancia contemporánea de su hogar, que fusionaba a la perfección las líneas limpias del diseño moderno con la rica herencia de la arquitectura coreana. El jardín, meticulosamente diseñado, presentaba un equilibrio entre la naturaleza y la geometría, con un césped exuberante que contrastaba con los elementos de piedra y agua que decoraban el paisaje.
Al ingresar, la fusión de lo antiguo y lo nuevo se manifestaba con encanto. Elementos de madera tallada y celosías, tradicionales en la arquitectura coreana, coexistían armoniosamente con las líneas limpias y minimalistas de muebles y accesorios modernos. La luz natural fluía a través de las amplias ventanas, iluminando espacios donde la artesanía tradicional se entremezclaba con toques de lujo contemporáneo.
La inesperada presencia del niño me tomó completamente desprevenido, generando una momentánea confusión en mi mente. Mi alfa había mencionado que se ausentaría por un momento y me dio la libertad para explorar el lugar. Así que, mientras me encaminaba hacia la sala, jamás imaginé encontrarme con aquel pequeño chico que, a simple vista, no debía superar los seis años de edad. Sin embargo, sus ojos, grandes y radiantes, rebosantes de esa ternura y curiosidad tan propia de la infancia, parecían examinarme minuciosamente. Quedé perplejo, preguntándome qué podría estar ocurriendo, y antes de que pudiera articular una respuesta, su voz resonó nuevamente en el ambiente, desentrañando un discurso curiosamente inocente.
─¿Eres una especie de ladrón o algo así? Voy a gritar si te acercas, ─ dijo el niño con una mezcla de timidez y determinación. Sus palabras me tomaron desprevenido, y antes de que pudiera responder, continuó hablando, revelando una mente curiosa y enérgica.─Para ser un ladrón, no eres muy listo. ¿Dónde está tu antifaz? No pareces sospechoso en absoluto. No eres bueno en esto, pero no te preocupes, yo tampoco soy bueno en varias cosas, como encontrar al gato. Siempre termino encontrándolo, pero no lo toco. Se ve tan tranquilo durmiendo. ¿Los ladrones también duermen? Me dijeron que casi no conozco a ninguno. Me pregunto si siempre están dormidos o simplemente no quieren trabajar. Papá trabaja muy duro, quiero ser como él. ¿Eres algún amigo de papá?
A punto de responder a la curiosidad insaciable del niño, otra voz, igual de infantil, se sumó al diálogo, generando una escena aún más desconcertante. Dos niños, idénticos en apariencia, interactuaban ante mí. Mientras los observaba detenidamente, capturé la similitud sorprendente que compartían con mi alfa, sus ojos, esos mismos ojos de cachorro que irradiaban genuina curiosidad y expectación.
─¿Con quién hablas?─ preguntó el segundo niño, su voz añadiéndose al intrigante encuentro. Y ahí estaba, otro chico que se materializó de manera inesperada, cuyos rasgos eran prácticamente espejo de su acompañante. La escena generó aún más preguntas en mi mente, provocando una sensación de asombro y desconcierto.
─Parece que es un amigo de papá,─ comentó el primer niño con una seguridad palpable en sus palabras. Pero el segundo niño, en contraposición, no parecía estar tan seguro de esta premisa.
─Amigo o no de papá, no es nuestro amigo,─ replicó el segundo, con una pizca de desconfianza evidente en su voz. Era evidente que había una dinámica particular entre estos dos niños, cuya apariencia compartida y distintas actitudes generaban un misterio intrigante.
Mientras la escena se desenvolvía, la voz de mi alfa resonó en el espacio, acercándose desde la distancia con un aire de alivio palpable en sus palabras. Su presencia llenó la estancia, y en ese momento pude percatarme de que ambos niños compartían los mismos ojos que mi alfa, aquellos ojos que irradiaban una inocencia y una curiosidad capaces de encender cualquier ambiente. Su sonrisa reflejaba un orgullo indiscutible, como si estuviera complacido por la interacción entre sus dos hijos, cuyo parecido inconfundible dejaba en claro que eran una parte fundamental de su vida y su mundo.
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