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5. Olvido, parte 3.

VICENZO:

Todavía no he aceptado el hecho de que quizás antes de perder la memoria era un criminal bajo las órdenes de Arlette, pero definitivamente no era un profesor de educación física. Por alguna razón los niños empiezan a llorar cuando les digo, de la mejor forma, que lo están haciendo mal y que deben mejorar o morirán de un infarto antes de llegar a los sesenta. La mayoría de ellos nunca ha escuchado hablar de la muerte o la han experimentado, así que se asustan con mis palabras, pero necesitan una dosis de realidad que claramente sus padres no le proporcionan. Después de que hago llorar a un pequeño grupo de kínder que se reúne para compartir sus lágrimas, mis ojos viajan a la única niña que es capaz de mirarme fijamente. Su cabello está atado en una coleta en la cima de su cabeza y se encuentra utilizando un conjunto deportivo rosa de algodón. Un diamante, el cual ya no estoy seguro de que sea inmitación, cuelga de su delgado y pequeño cuello. Su expresión es enojada.

Contengo el impulso de sonreír porque intuyo que le enojaría más no ser tomada en serio.

—¿Por qué es tan malo con mis compañeros, señor? —pregunta—. Ellos son niños pequeños.

Me encojo de hombros.

—Tú también eres una niña pequeña y no te veo llorando como ellos.

Su barbilla se eleva de una forma que trae ardor a mi pecho y no sé por qué, pero no tiene que ver con ella.

—Mi mami es Arlette Cavalli y mi papi era la muerte antes de perder la memoria. No te tengo miedo.

Bajo mi portafolio, casi cediendo al impulso de sonreír.

—Tu padre era la muerte, ¿eh? —Asiente y me arrodillo frente a ella—. ¿Qué significa eso, Lucrezia?

Es la más pequeña de los Ambrosetti Cavalli, así que tengo más posibilidades de sacar una respuesta verídica de ella porque no se dejará influenciar por su madre como probablemente puede suceder con sus hermanos.

Tras mi pregunta Lucrezia se inclina hacia adelante como si fuera a contarme un secreto.

Contengo la respiración al pensar que quizás podré tener por fin una pista real sobre mi vida.

—No puedo decirlo —murmura—. Vivo en dos mundos, señor, y en este mi mami maneja los negocios de mi abuelo Carlo y mi papi tiene un restaurante con la mejor pizza de Chicago.

Mi frente se arruga al comprender que esa esa es la respuesta que probablemente le da a todos sobre sus padres.

—¿Qué debo hacer para que me digas lo que pasa en el otro mundo?

Sus enormes ojos azules brillan con duda.

—No puedo seguir hablando de eso con extraños o mami se enojará.

—No soy un extraño —gruño—. Soy...

—El señor profesor de educación física que hace llorar a mis compañeros —recuerda, su mirada molesta.

Suspiro.

—¿Por qué no hacemos un trato? —Guarda silencio sin acepar, pero tampoco sin negarse, y prosigo—. Enséñame el otro mundo y dejaré de molestar a tus débiles y sensibles compañeros, Lucrezia. Lo prometo.

Niega.

—Eso no es suficiente.

—¿No?

—No.

—¿Qué más quieres, pequeña?

—Quiero una cena romántica —susurra, lo que por unos segundos me parece tierno—. Entre mi mami y tú.

Me levanto y retrocedo.

—¿Tenía entendido que tu madre era una mujer casada?

Ahora es viuda —contesta en italiano, sorprendiéndome tanto por la fluidez con la que lo habla como por el hecho de que yo lo entienda—. Ten un cita romántica con ella y te diré todo sobre el otro mundo.

Niego.

Estoy seguro de que no soy su tipo.

Bueno —empieza a alejarse—. Entonces no te diré.

No he tenido mucha suerte con sus otros hermanos, es como si su madre les hubiese prohibido responder a mis preguntas, lo cual no tiene ningún tipo de sentido si sus intenciones son que recuerde el pasado. Es por ello que Lucrezia es, en este momento, mi única opción. He visto a Arlette incontables veces desde que me fui de casa debido a su persecución. Una vez más no supondrá ningún cambio. La diferencia, sin embargo, es que después de que se deshiciera de la secretaria de San Antonio de esa manera sé a ciencia cierta lo que puedo esperar de mi esposa. Todo, puesto que no tiene ningún límite moral o humanidad.

Acepto —murmuro, haciendo que se detenga.

—¿En serio? —pregunta y sus ojos están llenos de tanta luz que me siento mal por casi haber dicho que no.

Afirmo.

—Pero tendrás que ayudarme a escoger qué usar. —Lucrezia asiente, saltando hacia mí con emoción—. ¿Crees que tu madre se moleste si te fugas de la escuela un momento? Después de todo papá no es un chico malo.

—No —acepta tomando mi mano—. Mi papi es el más malo de todos. —Me detengo para tomarla en brazos tras lanzar el portafolio al suelo y Lucrezia me abraza—. ¿Podemos llamar a mi mami primero? Si no le decimos que saldré contigo y viene por mí y no estoy, se enojará y mami es un poco escalofriante cuando se enoja.

—¿Un poco? —pregunto haciendo sonidos contra su mejilla, a lo que se retuerce y chilla.

Los demás niños nos miran con asombro y uno de ellos corre en nuestra dirección. Mi mandíbula se aprieta ya que se trata de uno de los amigos de Lucrezia que siempre ronda alrededor de ella. Su nombre es Daniel y corre hacia nosotros sosteniendo una flor rosada que acaba de tomar de un arbusto junto a la cancha techada.

—Lucrezia, ¿a dónde vas? —pregunta, a lo que mi hija se retuerce para que la deje en el suelo.

No lo hago.

Puede estar enojada conmigo, yo puedo estar enojado conmigo mismo por no recordar nada, pero no quiero que vaya hacia dónde está ese niño. Se termina inclinando hacia él para aceptar la flor y colocarla en su oreja.

Al chico le salen corazones por los ojos.

Eso puede volverse literal si continúa tras mi hija, dice esa voz haciendo alusión a que podría sacarle el corazón por los globos oculares al pobre niño de continuar mirando a Lucrezia de esa manera.

—Me voy a escapar con un chico malo —responde de forma un poco retadora a detenerla, su barbilla nuevamente arriba de forma altiva. Esa es mi chica—. ¿Por qué?

Daniel niega.

—No puedes hacer eso. Puede ser un secuestrador y lastimarte.

—Soy su maldito padre —gruño empujándolo fuera de mi camino, a lo que cae en el suelo y llora.

Lo que sea que habite en mi interior ronronea con satisfacción.

Lucrezia se tensa, enojada, y no es hasta que cierro mi casco sobre su cabeza que me dirige la palabra.

Intento que no me afecte el hecho de que no me habló por un momento por ese bastardo y la escucho.

—No llamaste a mi mami.

Me encojo de hombros, sentándome tras ella y rodeándola con mis brazos para tomar el manubrio.

—Estoy seguro de que no tengo que hacerlo. Tu madre ya debe saber.

Por el espejo retrovisor veo cómo sus labios se curvan con emoción cuando acelero, pero sus ojos azules como el fondo de cualquier océano están sumamente preocupados.

*****

Nuestro viaje al centro comercial, en el que seguí sin sacarle información a Lucrezia porque dijo que no dirá nada hasta que tenga la dichosa cita con su madre, solo sirvió para que llenara mis brazos de cosas que estoy seguro de que no necesita, pero a las que no pude negarme porque para algo deben servir los millones de dólares de dinero sucio en mi cuenta bancaria. Un unicornio de felpa de su tamaño. Tutús. Zapatillas. Tiaras y joyería que definitivamente no es imitación. Es dulce, pero también es exigente. Cuando le sugerí comprar algo de plástico porque pensando con coherencia es un poco peligroso que una niña de cuatro años lleve tanto dinero encima, arrojó la pieza que le tendí al suelo, la aplastó con su pie y empezó a llorar porque la había ofendido.

Solo se calmó al entrar en Cartier.

Su enojo se deshizo por completo en Tiffany's.

—Esta es linda para ti —dice colocando un brazalete que ni siquiera le quedará hasta dentro de unos años alrededor de mi muñeca. Estamos comiendo helado, el tercero para ella, en un lindo restaurante en el centro comercial. Su boca está llena de chocolate blanco, helado que hice que consiguieran para ella porque no estaba en la carta y estaba cansado de caminar para ir a otro lugar, y aún así continúa hablando como si fuera una pequeña princesa en una corte. La manera en la que se sienta con la espalda sumamente recta y la delicadeza de sus movimientos me dejan sin palabras—. Cuando mi mami te vea con eso te amará porque ama los diamantes.

Pongo los ojos en blanco.

—¿No se supone que ya me ama?

Deduje que su amor obsesivo era la razón por la que no me podía dejar ir.

Lucrezia me ve como si me hubiera vuelto loco.

—Está enojada porque te fuiste de casa. No creo que te ame mucho ahora, pero eso podría cambiar...

—Si le regalo diamantes, ¿no?

Lucrezia asiente.

—Sí, pero estos son muy pequeños. —Sentada en la mesa, mira todo lo que compró—. Necesitas uno más grande. Mami tiene muchos de estos que no utiliza y me regala para jugar.

El más grande no es precisamente pequeño. Está en una tiara y la piedra principal abarca mi mano.

—¿Sabes dónde puedo comprar uno más grande? —Asiente—. Si lo hago y le doy un diamante a tu madre, ¿podrías responder a algunas de mis preguntas? Prometo que no me las acabaré todas.

Algo me dice que a pesar de su edad no se dejará estafar por mí o se quedará sin cartas con las que jugar.

—Hecho. —Se levanta sobre el asiento, bajándose luego colocando un pie en suelo y después otro—. Pero vamos a comprarlo primero. ¿Yo puedo escogerlo, señor?

Tomo su unicornio de felpa y sus joyas. Mi mandíbula se crispa ante la palabra señor, pero tomo su mano y su calidez me hace olvidar cualquier duda que tenga sobre nuestro vínculo.

Puedo tener dudas sobre muchas cosas, pero no sobre mi paternidad.

—Claro que sí.

Lucrezia alza su rostro para sonreírme, pero no hemos dado ni siquiera un par pasos fuera del restaurante cuando su felicidad se transforma en dolor y su cara se contrae. Se dobla sobre sí misma y llora. La urgencia se apodera de mí, sin entender qué mierda sucede. Mientras intento que me diga qué sucede echo un vistazo por el restaurante en busca de algo, de alguien que le haya hecho algo, pero todo está igual.

Si hubiera sido envenenada los meseros habrían huido, ¿no?

—¿Qué sucede? —exijo con voz ronca—. Dime para que pueda solucionarlo.

—Me duele mucho mi pancita —llora.

El helado.

—¿Puedes caminar? —Niega—. Ven aquí.

Alza sus brazos y cargo con ella. Continúa sollozando y retorciéndose. Le duele tanto el estómago que ni siquiera se queja cuando arrojo su unicornio de felpa a un canasto de basura para poder con su peso. En la salida estoy por detener un taxi porque no hay manera en la que pueda llevarla así en mi motocicleta, pero una camioneta de vidrios oscuros se detiene frente a mí. Sé quién es antes de que baje la ventanilla.

—Fue demasiado helado —dice Arlette, su voz controlada y oscura, cuando le doy a Lucrezia.

Mi hija se abraza a su madre. Me echo hacia atrás pensando que lo mejor que puedo hacer es alejarme porque su dolor es mi culpa, pero su mano se cierra alrededor de mi camisa y solloza todavía más fuerte mientras niega.

—No te vayas, papi. Me duele mucho.

Tomo una honda bocanada y miro a Arlette para saber si esta tiene algún problema con que vaya con ellas porque no hay manera en la que pueda decirle que no a Lucrezia. Esta asiente y se presiona más contra la puerta, dándome espacio. Le doy las llaves de mi motocicleta a uno de sus escoltas para que la lleve a dónde sea que vayamos y acaricio el pie de la pequeña princesa de cabello blanco que se estremece en contra de su madre. Esta lleva un sencillo vestido blanco sin mangas que se ciñe a su figura por debajo de un abrigo del mismo color y un par de guantes de cuero. Tacones. La sencillez con la que se viste el día de hoy es opacada por un par de aretes colgando de sus oídos que me hacen darle la razón a Lucrezia.

Aparto mi mano del tobillo de Lucrezia al sentirlo caliente y al verla estremecerse con escalofríos.

No sé de dónde vienen mis palabras, pero al parecer mi viejo yo sabía mucho de anatomía.

—¿Dónde te duele? —le pregunto alzando su suéter, a lo que gimotea y señala su abdomen bajo, hacia su ombligo y luego hacia la parte derecha. Me echo hacia atrás cuando vomita repentinamente, manchándome, y me quito la camisa para limpiarla con el lado que no se ensució—. ¿A dónde vamos en este momento? —le pregunto a su madre, quién no hace más que mirarme fijamente y a nuestra hija.

Está en una especie de estado de shock.

—A la mansión —responde—. Ya llamé al médico de la familia.

—¿En la mansión tienes los implementos para hacer una apendicectomía?

Arlette me mira fijamente. Sus ojos son del mismo color que los de Lucrezia, pero se ven mucho más oscuros.

Sin inocencia.

—No, pero puede conseguirse. —Mira a nuestra hija, acariciando su cabello, y luego a mí—. ¿Cómo sabes lo que tiene, Vicenzo? No estudiaste medicina y de haberlo hecho estoy segura de que no lo recordarías, ¿no? —Su mandíbula se aprieta—. No sacaré conclusiones precipitadas hasta que la vea un médico de verdad.

—Ese médico de verdad del que hablas podría tardarse horas en diagnosticarla y más horas en hacer un quirófano clandestino para nuestra hija —gruño—. Da media vuelta y vayamos al hospital.

Su mandíbula se aprieta y niega.

—Cada vez que hacemos uso de los servicios públicos hay un riesgo, muerte.

—¿Un riesgo que podrías hacer desaparecer con un donativo? —pregunto y no responde.

Es tan malditamente terca.

Mi cuerpo empieza a temblar con ira, pero la sangre también se dirige a mi polla.

Estoy seguro de que nuestro matrimonio no era precisamente tranquilo.

—Da media vuelta y dirígete al hospital —ordeno, mi tono de voz oscuro—. O tendremos un problema.

Su expresión se crispa.

Por tu culpa ella está así. No me das órdenes.

Eso no decías cuando pedí ver tus tetas.

Sus mejillas se sonrojan y su respiración se atasca, pero antes de que pueda decir algo al respecto nuestra hija lanza un grito aterrador que nos paraliza a ambos y decido que he tenido suficiente. Sigo la coreografía que luce sencilla dentro de mi cabeza y me extiendo para robar el arma en la cinturilla del pantalón de quién conduce. Le disparo en la pierna. Grita, Lucrezia solloza, y luego le disparo al otro. El vehículo se sacude y presiono la punta del cañón contra su cabeza, diciéndole que baje la velocidad a menos que quiera morir.

Los apunto hasta que se arrojan a sí mismos fuera del vehículo.

Paso rápidamente al siento piloto y doy media vuelta en U, mis dientes apretados ante los gritos de mi bebé.

Arlette debe estar igual de preocupada que yo al escuchar a Caos ya que definitivamente eso no lo ocasiona un simple malestar por comer helado, por lo que no dice nada mientras conduzco hacia el hospital y me da indicaciones sobre cómo llegar más rápido, violando varias leyes, que no indica el GPS.

—Todo está bien —le promete a nuestra hija de forma torpe cuando la depositan en una camilla, como si una naranja tuviera más instinto maternal que ella—. Te operarán, arreglarán lo que está mal y estarás bien de nuevo. Solo abrirán tu cuerpo por unos minutos y luego lo cerrarán. Tendrás una cicatriz pequeña, Lucrezia, y ya.

Pero sus palabras solo aterran a nuestra hija, quién empieza a temblar con miedo.

Sus dientes castañean debido al dolor que siente y me mata no poder hacer nada para calmarla.

—Quiero a mi papi, no a ti, mami —llora—. Ya no me duele. Quiero ir a casa. No quiero que me abran.

Sus palabras me rompen el corazón, puesto que es evidente que le duele, pero Arlette la asustó con su sensibilidad envidiada por cualquier maldito cactus.

—No te abrirán —le prometo acariciando su cabello blanco—. Te dormirás para que puedan arreglar lo que está mal sin que te moleste y luego despertarás como en un cuento de hadas. La Cenicienta, ¿no? O Blanca Nieves. Aunque tu cabello es largo como Rapunzel, pequeña. Deberías vivir en una torre donde nadie te haga daño. La haría para ti con mis propias manos si pudiera y solo las personas que te aman podrían subir a ella. Papá las escogería y por supuesto que Daniel no entraría en la lista. Esa sabandija. —Ríe forzadamente, pero sus ojos siguen llenos de lágrimas y continúa viéndose asustada, así que miro de reojo a su madre, quién se ha detenido en medio del pasillo para mirarnos. Dejó de seguirnos una vez Lucrezia le dijo que se alejara. Su expresión se ve sumamente herida y aunque no debería importarme porque es una perra psicópata sin escrúpulos, tengo la certeza de que ama a nuestros hijos—. Mientras tanto tu mamá y yo tendremos esa cita.

¿En serio? —pregunta, sus ojos brillosos, y afirmo.

—Le daré uno de tus diamantes, ¿crees que se enoje?

Me sorprende negando. Una enfermera pone una mascarilla sobre su rostro y sus párpados aletean al oler el gas.

No. Ella te perdonará. Siempre lo hace.

Beso su mano.

Estaré esperando aquí por ti... caos.

Sus ojos se llenan de vida al oírme decirle de esa manera, lo que no sé de dónde vino, e intenta incorporarse para alcanzarme, pero la anestesia termina por ganar su lucha. Veo cómo se la llevan directamente a quirófano porque el doctor confirmó mi diagnóstico a penas la vio. El hospital está lleno de escoltas y el médico de la familia pasa junto a mí en un traje quirúrgico para supervisar el procedimiento por sí mismo. Una vez la camilla con caos desaparece tras un par de puertas dobles, me giro para enfrentar a Arlette. Esta sigue en trance.

La asusté.

Sí, necesitas ser un poco más sutil, pero sé que esa no fue tu intención. —Se lo prometí a mi hija, así que suspiro antes de cumplirlo—. Hay un café aquí, ¿no? Podemos beber algo si quieres.

Al igual que los de una niña, que los de nuestra hija, sus ojos se alumbran.

¿Es una cita?

Afirmo, una extraña sensación cerrando mi garganta.

No sé dónde me estoy metiendo. Solo sé que no quiero seguirle fallando a mi familia.

Si debo sacrificarme a mí mismo para lograr que mis hijos me perdonen y para estar ahí para ellos, que así sea.

Sí. 


¡Hola! Espero que el capítulo les haya gustado. Recuerden darle amor si quieren que siga subiendo extras. Pronto retomaré Francesco y pronto tendrán nuevas noticias sobre MC

Love u 


Les dejo adelanto sobre cómo empieza el próximo extra (ya me muero por escribirlo): 


Mi idea de una cita en la cafetería de un hospital mientras intervienen quirúrgicamente a nuestra hija es simple.

La de Arlette no tanto. 

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