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EPÍLOGO

Con el abastecimiento de provisiones, el rey de Navarra no perdió el tiempo en regresar con su ejército. Así que cuando Diego y Juan llegaron a la villa, fue demasiado tarde para encontrar a Vandelvira. Después de un par de horas, no habían conseguido dar con él. Preguntaron a los pocos aldeanos que habían quedado y solo uno pudo confirmar lo que ya presuponían: Vandelvira se había marchado en las filas de las tropas navarras.

—¿Lograremos darle alcance? —preguntó Diego.

—No lo sé. Sin embargo, aunque les siguiésemos los pasos, no podemos adentrarnos en el grueso de la batalla; alguien podría sospechar de nosotros y nos expondríamos casi a una muerte segura. Habrá que esperar el momento idóneo para pillar desprevenido a Vandelvira.

—¿Tendrá paciencia vuestra hermano para esperarnos?

—¡Si no la tiene, tendrá que tenerla! No le queda más remedio que esperar y además, espero que mi cuñada ponga algo de su parte...

—¿A qué os referís?

—Cuando nombré a Vandelvira palideció. Teme a ese desgraciado y sé que hará todo lo que esté en su mano para que mi hermano no se aventure a hacer una tontería.

—La pregunta es si vuestro hermano tendrá la paciencia necesaria para esperarnos. Espero que no nos siga.

—Aunque no la tuviese, jamás dejaría desprotegida a su esposa y a su hija. Se morirá de impaciencia pero se quedará donde les dejamos. Lo conozco demasiado bien. Acaso... ¿lo haríais vos?

—¿El qué? ¿Dejar a Clara María y a mis hijos abandonados a su suerte en medio de un monte...? Si ya me conocéis y sabéis la respuesta, ¿para que preguntáis? Vos, no estabais cuando llegué a palacio, malherido de aquella emboscada acompañado del traidor de mi padre, con la única ilusión de ver a mi hijo y a mi mujer. Cuando no pude hallarlos... pensé que me moría de la angustia y la desesperación. ¡Y pensar que la había dejado bajo el cuidado de mi padre cuando en realidad, no pude exponerla a mayor peligro! Enterarme de la traición de mi padre, fue uno de los peores momentos de mi vida. Y cuando no pude recuperarla de las garras del Molina... —Diego soltó un fuerte suspiro recordando aquellos días, incapaz de seguir hablando—. Puedo ponerme en el pellejo de vuestro hermano e imaginarme la desesperación de Antón cuando malherido vio cómo se llevaban a su mujer. Me pone el vello de punta, solo de pensarlo.

—Ha sido una estupidez de mi parte recordaros aquellos momentos.

—Por eso debemos zanjar este asunto. Ninguna de nuestras esposas tendrá jamás que temer a ningún desgraciado si podemos remediarlo.

—¡Que así sea! —exclamó Juan—. Debo confesaros que tengo ganas de verme de frente con ese tal Vandelvira. A punto estuvo de arrancarle la vida a mi hermano y no le daré otra oportunidad —sentenció Juan mirando al frente mientras cabalgaban e iniciaban camino en pos del ejército navarro.


La devastación del campo de batalla no dejó indiferentes ni a Diego ni a Juan. Y eso, que solo habían pasado de hurtadillas por el límite de donde se desarrollaba la sangrienta lucha. Disfrazados de nuevo como falsos monjes, se disponían casi a entrar en las dependencias donde llevaban a los malheridos cuando escucharon los gritos, los llantos desesperados y los lamentos de los moribundos que permanecían en el interior. El olor a carne quemada y a sangre era nauseabundo.

—Buscamosa un herido —le dijo Juan a uno de los hombres que pasó casi corriendo por delante de ellos.

—¿A un herido decís...? ¡Hay pocos aquí! —contestó de malos modos el hombre—. No molestéis a los que estamos trabajando y poneros a hacer vuestro oficio, monje. Estos hombres necesitan la extremaunción... ¡Aquí hay tajo! ¡Podéis empezar por allí! —señaló el hombre sin reparar en las caras asombradas de ellos.

Una vez que se hubo alejado, Diego exclamó:

—¡Sabía que esto ocurriría tarde o temprano! Una cosa es ir vestidos de monje, pero otra... ¿No os atreveréis a fingir el santísimo sacramento?

—¿Nos queda otra opción? Necesitamos hallar a Vandelvira. Si cayó herido, debe estar aquí. Y no temáis, si nosotros no le damos el sacramento, pasarán a otra vida de la misma manera.

—¡Pero no somos sacerdotes! ¡Menudo sacrilegio!

—¿Mayor que rematar al fulano ese? No somos santos Diego, pero espero que Dios me perdone por acabar con ese asesino... al fin y al cabo, haremos una buena obra librando al mundo de semejante sujeto, ¿no...?

—¡Sois de miedo! ¡Deberíais escucharos! —alegó Diego sin poder creerse lo que iban a hacer.

—¡No tengáis tantos remilgos! Os asusta más ayudar a estas pobres alma a alcanzar la gracia de Dios, que mancharos las manos de sangre con Vandelvira. ¡Me parece que después de todo, se os ha pegado algo de vuestra esposa! ¿No fue acaso...?

—¡Ya, ya, ya...! ¡Dejad de nombrar a mi esposa y hagámoslo! Ya sé a que se refiere vuestro hermano cuando dice que sois muy gracioso. Pasad delante de mí y acabemos con esto cuanto antes. ¡Hay que encontrar al Vandelvira ese!

Sin pensar en nada más, los dos hombres se adentraron y empezaron el sagrado cometido.

Llevaban más de dos horas perdonando los pecados de aquellas moribundas almas, dándoles el último sacramento a aquellos soldados cuando llegaron a los pies de uno de los malheridos.

—¿Cómo os llamáis hermano? —preguntó Juan al hombre.

Una voz detrás de él, contestó a su vez:

—Perdéis el tiempo. No puede contestaros. Está en las últimas —dijo un cirujano que lo había escuchado.

—¿Quién sois vos? —preguntó Juan levantando el ceño.

—Uno de los cirujanos, hermano.

—¿Y sabéis por casualidad cómo se llama?

—Sí, cuando lo trajeron podía hablar. Creo que dijo que se llamaba Vandelvira... este soldado no era de por aquí. Parecía de tierras castellanas... Además, vos habláis con el mismo acento que él. Sí, tenéis el mismo tono de voz —asintió el hombre sin darle mayor importancia.

Antón que había escuchado el nombre, se acercó también al rudimentario camastro y observó la cara del moribundo.

—¿Estáis seguro que no vivirá? —preguntó Antón.

—Tan seguro como para aseguraros que eso que escucháis, son los estertores de la muerte. Mirad y comprobarlo vos mismo —dijo acercándose al malherido, levantando la sabana que ocultaba sus heridas.

Tanto Juan como Antón, observaron el boquete que tenía en un costado. Y como si lo hubiesen hecho a propósito, Vandelvira exhaló su último aliento.

—¡Os avisé! Dadle la bendición al pobre desgraciado porque sus ojos no volverán a abrirse en esta vida.

Juan levantó entonces el brazo y haciendo la señal de la cruz, pensó para sí mismo:

—¡Que paséis a mejor vida, miserable! Ya no volveréis a hacer daño a ningún miembro de mi familia.

Y sin más, se volvió y le dijo a Antón:

—Hermano, marchémonos de aquí. Ya hemos hecho nuestra labor.

—Amén... —susurró Diego.

Tres días después, Antón no aguantaba el desazón de no saber nada de Diego y Juan.

—Por más que miréis ese camino, no llegarán antes... —aseguró Elvira.

—No entiendo por qué tardan tanto. Deberían estar aquí. Espero que mi a mi hermano y a Diego no les haya ocurrido nada.

—¿Estáis de coña? —preguntó Juan girando en un recodo de la senda.

—¡Juan! ¡Diego! ¡Gracias a Dios! ¡Por fin habéis llegado! —suspiró aliviado Antón.

—Ya estamos aquí hermano... sabía que os desesperaríais al no vernos llegar, pero no tuvimos otra opción —dijo Juan abrazándose a Antón durante unos segundos.

—Habéis tardado tres días...

—¿Y...? ¿Pensabais que vuestro hermano ingresaría en las filas del ejército navarro?

—Tantas tonterías habéis hecho, que podía esperar cualquier cosa de vos —añadió bromeando Antón.

—¿Todavía tenéis ganas de bromear? —preguntó Juan con una sonrisa.

—Ahora que estáis aquí, si... pero si llegáis a venir antes, os aseguro que no tenía tantas ganas de guasa.

—Le dije a vuestro hermano que os preocuparíais al no vernos regresar —apuntó Diego.

—¿Habéis...? —empezó a preguntar Antón.

—Ya no tenéis que preocuparos más por ese canalla. Pasó a mejor gloria.

—¿Lo matasteis? —preguntó Antón insistiendo.

—No hizo falta —intervino Diego en la conversación—. Cayó herido en batalla y el cirujano que lo atendió no pudo hacer nada por él. Vuestro hermano llegó a tiempo de darle el último sacramento.

—¿El último sacramento...? —preguntó extrañado Antón.

—Sí, luego os contaré todo —dijo Juan mirando de refilón a su cuñada—. ¡Elvira! ¿Cómo os encontráis? ¿Y mi sobrina?

Elvira que había escuchado el breve intercambio de frases, tenía sentimientos contradictorios. Se alegraba de que Manuel ya no pudiese hacerles ningún daño, pero la noticia la había conmocionado.

—Mejor, estoy mejor... pero ¿es verdad que Manuel ha muerto?

—Sí, cayó herido en la batalla. Cuando llegamos, estaba a las puertas de la muerte —contestó Juan yendo hacia ella.

Elvira se levantó del suelo y se acercó también a su cuñado.

—Es un alivio que no os pasara nada y que no haya muerto por vuestra propia mano.

—No, no hizo falta. Pero os aseguro que estaba dispuesto a hacerlo. No me hubiese temblado el pulso.

—Lo sé y os agradezco que hayáis hecho un viaje tan largo en nuestra búsqueda.

—¡Sois mi familia! Y por mi hermano y mi cuñada, haría lo que fuese.

Antón acudió junto a ellos bajo la atenta mirada de Diego.

—Gracias, hermano —respondió Antón.

—¿Y ahora? ¿Puedo ver a mi sobrina?

—Por supuesto —contestó Elvira con una dulce sonrisa mostrándole a la pequeña.

Mirándola con atención, Juan alargó los brazos y cogió a la pequeña mientras su madre se la pasaba.

—¿Es bonita, verdad? —preguntó Antón por encima del hombro de su hermano.

—¡Más que vos! —contestó Juan sonriendo.


Ciudad de Úbeda, dos semanas después.

Juan tomó asiento a la cabecera de la mesa, con su padre a la izquierda y su mujer a la derecha. Enfrente, su hermano Antón, estaba junto a su esposa y su hijo Gabriel. Los de la Cueva habían sido invitados pero no habían podido acudir ese día, lamentando no poder compartir la celebración con ellos.

—Es la primera vez que estamos toda la familia reunida... —dijo Juan comprobando el rostro serio de su padre—. ¿Acaso no os alegráis por ello?

El anciano levantó el rostro cuando se sintió interpelado por su hijo mayor, e hizo esperar a los presentes con su contestación.

—No es eso hijo.

—Entonces, ¿qué es padre? ¿Es por vuestra marcha de mañana? Podéis quedaros con nosotros una larga temporada. Aquí no molestáis...

—¡Padre se vendrá conmigo! —aseguró Antón al escuchar el ofrecimiento de su hermano.

—Bueno, será si a él le apetece. Podría quedarse...

—No discutan por mí. Aunque sé que aquí estoy muy bien, echo de menos mi casa.

—Entonces, ¿por qué tengo la sensación que os pasa algo, padre? Pensé que hoy sería un motivo de festejo. Por fin tenemos a Elvira con nosotros. Creí que estaréis más contento...

Durante un segundo, el anciano siguió pensativo sin saber cómo explicar lo que su corazón sentía.

—Siento que la camisa no me coge en el cuerpo, hijo.

—¿Y eso por qué, padre? —preguntó Antón mirándolo extrañado.

—Si hace un par de años alguien me hubiese dicho que hoy estaría con todos ustedes sentado en una mesa, no me lo habría creído. Me parece un milagro que hayan conseguido regresar sanos y salvos y que Dios me haya bendecido con una familia como vosotros. Me da miedo tanta felicidad y tengo miedo que el Señor me lo arrebate todo de nuevo.

—¡Qué tonterías tenéis, padre! ¿Por qué no habría de bendeciros? —preguntó Juan.

Los comensales miraron con detenimiento al anciano, sobre todo su nuera Mencía que lo observaba con afecto. Los días que habían pasado juntos, habían servido para que se conocieran y estrecharan los lazos entre suegro y nuera. La sencillez del hombre y su humildad había hecho mella en el corazón de la mujer.

—Deberías de dejar de interrogar a vuestro padre, ¿No veis que está abrumado...? —le dijo Mencía a su esposo sabiendo que el anciano se echaría a llorar por la emoción de un momento a otro—. Y ahora, deberíamos comer si no queremos que la comida se enfríe...

El anciano agradeció la intervención de su nuera y le contestó:

—Mis hijos son afortunados de tener a dos esposas que los quieran tanto...

—Gracias, padre —le contestó Mencía emocionada.

—Somos conscientes de ello, ¿verdad hermano?

—Ya lo creo, Juan —contestó Antón.

Por debajo de la mesa, Antón cogió con firmeza la mano de Elvira y se la quedó mirando. Y Elvira, extrañada lo miró con curiosidad:

—Quiero a Elvira más que a la vida misma.

Elvira sonrió ante la declaración de amor de Antón, pero la sonrisa de su hijo interrumpió lo que iba a decir.

—Ja, ja, ja... —se rió Gabriel que tenía los ojos como platos observando con detenimiento a sus padres.

—¿De qué os reís, pequeño granuja? —le preguntó Antón a su hijo volviendo la mirada hacia el pequeño.

—De que estáis todos enamorados, padre... hasta el abuelo —aseguró el niño haciendo reír a los adultos.

—No os falta razón, Gabriel. No os falta razón. Estoy enamorado de la familia que tengo —respondió el anciano sonriendo.


Iglesia del Bonillo (Alcaraz).

El sacerdote terminó de echar el agua bendita por la cabeza de Ana, la hija de Antón y Elvira. La recién bautizada, como era costumbre, arrancó a llorar para satisfacción de los presentes, mientras su madre la arropaba e intentaba calmarla y su padre y hermano la miraban con atención. Sus padrinos, los tíos de la niña, Juan y Mencía sonrieron ante la escena y a las pocas personas presentes les hizo gracia las muestras de enfado de la niña que movía con enérgico enfado los bracitos como protesta por la sensación del agua fría en su cabeza. La risa contagiosa de Gabriel se escuchó en la humilde iglesia mientras su padre le advertía silenciosamente que dejara de reírse para que el religioso terminase con la ceremonia.

Una vez que terminó el bautizo de Ana, los presentes le dieron las gracias y se marcharon hacia la casa de Antón y Elvira. Juan y Mencía que habían llegado un par de días antes para la ceremonia del bautizo caminaban cogidos de la mano.

—Me gusta este sitio —dijo Mencía contemplando el paisaje—. ¿Aquí os criasteis vos y vuestro hermano, verdad? —volvió a preguntar con una sonrisa mientras se agarraba al brazo de su esposo.

—Por aquí corríamos de pequeños y veníamos cuando nuestro padre nos mandaba. ¿Os gusta más que Úbeda?

—Me agrada sobremanera la tranquilidad pero sobre todo, me encanta veros en compañía de los vuestros.

—¡Qué son los vuestros también!

—Lo sé... pero ya sabéis a qué me refiero. Esa camaradería que tenéis, jamás la pude ver en mi propia familia. Ese... ese cariño sincero que se tienen. Cada uno daría la vida por el otro. No como mi hermano, que pretendía venderme al mejor postor.

—No quiero veros triste hoy... —dijo Juan besando a su esposa en la mano, a pesar de llevar a su hijo en brazos.

—Si no estoy triste, Juan. Al contrario, hoy es un día muy feliz para festejar. No todos los días podemos ser los padrinos de nuestra sobrina. Simplemente, es que no pensé nunca que podría ser tan feliz en mi matrimonio.

—Si, para que veáis la suerte que tuvisteis de casaros conmigo —señaló Juan bromeando con ella.

—Con que suerte, ¿eh...? Fuisteis vos quien tuvo suerte de casaros conmigo...

—Es cierto. Jamás hubiese imaginado una esposa mejor que vos. ¿Os he dicho que os amo?

—Uhm..., desde ayer, tres veces —sonrió Mencía mirando con adoración a su esposo.

—No me miréis así y seguid caminando, porque si continuáis mirándome de ese modo, creo que llegaremos tarde al convite que nos tiene preparado mi hermano y mi cuñada.

Mencía se avergonzó ante la ocurrencia de Juan, pensando que podían haberles escuchado. Así que con disimulo le dio un codazo y le susurró:

—¡Cómo se os ocurre decir eso! ¡No veis que os van a escuchar!

—Estáis preciosa cuando os sonrojáis —le advirtió Juan soltando una fuerte carcajada.

—Sois, sois...

—Un sinvergüenza. Lo sé, pero esta noche os compensaré por ello.

—¡Juan! ¡Callaros! Que os van a escuchar...

—Nadie se dio cuenta —contestó Juan.

—Os hemos escuchado todo —aseguró la voz de Antón que era amonestado también por su propia esposa.

Los dos hermanos se arrancaron a reír a pesar del bochorno de Mencía y Elvira.

—¿De qué se ríen mi padre y mi tío, abuelo?

—De nada bueno, seguro —le contestó el anciano a su nieto que iban varios pasos por delante del camino—. Seguid andando y no os paréis. Nos está esperando una comida buenísima.

—¿En serio abuelo? ¡Ya tengo hambre!

El abuelo sonrió ante el comentario de su nieto. Con disimulo, el anciano miró detrás de él y no pudo evitar apreciar el sonrojo de su nuera Mencía. Tenía dos truhanes por hijos, sus nueras no estarían aburridas con ellos jamás.

—¿De qué os reís abuelo?

—De nada hijo, de nada. Vos, seguir caminando y así los demás nos seguirán.

Unos cuantos pasos más atrás, Antón le preguntaba a Elvira:

—¿Tendremos otra celebración nosotros?

Sonriendo, Elvira terminó de decirle:

—Por la mirada de pícaro que tenéis, seguro que sí.

—Me alegro que coincidamos en la mismo. Os quiero tanto, Elvira.

—Lo sé, Antón. Lo sé. Igual que os quiero yo.

FIN.

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