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CAPÍTULO 9

<<Quien se conduce con integridad anda seguro; quien anda en malos pasos, será descubierto>>. Proverbios 10:9.

Juan se despertó con la vaga sensación de que algo ocurría. Moviendo ligeramente el brazo, lo sacó de debajo del cuerpo dormido de su nieto y supo que el muchacho seguía dormido sin percatarse de nada. Desde que su madre se había marchado, el niño dormía con él. La primera noche en que su madre se había ausentado, pudo percibir su estado de nervios durante la cena y al comprobar que se había dejado la mitad de la comida, la criatura le había confesado que le daba miedo dormir solo.

     Ya no escuchaba como antes, pero aguzó el oído y un ligero ruido lo alertó de que alguien estaba llamando a su puerta. Levantándose con cuidado, se calzó y salió a la sala, percatándose de que aún era de noche. Otro golpe siguió al anterior.

     —¿Quién anda ahí? —preguntó el anciano inquieto.

     —¡Padre! Somos nosotros... —se escuchó la voz de Antón desde el otro lado.

     El corazón saltó dentro del pecho de Juan al reconocer la voz de su hijo y corrió presto a desatrancar la puerta. En cuanto la abrió, la figura de Antón abarcó casi todo el marco.

     —¡Gracias a Dios, hijo mío!

     —¡Hola, padre! Dejad pasar a Elvira, no puede permanecer apenas de pie —dijo Antón.

      —Si, por supuesto.

     Elvira que había permanecido en segundo plano, entró dentro de la casa cuando Antón se hizo a un lado y saludó al anciano. Antes de pasar, Antón miró hacia la oscuridad, a pesar de que no conseguía ver nada y se aseguró que no los habían seguido.

     —¿Cómo estáis, Elvira?

     —Bien, señor Juan...

      —Todavía no está repuesta del todo, padre. Sin embargo, ya está fuera de peligro. Debe guardar reposo hasta que sane la herida —dijo Antón de malos modos viéndola cojear. La imprudencia de bajarse del caballo para ir en su busca, iba a retrasar su mejoría y Antón se sentía culpable de ello.

     —¿Y Gabriel? —preguntó Elvira sentándose en un banco.

     —Está dormido... —contestó el anciano, prendiendo un candil.

     —¿Os ha dado algún problema? —preguntó Antón.

     —No, para nada. El chiquillo se ha portado muy bien. Estuvo triste e inquieto por su madre pero con el trabajo que le di, estuvo distraído.

     Antón miró a su padre y descansó un poco los hombros por el peso que había llevado esos días, temiendo que les pudiese suceder algo en su ausencia.

      —¿Hubo algún problema? —le preguntó Antón para asegurarse.

      —No, hijo —contestó Juan—. Sin embargo, cuando sea de día, deberíais haceros ver por el pueblo.

     —A media mañana... —le aseguró Antón. Desviando la vista hacia Elvira, pudo detectar las huellas de cansancio en su rostro—. ¿Tenéis hambre?

     —No... —negó Elvira con la cabeza.

     —Os vendría bien comer algo. Apenas habéis probado nada desde que salimos...

     —No me apetece comer nada, Antón. Solo necesito descansar... —aseguró la joven.

     —Acostaros pues... —señaló Juan—. Todavía es de noche y seguro que cuando os levantéis, os encontraréis más descansada.

     —Gracias, Juan. Eso haré... —dijo Elvira levantándose con cuidado—. Si no os importa, pasaré primero a ver a mi hijo... —señaló Elvira encaminándose hacia su alcoba.

     —Gabriel ha dormido conmigo, Elvira —puntualizó el anciano.

     Elvira se volvió hacia el hombre, francamente sorprendida.

      —Le daba miedo dormir solo y a mí, no me importó que se acostara conmigo.

     —Gracias, Juan. Le agradezco que haya hecho eso con mi hijo.

     —Lo hubiese hecho por cualquier criatura pero debo reconocer, que me ha encantado dormir con mi propio nieto —señaló Juan mirándola detenidamente.

     Elvira estaba tan cansada que solo sonrió ligeramente.

      —Lleváis razón. Aun así, muchas gracias —dijo Elvira cuando de pronto se tropezó.

     Antón avanzó un paso hacia ella para sujetarla, pero Elvira lo detuvo.

     —Puedo sola, Antón. Solo es el cansancio —susurró Elvira sosteniéndole la mirada.

      Antón no dijo nada, pero asintió. Siguiéndola con la mirada, la vio entrar en la alcoba donde de su padre y a los pocos segundos, salió metiéndose en su propia alcoba. Cuando cerró la puerta, Antón no pudo quitar la vista de la puerta durante unos largos segundos. Y ese silencio fue muy significativo para los perspicaces ojos del anciano.

     —¡Sentaos, hijo! Os daré algo...

     —No tengo hambre, padre —contestó Antón.

     —No tendréis hambre, pero se os ve cansado y debo curaros esas manos...

     Antón miró de pronto sus destrozados puños.

     —¿Con quién os peleasteis? —preguntó Juan con el ceño fruncido.

     —La pregunta no es con quién, sino con qué... —durante unos instantes, Antón no contestó. Sin embargo, obedeció a su padre y se sentó mirándose las manos.

     —¿Con qué os peleasteis? —volvió a insistir el anciano.

     —Con un árbol, padre. Por no destrozar al mal nacido del Llerena.

     Juan se quedó perplejo al escuchar ese nombre.

     —¡¿Al Llerena?!

     —Si, al Llerena... Sentaos y os lo cuento.

     —Primero iré a por lo que necesito para curaros y luego, podréis contármelo. Por lo que veo, habéis tenido un viaje un poco movido.

      —¡No sabéis cuánto!


En la alcoba, Elvira se despojó de su ropa como pudo y se metió en el lecho. No había estado más cansada en toda su vida. Conocer la ceguera de su padre y saber por su propia boca que les había mentido a Antón y a ella para separarlos, era algo que la había superado. Durante años, siempre pensó que Antón había jugado con ella y había sido todo lo contrario. Antón siempre la había amado.

     Ambos podían haber sido felices, si su padre no hubiese actuado tan vilmente. Y sin embargo, la había condenado a una vida de penurias e infelicidad. Manuel no sentía el más mínimo amor por ella. Aunque no podía culparlo, dado que ella tampoco pudo corresponderle jamás. Su corazón se lo había entregado a Antón tiempo atrás.

     Durante unos instantes, pensó en las duras palabras de él. Si su esposo aparecía, tendría que marcharse con el que era su marido. A pesar de dejarle bien claro que la presencia de Gabriel lo molestaba, porque no lo consideraba su hijo. Solo a expensas de la gente, disimulaba para que nadie lo supiese. Si Manuel se empeñaba en que volviese con él, su pequeño pasaría un calvario y no podía permitirlo. Tendría que tomar una decisión llegado el momento, aunque le rompiese el corazón. Con su verdadero padre, Gabriel siempre tendría un techo y estaría rodeado del amor de las personas que verdaderamente lo querrían. Como bien había dicho Antón, lo protegería con su propia vida si ello fuese menester. Y si Manuel aparecía, su hijo no padecería por culpa de ella. Tendría que hablar con Gabriel y explicarle cómo eran las cosas. Debía hablarle de quién era su verdadero padre.

     Y en cuanto a Antón y ella, debían retomar sus vidas y vivir separados. Ella nunca podría corresponderle a Antón aunque lo amaba con toda su alma. Su vida dependería de un hilo si alguien descubría el afecto que se profesaban y si la acusaban de adulterio, jamás sobreviviría para contarlo. El Santo Oficio solo esperaba un error suyo para ejecutarla. Pedro de Bustos terminaría por acabar con ella y sabía muy bien el porqué. Si alguna vez ella reclamase los bienes de su abuela, la ley debía reintegrárselos y eso era algo que Pedro de Bustos no permitiría. Jamás cedería los bienes que había heredado de su familia. Tapándose la cabeza con las ropas de la cama, se desahogó llorando hasta que el sueño la dejó vencida.

     Juan permanecía callado mientras escuchaba la amargura con que su hijo Antón narraba lo sucedido en Montiel.

     —Entonces, ¿Elvira jamás os traicionó?

     —No, padre. Fue otra victima más de la malicia del Llerena. Pensó que me había aprovechado de ella, abandonándola a su suerte. Era cierto lo que decía.

     El anciano se quedó mirando por la ventana, con la mirada perdida.

     —¡Pobre muchacha! Su vida ha sido un calvario al lado de ese Vandelvira.

     Antón observó a su padre.

     —¡No sé qué voy a hacer, padre!

     —No puedes hacer nada, hijo. Solo puedes protegerlos hasta que aparezca el esposo.

    —¿Y después qué? El desgraciado ese... sabe que Gabriel no es su hijo. No puedo permitir que lo mate de hambre de nuevo.

     —¿Y qué vais a hacer?

     —Hablaré con él cuando llegue el momento.

      —¿Y crees que os permitirá quedaros con Gabriel?

     —No lo sé padre.

     —¿Y has pensado el dolor tan inmenso que le ocasionarás a esa pobre mujer cuando tenga que separarse de su hijo?

      Antón tuvo que taparse el rostro; la angustia lo carcomía. Quería quedarse con ambos. Sencillamente, los amaba...

      —Cuando no te das cuenta, sus ojos te persiguen. Esa mujer sigue queriéndote...

     —¿Creéis que no lo sé, padre? —preguntó Antón levantándose de repente del banco—. Y yo la sigo queriendo a ella, pero estoy atado de pies y manos. Si lográramos escapar de su esposo y de la Inquisición, tendríamos que estar siempre mirando a nuestras espaldas por temor a ser apresados.

     —Lo sé hijo, lo sé. Ella debe marcharse con su esposo, por mucho que os duela.

     —Lo sé, padre. Y eso me mata... —aseguró Antón sintiéndose enjaulado dentro de la casa—. Necesito pensar. Voy a salir un rato...

     —¡Pero si debéis estar agotado!

     —No podría dormir aunque quisiera. Y además, el pequeño está en vuestra cama.

     —Está bien... —dijo Juan apenado viendo el padecimiento de su hijo.


Era media mañana, cuando Antón entró en la taberna. Los hombres se le quedaron mirando al entrar y saludándolo, le hicieron un hueco para que pudiese pasar hasta la única mesa que quedaba libre. Pidiendo un poco de vino, Antón esperó a que le sirviese el tabernero. Debía dejarse ver, después de estar fuera de la ciudad tantos días.

      —¡Qué perdido se encuentra, don Antón! —dijo una voz desde el fondo.

     Antón levantó el rostro y le desagradó comprobar la presencia de Pedro de Bustos.

     —Ando liado con las cosas de mi padre... —aclaró Antón, sabiendo que todo el mundo estaba pendiente de él.

      —¿No será que anda distraído con otras cosas...? —preguntó el de Bustos mientras Antón se tensaba.

     —¿A qué os referís?

      —Nada... que trabaja demasiado y eso no es bueno para el cuerpo. Debería buscarse una mujer y llenar esa casa de chiquillos... —añadió el de Bustos.

     Antón sabía que el canalla que tenía enfrente, no daba puntada sin hilo. Así que intentó mostrar apatía y desinterés, no sin antes, levantarse del banco y dirigirse hacia él. No le convenía tenerlo como enemigo.

     —¿Puedo? —preguntó Antón.

     —¡Claro! Sentaos... y bebed con nosotros.

      —¡No me interesan las mujeres! Solo dan problemas y piden dinero... —respondió Antón.

     —¿Y por qué os habéis hecho cargo de una que no os corresponde?

     —Porque me lo pidió mi padre... Ya os dije que los años se le echan encima y yo no estoy muy dispuesto a echarme el cargo de una esposa.

     —Un hombre necesita un cuerpo caliente a su lado por las noches...

      —Este es el mejor cuerpo caliente que yo necesito... —aseguró Antón levantando la jarra y bebiendo un buen trago de vino. Me es fiel y me deja satisfecho —dijo Antón con fanfarronería.

      Los vecinos sonrieron de la gracia.

      —Pero las noches se os harán largas... —insistió de Bustos.

       —Y tranquilas... He pasado tantos años en vela en Granada, que tengo que recobrar el sueño perdido. No hay mejor cosa, que llegar a casa después de beber con los amigos y que ninguna mujer me caliente la oreja. ¿Y vos, don Pedro? ¿Estáis casado?

     —Si, lo estoy...

      —¿Y tenéis hijos? —preguntó Antón intentando desviar el tema de conversación hacia el de Bustos.

      —Don Pedro tiene dos hijas en edad casadera... —aseguró uno de los vecinos congregados—. ¡Mirad, si os podíais casar con una de ellas!

      El comentario molestó a Pedro de Bustos, que no pudo disimular su enojo.

      —Mis hijas están ya comprometidas... —señaló el interpelado.

     —Pues no nos habíais dicho nada —aseguró uno de los hombres.

     —Tampoco me han preguntado —contestó don Pedro de malos modos—. Además, ya lo han escuchado: no piensa casarse.

     —Pues bebamos y celebremos el compromiso de las hijas de don Pedro —dijo Antón sonriendo y levantando la jarra hacia él.

     Los demás le siguieron y al final, lo aceptaron como uno más en el grupo. Cuando ya no pudo beber más, Antón se marchó hacia su casa, mientras el resto de hombres continuaban bebiendo.


A medida que las semanas pasaban, Antón y Elvira apenas se hablaban. Después de lo ocurrido en Montiel, cada uno había decidido poner la mayor distancia posible entre ambos. El beso que se habían dado, solo había confirmado lo que Antón ya sabía: que solo hacía falta un chispa para que acabase besándola de nuevo y eso podía derivar en algo de lo que podrían arrepentirse.

     Y por otro lado, Juan asistía como testigo mudo, sin poder hacer nada por ambos. En medio de los dos, observaba cómo cada día se volvían más fríos e inaccesibles. Elvira apenas hablaba y Antón pasaba más tiempo fuera de casa, que dentro. Solo la inocencia de Gabriel, caldeaba el ambiente enrarecido que se había creado con los dos adultos. Antón, solo bajaba sus defensas cuando madre e hijo, sonreían por alguna chanza del pequeño y ninguno de los dos, se fijaba en la mirada de añoranza que el hombre les lanzaba con disimulo. Sin embargo, él conocía a su hijo y sabía que estaba sufriendo por dentro. A él no podía engañarlo; podía ver el cariño con que los observaba cuando ninguno se daba cuenta. Solo el trabajo lo salvaba.

      Antón se había empeñado en construir una nueva alcoba y trabajaba de sol a sol. A pesar de haber insistido en que no era necesario y que dos alcobas eran más que suficientes para los cuatro, sobre todo porque no sabían el tiempo que Elvira y Gabriel permanecerían con ellos; pero su hijo no había querido escuchar nada de lo que le había dicho y había comenzado las obras. Juan sabía que lo hacía para distraerse y alejarse de la presencia de Elvira.

      Estaba ya oscureciendo, cuando dieron de mano en la obra. Pronto terminarían la nueva alcoba y Antón podría mudarse a ella. Por lo menos, su padre estaría más cómodo. El lecho era pequeño para ambos.

      En ese instante, Elvira salió de la casa y se dirigió hacia donde solía tender la ropa. Antes de que se hiciese de noche, tenía por costumbre recogerla para que la escarcha de la noche, no la humedeciese de nuevo. Y Antón, no pudo evitar fijarse en ella. Un halo de tristeza y melancolía la envolvía; su semblante serio y apagado, no le pasaba desapercibido a Antón, como tampoco cada detalle de su persona. El movimiento cadencioso de sus caderas al andar, lo dejaban mudo, despertando su deseo. Elvira seguía siendo preciosa y sentía un miedo cerval a caer en su embrujo o a decir algo inoportuno que pudiese ser mal interpretado. Después del encuentro con el de Bustos, era imprescindible que nadie hablase de ellos.

     —Don Antón, ¿sois vos un caballero? —preguntó Gabriel a su lado, sacándolo de su ensimismamiento.

     —No hace falta que me llaméis así, podéis llamarme simplemente Antón.

       El pequeño Gabriel no se separaba nunca de su lado. A cada paso que daba él, el pequeño le seguía.

     —¿Quieres aprender su manejo?

       —¿Haríais eso por mi, señor? —preguntó Gabriel emocionado.

     —¡Por supuesto! Por algo eres mi mejor ayudante... A ver veamos si conseguimos alguna espada de madera por ahí...

      En ese instante, las sonrisas de unas jóvenes, llamó la atención de Antón. Mirándolas, las saludó desde lejos con un ligero movimiento de cabeza. Desde el día que había estado en la taberna, se había corrido la voz de que no pensaba casarse y sin embargo, una tropa de jóvenes casaderas, pasaban cada atardecer por delante de la puerta de su casa, echándose a reír en cuanto lo veían.

A Elvira le dio un vuelco el estómago, al comprobar las sonrisas bobaliconas de las jóvenes. De pronto, los celos la embargaron y tuvo que bajar rápidamente la mirada para no delatarse. Las lágrimas estuvieron a punto de escapársele de sus ojos. Antón apenas le hablaba y ella, cada vez se encontraba más incómoda en aquella casa, viendo como las jóvenes se insinuaban a Antón. Se sentía como si hubiese envejecido veinte años de repente, al comprobar la juventud de las muchachas.

       Desde que habían llegado de Montiel, Antón apenas le dirigía la palabra y ese desfile continuo de mujeres, había sido el detonante para tomar la decisión. Debía hablar cuanto antes con él y comunicarle su decisión de volver a su casa. Seguiría yendo a la casa de ellos, para limpiar y no levantar sospechas. Pero ya no aguantaba ni un solo día más allí; no soportaba la fría indiferencia con que la trataba Antón; le partía el alma. Esperaría la llegada de Manuel en su propio hogar o lo que quedase de él. La gente de la ciudad había desistido de acosarla y era hora de afrontar la realidad y continuar con su vida. En ese instante, Gabriel se metió en la casa y ella aprovechó el momento para comunicarle su decisión.


Antón escuchó los pasos a su espalda y supo que era ella, su cautivador olor inundó sus fosas nasales.

     —¡Antón! ¿Puedo hablar con vos...?

     —Más tarde... —señaló Antón tensándose.

     —En cuanto entréis en la casa, se que me evitaréis... y me urge hablaros.

     Antón fue a pasar al lado de ella, pero Elvira se puso delante y le cortó la salida.

      —¿Qué deseáis? —preguntó inquieto. No quería quedarse a solas con ella.

      Elvira tomó aire para coger la fuerza que necesitaba.

      —Desde que volvimos de Montiel, sé que me evitáis y no os culpo por ello.

      Antón se tensó, máxime cuando se percató del dolor que encerraban las palabras de Elvira.

     —Os he visto saludar a las jóvenes esta tarde y sé que es injusto que desperdiciéis la vida esperando algo que puede ser que no llegue jamás. Deberíais casaros de nuevo y olvidaros de mí. Así que he tomado la decisión de volver a mi casa, o por lo menos a lo que quede de ella.

     —¡No podéis marcharos! —exclamó Antón ocultándose en la oscuridad.

       —Debo volver y acabar con este martirio. ¡No puedo permanecer más aquí!

      —¡No os dejaré marchar!

      —Debéis hacerlo, por mi bien y por el vuestro. Alimentar este amor imposible no tiene sentido. Os merecéis una mujer mejor que yo...

      —¡No digáis eso! —dijo Antón palpitándole la vena en la sien. No soportaba escuchar esas palabras de Elvira.

      —Teniendo la familia que tengo, no soy digna de ningún hombre. ¡Ni siquiera de Manuel! Por lo que volveré a mi casa y vendré de vez en cuando a ayudar a vuestro padre, si vos lo permitís.

      Antón perdió la poca serenidad que tenía. Escucharla decir que era poca cosa para él, terminó por acabar con la autodisciplina que se había impuesto de no acercarse a ella. Acortando la distancia, la abrazó arrinconándola contra la pared.

      —¡¿Qué hacéis?! Soltadme ...

      —No puedo dejaros marchar. No puedo dejar de veros, aunque sea de lejos; aunque me muestre indiferente, solo es pura fachada —dijo Antón posando su frente sobre la de ella, aprisionando su cara entre sus manos—. Y estáis equivocada, sois la única mujer a la que uniría mi vida... no deseo otra más. Ninguna de esas jóvenes me haría sentir jamás lo que siento por vos.

      Las lágrimas corrieron por las mejillas de Elvira, escuchándolo hablar.

     —Debéis casaros con una de ellas...

—¡Nunca! ¡Jamás renunciaré a vuestro amor! —volvió a insistir Antón incapaz de soportar más ese forzoso alejamiento.

       Los labios de ambos se encontraron hambrientos, fundiéndose en un incontenible y apasionado beso. Antón la sujetaba sobre su propio cuerpo, ardiendo de pasión por ella.

      Elvira logró separar sus labios y exclamar:

—¡Pero estáis tan distante...!

      —Solo para que nadie sospeche, amor mío. ¡Creedme! Porque estoy tan prendido de vuestra persona que el sueño me rehúye cada noche. La fiebre recorre mi cuerpo, soñando con estar enterrado en el vuestro. Solo el distanciamiento, consigue controlar este loco deseo que me atormenta.

       Antón bajó las manos por el cuerpo de Elvira, moldeando cada una de sus curvas y cuando ya no pudo soportar más, la izó sobre su propio cuerpo.

     —¡Te quiero tanto, cariño!

     —¡Antón! —gimió llorando Elvira, aferrándose a su cuello.

      Sin pensar en las consecuencias, Antón la apoyó sobre la pared. La oscuridad se cernía sobre ellos y nadie los podría ver allí. Si Gabriel se acercaba, escucharía la puerta al abrirse. Sujetándola a la pared con la fuerza de su pecho, levantó el vestido de Elvira y desgarró su ropa íntima. Necesitaba entrar dentro de ella...

      Elvira sabía que Antón estaba descontrolado cuando escuchó desgarrarse la ropa. De pronto, unos dedos hábiles hallaron la abertura de su propio cuerpo y Elvira soltó un jadeo.

      —¡Elvira...! —exclamó Antón como pidiéndole permiso.

      —Os deseo igual... —susurró ella encima de sus labios.

      En ese instante, Antón se sumergió en el interior de ella, dejando salir un fuerte jadeo.

      —¡Dios! Esto es mejor de lo que recordaba. ¡Estáis tan caliente y prieta!

      Elvira no pudo hablar desde el mismo instante en que Antón empezó a embestir su miembro, entrando y saliendo del interior de ella. El placer fue alcanzándolos a los dos y terminó demasiado pronto. Sin embargo, Antón tuvo el cuidado de no correrse dentro de ella. No podía cometer ese error fatal. Elvira no podía quedarse embarazada de nuevo, no pendiendo su vida de un hilo.

     —¡Perdonadme mi frialdad! —susurró Antón sobre sus labios—. Creí que hacía lo correcto, separándome de vos. Pero no pude contenerme al escucharos hablar así. No volváis a decirme que me olvide de vos y que me despose con otra. Siempre fuisteis la dueña de mi corazón.  

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