Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

CAPÍTULO 8

<<No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor.>> Romanos 12:19.


Cuatro días después, Antón estaba determinado a marcharse y debía seguir aprovechando la oscuridad para salir de Segura sin que advirtiesen su presencia. A Elvira le había bajado la fiebre y aunque todavía no se encontraba repuesta, las curas realizadas por doña Sarah, habían conseguido que saliera del peligro.

—Estáis seguro que debéis marchar ya? —preguntó Rodrigo Manrique.

—Sí, señor —contestó Antón.

—Pero tardará un tiempo en curar y cicatrizarse. Deberíais esperar a que pasara el peligro... —protestó doña Sarah con el ceño fruncido.

—Cuanto más tiempo estemos aquí, peor será, señora. Habéis dicho que puede caminar... —aseguró Antón.

—Si, claro. Pero no debería moverse tan pronto —aseguró Sarah.

     Elvira miró a ambos, permaneciendo en silencio. Sin embargo, comprendía la prisa de Antón. Gabriel se había quedado solo con el padre de Juan. Y cuanto más tardasen en regresar, mayor riesgo corrían de que algo les sucediese.

—Bueno, pues ya que insistís en marcharos, recordad que es mejor que doña Elvira no fuerce la mejoría y que siga las indicaciones que le he dado. Deberá guardar reposo.

—Así lo hará, doña Sarah. No os preocupéis. Yo velaré porque no se mueva... —aseguró Antón.

—¿Por qué no os quedáis unos días más? —volvió a insistir Sarah.

—Porque debemos volver a Alcaraz, doña Sarah —contestó Antón por enésima vez.

—Es una pena... Me hubiera gustado disfrutar un poco más de la compañía de doña Elvira.

—No os preocupéis, esposa. Visitaremos a Antón, en cuanto podamos... —dijo Rodrigo consciente de la situación de su amigo.

—¡Eso sería magnífico! —aseguró Sarah dirigiéndose a su esposo.

—Entonces, ¿os marcharéis ahora? —preguntó Rodrigo.

—Si, don Rodrigo... es necesario que nos pongamos en camino cuanto antes.

—Entonces os ayudaré a bajar a doña Elvira —dijo don Rodrigo.

—No será necesario. Yo mismo puedo con ella... —insistió Antón acercándose, y cogiendo a Elvira en brazos.

     Abrumada, delante de aquellas personas, Elvira se sintió un poco violenta por la insistencia de Antón.

—Puedo bajar yo sola... —aseguró Elvira.

—Habéis escuchado a doña Sarah. Es mejor que no forcéis la pierna... —insistió Antón.

—Esta bien. No quería daros tanto quehacer —aseguró Elvira.

     Mientras bajaban detrás de los Manrique, Elvira susurró contrariada:

—Deberíais haberme dejado que bajara sola.

—¿Y perderme vuestro mohín? —contestó Antón en voz baja para que nadie lo escuchase.

      Elvira miró fijamente a Antón y descubrió dos hoyuelos que se le formaban cuando sonreía. El muy canalla, estaba disfrutando con su apuramiento.

—Algún día me lo pagaréis ... —aseguró Elvira.

—Esperaré encantado... —contestó Antón dando por terminada la conversación.

      Mientras bajaban los últimos peldaños, los Manrique salieron a la calle, esperando a que ambos montasen en el caballo. Antón ayudó a Elvira y luego se colocó delante de ella.

—Gracias por todo, don Rodrigo.

—De nada, Antón. Los soldados ya están avisados; podréis salir sin problemas.

     Antón asintió agradecido.

—Tomad, Antón —le dijo Sarah entregándole un bulto—. Os he preparado esto para el camino. Dijisteis que tardaríais más de un día en llegar...

—Así es, señora. Muchas gracias. Habéis hecho demasiado...

     Sarah sonrió.

—No es nada, comparado con todo lo que hicieron ustedes.

—Adiós, señora —dijo Elvira.

—Adiós, Elvira —dijo Sarah despidiéndose con la mano.

      Antón les hizo un saludo con la cabeza y encaminó el caballo, dejando el matrimonio atrás.

     Antón debía ir despacio. La vuelta estaba siendo más complicada de lo que había pensado. Con el apresuramiento, se había olvidado de que esa noche no habría luna llena. Conducir el caballo por aquellas veredas, era más complicado de lo que parecía y encima, temía que Elvira se durmiese y se callese.

—¡No iréis a dormiros! —le advirtió Antón.

—Por ahora, no... —contestó Elvira intentando hacer un esfuerzo por permanecer despierta—. Cuando se me cierren los ojos, os avisaré... —susurró Elvira sobre su nuca.

      Durante varios minutos, ambos permanecieron en silencio. Sin embargo, Elvira le preguntó:

—¿Deseabais salir de Segura por vuestro padre y por Gabriel?

     Antón pensó en contarle la verdad. Sin embargo, no era lo más apropiado en ese momento. Permanecer junto a ella durante los cuatro días, había sido un verdadero suplicio. No resistía la tentación de sentirla junto a su cuerpo cada noche y aquello debía acabar. Elvira no era suya para permitirse tal licencia y no debía alentar ningún tipo de relación entre ellos. En cuanto llegara a Alcaraz, mantendría la distancia. La gente no debía sospechar nada de sus verdaderos sentimientos; solo de esa forma, podría mantener seguros a Elvira y a su hijo.

     —Si, me preocupa que se hayan quedado solos —mintió Antón.

     Nuevamente el silencio se hizo entre ambos y durante un par de horas, Elvira no pronunció palabra. Hasta que de pronto, su cabeza se posó en su espalda y empezó a bascular hacia un lado.

—¡Elvira! —gritó con más fuerza de lo normal.

      El aviso hizo que Elvira abriese los ojos y se despertase. Con miedo de caerse, se agarró a la ropa de Antón.

—¡Lo siento! Se me cerraron los ojos y no advertí...

—No pasa nada —dijo Antón comprendiendo que debía colocarla delante de él—. Esperad, me pondré detrás vuestra y podréis dormir.

      Antón detuvo el caballo para bajarse y cuando nuevamente subió poniéndose detrás, Elvira estaba más tiesa que una estaca.

      —Si no fuese poco llevar las riendas del caballo, encima os estorbaré para poder ver —se lamentó Elvira—. No os doy más que problemas...

     Antón sintió un pellizco en el corazón. Amaba tanto a Elvira que no le gustaba verla así.

—No penséis en ello. Era algo con lo que contaba, sabía que no aguantaríais todo el viaje sin dormir. Apenas os ha bajado la fiebre, pero estáis débil...

      Elvira no contestó.

      Varios minutos después, Antón presentía la tensión en su cuerpo de la mujer. Temía apoyarse en él.

—Recostaros sobre mí. Al fin y al cabo, he dormido junto a vos todas estas noches.

      El suspiro de alivio de ella, llegó hasta el fino oído de Antón.

—Gracias. No quería incomodaros.

—No lo hacéis... —dijo Antón consciente de cómo el cálido cuerpo se arrebujaba sobre su pecho mientras su cabeza descansaba en su propio hombro.

     Conforme pasaron los minutos y Elvira se quedó dormida, Antón procuró mirar al frente y no desviar la mirada. Sin embargo, el frío de la noche se echó sobre ellos y detuvo el caballo. Sacando una manta de la albarda, la colocó con cuidado sobre el cuerpo de Elvira. Tan profundo era su sueño, que ni se percató de que había detenido el caballo. En medio de la oscuridad, no conseguía ver su rostro, pero podía tocar la piel de su cara. Sabía que una vez en Alcaraz, sería difícil poder besarla de nuevo, así que sin pensarlo, posó sus labios sobre su mejilla dándole un beso. Sabiéndole a poco, depositó otro sobre sus labios y finalmente, sobre su frente demorándose un poco más.

—¡Duerme, cielo mío! —susurró Antón erizándosele el vello de los brazos.

     Hubiese dado parte de su vida porque Elvira hubiese sido su esposa. Tener a Elvira y a su hijo bajo su mismo techo, lo superaba. Deseaba abrazarlos, decirles que los quería con todo el alma y que nunca se separaría de ellos si de él dependiera, pero sabía que en el momento en que apareciese el desgraciado del Vandelvira, los perdería y eso lo carcomía cada vez más. Vivía en un estado permanente de inquietud y si no fuera poco la amenaza de la llegada de Vandelvira, el peso del Santo Oficio y de Pedro de Bustos, conseguía quitarle el sueño. Por más que intentaba hallar una solución, no veía luz por ninguna parte. Escapar con ellos, podría ponerlos más en peligro e incluso, podrían acabar perdiendo la vida.


Ya había amanecido, cuando Elvira consiguió despejarse de la bruma del sueño y abrir los ojos. El sol la cegó un instante hasta que adaptó su pupila a la intensidad de la luz. Medio adormilada y con la mejilla aplastada en el pecho masculino, Elvira contempló el rostro de Antón que parecía imperturbable. Su pecho subía y bajaba debido a su respiración y Elvira era consciente del rítmico golpeteo de los latidos de su corazón en su propio oído. De pronto, el sonido de unos pájaros que cantaban en la copa de algún cercano alcornoque llamó su atención, pero fue el denso matorral del lugar por el que pasaban lo que la sorprendió.

—¿Dónde estamos? —preguntó Elvira.

—En el cruce que va a Montiel... —contestó Antón.

     Elvira se incorporó de pronto tensándose.

—¿Por Montiel? —le preguntó de nuevo para asegurarse.

—Por Montiel, no. Por el desvío que lleva a Montiel...

      Elvira miró la vereda del camino con ansiedad. Un deseo le surgió de pronto, pero se debatió unos instantes en pedirle a Antón el favor; ya había hecho demasiado por ella.

—¡Os he entendido! —respondió Elvira.

     Antón siguió mirando al frente, consciente de la tensión del cuerpo femenino.

—¿Qué sucede?

—En Montiel vive mi familia o por lo menos, vivía...

—¿Y...? —preguntó Antón sin comprender a dónde quería llegar.

—Llevo años sin verla. Si pudiera ver a mi padre de nuevo... —soltó Elvira de sopetón.

     Antón no movió ni un solo músculo de su rostro, por la sencilla razón de que escuchar el nombre del responsable de su desgracia, le hacía hervir la sangre y prefería no decir nada delante de Elvira.

—¡Antón!

—¡Dejadlo estar, Elvira! No quiero escuchar lo que estéis pensando...

—¡Por favor! Si vos no me lleváis, jamás los veré. Mi esposo nunca permitió que los visitase y no sé si quiera, si mi padre continúa vivo...

—¡No me extraña lo más mínimo! —exclamó Antón con ironía.

      Poniendo su mano en el pecho del hombre, Elvira llamó su atención:

—¡Por favor, Antón! Os prometo que no os pediré nada más.

—No podemos desviarnos tanto... —intentó disculparse Antón—Perderemos medio día por lo menos. Hay que llegar a Alcaraz.

—Necesito saber si puedo acudir a ellos en caso de necesidad...

—Me tenéis a mí... —dijo Antón deteniendo el caballo de pronto al escuchar el ruego. Estaba empezando a enfadarse.

—El destino es tan incierto que ni eso podéis asegurar. Pensad, que vos no siempre estaréis a nuestro lado y que las cosas podrían complicarse. ¿Qué haremos Gabriel y yo si alguna vez no podéis ayudarnos? Expondrías la vida de Gabriel al...

—¡Basta! No prosigáis —dijo Antón enfurecido.

—¡Os lo ruego! Llevadme a ver a mi familia. Necesito saber...

—¡Ya sé lo que necesitáis!

     Antón levantó tanto la voz, que Elvira dio un respingo asustada. El silencio se hizo entre ambos mientras ella esperaba una respuesta. Antón maldijo el momento en que ella tuvo que despertarse y su mala suerte en explicarle por dónde iban.

—¡Está bien! ¡Os llevaré! Pero en cuanto veáis a vuestra familia, regresaremos...

—¡Os lo prometo! Yo soy la más ansiosa por volver. Sé que despreciáis a mi padre, pero no deja de ser mi padre... Necesito saber qué fue de mi familia.

     Contrariado, movió las riendas e indujo al caballo a desviar el camino.

—Gracias... no os pediré nada más —susurró Elvira.

     Antón ni contestó, malhumorado como iba.


—¿Dónde vive vuestra familia? —le preguntó Antón sin siquiera mirarla a la cara.

—No lo sé... —contestó Elvira con un hilo de voz. Sentía nudos y retortijones en las entrañas mientras observaba el lugar. Un castillo en lo alto de un cerro, coronaba las casas de los vecinos.

—Habrá que preguntar...

     Adentrándose, Antón vio a un vecino del lugar y detuvo el caballo a su altura:

—¡Señor! ¿Podríais decidme por dónde queda la casa de los Llerena?

     El hombre entrecerró los ojos y le preguntó:

—¿Quién pregunta por ellos?

—Soy la hija de Ambrosio de Llerena, señor —se adelantó Elvira a contestar—. ¿Conocéis vos a mi padre? Hace años que no lo he visto...

—Ni él os verá a vos... —soltó de repente el hombre.

     El semblante le demudó a Elvira.

—¿Murió mi padre, señor? —preguntó con temor Elvira.

—No... —dijo el hombre cortante—. Marchad por esa calle y cuando lleguéis al final, girar a la izquierda. Al final de todo, hallaréis la casa de los Llerena.

      Sin más, el hombre se marchó dejándolos a solas.

—¿Qué habrá querido decir? —preguntó Elvira a Antón.

—No lo se, pero pronto saldremos de duda —dijo Antón tenso y serio.


 En cuanto llegaron al lugar indicado, Antón desmontó primero y ayudó a Elvira a bajar del caballo. Sin embargo, al poner un pie en el suelo, a Elvira le flojearon las rodillas y a punto estuvo de caerse de no ser porque Antón extendió los brazos y la agarró firmemente.

—¿Qué os ocurre? ¿Os encontráis bien?

—Si, serán los nervios —susurró Elvira.

—Yo os llevaré. No permitiré que caminéis y que sufráis una caída.

—Pero, ¿es vuestro deseo entrar dentro? Imagino que lo último que os apetecerá hacer, es ver de nuevo a mi padre. Podéis quedaros fuera, yo apenas tardaré.

—En peores contiendas me he visto. Os llevaré, veréis a vuestra familia y nos marcharemos —contestó Antón contrariado.

—Está bien... —asintió Elvira aferrándose a su cuello mientras era llevada casi en volandas.

     En un estado de agitación, Antón llevó a Elvira hasta la misma puerta. Al poco de tocar, una mujer mayor que Elvira abrió la puerta. La intención de la mujer fue cerrarla. Sin embargo, Elvira estuvo presta y la detuvo:

—Inés, ¿no me reconocéis?

      La mujer abrió los ojos sorprendida, pero al observar con detenimiento a ambos, preguntó:

—¿Elvira, sois vos?

     Elvira asintió intentando contener las lágrimas.

—Si...

      La cuñada de Elvira se tapó la boca para acallar el grito que estuvo a punto de salir de su boca. Y a punto estuvo de echarse sobre los brazos de Elvira, pero se dio cuenta a tiempo de que el hombre que la acompañaba la sostenía.

—¿Os encontráis mal? —preguntó Inés abriendo la puerta del todo.

—Tuve un contratiempo y no puedo andar bien... —respondió Elvira con una ligera sonrisa en el rostro, mirándola con interés—. Decidme, ¿cómo estáis? ¿Vive mi padre todavía?

    Inés se dio cuenta de su falta de hospitalidad y les dijo:

—¡Entrad! Entrad dentro y os contaré todo.

     Antón tuvo que coger aire para pasar con Elvira al interior. La casa llamó su atención. Aquel era un hogar humilde, muy alejado del lujo acostumbrado de los Llerena.

—¡Contadme! ¿Vive mi padre?

—Si, Elvira. Vuestro padre vive pero se encuentra muy delicado de salud. Se alegrará saber de vos —susurró Inés emocionada.

     En ese momento, Inés se quedó mirando a Antón con curiosidad y Elvira los presentó.

—Inés, este caballero es Antón de Alcaraz. Se ha ofrecido a traerme hasta aquí, pero en cuanto vea a mi padre, debemos partir de inmediato.

—No comprendo... ¿Y vuestro esposo?

—Es una larga historia y apenas tengo tiempo de contároslo.

—Claro, desde luego. Pasad por aquí, os llevaré hasta la alcoba de vuestro padre. Justo, acababa de atenderlo...

     Elvira agradeció que no hiciese preguntas en cuanto a Antón, pero supo por el brillo de sus ojos, que había reconocido el nombre. Todos en su familia, supieron de la existencia de Antón. Su propio padre se encargó de explicarles su caída en desgracia antes de casarla con Manuel.


Inés abrió una puerta y entró dentro. Elvira la siguió, pero Antón prefirió quedarse fuera, no quería ver al Llerena. Escuchando los susurros del interior, pero alejándose lo suficiente para no prestar oídos a la conversación, Antón esperó ansioso a que Elvira terminara. No estaba contento con estar allí. Lo único que deseaba, era atravesar con su espada a ese infame desgraciado que le había destrozado la vida.

—¡Antón! —susurró de repente Elvira sacándolo de su ensimismamiento.

—¿Habéis terminado ya? —preguntó Antón aliviado de que el encuentro hubiese sido breve.

—Desea veros... —soltó de sopetón Elvira.

—No tengo nada que hablar con él... —contestó Antón cortante y tenso.

—Sí lo hay. Mi padre desea veros... —susurró Elvira bajando la mirada—. Os ruego que lo consideréis...

       Antón observó a la mujer que amaba y se debatió entre sacrificar su propio orgullo, o acceder a la petición del Llerena.

—¡Maldita sea! ¡Está bien! Acabemos con esto de una vez... —dijo Antón dirigiéndole una mirada de reproche a Elvira.

     Apartándose a un lado, Elvira dejó pasar al interior de la alcoba a Antón. Y en cuanto lo vio, Inés salió disculpándose mientras les aseguraba que los esperaría fuera.


La mirada de Antón buscó al padre de Elvira y lo vio sentado en un sillón, cerca de una ventana. De espalda a él, el Llerena permanecía cabizbajo y con los hombros hundidos. Su ropaje ya no eran de fina seda. Antón le dirigió una larga y dura mirada comprobando que el paso de los años había dejado su huella en el orgulloso Llerena que se enfrentó a él siendo un joven.

—¡Padre! Antón se encuentra detrás de vos... —susurró Elvira a la espalda de Antón.

       Antón giró ligeramente el rostro y miró a Elvira, y entre ambos se produjo un silencio insoportable. Antón apretó las mandíbulas mientras los músculos de su cuello se contraían debido al esfuerzo que hacía por no hablar.

—Gracias por traer a Elvira hasta aquí... —manifestó la voz temblorosa de Ambrosio de Llerena.

     Antón escuchó una voz rota, debilitada por los años y por alguna enfermedad, pero inexplicablemente humilde, cosa que no correspondía con el antiguo Llerena.

—Ya me ha explicado mi hija la delicada situación en la que se encuentra. Se que gracias a usted, ella y mi nieto han salvado la vida, le doy las gracias por ello... —dijo la voz del anciano antes de quebrarse.

     Antón esperó tenso unos largos segundos, sin saber qué demonios quería decirle aquel sinvergüenza.

—Jamás imaginé que volvería a estar en la misma alcoba que usted. Durante todos estos años, el esposo de Elvira no permitió que viera a mi hija y a mi nieto y he tenido muchos años para sopesar la consecuencia de mis acciones... No sabe cuánto lamento la decisión que tomé...

—¡Que lo lamenta...! —gritó Antón dando un paso al frente—. ¡No lo lamentará más que yo! Debí haberme llevado a Elvira conmigo aquel día y no hacerle caso —gritó Antón perdiendo los nervios—. Me engañó. Pero no solo me mintió a mi, haciéndome creer que Elvira se había burlado de mi persona. No se conformó con eso, no... tuvo que asestar otra cuchillada final y mentirle a su propia hija, para que pensara lo peor de mi. Durante años la odié y ella fue una víctima más de su déspota avaricia. Todo fue una invención suya para separarnos...

—Lo reconozco. Estaba tan henchido de orgullo que no veía más allá... Le debo una disculpa a ambos.

—¿Una disculpa? —preguntó Antón incrédulo—. ¿Y para qué me sirve a mi una disculpa suya? Perdí a mi hijo y a la única mujer que he amado por su culpa... —dijo Antón acercándose hasta él.

     Sin pensar en las consecuencias, Antón acortó la distancia que lo separaba y lo agarró de la ropa, levantando al anciano del sillón. Acercando el cuerpo de ambos, el Llerena permanecía con los ojos cerrados, incapaz de sostenerle la mirada y de afrontar su delito.

—¡Míreme, desgraciado! Míreme y dígame, ¿qué hago ahora?

     Las lágrimas del anciano empezaron a caer por su rostro, pero Antón no conseguía que reaccionase.

—El esposo de Elvira los abandonó a su suerte y si no llego a aparecer, Elvira estaría ahora muerta... ¡Muerta! ¿Me oye? ¿Y qué hubiese sido de mi hijo? Mi propio hijo que no sabe que soy su verdadero padre y que intentó robar en mi casa buscando un mendrugo de pan que echarse a la boca... ¿Para eso quería casar a su hija con un hidalgo? ¿Para condenarlos a una vida de penurias?

—Lo siento... —volvió a insistir el anciano.

—Yo no venía de una familia hidalga, pero me habría dejado la vida por mi familia y le juro por lo más sagrado, que jamás los hubiese abandonado, ni hubiesen pasado hambre...

     El anciano rompió a llorar, roto ante las palabras de Antón. El cuál, terminó de gritarle:

—¿¡Quiere mirarme de una maldita vez!?

      De pronto, Ambrosio de Llerena abrió los ojos y lo que Antón contempló, hizo que se desestabilizara y soltara al anciano, cayendo de forma brusca en el sillón. Unas cuencas blancas y vacías destacaban en el frágil rostro del anciano sin poder ver nada.

—Si de algo sirviese abrir mis ojos, esté por seguro que lo miraría y afrontaría la vergüenza que siento. Sin embargo, estoy condenado a permanecer en esta oscuridad permanente. Cuando mis ojos estaban bien, no conseguí ver más allá de mi arrogancia y de mi orgullo; y sin embargo, ahora que no distingo la luz de la oscuridad, puedo ver todo con una inmensa claridad, sobre todo de lo errado que estaba. Me equivoqué, me equivoqué al separarles y no viviré lo suficiente para arrepentirme. Necesito que me perdonen...

     El quejido angustioso de Elvira, sacó a Antón de su estupor. Temblando, Elvira se tapó el rostro mientras lloraba. Antón se percató de su debilidad y se acercó hasta ella para abrazarla justo a tiempo de que no se derrumbara. Cogiéndola en brazos, fuertes sacudidas debido al llanto, estremecían el cuerpo de Elvira. Antón solo pudo echarle una última mirada al Llerena antes de decirle:

—Desde que supe la verdad, mi vida es un infierno. Vivo sin saber qué día será el último en que Elvira y mi hijo abandonen la seguridad de mi casa. Temo la llegada de Vandelvira y que me vuelvan a arrebatar a las dos personas que más amo en la vida, sabiendo que con ese hombre nunca estarán bien. Y no, no puedo perdonarle por ello... Tendrá que vivir su propio calvario, como yo llevo mi penitencia a cuestas por ser un estúpido e ingenuo muchacho. Jamás debí confiar en su palabra... Espero no volver a verlo nunca.

     Saliendo de la alcoba, Antón dejó atrás a la mujer que los esperaba en la sala y sin apenas despedirse, salió de la casa como alma que lleva el diablo.


Durante un buen rato, Elvira continuó llorando sobre su pecho mientras él, cabalgaba como un loco sin ser consciente del esfuerzo al que estaba sometiendo al animal. Azuzaba a la bestia, como si lo persiguiera un ejército enemigo y su vida dependiera de alejarse lo máximo posible. Sin embargo, su mayor enemigo era él mismo porque la ira que sentía lo cegaba, sin dejarle ver más allá de las cuatro matas de matorral que tenía delante. Consciente de que debía enfriar su rabia, Antón detuvo por completo al animal.

      Bajándose del caballo, Elvira apenas consiguió escuchar la orden de que lo esperara mientras lo seguía con la mirada y lo perdía de vista en una arboleda. Durante unos cuantos minutos esperó pacientemente a que volviera. Sin embargo, al comprobar su tardanza, decidió ir en su busca. La pierna le dolió al bajarse del caballo y aunque tuvo que dar los pasos muy cortos, se encaminó hacia la vereda por donde se había alejado. Unos golpes fuertes y secos, la asustaron. No comprendía qué podía estar ocurriendo, pero supo que algo le sucedía a Antón.

       Cuando llegó al lugar, comprobó horrorizada que Antón golpeaba sin cesar, el tronco de un árbol. Asustada por él, corrió lo que la pierna le permitió y sin pensarlo, se abrazó a su espalda intentando separarlo del tronco.

—¡Parad! ¡Parad! —gritó Elvira comenzando a sollozar mientras se agarraba a su cintura—. ¡Parad! Os lo ruego. ¡Os vais a hacer daño!

     Antón se detuvo jadeando... casi al límite de perder la cordura mientras golpeaba sin piedad el árbol. Se había dejado llevar por sus violentas emociones. Solo los brazos de Elvira sobre su cintura le devolvieron el sosiego que necesitaba para recuperar la paz mental. Apoyando las manos ensangrentadas sobre la corteza del árbol, su cabeza cayó laxa entre sus brazos intentando retomar la respiración que le faltaba. Durante unos intensos minutos, ninguno de los dos habló.

—Lo siento... —dijo Elvira llorando.

      Antón alcanzó a escuchar sus palabras, sin comprender por qué se disculpaba.

—Si no hubiese insistido en ver a mi padre, no habría pasado esto.

      Antón se giró y la abrazó con fuerza sobre su pecho. Frotó la mejilla contra su cabello y rozó con los labios su frente.

—No os disculpéis. Tarde o temprano, debía enfrentarme a él...

—¿Por qué os habéis puesto así entonces? —preguntó Elvira levantando la mirada hacia él.

—Tenía que descargar la impotencia que siento. Si hubiese sido el mismo hombre, os juro que lo habría matado con mis propias manos, pero no puedo vengarme de un hombre ciego y desvalido.

     Clavando su mirada en ella, Antón le retiró un mechón de la frente observándola con los ojos llenos de amor.

—No tengo ningún derecho sobre vosotros y sin embargo, sois tan míos que me da miedo solo pensarlo. Gabriel lleva mi misma sangre; es un hijo nacido de nuestro amor y tú, tú siempre has sido mi otra mitad. Me he sentido tan vacío sin ti todos estos años, que ninguna mujer ha podido ocupar tu lugar... ¿Qué voy a hacer cuando os pierda? —preguntó Antón desgarrado por su impulso de protegerlos y de todo el amor que tenía para darles.

     Sin poder aguantar más, Antón la besó con ferocidad mientras su mundo giraba irremediablemente hacia un destino incierto.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro