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CAPÍTULO 6

<<El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso, ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor>>. Corintios 13:4-5.

Un semana después, los cuatro parecían haber establecido una rutina. Antón era el primero en levantarse y tras asearse, se vestía y salía hacia el corral mientras el anciano, encendía el fuego y preparaba el desayuno. Sin embargo, esa mañana, Elvira se levantó a la par del anciano.

     —¿Por qué os habéis levantado tan temprano? —preguntó Juan observándola con atención.

     —He abusado de su hospitalidad y ya va siendo hora de que os ayude en las faenas. Gabriel y yo no podemos holgazanear tanto.

     —Todavía no estáis repuesta del todo —aseguró el anciano.

     —Soy más fuerte de lo que pensáis, Juan. Me sigue doliendo el brazo, pero puedo moverlo —agregó Elvira—. Además, Gabriel y yo necesitamos bajar al río y darnos un baño.

     Mirando hacia la mujer, Juan comprendió a lo que se refería. Llevaban puesta la misma ropa desde que llegaron a su casa y sin duda, debían de sentirse incómodos y molestos.

     —Podía calentaros agua, si la necesitabais.

     —No es necesario.

     —¿Tenéis más ropa en vuestra casa para poder cambiaros? —preguntó el anciano.

     Apretando las manos con ansiedad, Elvira mostró la preocupación que la invadió en ese instante.

     —Si os soy sincera, no sé qué pudo quedar. No he vuelto a regresar allí desde aquella noche... Iré esta mañana y recogeré lo que quede. Se acerca el frío y mi hijo y yo, vamos a necesitar la ropa de abrigo.

     —Os acompañaré. No debéis andar sola por el camino...

     —No es necesario, Juan —contestó Elvira.

     —Si es necesario, pero seré yo quien os acompañe —agregó una voz fuerte detrás de ella—. Mi padre lleva razón, no debéis andar sola hasta vuestra casa.

     Elvira se volvió y miró a Antón.

     —No deseo daros ningún quehacer...

     —Y no lo hacéis. Debíais de haberme dicho que necesitabais la ropa. Yo os la habría traído.

     —Ya le he dicho a vuestro padre que no deseo darles más trabajo del que ya tienen.

     —Iremos cuando desayunemos... —terminó de decir Antón, sin permitirle ningún tipo de réplica. Elvira sabía que de joven, no había modo de hacerle cambiar de opinión a Antón cuando algo se le metía en la cabeza.

     —Está bien —contestó Elvira asintiendo.

     Intentando aparentar una normalidad que no sentía, Elvira se volvió hacia el anciano.

     —¿Dónde tenéis el pan, Juan?

     —Mucho me temo que ya no queda. Suelo comprárselo a una vecina, porque nunca se me dio bien lo de amasar, pero la mujer cayó enferma y ha estado unos días sin poder amasar.

     —¿Os queda harina? —preguntó Elvira—. Yo puedo amasar pan para varias semanas.

     —Queda un poco, pero no es suficiente—agregó Juan.

     —Yo os traeré del molino la harina que necesitéis —dijo Antón decidido.

     —Si vos acompañáis a Elvira, puedo ir yo...

     —No, padre. Acompañaré primero a Elvira a su casa para que recoja las cosas que necesita y después, os traeré la harina.

     —Gracias, hijo. Pues entonces, pongámonos a desayunar. En cuanto uno menos se descuida, se echa la mañana encima —señaló el anciano dejando las viandas encima de la mesa.

     Cada uno, se puso a un lado de la mesa y empezaron a comer en silencio, hasta que Juan empezó a hablar de nuevo.

     —Creo que también deberíamos encargar una nueva cama al maestro artesano. En mi alcoba, podríamos poner otra para Antón.

      Elvira dejó de masticar y levantó su mirada de la mesa, posándola en Antón.

     —Os hemos arrebatado...

     —No me habéis quitado nada. Éramos dos personas y ahora somos cuatro. No pasa nada porque tengamos un lecho más. Reconozco que no me importa dormir con mi padre, pero no soporto mucho sus ronquidos encima de mi oreja...

     —¡Serás desagradecido! ¿Desde cuando vuestro padre ronca? —preguntó el anciano.

      —Desde que tenía uso de razón, madre ya se quejaba de vuestros ronquidos —aseguró Antón en tono guasón.

      —Vuestra madre no pudo decir nada de eso. Yo jamás ronco... pero vos, si que pesáis como una mula... Cada vez que os dais la vuelta, me pilláis debajo y mis huesos ya no están para vuestro peso. Si, sin duda, mi cuerpo agradecerá que os mudéis a otro lecho...

     Antón sonrió ante la ocurrencia de su padre y a Elvira se le contagió la broma entre padre e hijo, sacándole una pequeña y tímida sonrisa. En ese instante, la puerta de la alcoba donde dormían Gabriel y ella se abrió, y el pequeño salió restregándose los ojos.

      —Sabía que estaban desayunando —dijo el pequeño dirigiéndose hacia ellos.

     Antón lo observó acercarse y antes de que Elvira le hablara, le comentó a su hijo:

     —Gabriel, sentaros a mi lado.

     El pequeño miró un instante a su madre y dándole un beso rápido en la mejilla, le dijo:

     —Buenos días, madre.

     —Buenos días, Gabriel —contestó Elvira mientras contemplaba como Antón le dejaba espacio a su hijo.

     Sentándose al lado de Antón, Gabriel esperó y miró las viandas con ansia.

     —¿A qué esperáis? —preguntó Antón.

     —¿Puedo...? —preguntó a su vez el pequeño pidiendo permiso.

     —Si, claro que podéis. Comed que luego tenemos trabajo... —le ordenó Antón.

     —¿Trabajo? —preguntó Gabriel.

     —Vuestra madre y yo iremos a recoger algunas cosas de vuestra casa y luego, vos y yo, iremos al molino.

      —¿Al molino? —preguntó Gabriel con curiosidad.

     —Exacto... Vamos a coger el carro de mi padre y traeremos harina y algunas cosas más que necesito.

     —Pues para hacer tantas cosas, hay que comer para estar fuertes. Madre dice que si no se alimenta uno bien, luego no vale para trabajar... —respondió el niño dejando bastante claras sus intenciones con respecto a la comida que había encima de la mesa.

     —Y vuestra madre lleva razón, pero debéis comer lo justo, si luego no queréis que os duela el estómago. Recordad que al medio día volveremos a comer...

     Gabriel no contestó a eso, pero asintió y en vez de llenarse el plato, se puso un poco menos de lo habitual.

     Elvira comprobó como su hijo Gabriel obedecía a pie juntillas, todo lo que Antón le ordenaba. Todo lo contrario que con su esposo, que cada dos por tres se enfadaba porque el muchacho no le hacía caso.

      Antón sonrió mientras observaba de reojo a su hijo. El pequeño necesitaba una mano adulta que supiese llevarlo y él, no le iba a quitar el ojo de encima. Sin poder evitarlo, Antón posó su mano sobre la cabeza del pequeño y acarició su pelo sin darse cuenta de la mirada significativa de Elvira.

     —Creo que habrá que cortaros también el pelo...

     —Uh, señor. Eso son palabras mayores. Recuerde que soy un niño y no una oveja...

     Los tres adultos sonrieron ante la chanza del pequeño, pero aun así, Antón se contuvo un poco y le contestó:

      —Hasta a la oveja con más lana, la esquilan de vez en cuando. Así que prepararos para que os corten el pelo. Apenas os veo los ojos cuando os miro y un caballero necesita tener la frente despejada para ver a sus enemigos...

     —¿Los caballeros llevan el pelo corto? —preguntó con repentina curiosidad Gabriel.

     —La gran mayoría. Bajo el casco se suda mucho y es mejor tenerlo corto...

     —Y vos pensáis que si me lo corto, ¿algún día podré llegar a ser como vos?

      —Tenéis madera de caballero, pero para ello deberéis aprender bastantes cosas y trabajar mucho.

     —Esta bien, os haré caso. Madre, luego me cortaréis el pelo... —le sugirió el pequeño a Elvira.

     —Pero primero tendréis que bajar al río a bañaros...

     —Ah, no... eso sí que no. Que tenga madera de caballero no significa que le tenga también de pez. El agua no es buena para el espíritu...

     Antón soltó una carcajada mientras el anciano sonreía ante la ocurrencia de su nieto.

    —¿De donde habéis sacado que el agua no es buena para el espíritu? —preguntó Antón.

     —Le da miedo el agua... —señaló Elvira contrariada.

     —¡No me da miedo el agua! —protestó Gabriel que en ese instante se sintió avergonzado.

     —¿Por qué os da miedo? ¿No sabéis nadar? —preguntó Antón al muchacho.

     —Nadar es cosas de peces... —contestó el pequeño antes de que Elvira pudiera explicarlo.

     Elvira miró con preocupación a su hijo y conociéndolo, prefirió callar. Y Antón, decidió no insistir. Más tarde se enteraría de cual era la causa del rechazo de Gabriel a bañarse.

     —Si habéis terminado, podemos ir a vuestra casa antes de que apriete el calor y se adentre la mañana —dijo Antón levantándose.

     —Si, por supuesto.

     —¿Puedo acompañarlos? —preguntó Gabriel mirando hacia ambos.

     —No tardaremos mucho. Es mejor que os quedéis aquí —señaló Antón—. Padre, dadle trabajo cuando acabe de desayunar; puede apilar la leña de ahí fuera mientras nosotros venimos. La necesitarán para el horno...

     —¡Puf...! —protestó el pequeño sujetándose la cabeza con un mano, mientras con la otra comía.

     Antón lo miró con curiosidad y tras observarlo unos instantes, le preguntó:

     —¿Preferís comer pan o no comerlo?

     —¡Vaya pregunta!

      —¡Gabriel! —le corrigió su madre—. No contestéis así... —dijo Elvira avergonzada por la conducta del pequeño.

     —¡Pero, madre! Quiero ir con ustedes, no quiero apilar la maldita leña...

     —No contestaréis de esa manera a vuestra madre ... —le ordenó Antón, cambiando el semblante de la cara. El tono más duro de voz, no pasó desapercibido para el pequeño.

      —¡Está bien! —protestó Gabriel bajando la mirada.

     —Padre, aseguraos de que obedezca y de que no se meta en líos...

      —Marchad tranquilos. Cuando vengáis, la leña estará apilada —aseguró el anciano con confianza, disimulando la sonrisa.

      Elvira se levantó de la mesa y cuando ayudó al anciano a quitar los restos del desayuno, salió en pos de Antón que ya se hallaba encima del caballo.

      —Disculpad por la contestación de Gabriel...

      Antón que se hallaba encima del caballo, le tendió una mano para ayudarla a subirse. Y con un pequeño esfuerzo, Elvira se sentó detrás, intentando agarrarse a lo que podía sin apenas rozar la espalda de Antón.

     —No tenéis que disculparos. El pequeño tiene carácter y habéis hecho lo que habéis podido.

     Elvira soltó de pronto el aire, temiendo que Antón estuviese enfadado.

     —No seáis tímida y agarraos a mi cintura, si no deseáis caeros del caballo. Si os volvéis a hacer daño en el brazo, tardaréis en recobraros de nuevo —le dijo Antón adivinando el apuramiento de Elvira que parecía una estaca a su espalda—. Cuando éramos jóvenes, no teníais tanto reparo en acercaros a mi y rodearme con los brazos —declaró Antón.

     —A veces me preguntaba por qué Gabriel había salido tan desvergonzado y ya veo que es a vos... —contestó Elvira molesta.

     El reproche en vez de molestar a Antón, le divirtió e hizo que le sacara una sonrisa. Algo que jamás hubiese imaginado que sucedería.

     —Agarraos fuerte, que no os caigáis —terminó de decirle Antón, sin dejarle opción a nada más.

     Sentir el cuerpo de Elvira pegado al suyo, era un placer que no pensaba desperdiciar.


La casa había sido desvalijada pero a pesar de ello, Elvira pudo recobrar algunas prendas de ella y del niño que no se habían llevado.

     —Si necesitáis ropa, solo tenéis que decírmelo.

     —Ya os aseguré antes, que no quería daros quehacer. Ya habéis hecho bastante.

     —Pero no podéis estar tanto tiempo con el mismo vestido. No cuesta tanto...

     —Con dos mudas, es más que suficiente. Cuando lleve una puesta, puedo lavar la otra.

     Antón suspiró resignado. Elvira era tan cabezona como él.

     —Además, a lo mejor, mi esposo regresa pronto y se resuelve todo —dijo casi susurrando.

     A Antón no le gustó escuchar eso. Si el esposo de Elvira aparecía, no vería a su hijo como ahora. Aunque también le molestaba la idea de que Elvira volviera con su esposo.


Una vez que llegaron de nuevo a la ciudad, Elvira se apeó del caballo y con el hatillo de la ropa, se dirigió hacia la casa sin mirar a Antón que la observó hasta desaparecer por la puerta.

      —¡Gabriel! ¿Queréis venir al molino?

     —¡Claro que sí! —dijo el pequeño mientras le brillaban los ojos del entusiasmo.

     —¿Habéis apilado la leña?

     —Si, toda... como me dijisteis.

     —Eso está bien —dijo Antón ante la atenta mirada del anciano.

     —¿Dónde tenéis el carro, padre?

      —¿Dónde si no? En el corral...

      —Guardaré el caballo e iré a por la harina.

     El anciano asintió y acompañó a su hijo seguido por el pequeño.

      —Y esta noche habrá pan... —aseguró Gabriel haciendo sonreír a los dos adultos.


Habían pasado cuatro meses de la llegada de Elvira y Gabriel a su vida. Antón procuraba mantener la distancia con ella y apenas le dirigía la palabra más que lo estrictamente necesario. Mientras tanto, Elvira se había hecho cargo de las haciendas típicas de las mujeres y permitía que Juan pudiese dedicarse a otras cosas.

     Por la mañana, acompañado por el pequeño y por su padre, Antón se afanaba por trabajar las pocas tierras que tenían para poder comer en el invierno. Había que sembrar un poco de hortal, ya que aunque Antón todavía conservaba algo de dinero de sus contiendas, gran parte de él lo había echado en pagar la deuda del Vandelvira. Elvira había insistido varias veces en saber la cantidad adeudada, pero él no quiso preocuparla. No era culpa de ella que el esposo hubiese robado el dinero del ayuntamiento.

     Por las noches, era lo peor. Tener que estar en su presencia y no mirarla en demasía. Su padre no decía nada, pero sabía que sus ojos lo traicionaban y que éste se daba cuenta, del esfuerzo que hacía para no devorarla con la mirada. Elvira había florecido como una flor de primavera en los pocos meses que llevaba viviendo con ellos y estaba preciosa. Había cogido algo de peso y su cuerpo, que ya era hermoso de por sí, tenía las curvas precisas. Más de una noche la pasaba dando vueltas en el lecho, imaginando lo que sería volver a tenerla entre sus brazos y bajo su cuerpo. Intentaba no desearla, pero la tortura de vivir bajo el mismo techo y no poder amarla, hacía que se volviera reservado y huraño, manteniendo más las distancias hasta el punto que Elvira lo evitaba y eso lo ponía más molesto todavía. Cruzar esa barrera, sería condenar a Elvira a la misma ignominia y eso no lo permitiría. Antes se cortaría las manos, que causarle cualquier oprobio.

      —Creo que deberíamos acostarnos. Mañana debemos labrar y sembrar lo que nos queda, antes de que se eche el frío.

      —Yo os acompañaré —dijo Elvira decidida.

     —Vos os quedaréis aquí —aseguró Antón volviendo la mirada hacia ella.

     —Puedo trabajar lo mismo que ustedes. Y dos manos más, adelantarán la faena. Al medio día, podremos estar aquí para comer —aseguró Elvira insistiendo.

     —Por eso es necesario que os quedéis. La comida estará hecha cuando lleguemos —insistió Antón que no quería que Elvira trabajase más de lo debido.

     —Esta tarde he hecho la comida para mañana. Vuestro padre os lo puede decir. ¿Verdad, Juan?

     —Así es. Esta tarde estuvo liada... —dijo el anciano torciendo el gesto.

     —No se hable más. Mañana iré con ustedes y les ayudaré —aseguró Elvira encabezonada.

     —Elvira lleva razón. Vendremos a tiempo de comer. Además, me duelen los huesos y eso es señal de que amenaza lluvia...

     —Está bien, que nos acompañe —dijo Antón con el entrecejo fruncido.

     Al día siguiente, todos estaban en el campo afanados en terminar cuanto antes. Un viento helado y unos nubarrones negros, no hacían presagiar nada bueno.

     —Tengo las manos heladas —aseguró Gabriel.

     —En cuanto lleguemos, pueden cambiarse de ropa mientras yo enciendo el fuego —dijo Antón sin mirar a nadie en particular.

     —Menos mal que Elvira se ha venido hoy. Me ha ahorrado dar unos cuantos pasos más —aseguró Juan que se encontraba cansado ya.

     —Padre, ¿por qué no regresáis mientras yo termino? —le preguntó Antón sabiendo que su padre debía encontrarse cansado para hacer ese comentario.

     —No hijo. Ya queda poco y es mejor que marchemos juntos. El agua le vendrá bien a la siembra, pero no quiero que nadie pesque un resfriado.

     —No sabía que los resfriados pudiesen pescarse —dijo el pequeño Gabriel.

      En ese instante, Elvira se tropezó debido al cansancio y no pudo evitar un gemido de dolor.

     —¡Elvira! ¿Os habéis hecho daño? —le preguntó Antón acudiendo de inmediato hacia ella.

     —¡Madre! ¿Estáis bien? —preguntó Gabriel que ya se encontraba a su lado.

     —No es nada... —dijo Elvira quitándole hierro al asunto, pero sin querer decir que en verdad se había hecho daño. Algo debía de habérsele clavado en el muslo porque le dolía a rabiar.

     Las manos de Antón la levantaron inmediato del suelo y contemplando la falda de su vestido, le dijo:

     —Os habéis roto el vestido. Os habéis hecho daño —insistió Antón—. Sabía que no debía de haberos traído.

     —No... no es nada —volvió a insistir Elvira que estaba a punto de echarse a llorar mientras sentía cómo la sangre se escurría por su pierna abajo.

      Cojeando, dijo disimulando:

      —Volvamos al trabajo y terminemos. Vuestro padre, lleva razón.

     Antón la contempló y sin querer decir nada más, regresó por donde había dejado el tajo.


Esa noche, Elvira les ocultó a los hombres la fea herida que se había hecho. Limpiándosela como pudo, intentó vendarse el muslo sin que nadie la viera, y apenas sin probar bocado, les dio las buenas noches y se acostó antes de lo acostumbrado, alegando que estaba cansada.

     Sentados frente a la lumbre, los dos adultos y el niño contemplaban como las llamas devoraban la leña. Después de lavarse un poco y cenar, el cansancio había hecho mella en sus cuerpos y arrastrando las sillas hasta el fuego, se habían sentado a esperar a que se hiciera más de noche.

     —Madre está cansada —aseguró Gabriel mirando al fuego.

     —¿Y vos no lo estáis? —preguntó Antón observando de reojo a su hijo.

     —Las mujeres son más débiles que los hombres —aseguró convencido el niño.

     Antón y Juan no pudieron evitar reírse.

     —¡Menudo pillo estáis hecho! —aseguró Antón restregándole el pelo—. No digáis eso delante de vuestra madre, podría llegar a ofenderse.

     —Los caballeros no pueden ofender a las damas —aseguró el niño mostrando su sonrisa mellada. Ese mismo día se le había caído un diente.

     —No, no deben ofenderlas... —aseguró Antón contemplando la puerta cerrada.


Una semana después, la pierna de Elvira le ardía de dolor. Había intentado tomarse un brebaje y había machacado varias plantas del campo que conocía, pero el aspecto de la herida no mejoraba. Había evitado cojear delante de los hombres, pero ya no aguantaba más de pie. Tenía que acostarse un rato.

     —Juan, ¿os importaría esta noche poner la mesa vos?

     —¿Qué sucede, Elvira?

     —No me encuentro muy bien y necesito reposar un rato. Ya sabe usted, cosas de mujeres —le aseguró Elvira mintiéndole. La culpa hizo que se sonrojara.

     —No os preocupéis. Yo les pondré la cena a Antón y a Gabriel cuando regresen. Podéis retiraros a la alcoba. Seguro que mañana volveréis a encontraros mejor.

     —Gracias, Juan. No se cómo agradecerle todo lo que hace por Gabriel y por mi... —dijo Elvira sin poder evitar que un sollozo se le escapase.

     —No penséis en eso ahora. Acostaros, muchacha. No tenéis buena cara —aseguró el anciano preocupado.

     —Gracias, Juan. Seguro que mañana me encontraré mejor.


Sin embargo, a la mañana siguiente, Elvira no pudo levantarse del lecho y sin darse cuenta, la preocupación del anciano hizo que no se moviera de la casa. Antón y el pequeño Gabriel, habían marchado al campo temprano y todavía no habían regresado. Incómodo, sabiendo que algo debía sucederle a la mujer para que no se hubiese levantado todavía, Juan traspasó la puerta de la alcoba, dispuesto a averiguar lo que le sucedía. Tocando a la puerta, Elvira ni siquiera se despertó y el anciano entró con sigilo.

     —¡Elvira! ¿Os sucede algo?

     El anciano no obtuvo respuesta y acortando la distancia que lo separaba del lecho, meneó un poco a la mujer cuando estuvo a su altura, sin seguir obteniendo una respuesta de ella. Con un mal presentimiento, levantó la manta del rostro que tapaba su cara y Elvira ni siquiera se dio cuenta de su presencia. Tocando la frente de la muchacha, comprobó que estaba ardiendo y sacudiéndola, tampoco consiguió despertarla.

     —¡¿Qué os sucede, muchacha?! Voy en busca del físico... —dijo el anciano saliendo apresurado sin que nadie lo escuchase.


Cuando Antón llegó a la casa y traspasó la puerta seguido por su hijo, descubrió al anciano con el físico del pueblo en la sala.

     —¿Qué sucede, padre?

      El anciano arrastró los pies y con los signos en la cara de una enorme preocupación, le susurró:

     —Es Elvira...

     —¡Elvira! ¿Qué le sucede a Elvira? —preguntó Antón sin siquiera esperar la respuesta. Una enorme opresión, le encogió el pecho y llegando en dos zancadas hacia la alcoba, se sentó en el lecho al lado de ella—. ¿Elvira? ¿Qué os sucede?

      Contemplando su rostro ardiendo, se asustó enormemente mientras Elvira reposaba casi desfallecida en el lecho.

     —Se conoce que no ha querido decirnos nada, pero cuando la semana pasada se cayó en el campo, debió de clavarse algo en el muslo y según el físico, la herida es bastante fea —dijo el anciano bajando los ojos al suelo sin poder sostener la mirada de Antón.

     Conforme lo escuchó, Antón despojó de las cobijas el cuerpo desfallecido de Elvira y en un santiamén, le levantó la falda para contemplar horrorizado, el color oscuro de la herida del muslo .

      —¡No puede ser! ¿Por qué no nos ha dicho nada? —susurró más para sí que para los demás.

     —Creo que intenta darnos el menor problema posible. Esta muchacha no habla por no pecar —aseguró el anciano mirando desolado a su hijo.

     —¿Y vos que decís de la herida? —le preguntó desesperado Antón al físico.

     —He hecho todo lo que he podido y la he limpiado, pero la herida se ha infestado y no presagia nada bueno...

     Antón palideció y un mareo lo invadió cuando entendió el alcance de las palabras del hombre y lo que eso significaba: Elvira podría morirse.

     Mareado desvió la mirada hacia un rincón de la alcoba y contempló las lágrimas en el rostro de su hijo.

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