CAPÍTULO 5
<<Lo que el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir.>> Miguel de Cervantes (1547-1616). Escritor español.
—¡Tengo un hijo! —exclamó Antón soltando a Elvira como si su solo contacto lo quemase.
Elvira volvió a sentarse en la silla, cansada de todo.
—Así es.
—¿Por qué no me dijisteis nada?
—¿En verdad lo preguntáis?
—No lo sabía... —dijo Antón sin saber cómo comportarse con ella.
—¿Cómo lo ibais a saber? Si me abandonasteis al menor contratiempo. Me dejasteis sola a manos de mi padre, mancillada y con un hijo en el vientre... ¿Qué queríais que hiciera? Yo..., era tan joven, que no pude contravenir los deseos de mi familia. No pude hacer nada. Cuando aquella tarde me cansé de esperaros, llegué a casa sin saber lo que me esperaba. Recuerdo como un puñal en el pecho cada una de las palabras que pronunciasteis de mi...
—¡Fueron mentira!
—Mentira o no, ya no importa ... Sin embargo, puedo aseguraros que pronto salí de mi estupor. Mi desconcierto duró lo que tardó mi padre en abofetearme, afeando mi conducta. Recuerdo que el golpe me derribó al suelo mientras me gritaba que era una perdida... —gimió Elvira tapándose los ojos con la mano, reviviendo aquella escena.
Antón inhaló fuerte para llevar aire a sus pulmones. Una corriente de sufrimiento mutuo fluyó entre los dos. La imagen de Elvira tirada en el suelo, golpeada y asustada, le dolió en el alma. Sintiéndose un desgraciado por haber desconfiado de ella y haberla abandonado a su suerte.
—Apenas tardó unos días en concretar mi boda mientras vos os marchabais sin mirar atrás. Sin importaros lo que me ocurriese. Creí a mi padre sin siquiera dudar de su palabra. Los dos hombres más importantes de mi vida, me fallaron cuando más los necesitaba. Me jurasteis que me amabais y que poco os duró el amor... —le dijo Elvira reprochándoselo, rota de dolor.
En ese instante, Antón volvió la vista hacia Elvira, ante el impacto que sus palabras le provocaban. Asumía su parte de culpa, pero que Elvira dudase del amor que la había procesado le encogía el alma, dejándole indefenso para poder defenderse.
—Ni siquiera mi madre se atrevió a contradecir a mi padre. Mientras vos abandonabais Alcaraz, permanecí encerrada en mi alcoba durante días; sin poder salir, sin ver a mis hermanos, creyendo que solo había sido un entretenimiento para vos. Preparándome mentalmente para lo que me esperaba. ¿Os podéis imaginar el tormento por el que pasé? —dijo Elvira levantando los ojos hacia él—. Obligada a querer a un desconocido y odiando al que verdaderamente amaba... Os maldecí durante meses, pero poco a poco vuestro imagen fue borrándose de mi mente. Solo la presencia de Gabriel me dio las fuerzas suficientes para seguir luchando.
La voz quebrada de Elvira terminó por romperle a Antón lo que le quedaba de corazón. La había odiado durante años mientras ella y su propio hijo luchaban por sobrevivir. Si durante años se había considerado la víctima, ahora se sentía como el peor hombre sobre la faz de la tierra.
—Y ahora, me encuentro abandonada a mi suerte por un esposo que también me despreció desde el primer momento en que yació conmigo y descubrió que yo no era pura. Aunque nunca se atrevió a repudiarme... mi padre lo había comprado bien —aseguró Elvira llorando.
Antón tuvo que apoyar los brazos encima de la mesa para no derrumbarse tras la infamia mentira cometida por el Llarena.
—Debisteis buscarme... —susurró Antón atormentado.
—¿Y hubieseis confiado en mi palabra? ¿Qué posibilidades tenía de escapar de mi padre? Los primeros meses disimulé el embarazo como pude, a pesar de no encontrarme bien, hasta que ya no pude engañar a mi esposo. Nació a los siete meses de iros vos. Tuve suerte de que los primeros años, nadie sospechase nada porque los vecinos siempre pensaron que se me había adelantado el parto... Sin embargo, para mi esposo fue distinto. Siempre tuvo la sospecha hasta que una noche, llegó a casa borracho y me lo gritó a la cara.
—¡Esto es una completa locura! —exclamó Antón.
Levantándose de la silla, Elvira se aproximó hasta Antón y sin tocarlo, le suplicó:
—¡Debéis dejarnos marchar! Gabriel y yo, no podemos continuar ni un solo momento más en esta casa...
—¡No me pidáis eso! —exclamó Antón desesperado, después de conocer la existencia de su hijo.
En ese instante, Elvira le agarró de la ropa con la mano libre y exigió perdiendo los nervios:
—Si algo tenéis de caballero, debéis dejarnos marchar. Permaneciendo aquí, solo es cuestión de tiempo que vengan a buscarnos. ¿Es que no lo entendéis?
—¡No permitiré que os hagan daño! —dijo Antón negando la realidad.
—¡Recapacitad! Solo es cuestión de tiempo que alguien se de cuenta del parecido entre vos y Gabriel. Si no me matan por los actos de mi esposo, acabarán conmigo por adúltera. ¿Cómo explicareis el parecido?
—¡No, no...! —gritó Antón viendo cómo se le escapaba de las manos la posibilidad de retenerlos. Si se marchaban, los perdería para siempre.
—Antón, os prometo que os avisaré cuando lleguemos a un sitio donde estemos seguros. Ahora que comprendí por fin lo que ocurrió, no os ocultaré jamás a vuestro hijo... Quizás, si no hubiésemos sido tan jóvenes y hubiésemos confiado más el uno en el otro...
—¡Perdonadme! —se acercó finalmente a Antón a ella.
Arrodillándose a su lado y cogiéndola de la mano, Antón abrió su corazón, dispuesto a que ella destrozara lo poco que le quedaba de él.
—No hay nada que deba perdonaros ya... —declaró Elvira con una inmensa pena—. Al fin y al cabo, si no hubiese sido por vos, ahora estaría muerta. Me salvasteis la vida.
—Soy yo el que os debo todo. No debí confiar en la palabra de vuestro padre... fui un idiota.
—Ni yo debí perderme...
—No habléis así jamás.... —le interpeló Antón.
—¿Acaso no es cierto? —preguntó ella.
—No, no lo es.
—Vos, como hombre, no debíais guardar vuestra virtud. Pero yo, debí actuar de otro modo. Me dejé llevar por el deseo que provocabais en mi persona y esa fue mi perdición —agregó Elvira alejándose de él.
—¿Dónde vais? —preguntó Antón inquieto ante la posibilidad de perderla.
—Donde no nos encuentren... —susurró Elvira caminando hacia la puerta de la alcoba.
En dos pasos, Antón la abrazó por detrás. Su brazo derecho, rodeó la cintura de ella. Y con la mano izquierda, le agarró la mano que le quedaba libre. Y apoyando su frente en la parte posterior de su cabeza, le rogó a Elvira:
—No puedo dejaros marchar. Si os vais ahora, os perderé definitivamente.
Soltando un quejido, Elvira cerró los ojos con fuerza. Sentir el cuerpo de Antón sobre ella, hizo que se le flojearan las piernas. Hacía tanto tiempo que alguien no la abrazaba de ese modo, que su corazón se olvidó de latir un segundo. Sus sentidos se agudizaron y la respiración acelerada de Antón sobre su nuca, hizo que rememorara imágenes que tenía escondidas en lo más recóndito de su mente. Recuerdos que había intentado borrar.
—No insistáis. Nunca me tuvisteis. Soy la esposa de otro hombre y he de buscarlo... —susurró Elvira.
—¡Elvira! No os vayáis, os lo ruego. Encontraré el modo de que permanezcáis en la ciudad sin que vuestras vidas peligren.
—Sabéis que eso es imposible.
—Os prometo por lo más sagrado que no desistiré hasta hallar la manera de que podáis quedaros.
—¡Antón! ¡Por favor! No me martiricéis más. Si Gabriel y yo permaneciésemos aquí, terminarían por matarnos.
—No me pidáis que renuncie a ustedes...
Las piernas de Elvira no pudieron aguantar más aquel tormento y le fallaron, momento que aprovechó Antón para sostenerla junto a él e insistir en su propósito.
—Antón, os lo ruego. Soy una mujer casada...
—Y no me olvido de ello, pero si no me equivoco, vuestro destino podría ser un infierno si os marcháis. Vuestro esposo os ha abandonado. ¿De qué viviréis? ¿Volveréis a pasar calamidades y permitirás que Gabriel pase hambre cuando aquí siempre tendrá un plato de comida y un lecho caliente donde descansar? Dejadme que cuide de vos y de Gabriel. Soy su verdadero padre...
—No debí deciros nada. ¿Qué sentido tiene que lo sepáis?
—Todo el del mundo —señaló Antón—. Vine a Alcaraz con el único propósito de retirarme a una vida más tranquila con la única compañía de mi padre. Pero mi destino ha hecho que nuestros caminos se vuelvan a cruzar y que conozca la existencia de mi hijo. No pienso consentir que las personas que más me importan en este mundo, anden por esos caminos perdidos de Dios. Se que nuestras vidas siguieron rumbos distintos; que vuestro mundo está separado del mío por un abismo, pero por vos y por nuestro hijo... estaría dispuesto a todo. Hasta perder la vida por defender la vuestra, si fuera necesario.
—¡No digáis eso! Pediré ayuda a mi hermana... —susurró Elvira intentando convencerlo.
—No conocéis los peligros que se esconden en cada lugar. Detrás de cada piedra y de cada recodo del camino, podríais hallar la muerte. Si insistís en marchar, os acompañaré hasta que lleguéis a un lugar seguro y permaneceré con ustedes todo el tiempo.
—No puedo llegar a Montiel acompañado por vos...
—¿Por qué? —preguntó de nuevo Antón.
—Ya os lo he dicho. Cualquier persona podría reconocerme y comprobar el parecido de Gabriel con vos.
—Entonces, permaneceréis aquí hasta que vuestro esposo decida volver —determinó Antón angustiado a pesar de que lo último que acababa de decir no le gustó lo más mínimo. Si tenía que hacer de tripas corazón y verlos en la distancia, lo haría. Se conformaba con saber que estaban cerca de él. Los había perdido por su estupidez.
—¿Y qué pasaría entonces? ¿Seríamos acusados por mi propio esposo? No tiene un pelo de tonto y siempre me interrogó sobre quién era el padre de mi hijo. En cuanto os viese, lo sabría.
—No me importaría...
—Pero a mi sí. No arriesgaré a mi hijo a un escarnio público...
—Tampoco es lo que yo deseo.
—Entonces, dejadnos marchar. Es lo más prudente y juicioso.
—Si, lo sería, pero ya os he dicho que no voy a consentir que pongáis en riesgo la vida de Gabriel y la vuestra. Dejadme que lo intente y en el caso de que no consiguiese nada, os acompañaré a un lugar seguro. Nadie os volverá a poner un solo dedo encima, ni os tirará una piedra mientras yo permanezca a vuestro lado.
—¿Estáis seguro de eso? —preguntó Elvira temerosa.
—Os lo juro por lo más sagrado —dijo Antón como último recurso.
Elvira titubeó unos segundos, pero después Antón pudo escuchar su consentimiento:
—Está bien, permaneceremos aquí un poco más. Sin embargo, debéis prometerme que no revelareis a Gabriel vuestro parentesco con él.
Antón cerró los ojos, resignándose a lo inevitable. Sus instintos le pedían decirle la verdad a su hijo, pero lo más prudente era hacerse a un lado por el bien de Gabriel y de Elvira. Por culpa de su juventud y de su imprudencia, había perdido a la única mujer que había amado y ahora, no volvería a fallarle.
—Os lo prometo, pero vos permaneceréis aquí hasta que vuestro esposo aparezca.
Cuando Elvira asintió, Antón no tuvo más remedio que abrir los brazos y dejarla marchar, a pesar de que lo más deseaba en la vida era abrazarla y no soltarla nunca.
—Descansad, estoy seguro que debéis de haber pasado mala noche —le sugirió Antón observando su hermoso pelo. El paso de los años no le habían restado belleza a esa melena. Ahora era toda una mujer, con un cuerpo juvenil que había dejado atrás y cuyas formas maduras lo turbaban como nunca.
Cuando Elvira se vio libre de su abrazo, su cuerpo reaccionó al frío de la madrugada, recordándole el cansancio y lo agotada que se sentía por todo lo sucedido. Sin añadir una palabra más, terminó de separarse de él y entró en la alcoba para reunirse con su hijo.
Rayando el alba, Antón había decidido lo que iba a hacer. Solo había una manera de solucionarlo y estaba dispuesto a todo antes de permitir que a Elvira y a su hijo les sucediese algo. Y en caso de fallar, pediría ayuda a su hermano y a Diego de la Cueva si hiciese falta. Ellos sabrían dónde esconder a una mujer y a un niño, sin que nadie los encontrase.
Mirando hacia la ventana, Antón contempló el amanecer y los primeros rayos de sol iluminaron la estancia mientras esperaba que su padre se levantase. Dos veces había abierto la puerta de la alcoba con sigilo para contemplar los cuerpos dormidos de Gabriel y Elvira. Tapados hasta la cabeza, madre e hijo se encontraban dormidos fundidos en un abrazo. Hubiese dado lo que fuese por rodearlos con los suyos, pero ese privilegio no le estaría permitido jamás.
—¿Habéis podido dormir algo, hijo mio? —preguntó Juan saliendo de su alcoba, viendo a su hijo asomado a la alcoba de Elvira.
—Ha sido una noche larga, padre.
—Ya veo... —dijo Juan arrastrando los pies por el cansancio—. Escuché vuestras voces aunque no llegué a distinguir qué hablabais. ¿Conseguisteis averiguar algo? Pensé que se irían al amanecer —dijo Juan profundamente desanimado.
—Si, conseguí averiguarlo todo. Y no, no se han ido. Permanecí de guardia toda la noche, después de vuestra advertencia y temiendo que Elvira se marchara, pude impedir que abandonaran la casa.
—Gracias a Dios... —dijo Juan sentándose al lado de su hijo—. ¿Y por qué tenéis esa cara? ¿De qué habéis hablado?
Antón no pudo sostener la mirada a su padre cuando añadió:
—Estabais en lo cierto. Gabriel es mi hijo...
—¡Válgame el Señor! Conservaba cierta esperanza de haberme equivocado...
—Pues no, no os equivocasteis. El padre de Elvira me engañó aquel día haciéndome creer que Elvira estaba comprometida y yo, estúpido de mi..., la abandoné a su suerte, con mi hijo en su vientre —dando un puñetazo en la pared ante la atenta mirada de su padre—. Perdí cualquier derecho que tuviese a reclamarlo, padre. Si hubiese esperado solo un poco antes de marcharme... si hubiese hablado con ella.
—No os amarguéis, nadie podría haber adivinado una cosa así. El Llerena fue astuto y ahora, no podéis proclamar a los cuatro vientos que Gabriel es hijo vuestro. La vida de Elvira...
—No hace falta que lo señaléis, padre. Conozco a la percepción las leyes y las consecuencias de incumplirlas.
—¿Y qué sucederá? Vos no podréis defenderla de los vecinos...
—Solo tengo una opción: hablar con Pedro de Bustos.
—¿Estáis seguro que es lo más prudente?
—Es la única opción que tengo. Si eso falla, me llevaré lo más lejos posible a Gabriel y a Elvira.
—¡Bien dicho! Su esposo también perdió la oportunidad al abandonarlos... debéis protegerlos como sea. No quiero que a mi nieto le suceda nada y tampoco quiero verlo pasando hambre.
—No volverá a suceder, os lo aseguro —declaró Antón.
—¿Creéis que el esposo de Elvira vendrá cuando se entere que su mujer y su hijo tienen un protector?
—No lo sé, padre. Pero no adelantemos acontecimientos. Ese hombre tiene cuitas que pagar ante la ley y no le será fácil aplacar los ánimos de los vecinos.
—¡Ya veremos! —exclamó Juan pensativo—. ¿Qué tenéis en la cabeza, muchacho? Ese entrecejo vuestro, me dice que algo os ronda por ella...
—Voy a asearme un poco. Quiero buscar al tal Pedro de Bustos. Cuando regrese, sabréis si he logrado mi propósito. Mientras tanto, atrancar la puerta y no salir hasta que yo no esté de vuelta. Gabriel y Elvira están dormidos después de la noche tan...
—Larga... —terminó Juan de hablar por su hijo.
—Exacto, padre. Aunque iba a decir <<complicada>>.
—Pues entonces, apresuraos. Podéis adecentaros en mi alcoba.
—Gracias.
—No hay de qué, hijo —dijo Juan mientras Antón se encaminaba a cambiarse de ropa y asearse un poco.
Sin dejar de entrever a su hijo el impacto de la noticia, Juan continuó sentado en la silla, sumido en sus pensamientos. Tenía un nieto y lo había visto crecer sin saberlo, pero lo que más lo angustiaba era saber por lo que había pasado ese pequeño. Apenado, se propuso vigilar la puerta hasta que llegase su hijo. Nadie le haría nada a su nieto, estando él allí.
Pedro de Bustos miró de frente al caballero que lo interceptó en la taberna.
—¿Tenéis un momento para hablar, don Pedro?
Mirando detenidamente al tal Antón Romero, Pedro de Bustos miró a su alrededor y envalentonándose, le preguntó:
—¿Qué deseáis? ¿Venís a entregarnos a la mujer? ¿Habéis recapacitado? No sé por qué os habéis entrometido en este asunto que no os concierne. Pero sabed, que tarde o temprano terminaremos por averiguar donde se esconde ese desgraciado...
—Desearía hablar con vos y con el concejo... —insistió Antón no queriendo adelantar nada de sus intenciones. Debía pillarlos desprevenidos antes de que pudiesen hablar entre ellos.
—¿Con el concejo? —preguntó extrañado Pedro de Bustos.
—Si...
Echándole una ojeada de arriba abajo, Pedro de Bustos aceptó.
—Está bien. Espero que sea importante lo que tengáis que decirnos y que no nos hagáis perder más el tiempo. Llamaré al resto de miembros y nos reuniremos en media hora en el ayuntamiento.
—Allí les esperaré y mientras tanto...
—¿Mientras tanto...? —preguntó Pedro de Bustos.
—No se os ocurra mandar a nadie a la casa de mi padre, estando yo fuera. No os agradaría comprobar la fuerza de mi espada cuando alguien me enfurece...
Ese hombre le había amenazado delante de los vecinos, pero Pedro sentía tanta curiosidad por lo que tenía que decirles, que no reparó mucho en la provocación.
—Escucharé primero lo que tengáis que contarnos y después, hablaremos —contestó Pedro de Bustos.
—No os tardéis —le aconsejó Antón.
Ambos hombres salieron de la taberna, seguidos por dos o tres vecinos curiosos, que a esa hora de la mañana, ya se encontraban bebiendo un poco de aguardiente para templar el cuerpo.
Media hora después y tal como había prometido Pedro de Bustos, el concejo en completo estaba dentro del ayuntamiento. Antón esperó a pasar el último y una vez dentro, cerró la puerta.
—¡Hablad ahora!
—¿Qué queréis de nosotros? Si habéis recapacitado y deseáis entregarnos a la mujer...
—Tengo un trato que proponerles... —soltó Antón de improviso.
—¿Un trato? —preguntó uno de los hombres reunidos.
—¿De qué se trata? —preguntó Pedro de Bustos.
—Mi padre es una persona mayor que ya no tiene la salud de antaño. Iba a buscar a una mujer en el pueblo que se hiciese cargo de los quehaceres propios de una casa y que cuidase de mi padre cuando yo no estuviese...
—¿Y qué tenemos nosotros que ver en ello? —preguntó otro vecino.
Antón lo miró detenidamente y continuó hablando.
—De nada les sirve que la mujer de Vandelvira muera. Si le ocasionan algún perjuicio, será cuando no recuperen jamás el dinero que les debe porque su esposo ya no tendrá motivos para regresar al pueblo. Si permiten que doña Elvira y su hijo permanezcan en el pueblo, ésta podría hacerse cargo de mi padre cuando yo tuviese que marcharme. Yo no estoy ducho en la hacienda de mujeres, mi único oficio es el de la espada. Allá donde me necesitan, voy... —dijo Antón intentando convencerlos.
—¿Y qué ganamos nosotros con ello?
—Estaría dispuesto a hacerme cargo de la deuda de Vandelvira, hasta que éste regresase. Y cuando eso sucediese, ustedes me devolverían el dinero. Doña Elvira trabajaría en la casa de mi padre a cambio de un techo y un plato de comida para ella y para su hijo. Porque por si acaso no se han dado cuenta, no tienen donde vivir y tampoco nada que echarse al estómago. Ustedes se han asegurado que no puedan volver ni a su propia casa... —aseguró Antón dejando perplejos a todos.
—¿Estaría dispuesto a pagar el dinero que Vandelvira robó? ¿Por qué? —preguntó el de Bustos.
—Porque necesito una mujer que se haga cargo de mi padre, ya se lo he dicho. Aunque mi deseo es establecerme aquí, todavía tengo servicios que cumplir con...
—¿Con quién? —preguntó Pedro de Bustos.
—Con don Rodrigo Manrique, el comendador de Segura... —mintió Antón, diciendo lo único que se le había ocurrido.
—¿El comendador de Segura? —preguntó Pedro de Bustos extrañado—. ¿Y qué tenéis que ver vos con el comendador?
—Le prometí que acudiría a Segura cuando necesitase hombres armados. Los caminos todavía no son seguros.
—¿Ya no servís a vuestro antiguo señor? —preguntó Pedro de Bustos.
—No, terminé mi servicio con don Diego de la Cueva. Ahora, estoy a la orden del comendador cuando me hace llamar... —aseguró Antón, convenciendo al resto de los presentes.
—¡Hombre! ¡Visto así! Podríamos hacer una excepción. Al fin y al cabo, don Antón lleva razón. De nada nos sirve una mujer muerta. El sinvergüenza de Vandelvira no aparecería por aquí jamás —dijo el alcalde—. Si no le importa esperar ahí afuera, deliberaremos la opción que nos propone y le daremos una respuesta de inmediato. Ya sabe que debemos llegar a un acuerdo por votación.
—Está bien. Esperaré fuera —dijo Antón, saliendo de la sala.
Limpiándose el sudor de la frente, Antón esperó nervioso, a que el concejo deliberase. Si aceptaban el dinero, Elvira y su hijo podrían permanecer en la casa sin levantar sospechas ni suspicacias sobre su presencia en la casa.
—¿Qué piensan de todo esto? —preguntó el alcalde.
—Pues que al fin y al cabo, el dinero es dinero y da igual de donde proceda. Nada nos garantiza que Vandelvira regrese a por su familia, sabiendo que lo esperamos. Sin embargo, si se confía y piensa que la esposa y el hijo están aquí, podremos poner sus huesos en una pica —agregó otro vecino.
—¡Bien dicho! Vandelvira terminará por regresar. Al fin y al cabo, ¿qué hombre permite que su esposa permanezca en la casa de otro hombre que no es su esposo? Tarde o temprano, acabará por venir y nosotros estaremos esperándolo pero con el dinero en nuestro bolsillo.
—Está bien. ¿Votos a favor de permitir que Antón Romero se haga cargo de la deuda de Vandelvira?
Todos los miembros levantaron la mano y Pedro de Bustos fue el único que no dio su opinión.
—¿Estáis en contra, de Bustos? —preguntó el alcalde.
—No, no estoy en contra. Sabéis que siempre he aceptado la decisión del concejo. Y además, no nos conviene ponernos en contra de Romero dada su cercanía al comendador de Segura.
—Eso es cierto. Ese hombre es parco en palabras, pero vale más por lo que calla que por lo que habla. Sabíamos que era un caballero de armas por su lucha en Granada, pero jamás hubiésemos imaginado que estaría al servicio de Manrique. Y en Alcaraz, nos conviene que caballeros así, convivan entre nosotros. Eso, da prestigio a la ciudad, señores. Entonces, no hay más que hablar. Se permite que Romero condone la deuda... —agregó el alcalde levantándose de la silla para comunicárselo al hombre que esperaba fuera.
—Así es —afirmó Pedro de Bustos levantándose también, dirigiéndose en pos del alcalde.
Cinco minutos después, Antón veía cómo se abría la puerta y el alcalde, seguido de Pedro de Bustos, se dirigían hacia él.
—Aceptamos su oferta, Romero. Sin embargo, en cuanto Vandelvira ponga en pie en la ciudad, deberá avisarnos de su llegada. Ese hombre no se va a escapar de la justicia así como así.
—Yo soy el más interesado en recuperar mi dinero, señores. No luché en vano en Granada para perderlo. Sin embargo, el bienestar de mi padre, es lo primero para mí. Doña Elvira pagará su estancia en la casa de mi padre con su trabajo y yo estaré seguro, de que mi padre estará bien atendido cuando marche.
—Que así sea... —declaró el alcalde.
—Mañana me pasaré a entregarles el dinero.
—Aquí estaremos y... bienvenido a la ciudad. Vecinos como usted, es lo que deseamos entre nosotros y desde ya, puedo decirle que nos agradaría contar también con los servicios de su espada... —agregó el alcalde.
—Por supuesto. Cuando me necesiten, aquí estaré. Gracias señores. Si me disculpan, les dejo a solas.
—Hasta mañana, don Antón —se despidió el alcalde.
—Hasta mañana —dijo Antón, comprobando el silencio de Pedro de Bustos. Sin embargo, para nada le importaba lo que ese hombre opinase. Lo importante, era que había ganado tiempo para que Elvira y su hijo permanecieran en la ciudad junto a él sin levantar sospechas. Aliviado, pero preocupado por como Elvira recibiría la noticia, salió del lugar camino a donde se encontraban las personas que más le importaban en la vida.
—Ya está aquí, Juan. Don Antón viene por la calle —gritó el pequeño Gabriel, llamando la atención del anciano y de su madre.
—Dejadme que abra la puerta —le ordenó Juan caminando hacia la entrada.
Nada más entrar por la puerta, Antón se quedó mirando a su hijo, dándole un vuelco el corazón. Hasta ahora, no se había puesto a observar con detenimiento el rostro de Gabriel, pero era cierto que el pequeño guardaba parecido con él. No se explicaba cómo había sido tan tonto como para no darse cuenta. El rencor lo había cegado.
—¿Habéis conseguido algo, hijo mío? —preguntó el anciano cerrando la puerta, temeroso por si alguien le había seguido.
—Ya no hace falta que cerréis la puerta y que os preocupéis —dijo Antón clavando la mirada en Elvira—. He conseguido ganar tiempo...
Elvira se levantó de la silla con las piernas temblorosas mientras Antón añadía:
—Ya no tendréis que huir, ni preocuparos porque os busquen. Permaneceréis ambos en esta casa.
—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Elvira llevándose la mano al pecho.
—Me he hecho cargo de la deuda de vuestro esposo.
Mientras el pequeño Gabriel saltaba jubiloso al escuchar la noticia, Elvira tuvo que sentarse porque las piernas le fallaron.
—¿Os habéis hecho cargo de la deuda de mi esposo?
—Hasta que éste regrese. A cambio, vos y el pequeño permaneceréis aquí, cuidando de mi padre y atendiendo la casa...
—¿Atendiendo la casa...? No entiendo —dijo Elvira perpleja.
—Os ganaréis el sustento y un lecho caliente a cambio de vuestro trabajo. Solo así, podíais permanecer bajo el techo de dos hombres que no son de vuestro familia...
—¿Estáis seguro...? —preguntó Elvira de nuevo, sin poder creérselo.
—Si, ya os lo dije antes. Jamás permitiré que vaguéis por ese mundo, poniendo en peligro vuestras vidas —dijo Antón desviando en ese instante la mirada sobre el rostro de su hijo. Nada lo hacía más feliz que ver en su cara la enorme sonrisa mientras pasaba su mirada de su madre a él, sin poder creérselo.
—¿No estáis contenta, madre? Ya no tendremos que marcharnos —dijo el pequeño tirando de la mano de Elvira, haciendo que volviera la mirada hacia él.
—Si hijo mío, estoy contenta —aseguró Elvira abrazando al pequeño, soltando un ligero suspiro que no pasó inadvertido para los dos adultos.
—Gracias, Antón. Os estaré siempre agradecida —aseguró Elvira compungida, sin atreverse a llorar.
—¡Dios, madre! Eso habrá que celebrarlo. ¿Qué vamos a comer hoy, Juan? —preguntó el niño en ese instante, desentendiéndose de los brazos de su madre y yendo hacia el anciano.
—Pues, buena pregunta, muchacho. Acompañadme fuera y veremos a ver si podemos matar un pollo para hoy...
—¡¿Un pollo?! Nunca he comido pollo... —aseguró el pequeño con los ojos encendidos por la emoción.
—Pues ya va siendo hora de que metamos un poco de carne en esos huesos que tenéis —aseguró el anciano feliz seguido por el niño.
Cuando ambos desaparecieron por la puerta, encaminándose hacia el corral, Antón se quedó mirando nuevamente a Elvira.
—No sé cómo agradeceros todo lo que habéis hecho por Gabriel y por mi...
—No tenéis que agradecerme nada. Soy yo el que os debe pedir perdón por haberos culpado durante tantos años de lo ocurrido. Por mi culpa, habéis vivido un calvario, pero aquí estaréis seguros y tranquilos... Os molestaré lo más mínimo y apenas notaréis que vivo aquí, pero debéis prometerme que jamás abandonaréis esta casa, si no es estrictamente necesario.
—Os lo prometo —le juró Elvira con un nudo en la garganta.
—A cambio y sin que Gabriel lo sepa jamás, me permitiréis conocer a mi hijo. Necesitará un hombre a su lado que lo guíe, por lo menos, hasta que vuelva vuestro esposo... No podrá volver a robar jamás.
Elvira tuvo que asentir emocionada, sin dejar traslucir lo que esa petición suponía para ella. Tuvo que morderse las mejillas para no llorar ante la importancia que ese hecho supondría en la vida de Gabriel. Su pequeño había necesitado la guía de un padre y su esposo, siempre se había desentendido de esa tarea. Solo antes de marcharse supo el porqué.
—Gracias por ocuparos de Gabriel. Le vendrá bien vuestro consejo. Y ahora, iré a ayudar a vuestro padre si me lo permitís... —le pidió Elvira.
Antón asintió y permitiéndole pasar, Elvira abandonó la sala en busca del anciano ante la atenta mirada de Antón que la vio caminando hacia el corral. Desde el marco de la puerta, pudo comprobar cómo su hijo corría feliz detrás del pollo mientras su padre lo intentaba acorralar con un palo. Había perdido a la única mujer que había amado por su estúpida ingenuidad juvenil y la mentira de un orgulloso Llarena, pero había llegado a tiempo de salvarlos. El único fin que le había permitido Dios, era protegerlos y amarlos desde la distancia. Convivir con ellos y no poder decirles cuánto los amaba, sería la penitencia más dura que tendría que sufrir en silencio, pero era su misión más importante en esta vida y no dudaría en poner lo que le quedase de existencia al servicio de su hijo y de Elvira, el amor de su vida.
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