CAPÍTULO 3
Mi vida entera está en tus manos;
líbrame de mis enemigos y perseguidores.
Salmos 31 : 15 | NVI |
Antes de que su padre se levantase, Antón ya estaba despierto. Apenas había podido dormir nada, tras los sucesos acaecidos la noche anterior. Pensar que Elvira se encontraba a menos de cinco pasos de él, lo inquietaba como nunca. Con los labios fruncidos y el semblante serio, Antón contempló a su padre mientras salía de la alcoba.
Arrastrando los pies, Juan se quedó mirando a su hijo.
—¿Cómo se encuentra? —susurró para no despertar al niño que aún dormía.
—Ha pasado la noche inquieta. Tiene fiebre y se la he ido bajando como he podido, pero no se que más puedo hacer —dijo Antón mirando a su padre.
—Habéis hecho bastante. Le habéis salvado la vida, ¿os parece poco?
—¿Creéis que la hubiesen matado? Muerta, no les hubiese servido de nada.
Observándola desde la pequeña sala, Juan miró de soslayo a la madre y al hijo.
—No lo sé, hijo mío. Cada vez comprendo menos a la gente... Pero una cosa os digo, esa mujer no se merecía lo que le han hecho y el problema es lo que va a pasar cuando regrese a su casa.
Antón se envaró al acordarse de la choza donde vivía.
—¿Quién es su esposo? —preguntó Antón, sabiendo que la respuesta le retorcería las entrañas.
—Un tal Vandelvira... La verdad es que no puedo contaros mucho de él. Lo único que sé, es que trabajaba en el ayuntamiento y que tras la fiesta de Granada...
—¿La fiesta de Granada? —preguntó Antón sintiendo curiosidad.
—Si, cuando se supo lo de la reconquista de Granada, se hizo una gran fiesta y por lo visto, desapareció dinero que había en el ayuntamiento. Ese tal Vandelvira se lo llevó, según cuentan los vecinos...
Antón no dijo nada, pero volvió a dirigir la vista hacia donde se encontraba Elvira.
—Con razón la culpan a ella —continuó el anciano hablando.
—¿Creéis que si hubiese sido cómplice del esposo, hubiese permanecido aquí?
Juan no contestó, pero desde que vio crecer a ese niño, siempre tuvo un presentimiento y nunca se le había quitado de la cabeza. Sin embargo, no era ni el momento de comentar a su hijo sus sospechas.
—No lo sé... Quizás eso, deberíais preguntárselo a ella. Pero no comprendo cómo pudo dejar en semejante situación a su esposa y a su hijo.
—No creo que quiera explicarme nada, ni tampoco se lo preguntaría —logró decir Antón.
Aquello le llamó la atención a Juan.
—¿Os dijo algo cuando la visteis el otro día?
—Solo intercambiamos amenazas e insultos, por eso os lo digo... —declaró Antón.
Juan contempló a su hijo y acordándose que era temprano, le preguntó:
—¿Vais a comer algo? Anoche no cenasteis...
—Estaba esperando que os levantaseis.
—Iré a por la leche... —dijo el anciano—. La cabra debe de estar casi a reventar.
—Yo iré, padre. Sacad el pan y el queso mientras yo vengo.
—Está bien. Tomad este jarro; es el que siempre utilizo.
Antón cogió el cuenco y abriendo la puerta, salió al exterior. El frío de la mañana le despertó del todo, devolviéndole a la realidad. Y entrando al corral, se fue derecho en busca del animal.
Estaban terminando de desayunar, cuando el hijo de Elvira se despertó y sentándose en el colchón, miró a su alrededor sin reconocer dónde estaba. Durante unos segundos permaneció callado pero de pronto, los ojos del muchacho se fijaron en el caballero que lo miraba. Y sin atreverse a moverse, continuó mirando a ambos hombres.
Cuando Juan comprobó que su hijo miraba detenidamente hacia la alcoba, el anciano siguió su mirada y se dio cuenta que el pequeño Gabriel se había despertado. Levantándose de la silla, avanzó hacia él y le susurró:
—¿Queréis comer algo?
El niño miró hacia la mesa pero al comprobar la mirada seria del caballero, hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—¿No deseáis comer? Debéis estar hambriento —insistió el anciano.
Gabriel bajó la mirada y volvió a negar con la cabeza, sin decir ni una sola palabra.
Sin saber qué hacer, Juan miró al pequeño y luego giró la mirada hacia su hijo, comprobando su semblante serio. Juan supo al instante, lo que sucedía.
—¿Teméis que mi hijo os regañe?
El niño escuchó la pregunta y asintió sin levantar todavía la vista del regazo.
—¡Vaya por Dios! —susurró el anciano—. Está bien, como queráis. Pero os vais a perder la leche que está recién ordeñada y el pan que hice ayer. Os pensaba dar un poco de miel, pero en vista de que no queréis comer... —dijo el anciano que sabía que el niño no podría resistirse a esa manjar.
El pequeño soltó un ligero gemido de pesar, mientras sus tripas se acordaron en ese instante de hacer acto de presencia.
Cuando Juan escuchó el bullir del estómago del niño, sonrió mientras caminaba hacia donde estaba su propio hijo.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Antón que seguía serio.
—Que tiene un hambre que se muere y no se atreve a salir, después de que lo amenazarais... —aseguró el anciano.
A Antón no le gustó escuchar aquello. El hijo de Elvira le temía y eso era culpa suya. Confundiendo las intenciones del chiquillo, quizás había llevado un poco lejos su enfado. Así que dirigiendo la vista hacia él, lo llamó silenciosamente, haciéndole un gesto con la mano para que fuera hasta donde se encontraba.
Cuando Gabriel vio como aquel caballero, que había salvado a su madre lo llamaba, se levantó con cuidado del lecho y avanzó con cuidado hacia él por si acaso había que salir corriendo. Colocándose a unos pasos de distancia de aquel hombre, esperó a que él hablase.
—¿Tenéis hambre?
Gabriel asintió, sosteniéndole la mirada pero sin pronunciar palabra.
—Entonces, comed... hay más que suficiente —dijo Antón mirando con fijeza las facciones del pequeño, pensando que debía parecerse a ella puesto que ciertos rasgos eran muy parecidos.
Con prudencia, Gabriel obedeció encantado y se sentó en una de las sillas, devorando con los ojos, la leche y el pan con miel que el anciano puso delante de él. Esperando el permiso para empezar, el pequeño no cogió nada hasta que escuchó la voz del anciano:
—Ya podéis comer y repetir si queréis...
Antón no dejó de observar durante todo el rato, la forma de comer del niño. Los ojos le brillaban del entusiasmo de degustar aquellas viandas que por lo visto llevaba tiempo sin probar. Hubo un instante en que el pequeño disfrutó tanto de la comida, que sin acordarse de que le temía, le sonrió mientras se le escurría la miel por la comisura de la boca y aquello hizo reír también a Antón. Solo había una persona que disfrutara tanto comiendo y ese era él, según decía su hermano Juan.
Durante toda la mañana, Elvira estuvo ausente de lo que ocurría a su alrededor. Y mientras su mente afiebrada vagaba por el mundo de los sueños, revivía una y otra vez la misma pesadilla.
Un golpe en la puerta la despertó bruscamente mientras escuchaba el ruido de personas gritando animándola a que saliese al exterior. Asustada como nunca, Elvira buscó en la oscuridad el cuerpo de su hijo que se hallaba a su lado y que se había despertado al escuchar el ruido.
—¡Madre! ¿Qué pasa?
—No habléis, no quiero que os escuchen a hablar.
Moviéndose rápidamente, Elvira corrió la única mesa que había en el lugar y subiéndose a ella, le advirtió a su hijo:
—Subid al tejado y no os mováis, escuchéis lo que escuchéis. ¿Me habéis entendido? —preguntó Elvira nerviosa.
—¡Pero, madre! ¿Qué sucede?
—¡Rápido! No hay tiempo que perder. ¡Subiros!
Elvira corrió un tronco que había suelto y mientras Gabriel se encaramaba a la mesa junto a ella, el niño fue izado por su madre hasta el tejado y antes de perderlo de vista, le dijo al niño lo que debía hacer:
—¿Conocéis al anciano tintero que vive al final de la ciudad? ¿El padre del caballero que llegó el otro día?
—Si, madre. Pues si algo malo sucediese, quiero que vayáis y le pidáis ayuda...
—¡Pero, madre...!
—¡Callad y obedeced! No hay tiempo. Buscad al caballero y quedaos con él... —le ordenó Elvira a su hijo.
—Está bien, madre.
Sin poder vislumbrar la cara de su hijo debido a la oscuridad, Elvira volvió a correr la paja y la viga. Bajándose rápidamente de la mesa, abrió la puerta y se enfrentó a la gente que estaba a punto de echarla abajo.
Fue abrir y Elvira se vio empujada por una turba de personas con antorchas que le gritaban.
—¿Dónde escondéis a vuestro esposo?
—¿Mi esposo?
—Si, vuestro esposo —gritó Pedro de Busto.
Elvira reconoció al infame sinvergüenza que poseía todas las tierras y bienes de su familia.
—No sé dónde se puede hallar mi esposo, señor. Se marchó sin decir nada...
—¡Mentís! Decid dónde lo escondéis.
—Os he dicho la verdad —aseveró Elvira asustada, sin conocer las intenciones de aquellos hombres.
—¿Dónde guardáis el dinero? —volvió a preguntar Pedro de Busto.
—¿De qué dinero habláis? —preguntó Elvira temiéndose lo peor.
—Del que vuestro esposo robó del ayuntamiento. No os hagáis la inocente, bien que sabéis toda la verdad.
—Os equivocáis, señor. Mi esposo no era hombre de contarme sus asuntos y mucho menos si tenían que ver con su trabajo...
De pronto, una bofetada que no supo por donde le vino, la tiró al suelo y cuando Elvira recuperó el aliento, se limpió con el dorso de la mano la sangre que manaba de su labio y miró a su agresor.
—¡Hablad si en algo estimáis vuestra vida!
—Os juro que nada sé de mi esposo. Una mañana se fue y ya no supe más de él. Mirar cómo vivimos. Si tuviese dinero, me habría marchado de aquí... —empezó a llorar desconsolada, aterrada porque esa gente no lo creyese.
—Mentís igual que vuestro esposo... —volvió a insistir Pedro de Busto.
—Os lo prometo, señor. No os miento —aseguró Elvira.
—¿Y vuestro hijo? —preguntó Pedro de Busto mirando a su alrededor.
—Se encuentra con un familiar desde hace días... —mintió Elvira.
—Seguro que os estáis inventando eso también —dijo Pedro de Busto enfrentándose a ella.
—Aquí no hay nada, don Pedro —aseguró uno de los hombres contemplando la austeridad con que vivía la mujer.
Mientras ellos hablaban, varios vecinos de la ciudad, desmantelaron lo poco que tenía Elvira para vivir y cuando ésta, contempló cómo tiraban al suelo la única cazuela de barro que tenía, el alma se le cayó a los pies. Estaban destrozando lo poco que poseía.
—Os lo ruego, no prosigáis. No tengo más que lo que estáis viendo y ya, ni siquiera eso... —dijo Elvira llorando sin atreverse a levantarse del suelo.
—¿Qué hacemos, don Pedro? —preguntó uno de los vecinos del pueblo que Elvira reconoció.
—Le sacaremos la verdad a golpes. ¡Sacadla fuera! Hablará por la cuenta que le trae —dijo Pedro de Busto contrariado al comprobar que allí no había señal alguna, ni de fuego, ni de comida, ni de su esposo...
A partir de aquel instante, Elvira temió peligrar su vida mientras la golpeaban queriendo sonsacarle una verdad que ella misma desconocía. Y cuando estuvo a punto de perder el conocimiento, Elvira elevó ligeramente los ojos hacia el tejado de la casa y sin poder ver la figura escondida de su hijo, por lo menos le quedó la satisfacción de que a él no le habían hecho nada.
Durante toda la mañana, Elvira continuó con la fiebre, desvariando y gimiendo sin que pudiesen entenderle nada. El pequeño no se despegó en ningún instante del lado de su madre, aunque intentaba disimular delante de los dos hombres su desasosiego.
Antón, por su parte, tuvo que pasar toda la mañana trabajando para quitarse de la cabeza la preocupación que sentía por Elvira. Malhumorado y taciturno, Antón tenía la espada a mano por si acaso venían a reclamarle y debía usarla. Estaba deseando poder descargar su furia contra los cobardes que le habían dado la paliza a Elvira. Pero si había alguien a quien le hubiese recriminado, ese habría sido el propio esposo de Elvira. No se le quitaba de la cabeza como un hombre podía abandonar a su familia, teniendo el hijo que tenía y siendo Elvira su esposa.
Cuando llegó la hora de la comida, Antón se aseó y ayudó a su padre a poner de nuevo la mesa. Y sin que nadie le dijese nada, Gabriel colaboró.
En un silencio sepulcral, comieron sin apenas levantar la vista del plato. Y cuando Antón no pudo terminar con los últimos bocados que le quedaban, cosa rara en él, observó como el niño había rebañaba el plato, dejándolo más limpio que la patena. Sin saber por qué, se echó a reír.
—¿Siempre tenéis esa hambre? —preguntó Antón al pequeño que no le quitaba el ojo de encima.
El niño asintió con una sonrisa en el rostro.
Por la tarde, antes de que oscureciera, Elvira empezó a parpadear e intentó abrir los ojos.
—¡Gabriel! ¡Gabriel!...
Cuando Juan escuchó el gemido de la mujer llamando a su hijo, se acercó hasta ella.
—Está fuera no os preocupéis —le dijo el anciano.
Elvira enfocó la mirada en el hombre que estaba a su lado, dándose cuenta que no estaba en su casa y que apenas podía moverse.
—¿Qué me sucede? —preguntó la mujer medio adormilada.
—¿No recordáis nada?
Elvira suspiró fuertemente y de pronto, se acordó de lo sucedido.
—¿Mi hijo?
—No os preocupéis por él, se encuentra fuera con mi hijo.
—¿Con su hijo...? —preguntó Elvira desorientada—. Pero vos sois...
—Exacto, el padre de Antón.
De pronto, la angustia invadió a Elvira y no pudo disimular ante el anciano su inquietud.
—Tranquilizaos, no debéis preocuparos por eso.
—Pero... dijo que...
—Ya se lo que os dijo ... no se lo tengáis en cuenta. No lo hizo con maldad. Antón creyó que vuestro hijo era un simple ladronzuelo...
—Mi hijo no es lo que pensáis —declaró Elvira preocupada.
—Lo sé, no tenéis que darme explicaciones. Entiendo la situación por la que estáis pasando y se que no es fácil.
A Elvira la invadió la vergüenza y tuvo que callarse porque no supo cómo proseguir. Sin embargo, al cabo de unos segundos en silencio, le dijo al anciano:
—Tengo como sueño...
—Habéis pasado toda la noche con fiebre. Es normal que os encontréis cansada. Además, he cocido unas hierbas que tenía y os he dado de beber. Tenéis roto el brazo y os lo hemos inmovilizado...
—¿Hemos...? —preguntó todavía aturdida.
—Mi hijo Antón y yo...
—¿Cómo es posible?
—Ya veo que no recordáis nada. Mejor así... si perdisteis el conocimiento, mejor que no sepáis ni la mitad de las cosas.
—Pero, esos hombres... recuerdo que intentaron matarme.
—Posiblemente lo hubiesen conseguido...
—¿Y cómo llegué hasta aquí?
—Antón, mi hijo Antón os trajo —declaró el anciano sin darse cuenta del impacto que la noticia tenía en la mujer.
De pronto, y sin que apenas Elvira pudiera asimilar esa noticia, una sombra apareció bajo el dintel de la puerta y el último hombre que hubiese deseado encontrarse, entró en el interior de la casa seguido de su hijo Gabriel.
Juan miró a su hijo Antón que permanecía quieto y que miraba fijamente hacia Elvira.
—¿Madre? —fue la única palabra que se escuchó—. ¡Ya os habéis despertado!
—¡Gabriel! —exclamó Elvira sorprendida cuando el torbellino de energía que era el pequeño se abalanzó sobre ella. Sin embargo, antes de que llegara hasta su madre, el anciano lo detuvo.
—No podéis echaros sobre ella. Tiene el brazo roto y no debe moverse.
El niño aceptó el consejo y se arrodilló frente a su madre.
Elvira suspiró aliviada de ver que su hijo se encontraba bien.
—Hice lo que me dijisteis, vine a avisar al caballero...
De pronto, las palabras infantiles dichas con inocencia, calaron en los presentes mientras avergonzada, Elvira no fue capaz de sostenerles la mirada.
—¿Aconsejasteis a vuestro hijo que acudiese a avisarnos? —preguntó el anciano.
Sin saber por qué, a Elvira solo se le ocurrió aquella idea. Fue un acto imprudente, pero su intención era poner a su hijo a salvo y solo se le ocurrió aquello. Antón era el hombre que le había arrebatado la inocencia para luego burlarse ante su padre y abandonarla como si hubiese sido un trapo usado. Por dignidad, jamás debería de haber aconsejado a Gabriel que le pidiera ayuda, pero bastó saberlo en peligro para aconsejarle que acudiera al lado del hombre que más daño le había hecho.
—Siento haberles ocasionado tanto perjuicio. No se me ocurrió nadie más a quien acudir... —dijo Elvira sin querer mirarlos, sabiendo que había puesto su vida y la de su hijo en manos de Antón.
A Antón le produjo tanta extrañeza la afirmación del pequeño que se quedó como atontado, intentando asimilar que Elvira había acudido a él justo cuando más peligraba su vida. Una mujer que lo había despreciado por un hidalgo con más posibles que él. Una mujer que había cogido su corazón y que lo había destrozado para siempre, porque jamás había sido capaz de volver a mirar a una mujer como la había mirado a ella. Y ahora, tantos años después, volvían a encontrarse en aquellas circunstancias.
Era un idiota redomado por sentir lo que sentía hacia ella, pero a pesar del dolor que su rechazo le había producido, algo muy dentro de él seguía vivo e intacto después de tanto tiempo. Era incapaz de saberla en peligro y desvalida, llenándole de un desasosiego y una rabia, que si hubiese podido enfrentarse a los responsables en igualdad de condiciones, los habría matado a todos sin dudar. El que ella no lo hubiese amado jamás, no significaba que él no tuviese sentimientos hacia ella. Después del impacto de volver a verla, se había dado cuenta todos aquellos años separados, no habían sido suficientes para borrarla de su alma. La despreciaba y la amaba a partes iguales y hubiese tenido que estar muerto, para poder borrarla definitivamente de su ser. Verla tirada en el suelo, ensangrentada y apaleada, lo había conmocionado tanto que no quería volver a pasar por el trance de llevarla desmayada en brazos, sin saber si sobreviviría. Prefería cien mil veces verla con su esposo, a saberla muerta, por muy traicionera que fuese.
De pronto, se dio cuenta que si continuaba permaneciendo en el interior de la casa, su padre y Elvira adivinarían sus verdaderos sentimientos, por lo que Antón volvió a salir apresuradamente de la casa sin decir nada.
—Siento mucho haberles causado tanto malestar. En cuanto pueda levantarme, me hijo y yo nos marcharemos...
—Ya os he dicho que no os preocupéis. Hubiese hecho esto por cualquiera —mintió el anciano.
—Pero nuestra presencia no es del agrado de vuestro hijo.
—Si no le agrada, tendrá que soportarla —declaró el anciano intentando sosegar a la mujer—. No estáis en condiciones de marcharos. Además, ¿habéis pensado lo que podrían volver a haceros si os vuelven a coger en estas condiciones? Esta vez, Antón llegó a tiempo de salvaros, pero la próxima... ¿Estáis tan segura de querer arriesgar la vida de vuestro hijo e incluso la vuestra por viejas rencillas? Hablaré con mi hijo y entre los dos, hallaremos una solución. Ahora, descansad y recobraos, apenas podéis abrir los ojos y debéis reservar vuestras fuerzas. Y por Gabriel, no preocuparos... el muchacho no nos molesta.
—No sé cómo agradeceros tanta generosidad —dijo Elvira emocionada.
—No me agradezcáis nada. Ahora, voy a hablar con mi hijo —dijo el anciano saliendo fuera.
Elvira volvió la mirada hacia Gabriel. El niño permaneció serio y callado, escuchando lo que hablaban los adultos.
—Madre, ¿tendremos que marcharnos de aquí?
—No lo sé, Gabriel. Pero lo más seguro es que en cuanto pueda andar, tengamos que regresar a nuestra casa. No podemos quedarnos, estamos abusando de la hospitalidad de esta gente.
—Pero el caballero ya no se enfada conmigo y aquí, hay comida suficiente.
—Gabriel, no me lo pongáis más difícil. En cuanto me recobre, nos marcharemos y no se hable más.
El niño se sentó en el suelo y cabizbajo, no contradijo a su madre pero no quería marcharse de allí.
—Antón, debemos hablar... —dijo el anciano.
—Padre, no es el momento...
—No puedo dejaros tranquilo cuando la vida de esa mujer y ese niño dependen de un hilo. ¿Habéis pensado qué vamos a hacer al respecto?
—Padre, no tenséis más la cuerda.
—Desde hace muchos años, ambos tenemos una conversación pendiente y ahora me vais a explicar lo que os sucedió. ¿Qué pasó para que le tengáis tanto odio a esa mujer?
—No la odio, padre. Reconozco que durante años la he maldecido y creía que la odiaba pero justo anoche, me di cuenta de que...
Antón se calló y no pudo continuar hablando, pero su padre pudo ver lo que su hijo no se atrevía a decir.
—¿Todavía sentís algo por ella? Es una mujer casada...
—Lo sé, padre. Siempre supe que era una mujer casada. Por eso... no os preocupéis. Elvira siempre ha estado prohibida para mi.
—Me alegra saberlo, pero eso no quita el hecho de que no estando su esposo, esa mujer necesita protección...
—¿Por qué os preocupa tanto lo que le pase a Elvira? —preguntó Antón mirando con curiosidad a su padre.
—Porque se que si muriese, vos no seríais ya el mismo...
—¿Cómo podéis saber...?
—Soy vuestro padre y os conozco. Habéis pasado muchos años fuera de esta casa, pero debajo de esa apariencia dura que mostráis a los demás, todavía sois el chiquillo que bebía los vientos por esa mujer. No penséis que no lo he sabido nunca. Si quisierais explicarme, comprendería mejor todo... ¿Qué sucedió para que os marcharais tan repentinamente? ¿Ella os dijo que no os correspondía?
Antón miró fijamente a su padre.
—No, no me lo dijo ella.
—Entonces, ¿qué pasó? —insistió el anciano.
—Su padre tenía concertado el matrimonio con ese tal <<Vandelvira>>. Ella lo sabía y sin embargo, me engañó. Solo estuvo jugando conmigo, padre.
—Por eso me dijisteis que era falsa...
—Así es, padre. Vos mismo habéis dicho que es una mujer casada y no tiene sentido remover viejas rencillas. En cuanto se restablezca, podrá volver a su casa con su hijo...
—¿Y mientras tanto? ¿Cómo estáis tan seguro que no volverá a suceder lo mismo? —preguntó el anciano.
—No estoy seguro, pero no creo que lo vuelvan a intentar. Les dije que estaba bajo mi protección...
—Antón, no pararan hasta sonsacarle el paradero de su esposo. ¿Creéis que porque la otra noche intercedierais por ella, se encuentra a salvo? Volverán, ya os aviso y si algo le sucede, vos seréis responsable de ello. Acordaros...
—¡Padre! Dejad de martirizarme. Yo no soy el responsable de esa mujer —gritó Antón empezando a enfadarse.
—¿Tan seguro estáis?
—Tan seguro como que yo no soy su esposo... —declaró Antón, levantando la voz.
—Mis huesos son viejos, pero mis ojos todavía pueden apreciar cosas para lo que no estáis preparado...
—¿Qué queréis decir con eso?
—Nada, ya tendréis tiempo de averiguarlo...
—¡Otra vez con acertijos!
—Si, otra vez... y en cuanto a la mujer y a su hijo, ¿permitiréis que se queden aquí?
—Es vuestra casa, padre.
—Y también la vuestra. Y sois vos, quien deberá tomar la decisión en caso de presentarse dificultades. Luego no quiero malentendidos... —rumió el anciano dándose la vuelta, con la intención de dejar a solas a su hijo.
A Antón no le gustó el ultimátum de su padre, pero sintiéndose mal por las insinuaciones de éste y sabiendo que Elvira no estaba en condiciones de marcharse, terminó por claudicar:
—Pueden quedarse...
Cuando Juan escuchó las palabras confirmatorias de su hijo, sonrió sin que éste lo llegase a ver. Sabía que Antón cedería y aunque su hijo todavía no estaba preparado para enfrentarse a ello, debía coger las riendas de su vida y de su destino. Y el corazón le decía que esa mujer y ese niño, tenían mucho que ver con él, a pesar de todo lo ocurrido.
Cuando a la mañana siguiente, Juan fue en busca de su hijo y lo vio entrenándose, como si estuviese presto a marchar a la guerra, supo que Antón esperaba problemas. Antón era un soldado, un caballero cursado en las artes de la guerra y lo mejor que sabía era luchar. Preguntándose dónde estaría Gabriel. Su vista se apartó un segundo de su hijo, para buscar la del niño que desde lejos observaba a Antón. Bien estuviese entrenándose con la espada, limpiando a los animales, cortando leña o haciendo otros menesteres, ese niño se había convertido en la sombra de Antón. Y su hijo, había aceptado sin rechistar la presencia del pequeño, ignorándolo por completo.
Mientras tanto, Elvira había empezado a levantarse de la cama y a sentarse en la silla. Con el pasar de los días, la rutina se estableció en la casa. A pesar de las bajas temperaturas, Antón solo entraba en el interior de la casa, cuando Elvira estaba dormida. Y Elvira, se pasaba todo el día en tensión creyendo que él, entraría en cualquier momento.
Temiendo quedarse a solas, ambos se evitaban todo lo posible y Juan era consciente de ello. Pero la tregua silenciosa que se había instaurado, era necesaria por el bien de la madre y el hijo.
—Gabriel, llamad a mi hijo y decidle que pase a cenar —le ordenó Juan al muchacho.
Raudo y obediente a cumplir lo que le habían mandado, Gabriel salió fuera de la casa.
—¿Podréis levantaros para acompañarnos a la mesa? —preguntó el anciano mirando con suspicacia a la mujer.
—No tengo mucha hambre, Juan. Más tarde tomaré algo si no os importa —declaró Elvira que rehuía el sentarse a la mesa frente a Antón.
— Os aseguro que no os comerá... a lo máximo que puede llegar es a ladrar, pero ya habéis visto que no muerde —expresó Juan convencido de los temores de la mujer.
Cuando Elvira escuchó el comentario del anciano, le dio por sonreír y así fue como se la encontró Antón cuando abrió la puerta y entró en la casa. Tan solo detuvo su mirada un segundo en ella y grabó en su mente su imagen. Era la primera vez que la veía sonreír desde hacía años y se hubiese quedado prendado de su sonrisa si no fuese por el resentimiento que le guardaba a pesar de todo.
—¿Puedo poner la mesa, Juan? —preguntó el pequeño Gabriel.
—Si, ya sabéis dónde está todo guardado —declaró el anciano.
—Pero primero, lavaos las manos. Seguro que habéis estado tocando los animales —puntualizó Juan.
Antón se sentó en la mesa a pesar de lo consciente que era del esfuerzo que hacía Elvira por levantarse del lecho e ir a sentarse en la mesa. No pudo evitar darse cuenta del gesto que hizo ella, al tocarse el pelo. Mirando hacia el suelo, intentó apañarse el cabello. Sin embargo, le habían dejado tales trasquilones que por mucho que hiciese, no conseguía mejorar su aspecto. Con pasos lentos, avanzó hacia la mesa y se sentó, sin posar la mirada en él. Ambos intentaban mirar hacia el pequeño Gabriel que se echaba agua en las manos restregándose con fuerza.
—Gabriel, ya podéis secaros las manos. No hace falta que os las frotéis tanto. Estáis manchando el suelo —le advirtió Elvira.
—Ya estoy madre —dijo el pequeño corriendo hacia la mesa.
—¿Qué vamos a cenar hoy, Juan? —preguntó el pequeño con una enorme sonrisa—. Tengo mucha hambre...
—¡Gabriel! Os he dicho muchas veces que no hay que parecer ansioso y que hay que esperarse a que a uno le sirvan...
—Pero ya tengo hambre, madre —dijo el pequeño sin comprender por qué no podía expresarse de tal modo.
—Aunque tengáis hambre, deberéis esperar pacientemente...
—No lo regañéis, el chiquillo solo dice la verdad —señaló el anciano.
Sin embargo, el niño obedeciendo a su madre, la miró y con un gesto hosco, se calló. Pero cuando Juan puso en la mesa la cena, no pudo evitar celebrarla.
—¡Qué bueno!
El anciano y Antón no pudieron evitar compartir la risa.
—No sé dónde metéis lo que coméis... —insinuó Antón sonriendo.
El niño levantó la mirada y sonrió.
—Eso mismo dice mi madre... ¿a que sí, madre?
—Si, Gabriel —contestó Elvira, sintiéndose un poco cohibida cuando Antón la miró de refilón.
Mientras Juan empezaba a servir los platos, Elvira le preguntó a Juan:
—Juan, ¿no tendréis un espejo, verdad? Mañana, me gustaría arreglarme un poco el cabello.
—Si, tengo uno guardado de mi difunta esposa... —dijo Juan cuando escucharon de pronto que alguien tocaba la puerta.
El golpe hizo que Elvira diera un respingo y que Gabriel se levantara de la silla. Cuando Antón miró hacia Elvira, comprobó que se había puesto blanca por completo y no le gustó ver el miedo en su mirada.
Otro golpe más fuerte que el anterior, se escuchó y Antón se levantó de la mesa, cogiendo la espada que tenía guardada detrás de la puerta y se encaminó hacia la puerta. Abriendo lo justo, contempló de pronto a Pedro de Busto. El hombre miró de reojo por la rendija que quedaba y comprobó que la mujer de Vandelvira y el hijo se encontraban dentro.
—Venimos a por la mujer de Vandelvira —declaró Pedro de Busto totalmente convencido de que se saldría con la suya.
—Pues ya podéis venir por donde habéis venido. No os vais a llevar a Elvira, ni os vais a llevar a su hijo... —dijo de malos modos.
—La mujer debe confesar dónde se encuentra su marido —gritó un hombre detrás de Pedro de Busto.
—Si no se lo sacasteis a golpes, ¿qué os hace pensar que os lo va a decir ahora? ¿Os proponéis matarla para que os lo diga? —preguntó Antón dando un paso al frente, mostrando la espada que tenía en la mano.
Conforme Antón se adelantó, los hombres se echaron hacia atrás.
—Mantengo lo que afirmé. Nadie va a tocar esta mujer mientras esté bajo mi protección.
—Vandelvira se llevó el dinero de todos. Tiene que devolver lo que robó... —gritó otro vecino.
—Entonces buscad dónde debáis, pero no os permitiré que matéis a una persona inocente simplemente para satisfacer vuestros deseos de venganza.
—¿Y cómo sabéis que es inocente? —preguntó uno de ellos.
—¡Ya quemaron a su abuela por bruja! —declaró otro vecino—. Eso es lo que deberíamos hacer...¡quemarla!
A Antón le impactaron las palabras, pero no dejó entrever su sorpresa.
—Si a alguno de ustedes se le ocurriese hacerle el más mínimo daño a esta mujer y a su hijo, jurad que los encontraría y acabaría con sus miserable vida sin pestañear. Pueden subestimarme o tomarme en serio, de ustedes depende si desean vivir o morir... —sentenció Antón dejándolos perplejos—. Esta mujer y su hijo permanecerán en casa de mi padre hasta que se reponga o hasta que su esposo aparezca y si se les ocurre volver a hacer más visitas de noche, la próxima vez no seré tan magnánimo.
Sin más se volvió y cerrando la puerta de un fuerte golpe, dejó a los hombres fuera en la calle. Juan observó por la pequeña ventana y comprobó lo que hacían:
—Están discutiendo entre ellos, pero creo que ya se marchan.
Elvira se sentó de golpe en la silla, sin darse cuenta de la ansiedad con que su hijo se había agarrado a ella y la fuerza con que se abrazaban. Hubo un instante en que la mirada de Antón y la de ella se cruzaron, miradas silenciosas pero que guardaban secretos. El pudo ver el miedo y la sorpresa en ella; y ella, la furia y la determinación de un hombre decidido a defender su vida, acosta de perder la suya.
—¿Por qué me habéis defendido ante esos hombres? —susurró Elvira ante la atenta mirada de Juan y de su hijo.
Antón no apartó la mirada, ni intentó evadir la pregunta.
—Porque a fe mía, no sé por qué extraña razón, todavía me importa lo que os ocurra por más que os desprecie... —dijo malhumorado saliendo de la sala, encerrándose en la alcoba de su padre.
NOTA DE LA AUTORA:
Hay una lectora que dejó esta semana una pregunta sobre qué era un sambenito. El sambenito era un saco bendecido por el cura y que se le imponía el hereje como penitencia y, a la vez, para marcarlo públicamente. Junto con el saco, el hereje podía llevar una caperuza o coroza con los delitos escritos en ella.
El sambenito tenía que llevarse siempre puesto cuando el preso estaba en público, y sólo se le permitía quitárselo cuando estaba dentro de casa.
Antes de que el sambenito fuera portado por el reo, siempre recibía la santificación de un sacerdote. A continuación, el ajusticiado debía caminar descalzo por toda la ciudad, portando un cirio en la mano, y siendo objeto de ridiculización y burla. Se trataba de uno de los peores pesares para una familia de aquella época.
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