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CAPÍTULO 23

<<Hay un momento para todo y un tiempo para cada acción bajo el cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar...>>. Eclesiastes 3, 3.


—Decía mi abuela que cuando uno llegaba a mayor, era cuando más tranquilo debía estar. Sin embargo, cada vez le veo más inquieto y desmejorado, Juan. Apenas come y no creo que duerma mucho por las ojeras que tiene... Deberíais descansar y dejar que yo me ocupase de los pequeños —señaló Mencía preocupada por la salud de su suegro.

     El anciano giró la cabeza al escuchar las palabras de su nuera Mencía. Una parte de él se sintió tentado a aceptar el consejo; en verdad, estaba cansado. La vida era dura de por sí y preocuparse en exceso no lo ayudaba pero no conseguía descansar. Cada día que pasaba, era un día más sin tener noticias de ellos y ello provocaba que resultara más difícil de sobrellevar aquella carga. Su única distracción, era pasarse las horas muertas cuidando a sus nietos. En aquella casa, no había tareas que un viejo como él pudiese realizar y habituado a trabajar todo el día, echaba de menos sus animales. Así que, lo único que le distraía era aquel par de chiquillos.

     —Gracias, hija mía. Pero no hay nada que podáis hacer por mí. ¡Bastante habéis hecho ya! Y al contrario de lo que pensáis, mis nietos son mi única distracción. Estas ojeras de preocupación no desaparecerán hasta que no vea entrar por la puerta a mis hijos —aseguró el anciano con el ceño fruncido, muerto de preocupación.

     —¡Ya, comprendo! Pero no debierais preocuparos tanto. Vuestro hijo Juan no permitirá que les suceda nada ni a Antón, ni a Elvira. Además, don Diego acompaña a mi esposo y ellos saben lo que se hacen —declaró Mencía convencida.

     Mencía todavía conservaba el recuerdo aquellos días en que los hermanos Alcaraz y don Diego, la ayudaron a esconderse de su hermano. ¡Jamás podría olvidarlos! Si no hubiese sido por ellos, ahora estaría metida en un convento seguramente que amargada de por vida. Todos los días le daba las gracias al Señor por haberla bendecido con su esposo y con su hijo.

     —¿Y si algo le sucedió a mi Antón? ¿O a Elvira? —dijo el anciano sin saber el derrotero de los pensamientos de su nuera—. Esa muchacha estaba embarazada cuando se la llevó ese hombre. ¿Y si Antón no pudo dar con ella...? ¿Y si le ha pasado algo? Mi muchacho no soportaría perder a su esposa. Se querían desde chiquillos... —aseguró el anciano entristecido.

     La risa de Gabriel se escuchó alta y clara por encima de la conversación de los dos adultos. Mencía observó en ese instante a su sobrino. Era el chiquillo más atento y servicial que había conocido. Se desvivía por agradar a todos. Y era un verdadero milagro que la ausencia de la madre y del padre, no lo tuviera cabizbajo y deprimido como a su abuelo.

    —¡Qué agradable resulta escuchar las risas de Gabriel? Después de todo lo que me habéis contado, no termino de comprender cómo puede ser que a ese niño todavía le queden ganas de sonreír y de jugar.

    —Ese muchacho que veis, ha pasado por más penalidades que cualquier chiquillo a su edad. Y confía tanto en su padre, que cree a pie juntillas todo lo que le dice.

    —Cualquier niño lo haría...

     —Sí, imagino que así debería ser. Sin embargo, desde que ambos supieron que eran padre e hijo se volvieron inseparables. La dejadez y el maltrato del hombre que él consideraba como padre, ha hecho que Gabriel se aferre con más ahínco a Antón. Casi me atrevería a jurar que Gabriel no solo adora a su padre, sino que lo venera. Así que si parece que no está preocupado por el paradero de su madre, solo es por el hecho de que confía en que su padre regrese con su madre —aseguró el hombre observando también a su nieto.

    Los niños jugaban con la tierra y aunque se habían ensuciado, verlos jugar era maravilloso. Aunque luego pasase una hora bañándolos, merecía la pena que Gabriel estuviese ajeno a lo que sucedía.

    —Voy a preparar el baño para esos dos. Necesita un buen remojo. ¿Necesitáis algo más?

    —No, hija. Estaré con ellos hasta que se entren para dentro.

    —Está bien, Juan. En un rato, les llamo.

     Mencía miró por última vez a los dos pequeños y sonriendo se metió para la casa.


Esa misma noche y a bastante distancia de Úbeda, preocupado por lastimarla, Antón subía a Elvira a lomos del animal y en medio de la oscuridad, emprendía el camino para alejarse lo máximo posible. El peligro fue quedando atrás mientras se adentraban en otro peor. Antón no quería pensar siquiera que algo pudiera ocurrirles, a ella o al pequeño. Su mujer debería haber estado asistida por una partera y como mínimo debería de haber estado en su casa, en una cama... ¡como hacían todas las mujeres!

     Sin embargo, media hora después, el dolor de Elvira era insoportable y el traqueteo constante del caballo empeoraba la situación. Las contracciones continuas le provocaban ganas de empujar y aunque apretaba los labios para no gemir, no pudo evitar más tiempo que un grito se le escapara.

     —¿Qué os sucede? —preguntó Antón angustiado.

     —¡Antón! No puedo más... —susurró Elvira llorando mientras meneaba la cabeza como si se hubiese vuelto como loca.

     —¡Deberíamos alejarnos un poco...! No estamos lo suficientemente lejos.

     —¡Bajadme, por favor! Este niño va a venir al mundo. No puedo resistir las ganas de apretar... —dijo Elvira echándose a llorar, consciente del peligro que tenía el dar a luz en medio del camino.

     Preocupado por no estar lo suficientemente lejos, Antón se puso nervioso.

     —¿Y si el viento hace llegar el sonido hacia...?

     —¡Por Dios, Antón! ¡Este niño va a nacer, haga viento o no! —gritó Elvira aferrándose con fuerza a la camisa de Antón.

     —¡Está bien, mi vida...! Y por lo más sagrado, no lloréis más y calmaos. Nos detendremos aquí mismo y que Dios nos asista... —le susurró Antón intentando calmarla.

     Elvira soltó un suspiro de alivio y aflojó sus manos de la ropa de Antón para pasar a centrarse de nuevo en el dolor bajo el vientre.

     Deteniendo el caballo, Antón saltó y agarrando con firmeza el cuerpo de Elvira, la bajó con cuidado del animal.

     —Os llevaré...

     —¿Y el caballo...? —preguntó Elvira limpiándose las lágrimas de las mejillas.

     —El caballo nos seguirá —aseguró Antón—. Estáis descalza y no quiero que os hagáis daño.

     —¡Pero peso tanto!

     —No tanto como para que no pueda con vos —aseguró Antón.

     A Elvira ya no le importó que Antón no pudiese con ella y aferrándose al cuello de su esposo intentó aguantar unos segundos más. Cerrando los ojos, intentó concentrarse en respirar y coger aliento.

     Habían recorrido solo varios metros, cuando el esposo señaló con la cabeza:

     —¡Allí! Allí podemos detenernos. En medio de aquel riscal, podré encender fuego para poder ver y que os podáis calentar, estáis congelada —aseguró Antón angustiado, temeroso por la vida de Elvira.

     Aliviada de poder detenerse y echarse en el suelo, Antón la bajó de sus brazos y antes de que pudiera tumbarse, el hombre le dijo:

     —¡Esperad! Extenderé mi capa sobre el suelo y os echaréis sobre ella. El suelo está húmedo —ordenó Antón señalando el suelo y corriendo como alma que lleva el diablo. De un vistazo, localizó a pocos metros el caballo que se había detenido en medio de unos matorrales y rebuscó entre sus pertenencias lo que necesitaba.

    —¡Pero os mancharé la prenda! —le advirtió Elvira.

    —Me importa más vuestra persona que la maldita capa. Ya se lavará y si no, se comprará otra —aseguró Antón convencido de la importancia de su esposa mientras extendía la prenda sobre el suelo y ayudaba a Elvira a tumbarse.

    Sin ser consciente de la cercanía del alumbramiento, Antón encendió una pequeña fogata para que les proporcionara luz suficiente para poder ver.

    —Decidme, qué más puedo hacer —dijo Antón agachándose sobre ella.

    —¡Os parece poco lo que habéis hecho! Habéis aparecido cuando más os necesitaba. ¡Y yo que os creía muerto...! —dijo Elvira echándose a llorar emocionada, aferrándose con fuerza a la mano de Antón—. ¡Dios mío, Antón! No tengo palabras para... ¡Ay, creo que ya está aquí!

    —¿Qué hago? —preguntó Antón asustándose—. ¡Deberíais estar en una cama y con una mujer! Mi hijo no debería de haber nacido en estas circunstancias...

    Haciendo caso omiso a la acalorada protesta, Elvira contestó:

    —Si hubiese estado sola, podría haber sido peor. ¡Cogedlo!

    —¿¡Qué lo coja!? ¿Cómo?

    —¡Por Dios, Antón! ¡Qué pregunta más absurda! Pues con las manos...

    Un fuerte calambre la sacudió y el grito se escuchó en el silencioso paraje mientras Elvira dejaba de hablar y volvía a apretar. Un sonido seco, como de rasgarse algo, interrumpió en el silencio de la noche. La pequeña cabeza apareció entre las piernas de la madre y las manos de Antón temblaron. Un pequeño milagro se estaba produciendo ante la atónita mirada del hombre que apenas podía reaccionar ante lo que veían sus ojos.

    —Elvira, ya está aquí. Puedo verle la cabeza —susurró Antón emocionado, levantando la mirada hacia su esposa e inquieto al ver el sufrimiento femenino que desfiguraba su hermoso rostro—. ¿Qué sucede ahora?

    —En el próximo empujón, saldrá el cuerpo del niño —le aseguró Elvira sintiendo en sus entrañas cómo le venía de nuevo otra contracción.

     Entre el nerviosismo y la impotencia de no poder ayudar más a Elvira, contempló atónito la maravilla de ver nacer a su nuevo hijo. Las lágrimas inundaron los emocionados ojos de Antón, sin percatarse de que caían sobre la pequeña cabeza mientras el último esfuerzo de la mujer lograba que el diminuto cuerpo saliera a la vida resplandeciendo con el brillo del fuego y de la luna. Durante unos segundos, Antón observó atónito aquel milagro de la naturaleza y solo la voz nerviosa de su esposa consiguió sacarlo del estupor.

    —¡Dadle unas palmadas! Debe llorar... —le aconsejó Elvira.

    Con una simple sacudida, los escuálidos brazos empezaron a moverse frenéticamente y el pecho de la pequeña se llenó de aire, provocando que el débil llanto infantil saliera de su cuerpo.

    —¿Está bien? ¿Está bien? —preguntó Elvira nerviosa intentando incorporarse sin poder vislumbrar el cuerpo de su hijo.

     Las miradas de ambos se cruzaron mientras Antón sonreía al comprobar que era una hembra y la madre rompía a llorar aliviada porque la criatura hubiese nacido bien.

    —Sí, esta bien... ¿qué hago ahora? —dijo Antón con la niña entre las manos. Era tan pequeña que cabía prácticamente en ellas.

    —Aseguraos de cortarle el cordón...

    —Enseguida... —contestó Antón tragando el nudo que tenía en la garganta, sacando la navaja que llevaba oculta en la bota.

    —También deberéis extraer la bolsa donde venía el pequeño —acertó a señalar Elvira mientras se tumbaba de nuevo en la tierra, intentando recobrar el aliento.

    —¡Pasadme al niño, quiero verlo! —le rogó la mujer

    —Niña... —susurró Antón emocionado—. Hemos tenido una hija.

    Antón se puso de pie y depositó en los brazos de la madre la criatura.

    —¿Cómo...? ¡Una hija! —exclamó Elvira incrédula perturbada por la impresión de saber que había sido una niña.

    —¡Sí, tomad! ¡Sostenedla! Terminaré lo que me habéis ordenado...

    —¡Una niña! —repitió Elvira incesantemente, sin dar crédito a lo ocurrido. Abrazándola y llena de alegría al tener al bebé entre sus brazos, intentó limpiarle la carita mientras acunaba el cuerpecito de su hija, tan perfecto y tan pequeño.

    —¡Antón! Romped parte de mi falda, debo abrigarla. Si se enfría, podría enfermar...

    Antón asintió un segundo mientras terminaba de sacar el resto de la placenta.

    —Enseguida. ¿Qué hago con esto? —preguntó Antón.

    —Enterradla en la tierra —indicó Elvira observando a su esposo.

    Obedeciendo al instante, Antón corrió hacia su caballo y tras revolver en la bolsa que llevaba regresó corriendo.

    —¿Qué traéis ahí?

    —¡Tomad! Envolved a la criatura con esto. Es lo más abrigo que tenía. Siempre lo llevo en el caballo —aseguró Antón pasándole una suave prenda de lana.

    Aliviada lo miró agradecida. La tela estaba desgastada del uso, pero era de abrigo. Envolviendo a la recién nacida, Elvira se acordó de pronto de su hijo.

    —Con todo lo ocurrido, no os he preguntado por Gabriel. ¿Y nuestro hijo? ¿Se encuentra bien?

    —Sí... —aseguró Antón agachándose frente a ella, retirándole el pelo del rostro, acariciándole las suaves hembras —. Dejé a mi padre y a Gabriel con mi hermano en Úbeda.

   —¿Y vinisteis en mi búsqueda? —preguntó Elvira llorando por la emoción.

   Antón se agachó y la besó en los labios con delicadeza, después del tiempo que habían pasado separados, sin saber nada de ella.

    —Hubiese ido hasta el mismo infierno por vos —le aseguró Antón besándola en la frente. En tono del hombre era serio; sin embargo, Elvira pensó que era la declaración de amor más hermosa que había escuchado nunca. Lagrimas incontenibles cayeron por sus mejillas al tiempo que el hombre la estrechaba junto a él.

    Varios segundos después, Antón volvió la cabeza hacia la pequeña y besó su coronilla.

    —Sois lo mejor que me ha pasado en la vida —dijo Antón regresando la mirada hacia ella—. Os quiero tanto que solo ahora sé, el vacío que habría supuesto mi vida sin vos. Mientras perdía el conocimiento solo tuve unos segundos para ver cómo os arrebataban de mi lado y os juro que no pasé mayor tormento en toda mi existencia. Y me sentí tan aliviado cuando hallé.

    —¡Por todos los santos! Entonces ha sido un verdadero milagro que me hayáis encontrado justo en este instante! —exclamó Elvira atónita intentando acariciar el rostro de su amado—. Estaba a punto de escapar cuando me interceptasteis.

    —No, llevaba varios días siguiéndoos los pasos. No quise poner en sobre aviso al bastardo ese, hasta no estar seguro de que podía escapar con vos. ¡Me asusté tanto al ver vuestro avanzado estado que no quise arriesgarme a que algo os ocurriese! Los últimos días he estado cerca de vos sin que os dieseis cuenta —aseguró Antón abrazándola con cariño.

     Durante varios minutos, ambos se besaron sin importarles el frío ni la noche mientras la criatura permanecía sin estremecerse de los brazos de su madre. Tiempo después, Antón le preguntó:

    —¿Necesitáis algo más?

    —Solo un poco de agua —señaló Elvira mientras se reflejaba en su rostro el cansancio de toda la noche.

    —¿Cenasteis algo antes de escaparos? —preguntó a su vez Antón.

    —No, los dolores y la inquietud por tener que huir me quitó el hambre.

    —Entonces, os sacaré un poco de comida que llevo en el caballo. No podéis dejar de comer ahora que debéis alimentaros por dos.

   —No tengo hambre, Antón —contestó Elvira fijando de nuevo la mirada en la pequeña—. ¡Es preciosa!

   —¡Imagino que como la madre! —añadió una conocida voz cerca de ellos. 

El sobresalto hizo que Antón se resbalara y cayera estrepitosamente al suelo.

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