CAPÍTULO 22
Antón se hubiese alegrado de regresar a Úbeda, si las circunstancias hubiesen sido otras. En cambio, dolorido y ajeno a la algarabía de las calles por las que pasaban, dirigía su caballo hacia la casa donde vivía su hermano, con la única compañía de su padre y su hijo; faltándole lo más importante, su esposa.
Permanecería en la ciudad el tiempo justo de contarle a Juan lo ocurrido y tras ello, retomaría el viaje hacia Navarra. La ropa oscura que llevaba puesta disimulaba la sangre que emanaba cada vez que se le abría la herida. Su hijo Gabriel, traumatizado tras la desaparición de su madre y después de haber presenciado su intento de asesinato, había pretendido marchar con él pero le había tenido que confesar la verdad: con el dolor de las heridas no podía soportar el más mínimo roce en su cuerpo, aunque se tratase de sus brazos. Y con cara de pena, el pequeño se había conformado con la explicación sin replicar, haciendo el camino junto a su abuelo.
Mientras tanto, Juan permanecía callado y preocupado por Antón, sin saber cómo hacer para convencerlo de que le permitiera acompañarlo. No podía pretender realizar un viaje tan largo y arriesgado, estando herido como se encontraba.
—Ya hemos llegado, padre... —dijo Antón deteniendo el caballo sacando de sus elucubraciones a Juan. El anciano observó con interés la calle en la que se encontraba.
—No sé si mi hermano estará en su casa o se habrá ido con Diego.
Cogiendo las riendas del caballo y acercándose a la puerta, llamó con determinación. Mientras tanto, su padre y Gabriel descabalgaban.
—¿Tenéis ganas de ver a Juan, padre?
—Hubiese preferido ver a mi hijo mayor de otro modo. No así. Además, no me parece bien tener que quedarme con tu hermano...
—Ya hemos hablado de eso por el camino, padre. No insistáis más, estaréis mejor aquí.
Juan apretó los labios y las arrugas de su frente evidenciando su amargo malestar. En ese instante, la puerta se abrió y una joven hermosa apareció.
—¡Antón! —exclamó la mujer mirando sorprendida a su cuñado.
—¡Mencía! —saludó Antón sin mostrar ningún tipo de alegría.
Mencía supo al instante que algo sucedía. Su cuñado estaba mortalmente serio.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó la mujer—. No sabíamos que tenías pensado visitarnos.
—Y así era... pero ha surgido un contratiempo y necesito hablar con mi hermano.
—Por supuesto, pasad. Qué tonta soy... —dijo la mujer fijándose en ese instante en el anciano y en el niño.
Antón observó la mirada de curiosidad de su cuñada.
—Mencía, os presento a mi padre. Padre, esta es la mujer de Juan.
—¿Vuestro padre? —preguntó Mencía con sorpresa.
Mostrando la alegría que le producía la llegada de su suegro, Mencía se acercó y saludó al hombre que parecía algo turbado por el efusivo abrazo.
—¡Hola, hija! Tenía ganas de conoceros...
—Gracias, Juan —respondió la mujer con una sonrisa.
—¿Y este niño es...?
—Mi hijo, Gabriel. Gabriel, saludad a vuestra tía.
El pequeño adelantó un paso e inclinando la cabeza, como si hubiese sido un adulto, saludó a la mujer, hecho que hizo sonreír a la mujer, a pesar de la cara de circunstancia de las tres personas, hasta el niño estaba mortalmente serio. Así que, apresurándose, Mencía los indujo a entrar en la casa.
—Entrad... vuestro hermano está dentro. Nos disponíamos a comer.
—No pretendíamos molestar... —dijo algo turbado Antón.
—¡Antón! ¿Qué tontería es esa? Vos jamás molestaríais ... pero vuestro hermano se va a llevar una sorpresa cuando os vea.
Ninguna de las tres personas contestó. Cuando Mencía cerró la puerta tras de sí, se volvió y les indicó:
—Por aquí... estábamos en el comedor.
Como los tres no hacían ademán de pasar, Mencía fue delante de ellos con el presentimiento de que algo grave ocurría. Y lo que era peor, no comprendía cómo su marido no le había dicho nunca que tenían un sobrino. El niño caminaba aferrado a su padre.
—¡Juan! —avisó Mencía en voz alta a su esposo mientras iba andando.
—¿Si...? —contestó una voz desde el interior del salón.
—Tenemos visita... —dijo Mencía justo antes de abrir la puerta.
—¿Visita...? —preguntó Juan levantándose de la silla, mostrándose sorprendido al distinguir la figura de su hermano tras su esposa.
—¡Hermano! —dijo Juan dirigiéndose hacia él. Sin embargo, la sorpresa fue mayúscula cuando descubrió a su padre—. ¡Padre!
La emoción embargó al anciano que llevaba años sin ver a su hijo mayor, saltándosele las lágrimas de la emoción.
—¡Hijo! —dijo el hombre con apenas un hilo de voz en la garganta.
Juan no pudo evitar pasar por delante de Antón y abrazar primero a su progenitor, sin darse cuenta de la presencia de Gabriel. El conmovedor encuentro hizo que se abrazase con fuerza a su padre. Y el anciano no pudo evitar emocionarse, rompiéndose a llorar después de tanto tiempo.
—¡Dios mío! ¡Qué sorpresa! No os esperaba para nada... —dijo Juan soltándose de su padre, dispuesto a darle un abrazo a su hermano.
Sin embargo, Antón lo detuvo con el brazo y haciendo un gesto negativo con la cabeza, le advirtió:
—Mejor no lo hagáis...
—¿Y eso...? —preguntó Juan sin entender.
—Está herido... —contestó el padre de ambos mirando a su hijo mayor.
—¿Herido? ¿Cómo os habéis herido...?
—Os lo contaré todo después pero antes, dejadme que os presente a Gabriel —anunció Antón señalando a su hijo que miraba casi con temor a su tío.
—¿¡Gabriel!? ¿Y quién es éste Gabriel? —preguntó Juan descubriendo en ese instante la presencia del niño—. ¡Por los clavos de Cristo! Pero, si es igual a...
—A mí... —contestó Antón con una ligera sonrisa—. Hermano, os presento a vuestro sobrino —dijo Antón orgulloso de su hijo.
—¿Mi sobrino? —preguntó tartamudeando—. ¿Y en qué maldita hora se os olvidó decirme que había un nuevo miembro en la familia?
Sin inmutarse por la actitud de su hermano, Antón empujó con delicadeza el cuerpo del pequeño hacia Juan.
—Gabriel, este que gruñe tanto es vuestro tío Juan. Pero no os dejéis intimidar. A veces, se enfada pero es inofensivo...
La sonrisa de Mencía se escuchó en ese instante en la sala, pero todos estaban pendientes de la reacción del pequeño que no había abierto la boca hasta ese momento.
—¡Hola! —respondió tímidamente Gabriel.
—¡Hola! —exclamó Juan emocionado de saber que su hermano tenía un hijo de esa edad.
—Os lo explicaré todo antes de partir... —dijo Antón adivinando los pensamientos de su hermano.
—¿Antes de partir? ¿Y a dónde pensáis ir si acabáis de llegar?
—Pretende irse solo —señaló el anciano preocupado.
—¿Solo...? ¿A dónde? ¿Pero no estáis herido? —preguntó con insistencia Juan sin comprender nada.
—Juan... ¿por qué no nos sentamos a comer y después nos lo cuenta? Están agotados del viaje —señaló en ese instante Mencía haciéndole un gesto con los ojos.
—¡Claro! —dijo el hombre preocupado—. ¿Queréis asearos antes?
—Sí... —señaló Antón—. Tengo que cambiarme el vendaje.
—¿El vendaje? —preguntó Juan mirando a su hermano con fijeza.
—Juan, ¿por qué no acompañáis a vuestro hermano a la alacena, cogeis los lienzos y las hierbas y subís con él? Mientras, yo acompañaré a vuestro padre y a Gabriel a sus alcobas —insinuó Mencía a su esposo.
—Lleváis razón como siempre —dijo Juan mirando a su mujer—. Padre, quedaos aquí. Mientras Mencía os muestra donde asearos, yo ayudaré a mi hermano.
—Gracias, hijo. Aseguraos que este cabezón no se desangre. A mí no me deja comprobarle la herida desde que salimos de Alcaraz.
—No os preocupéis, padre —señaló Juan mientras su hermano miraba a su padre sin replicar—. A mí, me la enseñará.
Una vez a solas en la alcoba y nada más cerrar la puerta, Juan le preguntó a su hermano:
—Os presentais con padre, con un hijo y encima, herido, ¡cuéntame qué ha sucedido! —dijo Juan yendo directo al grano.
—Me casé con Elvira...
Extrañado por la confesión, Juan volvió a preguntar titubeando:
—¿Con vuestra Elvira...?
—Sí, con esa Elvira. Sabes que siempre la quise...
—¿Pero no decíais que os había engañado y que no ibais a confiar en ninguna mujer más?
—Cuando llegué a Alcaraz, descubrí que tenía un hijo y que ambos fuimos víctimas de las mentiras de su padre para separarnos. Ella estaba sola y como yo la seguía queriendo, nos casamos. Es una larga historia que ahora no os puedo contar porque no dispongo de tiempo. Padre, os lo contará todo más tranquilamente... —dijo Antón quitándose el ropaje que llevaba.
Cuando Juan fue a agarrar la camisa que llevaba su hermano, la sangre impregnada en la prenda, le manchó la mano.
—¡Estáis sangrando! —exclamó Juan preocupado—. ¿Me podéis decir quién os hizo esto?
—Intentaron matarme, pero lo peor fue que se llevaron a Elvira. Debo buscar a mi esposa...
—¿Se la han llevado? ¿Quién?
Antón inspiró fuerte y respondió:
—Su primer esposo...
—¡Dios del cielo! ¿Acaso tenéis fiebre para decir semejantes estupideces? —preguntó Juan tocando la frente de su hermano para comprobar si tenía calentura.
—Ya os he dicho que es largo de contar... ¡Estoy bien! ¡No me tratéis como a un niño!
—¡Sois mi hermano pequeño y os trato como me venga en gana! Voy a llamar a la mujer de Diego. Doña Clara es la persona idónea para curaros esa herida. No hay nadie que cosa como ella...
—Padre hizo lo que pudo —dijo Antón intentando justificarse.
—Tumbaos y no os mováis. Y la idea esa de partir de inmediato, quitáosla de la cabeza. No os marcharéis hasta que no dejéis de sangrar.
—No puedo retrasarme más. Elvira está embarazada y cada día que pasa, es un día que me separa más de ella.
—¡Embarazada! Voy a tener otro sobrino y me lo decís así... —señaló Juan no dando crédito a la noticia.
—Juan, no estoy para tonterías. Id en busca de doña Clara porque en cuanto pueda, me marcho.
—¡Está bien! Tumbaos en la cama y no os mováis. Vendré enseguida.
Mientras Juan y Gabriel comían en compañía de Mencía, Diego de la Cueva, su esposa Clara María y Juan, escuchaban la inaudita historia que les había contado Antón.
—Os acompañaré a Navarra —musitó Juan.
—Iré solo. Levantaré menos sospechas y a vos... —dijo Antón mirando a Juan—. Os necesito aquí. Padre no está para vivir solo y mi hijo Gabriel corre peligro si el tal Vandelvira logra dar con él.
—¿Y qué os hace suponer que vendrá a Úbeda? —preguntó Juan a su vez.
—Nada... pero no puedo confiar en nadie más. Prefiero que os quedéis aquí con ellos. Estaré más tranquilo sabiendo que están seguros con vos —señaló Antón.
—¡Pero estáis herido! Todavía no estáis repuesto del todo —le rebatió Juan.
—Me curaré por el camino. Por lo menos tardará dos semanas o tres.
—Dejadlo Juan. Vuestro hermano lleva razón. Solo, levantará menos sospechas que si va acompañado.
—¿Y si le ocurre algún contratiempo, quién protegerá a mi hermano?
—Esto es asunto mío y no os meteré en él. Debo acabar con Vandelvira o nunca se terminará esta historia. Además, si ha osado a tocar a Elvira, no vivirá para contarlo. Es su vida o la mía.
—¡Esto ya está! —aseguró Clara María terminando de coser con detenimiento el desgarro de la carne—. ¡Tuvisteis suerte, Antón! Solo espero que estos puntos aguanten hasta que halléis a vuestra esposa.
—Gracias, doña Clara —susurró Antón observando cómo lo vendaba.
Tanto Diego como Juan, observaron con detenimiento a Antón y sin que les gustase las intenciones que tenía, se miraron en un cómplice silencio.
Reino de Navarra, un mes después.
El día esperado había llegado y cargado de un implacable peligro, hizo que un escalofrío recorriera la columna de Elvira a pesar de intentar mantener la calma. Sabía a la perfección que en cuanto le dijera a Manuel que había empezado con los dolores del parto, éste mataría a su hijo a la mínima oportunidad. Su vientre redondeado era un recordatorio constante de su matrimonio con Antón y Manuel se había pasado todo el mes amenazándola con matar a su bebé y ella, sabía que era capaz de cumplir con su amenaza. Manuel no perdonaría jamás que hubiese tenido dos hijos con Antón y ninguno con él. Había sido una suerte que gracias a su odio, no se hubiese atrevido a tocarla porque no había nada que le repugnase más que yacer con el asesino de Antón.
¡Antón! Jamás olvidaría el momento de su muerte, y tampoco se lo perdonaría nunca. Una y otra vez, recordaba el momento en que lo apuñalaban y caía muerto por culpa de las heridas. Pensar Manuel se había vengado de ella quitándole el amor de su vida, la sumía en un dolor insoportable.
Su deterioro físico era tan evidente que Manuel no se hartaba de insultarla. No soportaba ver en su rostro las huellas del dolor por la muerte de su amado, ni soportaba ver en su vientre, como crecía el hijo de ambos. Solo la mantenía en pie, la esperanza de que su hijo Gabriel estuviese con su suegro y que éste hubiese cuidado bien de él.
Sin embargo, esa noche cambiaba todo. Manuel había bebido tanto que ni tenerse en pie podía. El brillo acuoso de sus ojos y su tez colorada, eran claros signos del estado de embriaguez en que se encontraba. Y debía aprovechar esa debilidad porque sería la única oportunidad que tendría de escapar. Acababa de empezar con las contracciones del alumbramiento y en dos o tres horas más, ya no podría fingir. La llegada a esa aldea era el momento que necesitaba. El denso monte que la rodeaba, facilitaría su huida sin que Manuel se diese cuenta. En cuanto se percatase, ella estaría lejos y él, tendría que regresar con el ejército sin tener tiempo para buscarla.
Observándolo con prudencia, comprobó cómo Manuel se echaba con la torpeza de un borracho sobre la cama y cómo cerraba los ojos al instante. Ese era el momento de su huida. Aprovechando su debilidad, Elvira empezó a abrirla la puerta pero la masculina voz, la detuvo.
—¿A dónde vais?
—Necesito salir... —susurró Elvira sin mirarlo a la cara—. Me habéis tenido encerrada todo el día y necesito hacer mis necesidades.
—Haced lo que tengáis que hacer aquí —ordenó Manuel sin levantar el brazo de sus ojos. La cabeza le daba vueltas y se encontraba mareado.
—No pienso hacer nada delante de vos —declaró Elvira.
Durante unos segundos, Manuel no contestó y Elvira pensó que quizás se hubiese dormido. Pero Manuel todavía estaba consciente. El cansancio lo invadía y le incapacitaba para incorporarse, pero todavía conservaba sus fuerzas si se lo proponía. Lo vio dudar, pero sorprendiéndola, sus palabras sonaron fuertes y claras:
—¡Quitaos los zapatos! No tendréis oportunidad de llegar muy lejos sin ellos —declaró Manuel sabiendo que descalza, Elvira no podría escapar muy lejos y menos en su avanzado estado—. Y no tardéis mucho o saldré a buscaros y entonces, lamentaréis haberme hecho enfadar.
Quitándose deprisa los zapatos, Elvira cogió una capa para echársela por sobre los hombros y obedeciendo la orden, respondió rezando para que no se percatara de la prenda que había cogido.
—¿A dónde habría de ir descalza? No tardaré. Podéis dormir tranquilamente.
Sin más, salió al instante del lugar, dejando aquel infierno detrás suya. Cerrando la puerta con cuidado para no levantar sus sospechas, la oscuridad de la noche la envolvió de repente. Tenía dos caminos por delante, solo dudó un segundo entre cuál coger. Y encaminándose rápidamente evitó pasar por las zonas iluminadas, a pesar del dolor que le hacían los guijarros cuando se los clavaba en la planta de los pies. De vez en cuando, contenía la respiración cuando le venía una contracción.
Antón vigilaba de cerca una de las cabañas de madera. A los pies del castillo del rey de Navarra, una gran aldea acogía a soldados y plebeyos que formaban parte del ejército. Más de la mitad de la hueste del rey, estaba acampada desde la víspera. Según había escuchado a varias personas que seguían al monarca, solo disponían de un día para volver a llenar las carretas de provisiones y volver con el resto del grueso del ejército.
Después de cruzar toda Castilla, Antón llegó al campamento navarro esperanzado por encontrar a su mujer. Y tras dos días de intensa búsqueda entre los soldados y los pocas mujeres que los acompañaban, su esperanza se vio recompensada en el instante en que divisó desde lejos la presencia de su esposa que caminaba por detrás de Vandelvira. Ninguno de los dos se había percatado de su persona. Así que ocultándose a una distancia prudencial, los siguió. En un principio, se había sentido alivio al verla sana y salva, pero solo unos segundos bastaron para volver a alarmarse. El vientre de Elvira era tan voluminoso que andaba con suma dificultad, eso sin contar su deteriorado aspecto. Cabizbaja, delgada y demacrada, le costaba reconocer a la hermosa mujer que amaba. Parecía haber envejecido como diez años.
Su herida, le permitía pasearse con disimulo por el campamento sin que nadie osara preguntarle. Solo esperaba el momento más idóneo para recuperar a Elvira. Ni él se había recobrado lo suficiente para luchar con Vandelvira, ni su esposa estaba en las mejores condiciones como para salir corriendo.
Cuando el campamento dormía, Antón se acercaba lo suficiente a ellos para escuchar cualquier ruido que proviniese de dentro y agazapado, dormía cerca de donde estaba su esposa. ¡Siempre expectante! Si ese desgraciado se atrevía a poner un solo dedo encima de su mujer, entraría y lo mataría sin importarle las consecuencias. Sin embargo, después de escuchar los insultos que le profesaba a Elvira, se quedó un poco más tranquilo. Manuel no compartía el lecho con ella; lo habría matado de atreverse, a expensas de perder la vida. Pero Vandelvira, estaba cegado por el odio y la rabia, sobre todo cuando escuchaba la mofa de algunos soldados. De todos era sabido que el niño que llevaba Elvira en su vientre, no era hijo de Vandelvira. Y aunque nadie se había atrevido a decírselo en la cara, la gente lo evitaba sabiendo que con una sola provocación, el hombre no dudaría en matar a alguien. Necesitaba descargar su ira y él debía esperar y encontrar la oportunidad más propicia sin poner en riesgo la vida de su mujer y la suya. Ya habría tiempo de recobrarse la deuda cuando él estuviese bien.
Estaba oculto y apostado sobre varias cabañas de enfrente, cuando vio a Vandelvira llegar. Después de encerrar a Elvira en aquella cabaña, el tipo se había pasado toda la tarde bebiendo. Tambaleándose, había entrado dentro de la cabaña dando voces y Antón se puso en tensión, intentando discernir con claridad lo que decían por si se le ocurría agredir de alguna forma a su mujer. Se escuchaba la voz de Elvira, pero no lograba alcanzar a escuchar nada de lo que decían. Sin embargo, un poco después, la silueta de una persona envuelta con una gran capa, salió de la cabaña. Un sexto sentido lo puso en alerta. Vandelvira había entrado tabaleándose y la persona que había salido, caminaba de manera extraña pero firme y estaba envuelta con ropa de abrigo. ¡Era Elvira! Aunque intentaba apresurarse, seguramente el embarazo le impedía caminar más ligera. Así que guardando una prudencial distancia con ella, la siguió con sumo sigilo.
Después de andar cientos de metros, Antón comprobó que algo le ocurría a su esposa, a pesar de que no se detenía y que se alejaba cada vez más de la cabaña y de la aldea. Apresurando el paso, fue acortando la distancia con ella hasta que ésta se detuvo inesperadamente y con un quejido como de angustia o de dolor, se dobló sobre sí misma. El vello se le erizó a Antón y al instante, supuso que Elvira estaba herida y sin pensar en nada más, delató su presencia.
—¡Elvira! —susurró acercándose temiéndose lo peor.
Sin reconocer la voz de Antón y sumida en el dolor que le retorcía las entrañas, Elvira se volvió al instante y aunque no podía distinguir de quién se trataba, se asustó cuando una sombra se cernió sobre ella. Sin darle tiempo a reaccionar e imaginándose lo peor, Elvira comenzó a golpear a Antón mientras éste intentaba abrazarla.
—¡Elvira! Soy yo... Antón. No os asustéis, he venido a buscaros.
—¡Soltadme! —gritó ella desesperada.
—¡Elvira! Soy Antón, ¿no me reconocéis?
—¡¿Antón?! —gimió asustada, deteniéndose en ese instante percatándose entonces de las palabras.
Imaginándose que su mente le estaba jugándole una mala pasada o que estaba volviéndose loca, empezó a llorar asustada y a temblar de forma descontrolada.
El corazón le dio un vuelco a Antón cuando se percató del impacto que su presencia estaba ocasionando a su esposa. Pensándolo muerto, debía creerlo un ánima. Así que abrazándola suavemente, dejó que su mente fuera asimilando su presencia. Cogiendo las manos de Elvira, las colocó sobre su propio rostro.
—Soy yo, mi vida. ¿Es que vuestras manos no me reconocen?
La enorme impresión duró unos minutos más pero incapaz de soportar el innecesario sufrimiento que le había provocado, rodeó el cuerpo de su esposa cobijándola entre sus brazos.
—¿Acaso os olvidasteis de mi voz?
Elvira no podía reaccionar mientras reconocía la voz de Antón y rompiendo a llorar desconsoladamente, empezó a temblar más si cabe.
—¡Antón! ¡Estáis muerto! ¿Estoy volviéndome loca...? —preguntó Elvira creyendo que perdía la cordura.
—No, mi vida, no soñáis... soy yo y para nada habéis perdido el juicio. Todavía estoy herido, pero no consiguieron acabar conmigo. Pero y vos..., ¿qué os ocurre? He escuchado como os quejabais —susurró preocupado.
Un atisbo de luz penetró en la mente de Elvira y desplomándose sobre el pecho del hombre, sus lágrimas humedecieron el cuello y el rostro del varón. Tocándole la mejilla, Elvira era incapaz de hablar. En unos segundos después, murmuró a pesar del llanto:
—¿En verdad sois vos?
—Sí cariño —dijo Antón también emocionado.
Un nuevo dolor le vino a continuación, y Elvira volvió a quejarse.
—¡Estáis herida! —exclamó Antón realmente preocupado.
—No exactamente. ¡Dios mío, estáis vivo! ¡Habéis llegado justo a tiempo! —dijo agarrándolo con fuerza.
—¿Y qué os ocurre? —preguntó asustado el hombre.
—Llevo un rato con los dolores de parto.
Fue el momento de Antón, de ponerse malo. Y sin entender qué hacía su esposa en la calle justo cuando estaba a dar luz, le preguntó:
—¿Pero a dónde os dirigíais en vuestro estado...? —le preguntó Antón agitado.
—Estaba tratando de huir —respondió Elvira soltando otro quejido de dolor.
—¡Dios mío! Debemos marcharnos de aquí entonces —señaló Antón comprendiendo la urgencia de marcharse y el peligro—. Pero, ibais en dirección contraria...
—Trataba de alejarme todo lo posible. No me importaba dónde... —respondió Elvira intentando justificarse.
—No os preocupéis. Iré a por mi caballo y saldremos de la aldea. ¿Podéis caminar más deprisa?
—No, voy descalza.
—¿Cómo que descalza?
—Manuel me ordenó quitarme los zapatos para que no pudiese huir.
—Por eso andáis de forma tan lenta... —entendió Antón al instante maldiciendo al Vandelvira—. ¡Está bien! Todavía no soy el soldado que era, pero aún no he perdido la capacidad de luchar por mi esposa cuando me necesita. Es imposible que nadie esté levantado a estas horas. Todos estarán durmiendo para el viaje de mañana. Mientras os sentáis en este lado del camino, me esperaréis aquí.
—Pero quiero ir con vos... —se quejó Elvira asustada.
—En vuestro estado, es mejor que reservéis fuerzas. Además, si emitís algún quejido, podéis alertar a alguien. Yo no puedo llevar vuestro peso y no quiero que os clavéis cualquier piedra en las plantas del pie.
Antón maldijo al Vandelvira por su ocurrencia y prometió cobrársela doble. Cogiendo el rostro de su esposa entre las dos palmas de sus manos y dándole un rápido beso, le dijo.
—No os mováis. Enseguida vuelvo.
Y dejándola sola de nuevo, Elvira solo pudo escuchar sus pasos alejándose mientras sentía otra nueva contracción.
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